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En tiempos en que la protesta social contra la histórica desigualdad en Chile ocupa las primeras planas de los medios periodísticos internacionales, este libro es un excelente recurso para entender las inequidades en dicha sociedad y sistema educativo, pero también posibles avenidas para contribuir a una sociedad más justa y equitativa. Todos aquellos interesados en conocer más a fondo la realidad social y educativa de Chile, y que estrategias se pueden tomar para la justicia social, deberían leer este libro.
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Justicia educacional
Desafíos para las ideas, las instituciones y las prácticas en la educación chilena
Camila Moyano Dávila
Editora
Esta publicación es un proyecto del Centro Justicia Educacional y fue posible gracias al financiamiento del proyecto ANID PIA CIE160007.
Ediciones Universidad Alberto Hurtado
Alameda 1869– Santiago de Chile
[email protected] – 56-228897726
www.uahurtado.cl
Primera edición noviembre 2020
Los libros de Ediciones UAH poseen tres instancias de evaluación: comité científico de la colección, comité editorial multidisciplinario y sistema de referato ciego. Este libro fue sometido a las tres instancias de evaluación.
ISBN libro impreso: 978-956-357--267-4
ISBN libro digital: 978-956-357-268-1
Coordinadora colección Educación: María Teresa Rojas
Dirección editorial: Alejandra Stevenson Valdés
Editora ejecutiva: Beatriz García-Huidobro
Diseño interior y portada: Francisca Toral
Imagen de portada: Shutterstock
Diagramación digital: ebooks [email protected]
Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.
ÍNDICE
Prólogo
Martín Hopenhayn
Introducción
Temporalidades de la justicia educacional
Camila Moyano Dávila
PRIMERA PARTE: NORMALIDAD Y DIFERENCIA
Normalidad, diversidad, justicia y democracia: una propuesta desde la educación inclusiva
Alfredo Gaete, Laura Luna y Manuela Álamos
Pensar la justicia de reconocimiento en torno a las diversidades sexuales en la escuela
María Teresa Rojas y Pablo Astudillo
¿Igualar o diferenciar? ¿Qué es lo justo cuando hablamos de discapacidad y educación?
Catalina Santa Cruz y Ricardo Rosas
Ensamblajes de la normalidad y la diferencia: diagnóstico y justicia
Claudia Matus, Natalia Hirmas y Erika González
SEGUNDA PARTE: INSTITUCIONALIDAD Y POLÍTICA EDUCATIVA
Internacionalización e Injusticia Epistémica: La circulación de la ficción real tras Becas Chile
Daniel Leyton y Francisco Salinas
Justicia educacional en el contexto del sistema Técnico Profesional: redistribución, reconocimiento y participación de los técnicos de media y de nivel superior
Claudia Patricia Ovalle Ramírez
Formación dual y la equidad educativa en la ESTP
Roberto Flores, Andrea Parra, Gabriel Sepúlveda y Nicole Vallejos
Justicia en “riesgo”: en búsqueda de un horizonte de justicia evaluativa
Tamara Rozas, Alejandra Falabella y María Teresa Flórez
Programas de cobertura de salas cuna en Chile 2006-2019: Ampliando las capacidades de niños, niñas y madres
Amanda Telias, Felipe Godoy, Alejandra Abufhele, y Marigen Narea
Escuela, territorio y justicia social: el problema de las escuelas rurales en Chile
Carmen Gloria Núñez y Mónica Peña
TERCERA PARTE: PRÁCTICAS EDUCATIVAS
Prácticas pedagógicas equitativas y justicia educacional: Debate entre la teoría y la evidencia en Chile
Ernesto Treviño, Denisse Gelber, Rosario Escribano, Lorena Ortega y Alonso González
Pedagogías socialmente justas y el problema de la diferencia: diagnósticos y normalidad a la luz de la justicia educacional
Sebastián Rojas Navarro
Del miedo al desborde y al conflicto. Educación literaria, prácticas afectivas y la esquiva justicia
Valentina Errázuriz y Macarena García-González
Justicia redistributiva, de reconocimiento y representación para escenarios educativos socioculturales diversos
Carolang Escobar-Soler y Alejandra Caqueo-Urízar
Conclusiones: nuevos horizontes para la justicia educacional
Hernán Cuervo
PRÓLOGO
MARTÍN HOPENHAYN1
El debate sobre educación y su relación con la justicia social en Chile tiene al menos dos banderas que han flameado con fuerza en el debate político a lo largo de las últimas tres décadas: la bandera de la equidad, por una parte, y la de la educación como derecho universal, por la otra.
En el primer caso la tendencia principal ha sido comparar logros educativos por nivel socioeconómico, entornos territoriales y tipo de establecimiento. Tales logros se desglosan, a su vez, en años de escolaridad, acceso oportuno y de calidad en primera infancia, rendimientos en pruebas estandarizadas, ritmo de progresión y tipos de institución a las que se logra acceder. Los resultados de pruebas estandarizadas recurren año a año con la reconfirmación de las desigualdades. Algunos invitados recientes, o ya no tan recientes, al mosaico de la justicia educacional, incluyen a grupos específicos que padecen distintas formas de exclusión, tales como (pueblos originarios, mujeres, grupos con identidades sexuales específicas, migrantes y personas con discapacidades). Con ello, a la idea de educación equitativa se suma la de educación inclusiva. Igualdad y diferencia piden conjugarse bajo un nuevo paraguas.
Las agendas de políticas han incluido distintos programas compensatorios a fin de paliar una estructura de fuertes desigualdades. El sistema se mueve pero las brechas siguen allí, elocuentes y refractarias. A la luz de estas desigualdades, el modelo neoliberal en educación (privatista, mercantilizado, centrado en subsidio a la oferta) ocupa hoy, más que nunca, el banquillo del acusado. Se lo señala como principal responsable de perpetuar, o incluso exacerbar, estas desigualdades en trayectorias, aprendizajes y logros educacionales. Tales desigualdades explican las grandes movilizaciones estudiantiles, tanto de nivel secundario como terciario, durante las últimas dos décadas.
La otra bandera secular es la del derecho a la educación. Por cierto, tiene larga data. Pero la educación como derecho connota algo más que una inversión semántica, sobre todo a partir del movimiento de estudiantes secundarios en el 2006, que lo instaló como centro del debate político y redistributivo en el país. Nadie discute que el derecho a la educación es universal. Pero de allí en adelante, el recipiente se llena de maneras distintas: ¿acceso a educación de qué tipo y calidad y cómo se distribuye, con qué intervenciones para mejorar trayectorias y nivelar el campo de juego, quién es garante en cuanto a exibilidad de este derecho, con qué libertad de elegir sin entrañar gastos de bolsillo, cuánto participan los distintos actores en modelar criterios de política?
En paralelo con estos dos vértices –equidad, derecho– una importante línea de teoría crítica, que incorpora perspectivas poscoloniales, teorías de género y de reconocimiento, viene impugnando desde hace tiempo el predominio de la razón instrumental y homogenizante en la educación. La crítica, en este caso, deconstruye la unidemensionalidad de un enfoque centrado en capital humano, en que los mantras que recurren son racionalización y disciplinamiento, lógicas de input-output, eficiencia en el gasto y tasas de retorno. La perspectiva crítica cuestiona, en este marco, un régimen de estandarización ciego a la diversidad de identidades, aspiraciones y contextos socioculturales. Con ello, un modelo o una episteme educacional poco justa no solo se explicaría por las brechas entre grupos en trayectorias y ejercicio del derecho efectivo a la educación, sino también por una mecánica reduccionista en que la ratio predomina sobre el sentido; y en que muchos y muchas resultan dañados en el proceso porque sienten, piensan, viven y se ven a sí mismos/as de maneras distintas a como el sistema los construye y modela.
