Hormigas en la mano - José Montero - E-Book

Hormigas en la mano E-Book

José Montero

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Beschreibung

El abuelo Jeremías es un personaje misterioso, callado, con un pasado algo oscuro. Sin embargo, entabla una buena relación con su nieto, ya que los dos comparten el interés por la música. Lo que más desea Ezequiel es tocar la guitarra y ser una estrella de rock. Antes de morir, Jeremías le deja un extraño secreto; Ezequiel lo ignora, le parece ridículo, pero mucho después, de manera casual, descubre que es cierto y lo pone en práctica. Se convierte así en un guitarrista excelente y logra sumarse a una banda. El grupo triunfa y él conoce los beneficios de la fama. Pero hay un problema: el secreto genera un éxito temporario. ¿Hasta dónde está dispuesto Ezequiel a llegar por su ambición?

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Índice de contenido
Tapa - Hormigas en la mano
Portada
Hormigas en la mano
Biografías
Legales
Sobre el trabajo editorial
Contratapa

Hormigas en la mano

José Montero

Ilustraciones:

Gonzalo Ruggieri

Hormigas en la mano

El abuelo Jeremías era un misterio para Ezequiel. Tenía fama de loco, de gritón, hasta de mala persona. Su cara estaba atravesada por arrugas que disimulaban una cicatriz en la mejilla izquierda. Sin embargo, lo que a Ezequiel más le llamaba la atención eran las manos. Esas manos grandes, con dedos retorcidos por el reuma, por los años y por el trabajo duro, según decía.

La tía Delfina daba una versión distinta. El abuelo, aseguraba, había sido toda la vida un vago. Alguien poco afecto al esfuerzo que había malgastado su juventud en fiestas, mientras el resto de la familia trabajaba.

De acuerdo con esta versión, el abuelo Jeremías solo era bueno para tocar la guitarra, para cantar y para contar chistes. Por eso lo invitaban a todas las reuniones, porque era garantía de alegría y diversión. Y si había quedado con los dedos atrofiados era por tanto guitarrear, decía la tía. Aunque no sería de extrañar, agregaba, que se hubiese estropeado las manos por meterse en peleas. La cicatriz, al parecer, era el recuerdo de un baile que había terminado con golpes y cuchillazos.

Ezequiel nunca se animó a preguntarle a su abuelo si eso era cierto. Resultaba difícil hablar con él. Era callado. Casi no hacía preguntas y, cuando se las hacían a él, respondía con monosílabos y con palabras ambiguas.

Pese al silencio, el abuelo le dejó enseñanzas. Con él, Ezequiel aprendió a sujetar bien la guitarra, a dar los primeros acordes, a obtener los sonidos justos.

Jeremías no le daba clases en un sentido tradicional. Simplemente escuchaba los progresos de Ezequiel con el instrumento y le hacía correcciones, sugerencias, lo frenaba con un gesto cuando algo no le gustaba y asentía secamente cuando, por el contrario, algo le parecía correcto.

Hablaban tan poco que a Ezequiel le sorprendió aquella vez que el abuelo, de pronto, dijo: “De joven, cuando tenía que tocar en una fiesta importante, la noche anterior me hacía picar las manos por hormigas coloradas. Pero tienen que ser siempre del mismo hormiguero.”

A los pocos días, el viejo Jeremías murió y el comentario cayó en el olvido.

Y del olvido regresó años después, cuando Ezequiel ya tenía dieciocho años y sintió, una tarde, la tremenda picadura de una hormiga colorada en su pie descalzo, mientras ensayaba con la guitarra en el fondo de su casa.

La reacción de Ezequiel fue quitarse la hormiga y arrojarla al piso para matarla. Sin embargo, cuando estaba con la ojota en la mano, a punto de dar el golpe fatal, cambió de idea.

Se repuso del dolor y apoyó un dedo de su mano derecha en el suelo, junto a la hormiga, invitándola a subir.

