Iris y las semillas mágicas - Nicola Skinner - E-Book

Iris y las semillas mágicas E-Book

Nicola Skinner

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Beschreibung

A Iris Fallowfield se le da tan bien portarse bien que los profesores acuden a ella cuando necesitan ayuda para recordar las normas del colegio, ¡y hay muchísimas! Pero cuando Iris descubre un paquete medio descolorido de SEMILLAS MÁGICAS, su mundo comienza a florecer de una manera extraña, aterradora y —a la larga— maravillosa...

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Título original:Bloom

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A., 2019

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

© del texto: Nicola Skinner, 2019

© de la traducción: Sonia Fernández-Ordás, 2019

© Publicado por primera vez por HarperCollins Publishers

Cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra solo

puede ser realizada con la autorización de sus titulares,

salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún

fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica

ISBN: 978-84-18279-66-9

Para Ben, que hizo esto posible,

y para Polly, que lo empezó todo

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ADVERTENCIA

No es normalabrir un libro nuevo y que te adviertan de que es arriesgado. Pero si queréis saber la verdad, y nada más que la verdad, debo deciros que este libro encierra un peligro entre sus páginas.

Bueno, técnicamente hablando, podría encerrar un peligro entre sus páginas. Nadie ha logrado demostrar nada. Pero de todos modos, el peligro está ahí. Lo que significa que debéis leer esta advertencia con atención antes de pasar al capítulo 1.

Nadie está a salvo. Niñas. Niños. Madres. Padres. Hermanas. Hermanos. Tías. Tíos. Ni siquiera esos fa-miliares lejanos que no sois capaces de recordar qué parentesco os une y a los que solo veis una vez al año. No, ni siquiera ellos.

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Ahora estáis todos en la línea de fuego del destino.

Eso es porque, por desgracia, el mero hecho de tener este libro en las manos y tocar el papel os ha deja-do (a vosotros y a todos vuestros conocidos) potencial-mente expuestos a una sustancia que es, según los científicos, «altamente volátil, médicamente incon-trolada e imposible de curar».

O, como me dijo en una ocasión un perplejo en-fermero: «Nunca hemos visto nada igual, cielo».

Así que estad preparados.

A lo largo de los próximos días quizá experimen-téis sensaciones extrañas. Quizá os preparéis un baño antes de iros a la cama, pero para bebéroslo, no para ba-ñaros.

Quizá experimentéis dolores desconocidos en sitios extraños.

Y finalmente –no hay por qué alarmarse, en serio–, quizá os crezca... algo en el cuerpo.

¡Pero esperad! ¡No tiréis el libro horrorizados! ¡Vol-ved! Las posibilidades de que os ocurra son muy bajas. Más o menos, una entre un millón, o un billón (o una entre cien; no se me dan demasiado bien los decima-les). En serio, es muy poco probable que os ocurra algo, y, aunque así fuera, no hay ninguna necesidad de ir corriendo al baño a lavaros las manos.

Porque no es por vuestras manos por lo que debéis preocuparos.

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Pero escuchad: intentad no preocuparos. Incluso en el caso de que estéis infectados, al menos no seréis los únicos. A nosotros también nos pasó. Aquí somos todos un poco raritos.

O, como diría mamá muy diplomáticamente: «Qué mayores nos hacemos, ¿verdad, Iris?».

Y sí, así es como me llamo. A mamá le fascinan las flores, las plantas y hierbas medicinales. Podría ser peor, supongo. También le encanta el perejil.

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CAPITULO 1

Cuando la prensay los periodistas se enteraron de mi historia, escribieron un montón de mentiras. Las más gordas fueron:

1. Procedía de un hogar desestructurado.

2. Mamá era una madre soltera horrible.

3. Con unos orígenes como los míos, no era de extrañar que hiciera lo que hice.

Ninguna era cierta... Bueno, excepto que mamá sí es madre soltera. Pero ella no tiene la culpa de que mi padre nos abandonara cuando yo era un bebé. De to-dos modos, se me quedó grabada otra cosa: sí procedía de un hogar desestructurado.

Oh, no del tipo al que se refieren en términos como «Llevaba unos pantalones harapientos y me lavaba los dientes con azúcar». Pero nuestra casa sí parecía vieja y destartalada; siempre había algo estro-peado.

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Si alguna vez os hubierais pasado por allí, también os lo habría parecido. El tictac del reloj de la entrada os habría perseguido por toda la casa como si fuera chas-queando la lengua porque le desagradarais. El grifo de la cocina gotearía sin parar, como si llorara por algo. Si os hubierais sentado a ver la televisión, se habría ido el sonido a mitad del programa, como si se hubiera enfurruñado y no quisiera hablar a nadie nunca más. Jamás.

Había un reborde de moho alrededor de la bañera; las cortinas se descolgaban de los ganchos continua-mente como en una desesperada misión de huida, y cada vez que utilizábamos la cisterna, las tuberías gru-ñían y rezongaban contra lo que las habíamos hecho tragar. Ah, sí, si visitarais nuestra casa, estaríais de-seando marcharos de allí en cuestión de segundos. Os inventaríais alguna excusa inverosímil, como «¡Oh, acabo de acordarme..., le prometí a mamá que hoy iba a aspirar el tejado! ¡Tengo que irme!», y saldríais de allí a toda prisa.