El libro que sigue constituye un relevo y a la vez una ampliación de este espectro de significados en que educación y justicia se han relacionado. Los textos que lo integan escudriñan e interpelan, desde esta visión pormenorizada, los múltiples rostros de la justicia educacional y sus deudas pendientes. La justicia educacional se abordará desde la perspectiva de normalidad, la diferencia de sujetos de aprendizaje, los marcos institucionales y las prácticas educativa. No restringe la justicia educacional a los clásicos términos que vinculan nivel socioeconómico a logro en años de escolaridad y, consecuentemente, a tasas de retorno a sus trayectorias laborales futuras, medidas en parámetros monetarios. Por el contrario, los autores y las autoras ponen a disposición de lectores y lectoras un profuso arsenal de investigaciones y evaluaciones al día, abogando por paradigmas que permitan nutrir un pensamiento multidimensional y complejo.
Como podrá verse a lo largo de la lectura, se ha apostado por entrar de lleno en la dimensión cualitativa. El libro abre la caja negra de los procesos, las relaciones intra-escuela y en el aula, las dinámicas de aprendizajes, las especificades de sujetos que son diversos; y piensa críticamente el lugar de las instituciones escolares y las epistemes que las rigen en sus formas de saber-poder.
Las últimas tres décadas son profusas en reformas que incrementan los recursos para la formación de nuevas generaciones. Las palabras que más resuenan en gestión pública del sector son calidad, cobertura, equidad y eficiencia. Distintos países de América Latina combinan los ingredientes en dosis diversas, pero campea una necesidad sentida de intervenir sistémica y sistemáticamente en todos los frentes: arquitectura del financiamiento, mejoramiento de la gestión, contenidos curriculares, procesos y métodos pedagógicos, funciones públicas y privadas, niveles de descentralización, dotación de infraestructura, nuevos soportes en red, evaluación de logros, mejoramiento de la carrera docente, espacios de autonomía y regulación, entre tantos. Es hora de hacer un balance de lo aprendido, revisar la evidencia y ampliar la perspectiva. Leer lo avanzado, en políticas y en investigaciones, desde la mirada de la justicia educacional, ayuda mucho; y remite de manera clara a un valor, una episteme y un debate sobre sentido. Aporta en una intersección entre lo que hay de nuevo y acumulado, y entre las desigualdades propias de la educación y las sistémicas que subyacen a la sociedad. Procura mantener en una misma mirada los problemas de distribución material y de reconocimiento simbólico, los accesos y los procesos.
Resulta sugerente y auspicioso, en este sentido, que gran parte de las investigaciones aquí vertidas apelen a un concepto de justicia cuyo referentes teóricos más citados son Nancy Fraser y Amartya Sen. Se urde, como metatexto subyacente, una mirada transversal a lo largo del libro que permea los campos con esta visión compleja de la justicia: redistribución de recursos, reconocimiento de grupos y capacidades diferentes; acceso de actores a la participación/representación en decisiones y criterios sobre procesos educacionales que les afectan;, y cómo se distribuye, en el sistema, la formación de capacidades para ejercer libertades positivas, vale decir, para poder realizar proyectos de vida que le son valiosos a cada cual.
Como se resume en uno de los artículos, la justicia social redistributiva considera el reparto de recursos y medios según las distintas necesidades socioeconómicas; la justicia social de reconocimiento reconoce la diversidad en dificultades de integración, y procura avanzar en la aceptación, valoración y respeto de la diferencia en quienes han sido históricamente excluidos; mientras la justicia social participativa contempla los desafíos que distintos actores tienen para la participación, decisión y autonomía en relación a cuestiones que afectan sus comunidades educativas.
En las páginas que siguen vemos este criterio complejo de justicia aplicado en múltiples flancos: desde educación técnico profesional hasta educación rural, desde sistemas de evaluación hasta dinámicas de aprendizaje en el aula, desde educación en primera infancia hasta sistemas de financiamiento de becas de posgrado, desde diagnósticos de salud mental hasta los contextos de significar contenidos en aprendizajes, y desde las epistemes enraizadas en las políticas hasta las prácticas de saber-poder que legitiman criterios y decisiones dentro del sistema.
También encontrarán los lectores y las lectoras, un énfasis recurrente en la importancia del criterio de inclusividad que ha de tener la educación y la relación dentro del aula; y un énfasis, también, en la interseccionalidad respecto de sujetos que habitan en el cruce de condiciones de género, estrato social, capacidades, identidad colectiva, identidad sexual y territorial. Estos dos conceptos –inclusividad, interseccionalidad– ayudan a modular el debate sobre justicia educacional bajo el prisma de la diversidad, y de la igualdad en la diferencia. No habrá pedagogías socialmente justas mientras estos elementos no estén puestos sobre la mesa, encarnen en las instituciones, y lleguen al aula.
1Centro para las Humanidades, Universidad Diego Portales. Miembro del Consejo Asesor Internacional del Centro Justicia Educacional.
INTRODUCCIÓN
Durante el año 2017 se gesta el Centro de Estudios Avanzados sobre Justicia Educacional (Proyecto PIA CIE 160007) de la asociación entre las universidades Pontificia Universidad Católica de Chile, de Tarapacá, de Magallanes, de la Frontera, y el Instituto Profesional y Centro de Formación Técnica Duoc-UC, con el fin de contribuir a la discusión académica y de políticas públicas educativas y de infancia desde un enfoque novedoso. Durante las últimas dos décadas, en respuesta a un contexto altamente estratificado, los programas nacionales y la investigación científica se han focalizado principalmente en la desigualdad socioeconómica, como variable clave para entender la inclusión en el sistema educativo. Sin desconocer la importancia de las disparidades socioeconómicas, el Centro Justicia Educacional (CJE) comienza su trabajo dando cuenta de que detrás de esta gran categoría se pueden perder grupos sociales que sufren profundas injusticias como los migrantes, los pueblos originarios, las mujeres, las personas con identidades sexuales diferentes a la heterosexual y las personas con necesidades educativas especiales, entre otros. Categorías que pueden estar configurando fenómenos de estratificación que no pueden reducirse solo a variables socioeconómicas. Este libro, por tanto, nace de la aspiración del CJE de contribuir con evidencia y reflexión teórica respecto de injusticias en el ámbito educativo y de la infancia, que corresponden a dimensiones no tradicionalmente consideradas por la literatura. La teoría de la justicia educacional1 tiene una importante resonancia con el trabajo del CJE y de otras instituciones, por eso, fue muy relevante abrir la invitación a contribuir con este libro a otros académicos/as, con el fin de pensar las injusticias educacionales más allá de las líneas de investigación del CJE y dar cuenta de la importancia de avanzar hacía una discusión teórica, epistemológica y ética respecto de la justicia y la educación. La invitación a contribuir al libro se extendió luego a colegas en otras instituciones que quisieran aportar a la reflexión sobre la (in) justicia educacional en Chile.
Dado que en la investigación educativa se usan un conjunto de conceptos como equidad, oportunidad, inclusión y justicia, que son polisémicos y no siempre están claramente definidos, el objetivo de este libro es mostrar, en primer lugar, un panorama conceptual de las teorías de justicia y ubicar en él los conceptos que regularmente se utilizan en la literatura. En segundo lugar, el libro pretende iluminar tensiones respecto de la justicia educativa, por medio de problematizaciones aplicadas en el contexto educacional chileno. Estas problemáticas se trabajan en términos institucionales, y al mismo tiempo interrogan prácticas educativas bajo el nuevo contexto de inclusión escolar. Se espera que este libro promueva una discusión sobre justicia educacional como un concepto moral más exigente que los de calidad o equidad.