El insecto caminó varios centímetros y finalmente lo picó en la palma. Ezequiel contuvo las ganas de gritar. Se sacudió el bicho de encima, agarró la guitarra y tocó.

Al principio, la reacción alérgica, la hinchazón y la sensación de parálisis que siguieron a la picadura le impidieron casi rasgar el instrumento.

Con el correr de los minutos, la mano le fue respondiendo cada vez mejor y, a la media hora, Ezequiel tocó con la maestría de un músico profesional. Obtuvo resultados que nunca había imaginado. Se sorprendió con los punteos y las melodías que fue capaz de “arrancarle” a la guitarra.

La mejoría siguió al día siguiente y alcanzó su punto máximo 24 horas después de la picadura.

Vencido ese plazo, el virtuosismo musical comenzó a decaer y, para cuando se cumplieron las 48 horas, Ezequiel volvió a ser lo que era: un guitarrista mediocre, del montón.

A pesar de las decepciones, Ezequiel conservaba la costumbre de leer los avisos clasificados en páginas de música. Eran cientos. “Se busca vocalista”, “Se busca baterista”, “Se busca actriz para video clip”, “Se busca guitarrista estilo heavy metal”.

Definitivamente, el heavy metal no era lo suyo, como no era lo suyo seguir presentándose a audiciones. ¿Para qué? Lo juzgaban como un guitarrista menor, alguien que ni siquiera podía formar parte de una banda que recién empezaba.

Sin embargo, algo en ese aviso le llamó la atención. Era distinto. No estaba escrito por principiantes engreídos.

“Productor busca guitarrista de excelencia para banda pop”, decía.

Nadie, en esas páginas, pedía un “guitarrista de excelencia”.

Ezequiel llamó por teléfono. Una secretaria lo atendió muy amablemente, le pasó una dirección y le dijo:

—Te esperamos mañana a las cuatro de la tarde. Tenés 24 horas para preparar lo mejor que puedas mostrarnos.

Apenas cortó, Ezequiel fue al fondo de su casa y buscó un caracol entre las macetas. Lo apoyó en el piso de baldosas, a centímetros de donde comenzaba el césped, y lo aplastó con la zapatilla.

En pocos minutos, el cadáver del caracol se llenó de hormigas coloradas que iban a devorarlo, y Ezequiel se hizo picar en las dos manos.

Terminó de tocar y, en la parte oscura de la sala, comenzó a sonar el aplauso de una sola persona.

Era la clase de aplauso que expresa burla, aburrimiento o descontento. Transcurría un eterno segundo de silencio entre cada batir de palmas.

Ezequiel estaba convencido de que había tocado muy bien. Mejor incluso que la primera vez que había contado con la ayuda de las hormigas. Pero ese frío aplauso lo desconcertaba.

De pronto, la persona que aplaudía salió de la oscuridad y entró en la zona de penumbra. Ahora era una silueta alta y flaca de dedos larguísimos. La lentitud del aplauso tenía sentido. Esos dedos tardaban mucho tiempo en separarse después de cada choque, pensó Ezequiel.

Pero ese razonamiento tonto enseguida se desvaneció, porque la sombra aceleró el aplauso hasta convertirlo en un movimiento frenético con un ruido atronador.

El hombre se acercó y se presentó dándole la mano. Ezequiel sintió que esos dedos larguísimos se enroscaban como una serpiente hasta apretar sus venas, ya a la altura de la muñeca. Era el productor.

—Sos lo que busco –dijo-. Te quiero en mi equipo.

—Gracias –fue lo único que atinó a balbucear Ezequiel.

—¿Quién te enseñó a tocar así la guitarra? –quiso saber el manager, mientras dos secretarias revoloteaban alrededor.

—Aprendí un poco con mi abuelo. Tomé clases con profesoras de mi barrio. Nadie conocido –respondió Ezequiel.

—Entonces el tuyo es un talento único. Te lo dio la naturaleza.

—Algo parecido –retrucó Ezequiel, pensando en las hormigas.