Aparte de mi mejor amiga Neena, no mucha gente pasaba demasiado tiempo en nuestra casa.

Adivinad cómo se llamaba.

Villa Alegre.

Lo sé, ¿vale?

Pero a decir verdad. No me extrañaba que la gente quisiera salir corriendo de allí. Y no eran solo la hu-medad, el grifo y las tuberías protestonas. Era mucho

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más que todo eso. Era la sensación que producía la casa. Y estaba en todas partes.

Una melancolía tristona. Una seriedad gruñona. Una grisura oscura. Villa Alegre siempre parecía mo-lesta y disgustada por algo, y apenas había nada que no resultase afectado por ese estado de ánimo. Lo invadía todo: desde el ajado sofá del salón hasta el mustio he-lecho de plástico de la entrada, que siempre parecía a punto de morir de sed ¡aunque no fuera una planta de verdad!

Y –lo peor de todo– a veces esa tristeza también empapaba a mamá. Oh, ella nunca lo expresaba, pero yo me daba cuenta. Estaba en ella cuando se sentaba a la mesa de la cocina con la mirada perdida. Estaba en ella cuando bajaba la escalera cada mañana arrastrando los pies. La miraba. Me miraba. Y en los inquietantes y escasos segundos que pasaban hasta que por fin son-reía, yo pensaba: «Está extendiéndose».

Pero ¿qué podía hacer yo para arreglar las cosas? Yo no era fontanera. Era la más bajita de toda la clase, así que no llegaba a los rieles de las cortinas. Y en lo re-lativo al televisor, el único método que conocía era el tradicional: «Dale un porrazo y reza».

En vez de todo eso, tenía una solución diferente. Consistía en seguir esta sencilla regla: «Portarme bien en el colegio y portarme bien en casa, además de hacer lo que me mandaban en los dos sitios».

Así que eso era lo que hacía.

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Se me daba bien portarme bien.

Me portaba tan bien que mamá siempre se quedaba sin cajas de zapatos para guardar mis diplomas al Alumno más Sensato y al Campeón de las Normas.

Me portaba tan bien que los profesores en prácticas recurrían a mí para resolver cualquier duda sobre las reglas del Colegio Grittysnit. Como:

¿Se permite a los alumnos correr en el patio?

(Respuesta: Nunca. Solo se permite un trotecillo suave si están en peligro; por ejemplo, si los persigue un oso, y, aun así, deben contar con un permiso por escrito extendido con veintiocho días de antelación.)

¿Está permitido sonreír al señor Grittysnit, nuestro director?

(Respuesta: Nunca. Prefiere una mirada fugaz y una inclinación de cabeza como muestra de respeto.)

¿Siempre ha sido tan estricto y ha dado tantísimo miedo?

(Respuesta: Técnicamente, no es una pregunta so-bre las reglas del colegio, pero ya que es usted nuevo, lo dejaré pasar por esta vez. Y sí.)

Me portaba tan bien que fui Estudiante del Año por segundo curso consecutivo.

Me portaba tan bien que mi sobrenombre en el cole-gio era Iris la Buena Chica. Bueno, había sido Iris la Buena Chica hasta a principios de cuarto, cuando Chrissie Valentini lo cambió ligeramente para convertirlo en Iris la Pelotillera. Pero no se lo dije a los profesores.

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Así de bien me portaba.

Y cada vez que volvía a casa con nuevas muestras de mi buen comportamiento, mamá sonreía y me lla-maba Iris la Buena Chica. Entonces aquel sentimiento de pena la abandonaba y se retiraba a los rincones de la casa.

Durante un rato.

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CAPITULO 2

Pero el primerdía de clase de quinto de primaria hubo otra cosa que se rompió en mil pedazos. Una cosa que yo apreciaba mucho: mi vida.

Y todo por culpa del patio trasero.

Acababa de regresar del colegio. Mamá seguía tra-bajando, la muy suertuda, en el Mejor Trabajo del Mundo, y aún tardaría tres horas y media en llegar. Así que decidí relajarme limpiando la cocina, sacando brillo a los zapatos del colegio y haciendo los deberes, porque así era como yo funcionaba.

Debo decir que a mamá no le hacía mucha gracia que me quedara sola en casa, pero trabajaba todos los días a jornada completa y no volvía hasta las seis me-nos cuarto de la tarde. Solo podíamos permitirnos tres días de actividades extraescolares: miércoles, jueves y viernes. Los martes iba a casa de Neena al salir de clase (quien, durante un rato y dependiendo del programa de noticias que hubiera visto en televisión, era mi mejor

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amiga inocentona, mi compinche malvada, mi me-jor amiga malvada o mi compinche inocentona).

En fin, el caso es que las tardes del lunes las pasaba sola en casa. Las mañanas de los lunes, mamá me decía:

–No quemes la casa y asegúrate de que haces los deberes.