El proyecto de este libro, como se mencionó anteriormente, se gesta en el Centro Justicia Educacional y tomó varios meses de preparación para cada uno/a de los/as investigadores. Una de las actividades que tuvo mayor importancia fueron los talleres sobre justicia educacional, donde las seis líneas de investigación2 del CJE revisitaron su objetivo de investigación a la luz de las teorías de justicia educacional. Estos talleres fueron facilitados por mí, como editora de este libro. Como resultado de estos talleres, cada línea pensó una temática para los capítulos que ellas contribuyeron a este libro. Esto, además, se constituyó como una instancia desafiante para pensar de manera más sistemática como estamos comprendiendo y abordando la (in)justicia educacional desde el trabajo del CJE.
Por otro lado, es relevante mencionar la importancia que tiene este libro en el contexto actual que estamos viviendo en Chile. El viernes 18 de octubre del 2019 se desató un movimiento social y político de los más grandes vistos en la historia de Chile. Todo fue iniciado por un grupo de estudiantes que hace semanas venían evadiendo en masa los validadores de pago del metro de Santiago por la subida de $ 30 del pasaje que, conmovedoramente, no los iba a afectar a ellos/as. Evadir el metro se transformó en un acto político de solidaridad con sus padres y abuelos, quienes sufrirían las consecuencias del alza. Sin embargo, la consigna de este movimiento –aún en proceso, mientras escribo esta introducción– estipulaba fuerte: “No son 30 pesos, son 30 años”, aludiendo a la enorme lista de políticas públicas que fueron instauradas en dictadura y profundizadas por los gobiernos democráticos siguientes. Los estudiantes, como otras veces en la historia de Chile, se transformaban en los iniciadores de un movimiento popular que no los tendrá solo a ellos como protagonistas, sino a toda la población chilena que con indignación, rabia y esperanza ha salido a cacerolear, tocar bocinazos, gritar y cantar “el derecho a vivir en paz” de Víctor Jara, como un himno de lucha y esperanza.
Las manifestaciones diarias en todo el país han tenido como factor retórico común la sostenida injusticia a la chilena. La palabra “¡injusticia!” saliendo entre cortada de la boca de un adulto mayor impedido de comprar sus remedios porque su pensión es más baja que el salario mínimo, o la “¡injusticia!” salida con rabia de la boca de un endeudado del CAE3, o de un estudiante al que por provenir de un liceo de la periferia de Santiago conoce con certeza su destino de pobreza y endeudamiento. Han sido innumerables las razones por las cuales la gente se movilizó, mientras académicos e investigadores quedamos de brazos cruzados con poco que decir sobre este estallido, porque fue tan repentino que diagnosticarlo o darle sentido se hacía ingenuo. El movimiento va más rápido que nuestras producciones.
En medio de este movimiento y crisis social, se han discutido nuevas leyes y se han revisado reformas del gobierno anterior (Michelle Bachelet) que atañen a la educación. La nueva ley de sala cuna universal o el nuevo sistema de admisión escolar han sido temáticas importantes que han coincidido con este movimiento que lleva tan solo semanas pero que parece haber removido lo que 30 años de historia de inercia habían cimentado. La nueva ley de sala cuna universal ha sido rechazada por la comisión de educación del Senado de la República de Chile y tuvo como protagonistas de su rechazo a las educadoras de párvulos que han salido a la calle a reclamar en su contra. Así, en medio de este estallido, el rubro de la educación ha sabido protestar por lo suyo.
Es en este contexto en que escribimos, revisamos y comentamos los capítulos de este libro, que tiene como pretensión reflexionar y dar cuenta de experiencias educacionales chilenas que se han alejado o acercado de la justicia. Es curioso como este puede ser el primer libro en Chile que se pregunta por la justicia educacional, después de 30 años de inundaciones de prácticas injustas y de sufrimientos humanos. Nos hacemos cargo de eso y presentamos nuestro trabajo con humilde esperanza de aportar. Escrito por académicas y académicos de diferentes instituciones que reflexionan con el propósito de dar luces respecto de cómo superar las injusticias educacionales de nuestro país. Nuestro objetivo al hablar de justicia no es solo dar cuenta de las desigualdades e inequidades que en este país se viven, sino avanzar con un tono ético hacia la justicia educacional en Chile.
De esta forma, el libro se estructura del siguiente modo: Comienza con un capítulo teórico que propone una nueva forma de leer las teorías de la justicia educacional en términos de su énfasis en la temporalidad de la justicia (pasado, presente y futuro). Este capítulo abre la posibilidad de mirar las teorías tradicionales de la justicia educacional desde un prisma distinto y poco utilizado y aplicado. Es importante destacar que los capítulos que le siguen no se enmarcan en esta propuesta, sino, más bien, utilizan sus propias fuentes de inspiración teórica.
Luego, el libro se estructura en tres partes. La primera, intenta dar cuenta cómo desde las teorías de la justicia educacional se puede reflexionar y cuestionar abordajes respecto de las normalidades y las diferencias entre los/as estudiantes. Este primer grupo de capítulos tienen en común el estudio de la justicia para diversos grupos de estudiantes por medio de la evaluación de prácticas, políticas y teorías que delinean lo que debe ser normal y lo que debe acepartse como diferente dentro de la educación chilena. Un primer capítulo es el de Gaete, Luna y Álamos que, reflexionando respecto las políticas públicas relativas a la educación inclusiva escolar, ponen en disputa las cuestiones de normalidad, diversidad y democracia en las normativas educativas chilenas, y proponen una educación inclusiva como un avance hacia la justicia educacional. Luego, Rojas y Astudillo, utilizando evidencia empírica, dan cuenta de la forma en que las escuelas abordan narrativamente el reconocimiento de estudiantes LGTB+ respondiendo a cuestiones de clase social, principalmente. Santa Cruz y Rozas, por su parte, se preguntan por cuál es el mejor criterio de justicia educacional para el caso de la discapacidad, ¿es la igualación o la diferenciación de estudiantes el mejor camino? Finalmente, Matus, Hirmas y González, plantean cómo la producción de diagnósticos, al estar vinculados al financiamiento educativo, no introduce criterios de justicia educacional, y más bien trabaja en función de la patologización de los y las estudiantes.
Si bien la primera parte del libro identifica algunas políticas educativas donde la institucionalidad se releva como un agente de (in)justicia relevante, la segunda parte de libro da cuenta de manera más explícita cómo es que la constitución de ciertas institucionalidades provocan mayor o menor justicia educacional. En esta segunda parte, se reflexiona novedosamente, desde un marco de justicia educativa sobre políticas públicas relativas a la educación media, superior, de primera infancia y rural. En ese sentido, Leyton y Salinas proponen, en base a evidencia empírica, el concepto de (in)justicia epistémica en el contexto de la educación superior y las políticas chilenas respecto de su circulación internacional. Ovalle, por su parte, toma el caso de la educación superior técnico profesional para reflexionar respecto de cómo una política pública vinculada a este tipo de educación puede ser más justa en términos distributivos, de reconocimiento y participación. En el mismo contexto, Flores, Parra, Sepúlveda y Vallejos revisan, desde una experiencia empírica, cómo la formación dual en la educación superior técnico profesional puede aportar al avance hacia la justicia distributiva. Por su parte, Rozas, Falabella y Flórez proponen un concepto de justicia evaluativa, que responde a la evidencia respecto de las injusticias que generaría el marco de rendición de cuentas, especialmente para las escuelas que atienden a estudiantes más desaventajados. Por otra parte, Telias, Godoy, Abufhele y Narea analizan los programas de sala cuna existentes en Chile desde el 2006 al 2019, utilizando el concepto de capacidades de Amartya Sen, y su aplicación para niños, niñas y madres. Finalmente, esta segunda parte termina con el capítulo de Núñez y Peña, quienes proponen que la justicia territorial tiene componentes de justicia educacional en el dificultoso contexto de política de cierre de escuelas rurales chilenas.