Como si necesitara que me lo recordaran. ¿Quién sabía exactamente lo que Iris estaría haciendo en un momento determinado? ¿Quién había hecho el Ex-traordinario Horario de Iris?

Servidora; o sea, yo. Mi Extraordinario Horario jugaba un importante papel en mi buen comporta-miento. Es muuuucho más fácil cumplir las reglas cuando tienes un horario con casillas organizadas con todas las tareas esperando que las marcaras como cum-plidas.

Así que allí estaba yo aquella tarde de lunes. Lim-piando la mesa de pegotes viscosos de mermelada. Vaciando el lavavajillas. Abriendo la puerta trasera para ventilar la cocina, que siempre olía a humedad.

Cuando terminé, ya eran las cuatro menos cinco. Solo disponía de unos escasos y preciados momen-tos de tiempo libre y sabía exactamente cómo pa-sarlos.

Abrí mi mochila y saqué la carta que nos habían repartido al terminar las clases aquel mismo día. Y esta vez no la leí por encima rodeada de compañeros rui-dosos. Devoré cada una de sus palabras.

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Decía así:

¿Siempre llevas los botones de la americana relucientes?

¿Llevas a casa con regularidad informesde Comportamiento Perfecto?

¿Podrías ser TÚel ganador del concursodel colegio para encontrar laEstrella Grittysnit del Año?

Solo hay un modo de averiguarlo.

Inscríbete en el concurso

ESTRELLA GRITTYSNITy ten laoportunidad de coronarte LA ESTRELLA GRITTYSNIT MÁS RUTILANTEDE TODO EL COLEGIO YTodocementoa f inales del primer trimestre.

Además ganarás otro premio: siete días de vacaciones para disfrutar en familia en el Complejo Vacacional playa brillanteen Portugal (cortesía de la agencia de viajes ¡nos vamos!).

¡Unas vacaciones al sol en familia! Nunca había ido al extranjero, y mucho menos en avión. Mamá siempre decía que nuestro presupuesto era demasiado justo para poder permitírnoslo. Como si el presupuesto fuese un jersey incómodo.

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En la carta, alguien –probablemente la señora Pinch, la secretaria del colegio– había dibujado cuatro cerillas tomando el sol en la playa. Estaban comiendo helados de cucurucho y sonreían.

Parecían muy felices.

Seguí leyendo:

La ESTRELLA GRITTYSNITdeberá poseer ese algo especial que la convierta en el ideal de alumno Grittysnit.

Contuve la respiración. ¿Qué?

Cada alumno será evaluado segúnsu capacidad para cumplir las normasdel colegio cada segundo del día.

Contuve un grito de júbilo. ¡Esa era yo!

Hice un rápido cálculo mental. Había sesenta niños en cada curso. Debía de competir contra otros 359 concursantes. ¿Competir? Tenía en mi haber seis años enteros de práctica obedeciendo las normas del cole-gio. Llevaba todas las de ganar. La mayoría de los alumnos de infantil y de los primeros cursos de prima-ria apenas eran capaces de atarse los cordones de los zapatos, por no hablar de controlar el pis o, ya que estamos, las filas.

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Ganar aquellas vacaciones sería como quitarle un caramelo a un niño pequeño. Casi llegué a sentirme mal cuando empecé a reducir el número de rivales. «Así es la vida, chicos».

Lo más importante es recordar que la Estrella Grittysnit deberá serla personif icación del lemade nuestro colegio.BLINKIMUS BLONKIMUS FUDGEYMUS LATINMUS.O, en español...

Ni siquiera me hizo falta leer la traducción. La sabía perfectamente. Al levantar la vista un instante, vi mi imagen reflejada en la ventana de la cocina. De pie y muy seria, tenía ante mí a una chica bajita, regordeta, pálida y pecosa, con el pelo (del color del queso ched-dar desteñido) recogido de cualquier manera en una coleta. Me devolvió la mirada con seguridad, como diciendo: «¿El lema del colegio? Pínchame y verás cómo rezumo lema del colegio».

Recitamos las dos al unísono:

–Que la obediencia os forme. Que la conformidad os moldee. Que las normas os pulan.

El grifo de la cocina goteaba melancólico.

Seguí leyendo:

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El afortunado ganador también disfrutará de otros privilegios especiales. Entre otros:

1. Ocupar su propia silla junto a la direc-tiva durante las asambleas.

2. No tener que hacer cola en el comedor.

3. Una gran escarapela (del color gris regla-mentario) en la que ponga:

SOY EL ALUMNO

MÁS

OBEDIENTE

DE TODO

EL COLEGIO.

¿Qué, aún queréis más? Ese es el problema de los niños de hoy en día; solo queréis reci-bir, recibir y recibir.

Que gane el mejor.

Y ahora, a hacer los deberes.

Vuestro director,

El señor Grittysnit

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Aparté la vista de la carta e inspiré una bocanada de aire profunda y entrecortada. Sinceramente, la exci-tación en aquella cocina era mayúscula. Era mi des-tino. La niña de la ventana y yo nos miramos con solemnidad, como unidas por un pacto silencioso.