La tercera y última parte de libro se interna en las prácticas educativas que se generan en el aula. Si las dos primera partes reflexionaban sobre cuestiones generales de la cultura, el sistema y la política educativa, estos capítulos revisan procesos de aprendizaje y de dinámicas al interior del aula que también pueden ser pensadas desde la justicia educacional. De esta forma, Treviño, Gelber, Escribano, Ortega y González trabajan desde la evidencia chilena la disputa entre el concepto de inclusión y de justicia. Rojas, por otro lado, aborda desde una visión crítica el concepto de pedagogías socialmente justas para pensar las prácticas educativas en relación con los diagnósticos psicológicos que ahí se realizan. De modo similar, Errázuriz y García-González también realizan una lectura crítica respecto de la justicia educacional, pero en relación a las prácticas afectivas en la educación literaria. Finalmente, Escobar y Caqueo postulan, con una mirada interseccional, que la salud mental de niños y niñas en procesos educativos es un problema fundamental si pensamos en la justicia educacional.
Este libro aportará a la reflexión crítica de aquello que tiene a millones de chilenas y chilenos movilizados hoy. Los sufrimientos humanos que desde la escritura y lectura académica parecen tan fríos como lejanos, en este libro aparecen más frescos y reales, pues la pregunta por la justicia es una cuestión que debiese permear todo quehacer científico-social con la pretensión de generar cambios.
Camila Moyano Dávila
Octubre, 2019
1En este libro se utiliza justicia educacional o justicia educativa indistintamente.
2Línea de inclusión pedagógica, línea de inclusión de la discapacidad, línea de inclusión biosociocultural, línea de inclusión psicosocial, línea de inclusión para el desarrollo y línea de inclusión institucional.
3CAE: Crédito con garantía del Estado. Es un crédito con aval del Estado chileno, para financiar estudios de educación superior aprobado bajo el gobierno de Ricardo Lagos. Hoy, aproximadamente un 40 % de los estudiantes desertores o egresados están morosos.
TEMPORALIDADES DE LA JUSTICIA EDUCACIONAL
CAMILA MOYANO DÁVILA1
¿POR QUÉ TEMPORALIDADES?
La pregunta por la temporalidad en las teorías de la justicia no es muy común. Sin embargo, el desarrollo de estas ha estado silenciosamente vinculado a preocupaciones por el pasado, el presente y el futuro. Según este punto de vista, la literatura sobre justicia educacional puede abordarse desde dos marcos temporales: teorías que ven en la justicia educacional una oportunidad para el desarrollo futuro de los/as niños/as como adultos/as, y verán a la educación como elemento necesario para la justicia social futura (educación como herramienta para la justicia), y teorías que ven en la educación un presente y un campo de realización de la justicia social (educación como valor en sí misma) (Formichella, 2011). En general, estas últimas se basan en una mirada de las implicancias actuales de la educación2.
Las temporalidades, como propongo en este capítulo, nos entregarán una nueva forma de clasificación de las teorías sobre justicia educacional. La clásica clasificación–distributiva, de reconocimiento y de participación–, será el foco de las soluciones para la justicia educacional; sin embargo, las temporalidades nos permitirán conocer las epistemologías previas sobre cómo las teorías definen la justicia educacional y cómo la desarrollan. Esto no significa que esta propuesta pretenda sustituir a las clásicas u otras formas de clasificar las teorías de la justicia educacional, sino más bien pone en el centro elementos en los que la literatura no había reparado, a saber, su vínculo con las temporalidades.
Ahora bien, las teorías de justicia educacional que reviso en este capítulo se inspiran en raíces teóricas más amplias sobre la justicia social. Por ejemplo, Brighouse se va a inspirar en el principio de diferencia3 de Rawls (1995), y Gewirtz en la multidimensionalidad de Young (2000) y Fraser (2009). Estos tres autores (Rawls, Young y Fraser) trabajan desde una perspectiva de justicia social. En este sentido, la justicia educacional no se comporta como una disciplina escindida de la justicia social, sino que tiene su origen en ella. Sin embargo, pensar en una justicia social para niños/as, como lo hace la justicia educacional, tiene implicancias filosóficas importantes. La primera de ellas es que nos enfrentamos al desafío de pensar la justicia para sujetos que no han tenido mayor control sobre las decisiones de sus vidas. Y la segunda, es que los/as niños/as son vistos como “proyectos de adultos/as” por las diversas instituciones con las que se vinculan.
Cuando hablamos del pasado en justicia educacional, tendemos a pensar en categorías que presentan desventajas para los/as niños/as, ya sea en sus resultados académicos, en el desarrollo de su proyecto personal (futuro), o en la posibilidad de ser escuchados o validados (presente). Esas desventajas pueden deberse a posiciones de su clase social, su etnia, sus limitaciones naturales, el género, etc., o a la imbricación de todas estas. De esta manera, las secciones que se presentan a continuación clasifican las teorías de la justicia educacional según el foco que asignan a estas temporalidades o a-temporalidades4.
PASADO CON PERSPECTIVA DE FUTURO
Una de las principales teorías que trabajan con el tiempo futuro para los niños/as en la justicia educativa de Harry Brighouse (2007). Para este autor, la educación debería preparar a las/os estudiantes para ser más autónomos, individuos con autocontrol, tomar buenas decisiones sobre cómo vivir sus vidas, y sobrellevar la vida moderna; entregar herramientas suficientes para poder ser parte, en el futuro, del mercado laboral, y participar así de la economía; que las/os niñas/os se conviertan en adultos prósperos independiente de su participación en la economía; y debiese preparar para que sean buenos ciudadanos, por su bien y el de los demás. En este sentido, la justicia distributiva trabaja en general como una teoría compensatoria de las diferencias que se gestaron por el azar del pasado. Para Brighouse, la educación tiene que ser en primer lugar igualitaria, lo que implica que las/os niñas/os con iguales niveles de capacidad y disposición debiesen recibir igual oportunidades educacionales, sin importar la clase social, la raza, la etnia, el sexo, etc. Y, por otro lado, se debiese beneficiar a los más socialmente desaventajados (Brighouse, 2015). Hay que subrayar que cuando Brighouse se refiere a los menos aventajados, siempre está hablando en términos de relación con la/os demás estudiantes. Es decir, como veremos más adelante, para el autor son las brechas de rendimiento lo que importa, debido, principalmente, a la conexión que existe entre la educación y otros bienes desigualmente distribuidos. Si bien estos argumentos pueden relacionarse a una teoría asociada al presente, en realidad son los mecanismos desde los cuáles este autor concibe que la educación (igualitaria) debiese conseguir los objetivos que al comienzo fueron presentados y que responden principalmente a cuestiones del futuro de niños/as.
El autor argumenta que la familia funcionaría como un mediador de esta posibilidad de igualitarismo (Brighouse, 2014). Para esto, se plantea la necesidad de tomar medidas que balanceen otros valores, pues los/as estudiantes recibirían de sus familias inequitativas capacidades y habilidades. La familia sería, así, fuente de desigualdad. De tal forma, plantea Brighouse, los padres deberían influir limitadamente en el desarrollo físico, cognitivo, emocional, y moral de sus hijos/as, pero tendrían el derecho de entregar los valores que les parezcan para formar su autonomía (Brighouse y Swift, 2018). La escuela tendría el rol de balancear lo que entrega la familia, aunque esto vaya, a veces, en contra de los valores familiares.
Se argumenta que los padres a veces no toman decisiones pensando en sus hijos, sino en sus propios intereses. Y que, si se midieran los beneficios del derecho de las familias sobre sus hijos, desde el foco en los niños, probablemente la mejor medida sería redistribuir los/as niños/as a las mejores familias (Brighouse y Swift, 2006). En este sentido, Brighouse (2014) reflexiona en torno a la importancia y el valor que tiene la relación de los hijos/as con sus padres. Se postula que esta relación plantea desafíos y emociones únicas, pues para el adulto este es un tipo de relación humana como ninguna otra: “En la medida en que el propósito de los derechos de los padres sea proteger el interés de los padres respecto a tener y mantener una relación de ese tipo, los derechos de los padres solo se justifican en la medida en que sean necesarios para proteger esa relación” (2006, p. 102*5). Ahora bien, la focalización sigue siendo para el “florecimiento futuro” mediado por el bienestar de los/as niños/as: “(…) pero gran parte del valor de la crianza de los hijos proviene precisamente de poder cuidar bien los intereses de los niños, de estar allí para darles lo que necesitan para convertirse en el tipo de personas que es bueno para ellos convertirse” (2006, p. 107*). Las políticas estatales, en este sentido, debiesen velar por el aseguramiento de que los padres puedan mantener esta relación con sus hijos/as, y al mismo tiempo, velar por minimizar las inequidades que esta genera. Es decir, las políticas debiesen concentrarse en los padres (2006), y en las dificultades que tienen para mantener la relación. “Las políticas destinadas a abordar los aspectos de la pobreza más perjudiciales para una relación próspera entre padres e hijos, o para permitir que incluso los padres acomodados logren un mejor equilibrio entre la vida laboral y el trabajo, ayudan a los padres en gran parte contribuyendo a hacer lo que deberían ser capaces de hacer por sus hijos” (2006, p. 107*). El autor manifiesta que muchas de las políticas que beneficiarán a los padres lo harán por interconexión con los/as hijos/as también. “Contribuimos al florecimiento indirecto de los padres, por así decirlo, mediante políticas justificadas principalmente por motivos centrados en el niño (…)”. (2006, p. 107*).
Continuando con la idea distributiva sobre cómo es mejor, y pensando en un futuro que pueda ser realizado mediante la educación, Brighouse plantea la necesidad de revisar los ideales de integración en las escuelas. Para esto el autor divide en dos tiempos la desigualdad. Postula que para lograr los objetivos de “florecimiento” de los estudiantes en la adultez (Brighouse y Swift, 2009), la desigualdad es necesaria y traería otros valores a la sociedad. Así, los valores de igualdad (futura), los objetivos de ciudadanía, y la autonomía serían más importantes que el ideal integrativo. Es decir, la mixtura social dentro de las escuelas no siempre resolvería las injusticias educacionales (2007). En este sentido, la igualdad futura sería alcanzada por medio de la desigualdad actual. “Es mejor tener menos comprensión mutua, pero oportunidades más justas, que una mejor comprensión mutua y menos justicia” (2007, p. 581*). Para el autor el ideal compresivo o integral, relacionado a la incorporación explícita de diversos grupos socioeconómicos en una misma escuela, es secundario en importancia aun cuando forje una cultura común entre toda/os.
Aceptar la segregación, advierte Brighouse, significa aceptar la desigualdad, es decir, usar tácticas para atraer recursos focalizados en la/os menos aventajadas/os (2009). “No estoy proponiendo que se abandonen los esfuerzos de desegregación en estos contextos. Pero estos son difíciles de lograr.” (2007, p. 587*). La integración impediría que la administración estatal pueda obtener la focalización necesaria para gastar esos recursos donde se necesitan más. En cambio, en una escuela segregada, es más fácil dirigir más recursos a niña/os poco aventajadas/os, lo cual asegurará, parcialmente, que los recursos lleguen a ellos. Al mismo tiempo, los objetivos de logros académicos se cumplirían, por cuanto habría menos competidores por los recursos pedagógicos.
Aun con su insistencia de que la integración no debiese ser una prioridad, Brighouse sí asume que la integración en ciertos casos puede funcionar para la igualdad: por ejemplo, los padres con mayores ingresos se preocuparán de que exista mayor inversión estatal y, por tanto, los niños/as desaventajados en escuelas integradas se verán beneficiados/as. Puede generarse además un efecto par positivo–que dependerá de la organización interna de la escuela–y, además, existiría una mayor probabilidad de que haya profesores talentosos atraídos por los estudiantes más aventajados.
La idea es que se puedan usar recursos adicionales para dar incentivos a los profesores para que enseñen en escuelas con altas concentraciones de niños desfavorecidos (por ejemplo, aumentando sus salarios o permitiéndoles trabajar menos horas por el mismo salario), así pueden compensar la ausencia de niños más favorecidos (...). Lo que esta sugerencia no puede hacer es aprovechar el capital humano de los padres más favorecidos en beneficio de los niños menos favorecidos, al menos no directamente al tenerlos en la misma escuela (2007, p. 588*).
Así, para el autor la desegregación es deseable cuando trabaja para aminorar las injusticias, pero también deben buscarse otros mecanismos cuando la desegregación no juega a favor de esta realización.
Siendo Brighouse un igualitarista, se aleja de Rawls cuando plantea que más importante que la igualdad en educación, es el mejoramiento de las oportunidades de los menos aventajados. Pues, aun cuando Rawls (1971) también incluye como principio el beneficio a los menos aventajados, este le da a la igualdad un estatus superior que a este principio. El plantea que estas oportunidades en educación tienen un impacto relevante en el ingreso futuro que obtengan los estudiantes. Sin embargo, “Cuando me refiero a ‘beneficiar a los menos (o menos) favorecidos’ en el contexto de la educación, entonces debería entenderse que me preocupa beneficiar a los menos favorecidos en relación con los demás” (2007, p. 578*). De esta manera, el autor establece que, existiendo o no segregación, en función de la igualdad educacional, lo que importa no son los resultados académicos netos, si no la brecha entre la/os más aventajada/os y la/os menos aventajada/os. La importancia de la brecha radica principalmente en la conexión existente en la sociedad entre la educación y otros bienes que están desigualmente distribuidos. Esa distribución desigual tiene relación con la competencia que se establece entre los individuos respecto de sus logros académicos.
Continuando con la insistencia en el futuro y las habilidades requeridas para el mercado laboral que los/as estudiantes debiesen adquirir, este autor plantea que estas son más relevantes que la promoción de respecto, reconocimiento y solidaridad en el curriculum escolar, pues no está del todo seguro que todos estos elementos de reconocimiento entreguen mayor justicia social. De hecho, cree que el valorar algunas culturas por sobre otras –respetando cada grupo étnico– generaría una brecha entre los estudiantes. Sin embargo, manifiesta que la igualdad y la entrega de bases culturales adecuadas es un desafío y un conflicto difícil de resolver. “Al enseñarle a un niño los modales, hábitos, conocimientos, y las habilidades que se valoran (aunque sea erróneamente) en el mercado laboral profesional, la escuela puede estar alejándola de sus raíces culturales. Pero al no hacerlo, la escuela puede estar perjudicando a ese niño respecto de sus oportunidades en la educación superior, en un trabajo interesante y en mejores expectativas de ingresos” (Brighouse, 2007b, p. 155*), pues, dice el autor: “Podemos cambiar nuestras escuelas, pero hacerlo no cambiará nuestra economía, e incluso si lo hiciera, no lo haría dentro del marco de tiempo en que beneficiaría a los niños que actualmente estamos educando” (2007b, p. 156*).
Con una pretensión similar a la de Brighouse, Gina Schouten (2012) plantea una compensación distributiva con atención a las desigualdades que responden a causas naturales del pasado6. Defendiendo el principio prioritario de distribución de bienes educacionales–siguiendo a Rawls pero diferenciándose de su teoría ideal–, sostiene que el objetivo principal de la educación no son las habilidades académicas, sino que los estudiantes vivan una buena vida, lo que ella llama logros sociales. De tal forma, su teoría pretende acompañar las causas arbitrarias de desventaja social con las también arbitrarias, causas naturales. Schouten, de esta forma, impugna que estas arbitrariedades se traduzcan en recompensas externas–que nos permiten vivir una buena vida–: “Lo que es injusto es que nuestra estructura social transforme una aptitud académica no ganada en recompensas externas, y una inaptitud no ganada en desventaja externa” (p. 477*). Propone que el principio de prioridad7 sea utilizado en educación, como un principio total de justicia educacional (reaccionando ante desventajas sociales y naturales).