Sujetando la carta con tanto cuidado como si fuera de cristal, me acerqué a la nevera. Quería pegarla en la puerta con un imán para poder verla todos los días. Pero no iba a ser fácil buscarle un hueco. La nevera ya estaba forrada de facturas amarillentas, recetas viejas que mamá había recortado de revistas...

Y, por supuesto, aquella foto de nosotras dos en nuestras últimas vacaciones que nos habíamos hecho solo dos semanas antes. Estábamos en una playa pe-queña y pedregosa, acurrucadas en una manta, bajo un cielo tan oscuro como las bolsas que tenía mamá en la parte inferior de los ojos.

Me quedé mirando la foto, recordando. Recor-dando cómo la caravana olía a la vida de otra gente en la que habíamos entrado por equivocación. Cómo mamá se había pasado la semana entera pidiéndome que no rompiera nada. Cómo había llovido durante seis días seguidos y luego, cuando subíamos al autobús para volver a Todocemento, había salido el sol.

Lo que, de alguna manera, lo había empeorado todo aún más.

Mamá se había pasado todo el viaje de vuelta –cinco horas– con la frente pegada a la ventanilla, mirando el

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cielo azul como si fuera la tarta de cumpleaños de otra persona y supiera que no iba a poder probarla.

Junto a la foto estaba el calendario del año siguiente. Vi que mamá ya había marcado las vacaciones de ve-rano. CARAVANA, había escrito, con gruesas letras rojas. Sin signos de exclamación. Sin caritas sonrien-tes. Solo las letras color rojo oscuro, como si las hu-biera arrancado de una herida del alma que jamás se cerraría.

En serio, parecían más una amenaza que una pro-mesa de vacaciones.

Pero si ganaba el concurso de la Estrella Grittysnit, podríamos disfrutar de unas auténticas vacaciones en familia en un lugar soleado. En otro lugar. Mi deseo se convirtió en determinación. Lo único que tenía que hacer era ser perfecta durante las siguientes ocho semanas.

Estaba chupado.

Acababa de pegar la carta del señor Grittysnit sobre la foto, y sentía un inmenso alivio al ver desaparecer el gesto de preocupación de mamá, cuando...

¡BLAM! La puerta trasera se abrió de golpe.

Casi se me sale el corazón del susto. «¿Quién anda ahí?».

Pero no había nadie. Solo una ráfaga de viento y una puerta medio desprendida de los goznes. Segura-mente no la había cerrado bien después de ventilar la cocina.

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El viento se coló en la casa y pareció llenar la co-cina con su furia. Me sentí como en una habitación llena de cólera invisible. Con las piernas temblándome como espaguetis recién cocidos, me acerqué a la puerta a trompicones, la cerré y obligué al viento a quedarse fuera.

Algo blanco aleteó sobre mi hombro.

Chillé y me agaché para esquivarlo.

«¿Se ha quedado una paloma atrapada en la cocina?».

Miré con más atención. No era una paloma blanca, todo patas y plumas. ¡Era la carta del señor Grittysnit! El viento la había arrancado de la puerta de la nevera y volaba como una loca por la cocina. Cuando salté para atraparla, se escabulló como si unas manos invi-sibles me la arrebataran. Solo pude captar una visión fugaz de las figuras hechas de cerillas planeando en el aire, con sus sonrisas convertidas en muecas congela-das, antes de seguir revoloteando y aleteando...

Para salir huyendo hacia el patio trasero.

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CAPITULO 3

Quería esa carta.Me serviría de acicate, como pro-mesa de mejores tiempos. Respiré hondo y salí tras ella.

Pasé la vista rápidamente por el patio trasero. No tardé mucho. Todo parecía igual. Las dos sillas de plás-tico en las que nunca nos sentábamos. Las malas hier-bas que se abrían paso entre las losas de hormigón. Y al fondo, el gran sauce llorón que daba sombra a nues-tra casa.

Yo también lloraría si tuviera ese aspecto.

Su tronco gris estaba medio ahogado por brotes peludos de vegetación de un color rojo vivo que pa-recían forúnculos. Las ramas se arrastraban sobre el hormigón como si tuviera la cabeza agachada a causa de una gran tristeza. Hasta las hojas eran feas: negruz-cas, marchitas y sin vida. La verdad es que el sauce no parecía tanto un okupa que creciera al fondo del jardín como un trol moribundo con una enfermedad cutá-nea. Mamá decía que estaba enfermo. Seguramente.

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Pero ni rastro de la carta del señor Grittysnit. Estaba a punto de darla por perdida cuando me llamó la aten-ción un aleteo al pie del sauce. De alguna manera se había quedado enganchada a una de las ramas marchitas. Pude distinguir las palabras «Cada alumno será evaluado»y uno de los dibujos de cerillas enganchado bajo un ramillete de hojas mustias. Me dio pena de la figurita. No eran las vacaciones de tu vida si te veías de pronto bajo un árbol enfermo en un jardín lleno de humedad.

–Me la llevo, muchas gracias.

Levanté la rama con cuidado, con miedo a conta-giarme de su enfermedad, fuera la que fuera, y me incliné para recoger la carta.

¡FIUUUU!El aire recibió una descarga de ener-gía eléctrica y vibró con una fuerza inusitada. Los soni-dos del jardín se amplificaron hasta alcanzar un volumen insoportable. El susurro de las hojas muertas sobre mi cabeza se convirtió en un repiqueteo estruendoso. Una paloma zureó y sonó como una motosierra. Pero lo que más miedo daba eran los instantes de silencio entre un sonido y otro. Eran escalofriantes, fuertes e intensos.

Eran como...

ESTABA ESPÉRANDOTE.

Giré sobre mis talones. «¿Quién ha dicho eso?»

Mi corazón empezó a latir con tanta fuerza que ape-nas era capaz de oír otra cosa. Y sin embargo, no había nadie más en el patio trasero.

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Un sudor frío me empapó la piel. Todo era real e irreal, demasiado ruidoso y demasiado mudo al mismo tiempo.

«Vamos, Iris, inspira, espira, despacio y con calma.» Logré tranquilizarme lo suficiente para intentar pen-sar. ¿Qué acababa de ocurrir? Solo me había inclinado para recoger aquella carta. ¿Me habría envenenado el sauce, habría enviado una enfermedad horrible a mi cerebro que había provocado que empezara a oír co-sas raras? ¿O a lo mejor se me había bajado la sangre a la cabeza cuando me agaché? Quizá no había comido lo suficiente. Quizá debería entrar en la cocina e in-vestigar cómo andábamos de bollos.

«Pero ¿qué es eso que se mueve a mis pies? ¿Ratas?»

¡Allí estaba de nuevo!

Sin embargo, al mirar a mi alrededor temblando de miedo, me di cuenta de que no había nada negro y en movimiento junto a mis pies.

El movimiento procedía de debajo de mis pies.

Como si hubiera... algo. Debajo del hormigón.

Girando.

Justo ahí debajo.

–¿Hola?

Mi voz sonó como la de un corderillo solitario ba-lando en la montaña.

–¿Hay alguien ahí?

Las ventanas de la casa me miraron sin inmutarse.

Mi estómago se estremeció.

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«¡Corre!», me dije. «¡Ya!»

Logré dar un paso para apartarme del árbol cuando la losa que tenía bajo los pies empezó a moverse arriba y abajo, como si algo enterrado allí mismo estuviera intentando quitarse de encima el hormigón... o a mí.

«¿Es un terremoto?»

Abrí la boca para gritar, pero no fui capaz de emitir ningún sonido. Jadeando, volví a mirar al suelo. Como una ramita cuando se rompe, la losa que tenía bajo mis pies se partió en dos limpiamente. La grieta ad-quirió impulso y se extendió por todo el enlosado del patio, desde el sauce hasta la puerta de la cocina. Rompió todas las losas con tanta facilidad como un cuchillo caliente al hundirlo en la mantequilla, de-jando detrás una estela de hormigón desmenuzado.

Fue en torno al sauce donde más daño causó. El hormigón que rodeaba el tronco se había desintegrado formando un círculo limpio de losas rotas. Parecía como si estuviera intentando sonreír con una boca llena de dientes quebrados. Se me empezó a formar un grito en la garganta, desesperado por salir, cuando vi algo encajado en la losa resquebrajada bajo mis pies.

Y no pude apartar la mirada.

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CAPITULO 4

¿Sabéis cuando jugáisa encontrar huevos de Pascua y tenéis la corazonada de que va a haber uno en un lugar determinado antes de mirar? Tuve ese presenti-miento. Como si alguien hubiera escondido un tesoro para que yo lo encontrara.

Y no solo eso, sino que llevaba ahí toda la vida. Esperándome.

Me sentí exhausta y muerta de miedo, tan agotada como un calcetín viejo que ha pasado demasiado tiempo en una centrifugadora. Pero me arrodillé y observé la losa de cerca. La cosa que había en la grieta era marrón y daba la impresión de ser de papel. Solo veía la parte superior, pero parecía una hoja.

Y eso era lo más curioso. Aunque la parte más sensata de mí estaba saltando incrédula –¿qué estaba haciendo, intentar rescatar una hoja que había caído ahí por azar cuando debería de estar dentro de casa para ponerme a cubierto del siguiente temblor?–, había otra parte que pensaba de modo diferente. Y esta última parecía estar

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ganando la batalla de la voluntad, porque ahí estaba yo, sofocada, sudorosa y obsesionada por meter los dedos en una montaña de hormigón agrietado para sacar aquella cosa.

Y entonces resplandeció.

Me quedé mirándola. Me froté los ojos. Pero no... ya no resplandecía. Sin embargo, durante un instante parecía viva...

De repente, mis deberes dejaron de tener impor-tancia. Y mi horario. Ni siquiera me importó que se me hubieran manchado los pantalones del uniforme. Me agaché ansiosa por sacarla. Pero mis manos eran demasiado gruesas y estaba encajada al menos a quince centímetros de profundidad. Las yemas de mis dedos escarbaron como locas, pero solo lograban tocar aire.