Si bien la autora se focaliza en el futuro, lo hace de una forma distinta a Brighouse. Plantea que, si el sistema externo de recompensas se focaliza en la neutralización de las desventajas sociales, y le da importancia al talento principalmente (noción de mérito de Brighouse y Swift, 2018), sigue creando un sistema educacional injusto. El problema, dice ella, es que las injusticias están localizadas en el sistema de recompensas externo de la sociedad en general, no en los resultados educacionales que los determinarán. Aun cuando tiene una visión del futuro, critica que el foco sea el sistema de recompensas y no sus determinantes educacionales. De aquí surge su teoría no ideal,8 pues entiende que el sistema de recompensas es fijo, lo que hace difícil cambiar su correlación con el éxito académico. Para esto, plantea que el camino hacia la justicia educacional es de voluntad política y se relaciona con la definición de principios de justicia para los educadores. Pues son ellos/as los/as que deben entregar herramientas a los más desaventajados por causas naturales.
En este sentido, y al igual que Brighouse, Schouten defiende la idea de que el problema no es que existan estudiantes que tengan mejores rendimientos académicos, sino la brecha que eso establece. En este sentido, el intentar incrementar el rendimiento académico no sería una buena opción, pues siempre existirán estudiantes que no logren los resultados esperados.
La alternativa que Schouten propone es que los/as educadores/as eduquen a los menos aventajados naturalmente en función de sus propios proyectos futuros, evitando el incremento focalizado de sus logros académicos. En este sentido, habría entonces que considerar a los logros académicos como una variable más amplia. “Podemos entender nuestra obligación prioritaria con los estudiantes naturalmente desfavorecidos como una obligación de beneficiarlos en general, donde ese beneficio puede tomar la forma de una inversión directa en sus perspectivas futuras evitando el mecanismo de mejoras de los resultados académicos” (2012, p. 479*). Educar ampliamente significa entonces trabajar de igual forma para que una niña con síndrome de Down pueda escuchar con atención, articular sus emociones, y realizar bien una resta, y para que sus compañeros más aventajados naturalmente, puedan establecer una buena relación de amistad con ella y también desarrollar sus habilidades para el futuro que desean. Así, la autora concibe las desventajadas naturales, y los beneficios debido a esas desventajas, como parte de las perspectivas generales de vida de los estudiantes.
Se propone una métrica (llamada “métrica próspera” por la autora) que, siguiendo su visión amplia de los logros escolares, tome en consideración lo intrínsecamente valioso de la vida de los estudiantes; es decir, no pueden ser solo consideradas “ventajas de la infancia” aquellos resultados que son necesarios para desarrollar una agencia madura (se refiere a las experiencias estéticas o atléticas, por ejemplo). Esto responde a una de nuestras preguntas respecto de la visión temporal de la teoría. Efectivamente, la métrica debe abarcar todo el curso de vida del estudiante y, por tanto, considerar los resultados realmente valiosos y las perspectivas de prosperidad en la adultez. Ello permite hacerse cargo del limitado poder de decisión que se tiene en la infancia (pasado), dando cuenta de una teoría que no solo se focaliza en adultos. De tal forma, las ventajas deberían distribuirse de manera homogénea sin dejar de beneficiar a un estudiante en función de su esfuerzo, pues hacerlo así significaría que los niños/as tienen algún tipo de agencia sobre la extensión de este. Esto también implica que las teorías meritocráticas respecto del esfuerzo se construirían sobre una falacia, pues, según Schouten, el esfuerzo es parte de la naturaleza de las desventajas.
Al igual que para Brighouse, en Schouten existen moderadores claros para el objetivo de la posibilidad de “futuro próspero”. En este sentido, tomando el principio de prioridad, los/as educadores/as deben mejorar las perspectivas educacionales en general, sin discernir el grado relativo de desventaja de los/as estudiantes. Para esto, dice Schouten, no requieren más que utilizar los recursos y el “know-how” que tienen disponibles hoy. Como parte del quehacer de los/as educadores/as, al igual que lo que propone Brighouse, ellos deben hacer un “trade off” con otros valores. En este sentido, no solo se le deben dar valor a las perspectivaseconómicas, sino al desarrollo integral de los/as estudiantes.
En tal sentido, no se trata de ecualizar el futuro y los rendimientos académicos de todos/as los/as estudiantes, pues se tiene poco control sobre eso. “Y ella no podrá modificar la estructura externa de recompensas para desvincular el rendimiento académico y las perspectivas de florecimiento” (p. 484*). Más bien, el principio de justicia aboga por interpelar a las educadoras/es a poner la mayor de sus capacidades en función de identificar primero aquella/os estudiantes que ven que sus posibilidades de prosperar se ven más “sombrías” y luego, a pasar más tiempo con aquellas/os estudiantes, priorizando sus necesidades en proporción a sus desventajas. “Ella encontrará este proyecto prioritario mucho más manejable y mucho más directo hacia la guía de acción. En resumen, el principio prioritario es preferible porque dirige a las personas a seguir un proceso con el objetivo de cumplir con sus deberesde justicia con los estudiantes, en lugar de exigir una cierta distribución que los profesores individuales no tienen poder de realizar” (2012, p. 848*).
PASADO CON PERSPECTIVA DE PRESENTE Y FUTURO9
Nancy Fraser (2009) ha categorizado la importancia de incluir por lo menos tres esferas para esta discusión, pues consideraría insuficiente solo pensar en la distribución como la manera de hacer justicia social. Esta primera esfera apelaría a la justicia económica, y a la justa distribución de recursos culturales y sociales. Luego, tenemos la esfera del reconocimiento, que se vincularía con el justo reconocimiento y respeto del “otro” que no le hace participe de la cultura dominante (Taylor, 1993). Finalmente, se presenta la esfera de la participación, como aquella justicia que posibilita que todos participemos de las decisiones que afectarán nuestra vida. Así, siguiendo la multidimensionalidad de Fraser, se presentan, en clave empírica, las siguientes teorías de la justicia educacional: Gewirtz (2006), quien propone una lectura contextualizada de la justicia educacional y utiliza a Fraser (2009) y Young (2000). Power (2012), quien subraya la importancia de avanzar hacia las políticas de representación, y Lingard y Keddie (2013,) quienes proponen un modelo de pedagogías productivas. Sin embargo, la clasificación clásica no daría cuenta de la visión no-compensatoria de estas teorías, o de su focalización en el presente como elementos relevantes de comprensión epistemológica sobre la justicia. Mi propuesta, entonces, se deriva de la temporalidad desde la cual las teorías van a observar a la justicia educacional.
La teoría contextual de la justicia de Gewirtz (Gewirtz, 1998; Gewirtz y Cribb 2002, 2006), basada en la propuesta de Young (1990), da cuenta de la importancia de tomar en cuenta las posibilidades y limitaciones actuales de la justicia. “La atención a la especificidad de los contextos locales también debe recordarnos que los juicios sobre lo que cuenta como justo en la educación no pueden separarse de los juicios sobre lo que es posible” (2006, p. 79*). Así, la autora expone seis dimensiones relevantes para observar las demandas de justicia en un modelo pluralista-contextual:
1. Las demandas tienen preocupaciones y focos diversos.
2. Distintos niveles de satisfacción y bienes que las satisfacen.
3. Los tipos de reivindicación a veces son opuestos y diversos en un mismo contexto.
4. El alcance de los modelos de justicia depende del contexto.
5. El alcance de los principios de distribución difiere según los destinatarios de la justicia.
6. La responsabilidad de dar respuesta a las demandas de justicia recae en varios actores.
Estas seis dimensiones siempre conllevan tensiones y colapsos (Gewirtz, 2015). Por ejemplo, las políticas de reconocimiento pueden promover la diferencia mientras que las de distribución la disipa (Gewirtz, 1998). Efectivamente, en términos temporales, el reconocimiento tendría una visión más amplia de la temporalidad, mientras que la distribución se focalizaría en la compensación del pasado para el futuro.