Corrí a la cocina, abrí un cajón a toda prisa y re-volví en su interior con manos temblorosas. Lo que necesitaba era algo estrecho y afilado para hundirlo en la grieta y pescar lo que había dentro. ¿Pinzas de bar-bacoa? No, no cabrían por el hueco. ¿Una cucharilla larga para remover cócteles? ¡Eso sí podía servir!

Regresé corriendo, me arrodillé junto a la losa y metí la cucharilla por la grieta. Cabía perfectamente, pero era demasiado corta. El sentimiento de frustra-ción me puso al borde de las lágrimas. No era capaz de explicar por qué estaba tomándomelo tan en serio. Parecía víctima de un encantamiento.

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Entré de nuevo a toda velocidad, abrí de un tirón el segundo cajón de la cocina y encontré una cartera de plástico llena de papeles y un rollo de papel film para alimentos. Ideal si querías proteger papeles con plástico; menos ideal si querías ensartar algo inexpli-cable que tu patio acababa de mostrarte.

«Olvídate de tu pequeña misión de rescate. Vuelve a tus actividades normales y recupera el tiempo per-dido.»

Me acerqué a recoger la carta del señor Grittysnit de debajo del sauce y dirigí una última mirada a la grieta de la losa. Qué curioso. La cosa encajada en su interior parecía haberse... movido.

Vi asomar una esquina marrón. Ahora sería mucho más fácil tirar de ella y sacarla, pero ¿no estaba tan en-terrada que ni siquiera había sido capaz de tocarla con las yemas de los dedos?

Llegados a aquel punto, podría haber hecho lo más sensato. Entrar en casa y llamar a los servicios de emer-gencia. Informar sobre un Objeto Con Aspecto de Papel Marrón No Identificado y que se ocuparan de él las autoridades. Alimentarme de adrenalina durante un par de semanas y después retomar mi vida normal.

Pero no lo hice.

Eso es algo con lo que tendré que vivir el resto de mi vida. Y en potencia, aunque sea muy improbable, también vosotros. Pero dejad que os dé un consejo, solo para vuestra tranquilidad. Si este libro os cambia

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de alguna manera, puede que al principio me echéis la culpa a mí. Aunque vais a tener que superarlo. El reproche es una emoción tóxica que al final solo os hará sufrir a vosotros, no a mí. Así que recordad: nada de reproches. Nada de odio. En su lugar, propósitos de aceptación serena. Os doy este consejo como amiga. O siempre podéis desahogaros dando puñetazos a una almohada; por lo visto, ayuda.

¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Temblando un poco a la sombra del árbol, volví a mirar. Estaba en lo cierto: aquel objeto de papel se había movido. Ahora aso-maba a través de la losa toda la mitad superior. ¿Cómo había ocurrido?

Mi cerebro se puso a funcionar más deprisa que yo, ávido de respuestas. ¿Quizá se había producido otro temblor mientras estaba en la cocina hacía un mo-mento y las ondas sísmicas habían movido? Me agaché y tendí la mano. Cuando las yemas de mis dedos ro-zaron el objeto, recibí una sacudida de energía que me recorrió el brazo entero, como diminutas descargas eléctricas que saltaran por mis huesos. Durante un se-gundo mi cerebro tuvo una visión. Hierba de un verde luminoso, húmeda de rocío. Una maraña de tres raíces.

Tiré para extraer el objeto entero y me enderecé. Ya lo tenía en mis manos, tan ligero que apenas pesaba.

Lo miré ansiosa, preguntándome qué tesoro habría descubierto.

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Era un...

... sobre de papel marrón.

Un sobre de papel marrón, señoras y señores.

Desilusionada y al mismo tiempo completamente perpleja, le retiré la tierra que tenía pegada y dejé al descubierto una línea escrita con caligrafía curvilínea que decía semillas mágicas.Las palabras estaban ro-tuladas en tinta verde, descolorida y anticuada.

Debajo había otra frase: que estas semillas se autosiembren.

Di la vuelta al paquete con la esperanza de encon-trar algo más de información, o al menos algo más emocionante, pero no había nada.

Ni instrucciones.

Ni fecha de caducidad.

Ni un dibujo.

Ni etiqueta.

¡Ni siquiera un código de barras!

Lo agité, frustrada. Algo repiqueteó en su interior.

Volví a agitarlo. Volvió a repiquetear. Glups.

De ninguna manera iba a abrirlo. Quién sabe lo que podría escurrirse de allí dentro. Así que lo miré al trasluz de la tarde. A través del delgado papel, la luz reveló que contenía unas treinta cosas pequeñitas y negras.

Por si fuera poco, esas cosas tenían un cuerpo pe-queño, redondo y negro del cual crecían cuatro tallos negros y finos. No se movían; parecían llevar secas

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mucho tiempo. Pero eran espeluznantes. Hasta el he-cho de que no se movieran daba un poco de miedo.

Esta es la lista de lo que parecían:

1. Diminutas medusas petrificadas.

2. Extraterrestres sin cara y con cuatro patas.

3. Cabezas cortadas y disecadas con pelos de loca.

Me quedé mirándolas de nuevo. Parecían estar es-perando a que me decidiera a hacer algo con ellas. Pero ¿qué, exactamente?

Me ardían las mejillas. Mezclada con mi agitada sensación de repugnancia, tuve la impresión de haber sido engañada. Era como haber descubierto que algo que creía emocionante al final no lo era tanto. Como nuestra visita a la fábrica de paños de cocina de Todoce-mento cuando iba a segundo de primaria, por ejem-plo. (Creedme: no es la excursión cargada de adrenalina que puede parecer; y en la tienda de recuerdos tienen una variedad muy limitada de regalos, espero que en-tendáis lo que quiero decir.)

Arrugué el sobre, recogí la carta del señor Grittys-nit, entré en casa a zancadas y cerré la puerta trasera con pestillo.

Porque (y prestad atención, amigos, pues os voy a dar una valiosa lección para la vida, y gratis) si queréis protegeros de una misteriosa magia negra contra la

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cual estáis completamente indefensos, meterla en casa y cerrar la puerta con pestillo y, por tanto, encerrarte con ella es desde luego la mejor manera de proceder.

Como dije, gratis.

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CAPITULO 5

Mamá tenía elmejor trabajo del mundo. Se pasaba el día contemplando montañas de queso, lagos de salsa de tomate y trillones de tubos gigantes de carne conpepperonipicante bajar del techo de la fábrica como si fueran bendiciones de los dioses de las pizzas. Mamá hacía pizzas en Rosca Pizza, la fábrica de pizzas con-geladas de nuestra ciudad.

Bueno, si queréis poneros puntillosos, las pizzas las hacían las máquinas; mamá cuidaba de las máqui-nas que hacían las pizzas. Las mantenía limpias, se ocupaba de cualquier fallo técnico y cerraba la fábrica si se contaminaban. No era una cocinera de pizzas como tal, sino más bien una cuidadora de máquinas.

O eso me decía siempre. Para mí, mamá hacía pi-zzas. Y además llevaba ese maravilloso mono de tra-bajo con dibujitos de pizzas, cubierto de manchas rojas y verdes para que pareciera una porción del producto más popular de toda la variedad Chollo

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Rosca Pizza (¡la Explosión de Sabor de Pepperoni y Pimiento Verde!, a tan solo 79 peniques; sí, es el pre-cio de la pizza entera; sí, lo sé). Me encantaba ese mono, y me gustaba aún más el emblema en forma de porción de pizza que llevaba en el bolsillo delantero:

Como si no fuera lo bastante fantástico, era la pri-mera que podía llevarse las pizzas desechadas que apa-recían en la cinta transportadora. Eran las que salían con escasez o exceso de ingredientes, o no tenían forma de círculo perfecto, o se apartaban un milímetro del espesor reglamentario de Rosca Pizza de 2,1 milí-metros.

La mayor parte de las pizzas descartadas se uti-lizaba para volver a hacer masa al final de cada jor-nada, pero mamá traía a casa todas las que le cabían en el maletero del coche, porque a mí me encantaban.

TRIXIE

FALLOWFIELD,

OPERADORA DE MÁQUINAS.

¡ENCANTADA DE COCINARLOS!

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Estaban sabrosas. Sabían a queso. Traían además ra-ciones de otros ingredientes no identificados que po-dían ser champiñones, pero nadie lo sabía, y eso era parte de su encanto. Y eran todas para mí. Porque mamá, por extraño que pueda parecer, ni las probaba.

*

Ya en la cocina, lancé el sobre de semillas mágicasencima de la mesa, saqué una Pizza Especial de De-secho del congelador y traté de entender lo que aca-baba de pasar en el patio trasero. ¿Debería llamar a la policía y dar parte de un terremoto? ¿Lo habría no-tado mamá en la fábrica? ¿Habría afectado a las piz-zas? ¿Cómo era posible que aquel paquete brillara, enterrado bajo el hormigón? ¿Y hasta qué punto iba a ocasionarme un problema el suelo roto cuando mamá lo viera?

Era demasiado. Decidí permitirme una pequeña fantasía inofensiva para tranquilizarme un poco. En ella, estábamos desembarcando de un avión en Portu-gal. Mamá estaba radiante cuando se giró y me miró. Y aquellas ojeras oscuras que siempre tenía debajo de los ojos habían desaparecido.

Le devolví la sonrisa, completamente feliz.

–¿Dónde está la piscina, cariño? –me preguntó mien-tras una brisa que olía algo a coco nos revolvía el pelo. La oí con tanta claridad como si estuviera a mi lado–. ¿Cómo ha ido el cole, cariño?

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Eh... ¿Qué?

Mi fantasía se desvaneció, sustituida por la imagen de una mujer bajita y regordeta con el pelo rubio de-colorado. Llevaba unas gafas de montura de pasta que descansaban en la punta de la nariz y, al andar, hacía ondear su mono con dibujitos de pizza, como siem-pre, aunque no tenía una sonrisa tan amplia como en mi fantasía.

–¿Cómo ha ido el día, cariño? –me preguntó con las manos en mis mejillas.

Intenté no apartar sus dedos helados de mi piel (siempre tenía las manos heladas; ¡eso es lo que pasa cuando trabajas a temperaturas bajo cero! Una mamá fría, ¿eh?)

Vacilé. «¿Por dónde empiezo?»