Gewirtz postula que Young tendría más sintonía que Fraser con políticas educativas y daría mejores soluciones para conciliar distribución y reconocimiento (tensiones propias de un modelo contextual). Una de las principales críticas que se le hace a Fraser es que su aplicabilidad en educación es limitada, pues tiene una mirada demasiado economicista de la cultura:
La debilidad en la interpretación economista de Fraser sobre la cultura de clase se hace evidente cuando uno intenta aplicar su análisis al contexto de la educación. La lógica del argumento de Fraser es que el sistema educativo, los profesores y las escuelas no deben celebrar o afirmar las afinidades culturales de la clase trabajadora porque esto interferiría con una política de redistribución. Si las identidades de la clase trabajadora realmente pueden reducirse a una sensación de impotencia y no respetabilidad, como sugiere Fraser, entonces efectivamente sería inapropiado que los planes de estudio y las pedagogías las afirmen (Gewirtz, 1998, p. 481*).
Otra de las críticas que Gewirtz realiza a Fraser es que su propuesta de deconstrucción cultural (reconocimiento transformativo) para conciliar distribución y reconocimiento es innecesaria por cuanto un individuo puede identificarse con múltiples grupos y colectividades, sin por eso querer eliminar identidades. “Mientras que, como Young (1990: 48) ha señalado ‘en sociedades complejas y altamente diferenciadas como la nuestra, todas las personas tienen múltiples identificaciones grupales’ y la diferenciación grupal es ‘transversal, fluida y cambiante’, algunos grupos culturales, o individuos dentro de ellos, simplemente no desean ‘ser desvinculados de su apego a las actuales construcciones culturales respecto de sus intereses e identidades’ (Fraser 1997: 31)” (Gewirtz, 1998, p. 481*).
La ventaja del modelo de Gewirtz, a diferencia del de Fraser, es que la reflexión respecto de las realidades actuales de los/as estudiantes se hace respecto de su aplicabilidad empírica. Es decir, la focalización en el presente le permite dar respuestas más atingentes a la conciliación “distribución-reconocimiento”.
Para esto, Gewirtz incluye la tercera dimensión de asociatividad, además de la distributiva y el reconocimiento, tomando un ejemplo concreto desarrollado en Porto Alegre, Brasil. El proyecto llamado “Escuela Ciudadana” incluye políticas curriculares de conocimiento vinculadas a las comunidades donde viven y han crecido los estudiantes. Por medio de un modelo participativo y democrático, de autofinanciamiento y de eliminación de la experiencia de fracaso, los estudiantes participan activamente de su aprendizaje. “(…) Los estudiantes aprenden historia comenzando con la experiencia histórica de sus familias. Estudian contenido social y cultural importante al enfocarse y valorizar sus propias manifestaciones culturales. Se está produciendo un cambio real porque la atención no se centra en el conocimiento ‘central / oficial’ organizado en torno a las visiones dominantes de clase y raza del mundo, sino en los problemas e intereses reales de los estudiantes y la comunidad” (Gewirtz, 2002, p. 508*).
Aplicando su modelo contextual y multidimensional, Gewirtz presenta el caso de un niño, Martin, con “problemas de conducta”, y su madre. Por medio de este caso intenta explicar porqué el definir si una política educativa es justa o no debe establecerse en función de un contexto específico de interpretación o enactment. Las injusticias distributivas vividas por Martin y su madre guardan relación con las desventajas financieras para la madre, quien realiza trabajo voluntario, intenta estudiar y es madre soltera, tres ocupaciones que no son pagadas; con que el colegio no tiene recursos para focalizarse en las necesidades de niños/as con mayores desventajas y con la necesidad de escucha y atención que a veces requiere la madre; y con que hay poca disposición de las autoridades a invertir en el caso de Martin, justamente por las dificultades financieras de la escuela. Por otro lado, en términos de reconocimiento, las injusticias se vinculan con cómo su no adecuación a la madre y familia ejemplar (casa grande, un marido, y que su hijo no sea “mixed race”) influye en el tratamiento que la escuela les da. Además, la madre de Martin se siente constantemente inadecuada por ser “la madre del niño problema”. Como diría Young, este caso da cuenta de una forma de imperialismo cultural que es producido en el marco del sistema educativo. Finalmente, Martin y su madre también se enfrentan a injusticias respecto de la asociatividad, pues el colegio tiene una forma de parentalidad prevista (involucrada y disponible para los requerimientos de la escuela) bajo ciertas condiciones. Estas condiciones no son cumplidas por la madre de Martin, pues no cumpliría con los requisitos económicos, sociales y culturales. “Sin embargo, una vez dicho esto, es importante no simplificar en exceso la naturaleza altamente diferenciada y compleja de los encuentros de los padres con las instituciones educativas: incluso los padres de clase media con los tipos ‘adecuados’ de capital social y cultural, particularmente aquellos con niños identificados por tener problemas de aprendizaje o de comportamiento, puede experimentar el mismo tipo de frustraciones que la señora Miles (madre de Martin) describe. Como dice Vincent (2000, p. 136), los padres de clase media ‘no consideran que las escuelas sean inevitablemente ‘maleables’” (p. 77*, paréntesis de la autora del capítulo).
Como podemos ver, en el caso del trabajo contextualizado de Gewirtz, las tres esferas (distributiva, de reconocimiento y asociativa) responden a cuestiones que si bien se acarrean del pasado (categorizaciones que otros realizan de ellos), comportan una reflexión sobre el presente. Lo distributivo, visto desde Brighouse, se diferencia del presente limitado en posibilidades en el trabajo contextual de Gewirtz, quien a su vez realiza un análisis de las injusticias actuales. Es interesante como el pensar en la temporalidad ayuda a visualizar las comprensiones más particulares de las teorías más allá de la clasificación tradicional.
Respecto de la naturaleza mediadora que tendría la justicia, Gewirtz señala que aun cuando pueden existir profesora/es realmente comprometidos con un trato más igualitario hacia los/as estudiantes, inevitablemente habrá otras preocupaciones normativas que interactúan con la justicia, pero que no tienen que ver con ella. Por ejemplo, sobreponer el valor del orden en la sala de clase versus el acceso a la educación de Martin (cuando lo hacen salir de la sala pues está causando demasiado desorden). Gewirtz señala que en la mayoría de los casos el conflicto se resolvería eligiendo el orden de la clase, por sobre el derecho de Martin de permanecer en clases; es decir, se sacrificaría la justicia en nombre del orden. “Por lo tanto, la competencia entre normas y las restricciones externas significan que no podemos simplemente pensar de manera abstracta sobre lo que es socialmente más justo hacer. Es decir, no podemos traducir directamente el principio a la práctica, más bien debemos pensar en lo que es razonable esperar, dadas las preocupaciones y limitaciones en competencia que ayudan a dar forma a la acción social en casos particulares” (Gewirtz, 2006, p. 78*).
Finalmente, Gewirtz señala que en el caso de la dependencia contextual y de nivel que tiene la justicia, los formuladores de políticas públicas, los sindicatos y las/profesores de Martin, tendrían distintas posibilidades de acción. Las/os primeros, podrían focalizar los recursos en educación, especialmente para mejorar la atención que los profesionales ponen en Martin y su madre. Luego, los sindicatos, podrían generar presiones al gobierno para prevenir o mejorar aquellos aspectos que pongan en peligro la mayor justicia en la educación, y luego las/os profesores de Martin, podrían comprometerse, tomando en cuenta las presiones que reciben externamente, de tratar con mayor respeto a Martin y su madre. “Entonces, el punto que estoy haciendo aquí es que lo que cuenta como una práctica justa exitosa es probable que difiera según el nivel de enacción (enactment) (...). Lo que cuenta como una práctica justa exitosa también puede diferir según el contexto” (p. 79*).