–Creo que ha habido un terremoto.

El grifo goteó melancólico.

–¿Qué?

–Estaba ahí fuera, en el patio, y... todo empezó a hacer un ruido tremendo. Oí una motosierra (era una paloma) y... ¿Te salieron bien las pizzas? Estaba preo-cupada por si...

Mamá levantó una ceja.

–¿Qué ocurrió exactamente? –preguntó en tono suave.

Respiré hondo. Ahora todo me parecía una pesadi-lla; los detalles estaban desvaneciéndose y era difícil

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distinguir lo que había pasado en realidad y los recuer-dos distorsionados de mi agitada imaginación.

–El enlosado tembló.

–¿Tembló?

–Y luego se rompió.

–¿Se rompió?

–Y luego encontré una cosa.

–¿Una cosa?

Nos quedamos mirándonos la una a la otra.

–Será mejor que me lo enseñes –añadió.

Abrí la puerta trasera y, con un dedo tembloroso, señalé el desastre del hormigón resquebrajado.

–Mira.

Mamá se llevó las manos a la cara y abrió la boca sorprendida, pero no dijo nada. Se limitó a quedarse inmóvil, con sus calcetines blancos mugrientos, con-templando el caos, y de alguna manera su silencio fue tan ruidoso como el enlosado al agrietarse.

–N... n... no fue culpa mía, mamá –logré balbucir.

–Te creo –repuso, y se volvió hacia mí–. ¿Dónde estabas cuando ocurrió?

–Ahí, junto al viejo sauce.

Frunció el ceño.

–Ya sabes la regla, Iris. No te acerques al árbol. No es seguro.

–Pero tenía un motivo.

Le conté que la importantísima carta del señor Grittysnitse había enganchado en una rama. Pero no

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mostró mucho interés ni en la carta ni en el concurso. O sea, fue como hablarle a una pared, en serio. Pero sabía que, una vez lo hubiera asimilado, le haría tanta ilusión como a mí.

Regresamos a la cocina. Mamá se sentó a la mesa, dejó escapar un profundo suspiro y se quitó las gafas.

Después de frotarse los ojos, alcanzó el móvil.

–La prensa local no dice nada de ningún terremoto. –Sus uñas mordidas volaron sobre las teclas–. Hundi-miento –dijo por fin.

–¿Qué?

–Cuando la tierra empieza a hundirse, provoca temblores. Rompe el hormigón. Cosas así.

Se levantó y se acercó al hervidor.

–Debió de ser el árbol; está muy enfermo. Seguro que esas raíces viejas están muriéndose y por eso se hundió la tierra que tiene alrededor. Prométeme que no volverás a acercarte a él.

Mientras el agua se calentaba, se puso a mirar por la ventana y empezó a juguetear con sus aros de plata.

–Ese árbol... –suspiró–. No solo tenemos que se-guir viéndolo el resto de nuestras vidas, sino que va a costarme un ojo de la cara...

–¿Y por qué tenemos que seguir viéndolo el resto de nuestras vidas? –De pronto se me vino una idea a la cabeza. Me sentí muy inteligente porque se me hu-biera ocurrido a mí antes que a mamá–. ¿Por qué no lo talas?

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Echó agua hirviendo en su taza y después un poco de leche.

–Para poder comprar esta casa, tuve que aceptar no talar ni hacer daño a ese sauce de ninguna manera. Los abogados fueron muy rotundos al respecto. Me hicie-ron firmar un acuerdo y todo.

Mordisqueó una galleta y continuó.

–Si te soy sincera, no hice mucho caso. Tú eras un bebé de pocos meses, tu padre se había ido y lo único que quería era un sitio donde vivir las dos.

Bebió un sorbo de té y alzó la vista a las nubes.

–Esta casa me pareció el lugar perfecto para criar a un bebé. Aceras anchas para los cochecitos. Casas nue-vas en construcción. Habría prometido pintarme las orejas de rosa fluorescente y cantar el himno nacional disfrazada de plátano si eso hubiera significado que la casa iba a ser mía. Así que firmé los papeles. Mira que fui tonta –dijo con una risa forzada–. Pero entonces el sauce no tenía tan mal aspecto. Se ha puesto muchí-simo peor con el paso de los años.

Le dirigió una última mirada de disgusto y volvió a sentarse; las manchas de máscara de pestañas corrida hacían parecer aún más oscuras las bolsas que tenía bajo los ojos.

Las tuberías gimieron. Se me revolvió el estómago de los nervios. Ahí estaba de nuevo: el sentimiento de tristeza de la casa había vuelto a empapar a mamá.

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Pero esbozó una amplia sonrisa y me agarró la mano.

–No te preocupes. Quizá sea la oportunidad de hacer una limpieza a fondo en la casa. Pondremos hormigón nuevo y... –Olisqueó el aire en modo ex-perta–. ¿Pizza Especial de Desecho con ingrediente no identificado?

–Sip.

–¿Te apetece un poco de mi limonada casera para acompañarla?

–Por favor.

Mamá buscó en la nevera, canturreando, mientras yo sacaba la pizza del horno. Al apartar las