Siguiendo la idea de la multidimensionalidad y del presente de la justicia, Sally Power (2012) utiliza la teoría de Nancy Fraser para analizar la justicia social en la educación. Su premisa es relativamente diferente a la de las demás autoras. Power supone que la mayoría de las políticas educativas tienen como objetivo hacer la educación menos desigual, pero la forma que estas políticas toman dependerá de lo que es aceptado como socialmente justo en un sistema (lo cual se asemeja a decir que la justicia es contextual, como en el caso de Gewirtz), y los obstáculos que hay que sortear para hacer esto posible.
Tomando el caso de Reino Unido, la autora postula que, desde la Segunda Guerra Mundial, ha existido un lento cambio en las políticas educativas. Así, de poner atención principalmente en los obstáculos económicos, y luego en los obstáculos culturales, últimamente ha existido una preocupación por los obstáculos políticos, intentando superarlos bajo las políticas de representación/asociatividad. Pues son estos obstáculos los que van a limitar la capacidad de los individuos de actuar políticamente.
Efectivamente, las injusticias políticas contribuyen a marginalizar, no representar y dejar fuera del marco de decisión a grupos e individuos específicos. El problema que observa Power es que las políticas redistributivas y las políticas de reconocimiento no hablan sobre las desventajas que existen respecto de los derechos políticos para ciertos grupos, o no son capaces de generar intervenciones “desde abajo”10. Además, en ambas políticas, el sujeto está ausente o siempre camuflado en una clase o grupo específico. Existen así dos formas de remover los obstáculos en el dominio político: primero, la participación para concretar proyectos individuales (parental choice), y segundo, una forma más amplia, que implicaría trabajar en función de objetivos colectivos (representación comunitaria). Sin embargo, la representación política no puede ser reducida a las injusticas económicas o culturales, pero tampoco se pueden obviar. En ambos casos (parental choice y representación comunitaria) no existen evidencias de mejoramiento para los más desaventajados, pues, por ejemplo, en el caso del parental choice, los padres más aventajados siguen obteniendo la mayoría de los cupos en los colegios más deseados, y en el caso de la representación política de comunidades, tampoco hay evidencia de la entrega real de poder hacia estas.
Una consecuencia importante de esto fue la crítica que se le hizo al tránsito de las familias, en el Reino Unido, de una educación pública a una privada, durante los años 80. La crítica apuntaba a que el parental choice, posible en la educación privada, asemejaba esta a una decisión de mercado. Sin embargo, la educación privada entregaba más posibilidades de involucramiento, compromiso y democracia al interior de las escuelas. De hecho, fueron los grupos minoritarios quienes abogaron por la educación privada, pues les permitía un mayor desarrollo. En este sentido, no es posible vincular a la educación privada con mayor injusticia educacional. Pero no por su naturaleza o por características intrínsecas de estas, sino porque la justicia educacional es un fenómeno multidimensional. Así, siguiendo este ejemplo, tanto la educación privada como la pública podrían perjudicar y favorecer a la justicia educacional. La demanda que realiza Power, desde su premisa teórica respecto de la importancia de la esfera política en justicia, es por repensar el involucramiento de la sociedad civil y de los ciudadanos a la educación pública (Power y Taylor, 2013). De esta forma, Power abogaría por una justicia educacional que mire las actuales y reales consecuencias que tiene el poco involucramiento político de las familias sobre su espacio educacional de decisión en la educación pública. Es un llamado a la convocatoria actual de familias que se sientes en el margen de las decisiones de su propia vida educacional.
En ambos casos (Gewirtz y Power), se asume una cuestión del pasado, pero se focaliza mayormente en el presente. El generar modelos de justicia educacional contextuales ayuda a darle realismo, de lo que en el presente es realmente considerado como justo en educación. El trato de reconocimiento o la participación/asociatividad no tiene pretensiones compensatorias necesariamente, sino de una acción concreta del presente: escuchar todas las voces y hacerlas válidas. Se conjuga así lo que son los/as estudiantes hoy, con el presente que se proyecta a un futuro y da cuenta del pasado.
Finalmente, están las pedagogías socialmente justas, entendidas a partir de Lingard y Keddie (2013), con la pretensión de superar la justicia distributiva y de incorporar nociones más allá de la focalización en los resultados académicos. Las pedagogías socialmente justas se construyen de manera muy diferente a lo que se conoce como las “pedagogías de lo invisible”, donde se reproducen las inequidades y las dominaciones culturales (Lingard, 2005). A diferencia de esto, Lingard y Keddie (2013) señalan que los profesores deberían trabajar con “pedagogías productivas” que permitan el cuidado, el apoyo, demanden intelectualmente, generen conexión con sus estudiantes y valoren de forma positiva la diferencia. Explícitamente, dan cuenta de una temporalidad presente de la educación, pues estas pedagogías socialmente justas no trabajan solo por los éxitos en la adultez. Veremos en la siguiente sección otra naturaleza de pedagogías socialmente justas.
FUTURO(S) Y A-TEMPORALIDAD
El llamar futuro(s) y a-temporalidad a esta sección es una crítica a cómo ha sido entendida la justicia educacional hasta hoy, y el cuestionamiento a la focalización de un futuro. Las teorías de la justicia educacional revisadas anteriormente han pensado en los sujetos y sus identidades de manera más bien fija. En este sentido, y respondiendo al foco del capítulo, han tendido a orientarse hacia alguna temporalidad: pasado, presente o futuro. Hablar de futuros significa, en este sentido, que el pasado y el presente son móviles. Las propuestas que se presentan en esta sección dan cuenta de una nueva manera de generar justicia educacional, tomando en consideración, primero, que los sujetos somos interseccionados por distintas opresiones y privilegios y, en segundo lugar, que esa intersección puede generar futuros menos ciertos. Que los sujetos seamos interseccionados por distintas opresiones y privilegios al mismo tiempo, supone una mirada móvil respecto de las nociones temporales de presente y futuro pues implica posiciones diversas en distintos momentos y contextos de la vida.
La teoría interseccional para la justicia educacional postula que las prácticas pedagógicas, con la pretensión de ser inclusivas, se han planteado como si los individuos fueran víctima de una sola opresión. Los modelos, como la multiculturalidad, solo toman en cuenta un eje de opresión o la sumatorias de opresiones. Esto, construirían también únicas normas posibles de ser incorporadas en el curriculum escolar. “Las pedagogías válidas deben dejar de fingir, por ejemplo, que las mujeres blancas no poseen raza, los hombres latinos no tienen género, o las mujeres negras y asiáticas encarnan ubicaciones sociales de género y raciales mutuamente excluyentes (Case, 2017, p. 2*). El objetivo de la interseccionalidad, en cambio, es poder moverse más allá de esto e institucionalizar la interseccionalidad (Fitts, 2009 en Case 2017) e “imaginar intervenciones políticas para la justicia social” (May, 2015 en Case, 2017, p. 6). La experiencia de opresión por racismo, por ejemplo, también interactúa con la sexualidad, las habilidades, la clase, la nacionalidad, y otras identidades siempre múltiples y móviles.
Para esto, Case (2017), presenta un modelo interseccional donde las opresiones y privilegios se superponen, dejando olvidadas algunas categorías e interacciones y otras más dominantes (como la raza, el género, la clase, la sexualidad). En el mismo sentido, Kimberlé Crenshaw (1989 en Case 2017) plantea que los individuos van a ocupar una localización social específica basada en múltiples y simultáneas identidades, como raza, sexualidad, nacionalidad, clase, habilidades y género, lo que a su vez implica que estas identidades pueden cambiar en el tiempo (Butler, 1993).