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Novela de tema fantástico y mensaje ambientalista dirigida a niños y jóvenes. Este libro denuncia el deterioro del medio ambiente. Para la autora, dicho deterioro es resultado no sólo de la forma de vida de las personas, sino también de su indiferencia ante la naturaleza. Koko se considera a sí misma "desordenada, desmemoriada y bastante despistada". Es una niña que vive en el futuro, en una tierra yerma y devastada a causa de una hecatombe ecológica. Dicha tragedia fue causada por la estupidez humana. Koko tiene, además una cola similar a la de los simios que le permite trepar a los árboles. Al igual que el Ulises homérico, esta pequeña emprende un viaje lleno de riesgos y poblado de personajes peculiares. En el camino conoce a Grandia, la terrible mujer de un solo ojo, quien pretende comérsela, y a un brujo bueno llamado Jörgund, quien vive en dos mundos: el de los sueños y el de la realidad.
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Seitenzahl: 176
Veröffentlichungsjahr: 2016
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Para los antiguos y futuros habitantes de los prados… Y muy especialmente para Javier.
Prólogo
En los tiempos después de la Gran-Gran Crisis, la Naturaleza se había extinguido casi por completo y los hombres habían perdido la capacidad de soñar. Vivían encerrados en las ciudades, rodeados de un inmenso y desolado yermo, que estaba permanentemente cubierto por una nube de contaminación. Sólo en unos pocos lugares recónditos la Naturaleza resistía fundida con los sueños, y juntos habían dado a luz a algunas criaturas extrañas. Cada una de ellas posee su propia historia, historias que viajan con el viento, como la de la extraña niña con cola llamada Koko, que vivía sola y alegre en la montaña, ajena a los problemas del mundo. Ésta es su historia.
Koko era una niña con cola, pero no la cola de un perro ni la de un león, ni tampoco la colita de un niño. No era el rabo de una boina, ni un rabo de nube, ni el rabito desnudo de la ratita presumida (con quien, por cierto, no guardaba Koko parentesco alguno). No, la suya era, sencillamente, la cola de Koko.
Koko tenía los ojos pequeñitos, el pelo negro y revuelto y vestía una enorme camiseta amarilla y botas con cordones rojos. Vivía en el pico de una alta montaña que sobresalía sobre la gran nube de contaminación y hacía siempre lo que le daba la gana. Nada le gustaba más que jugar con su rabo desde que salía el sol hasta que salía la luna.
Koko era muy feliz, pero también bastante ignorante porque no había viajado nunca y sólo había leído un libro, y una de las cosas que ignoraba era que vivía en un auténtico paraíso aislado del mundo en ruinas. Su hogar era una cabaña de madera construida en un saliente alfombrado de verde a pocos metros del pico más alto de la montaña. Junto a la casa crecía un puñado de arbolitos que, aunque daban pocos frutos, bastaban para alimentar a una niña tan pequeña. Había entre ellos manzanos, pinos y un peral, y también una palmera que llevaba seca muchos años y con cuyas hojas Koko se había fabricado varias cestas y una hamaca. De la cumbre bajaba una cascada que formaba un laguito en el saliente, habitado por algunas truchas, y el agua se escapaba entre las piedras, regando un pequeño huerto antes de seguir camino por la ladera, convertido en un riachuelo.
Koko pasaba los días soleados en los árboles, colgada de su cola, y los días de lluvia arrastrando la colita por los charcos que se formaban en los huecos de las peñas. Cada mañana, la niña trepaba por las ramas y se encaramaba a lo más alto de su pino favorito, como si fuese un mono. Al oírla llegar, dos pajarillos que tenían allí su nido piaban con fuerza: “¡Ya viene Koko Rabo!”, y al instante se desataba una alegre competición entre ellos y la niña para ver quién se quedaba primero con los piñones más deliciosos. ¡Menudo alboroto se montaba! Casi siempre ganaba Koko, que era muy pequeña desde el punto de vista de una persona, pero muy grande desde el punto de vista de un pájaro.
Le encantaba quedarse boca abajo, sujeta de las ramas con su rabo, y sentir el viento de la montaña en la cara, y le gustaba mucho usar la cola para pescar: lanzaba su colita al río y movía la punta dentro del agua como si fuese un gusano. ¡Y vaya que picaban las truchas! En cuanto le mordían, Koko tiraba del rabo y agarraba su pesca con las manos. Este método siempre le hacía un poco de daño, pero así la niña sentía menos remordimientos cuando se comía los peces.
La verdad es que Koko usaba su cola para todas las cosas importantes. No podía dormir si no se acurrucaba de noche en su rabito, y al despertar salía de la cama de un salto, usándolo como si fuese una pértiga. Con él pelaba las piñas, clavaba las tablas que se soltaban en las paredes de su casa, se cepillaba los dientes y hasta se quitaba las lagañas. El problema es que Koko era muy desordenada, desmemoriada y bastante despistada, de modo que, al final del día, la taza del desayuno bien podía acabar dentro del río; las sábanas, entre los árboles, y el cepillo de dientes, en la lata de los clavos. Y la culpa de eso no la tenía el rabo, no señor, hay muchas niñas que no tienen cola y también son desordenadas, desmemoriadas y despistadas.
Todos los días, Koko se despertaba rebosante de alegría, justo antes de que el sol diera su segundo bostezo, y la mañana de invierno en que da comienzo esta historia no fue una excepción. Se puso en pie de un salto y se desperezó, sacudiendo los brazos y las piernas. Sí, rebosaba de alegría, pero le embargaba además otra sensación. ¡Y no eran las ganas de hacer pipí! Se trataba de un sentimiento inédito, una especie de nerviosismo, aunque… ¿por qué habría Koko de estar nerviosa?
La niña miró por la ventana, se bebió un vaso de agua fresca de un tirón y reflexionó por un momento. “Tengo la sensación de que se me olvida algo”, se dijo. La fecha no la había olvidado, sabía que era viernes y sabía que era 11 de febrero. Repasó el nombre de todos los meses del año y no le faltó ninguno. Luego recitó sin equivocarse, del derecho y del revés, la letra de su canción preferida y dijo de memoria los nombres de los árboles de su jardín. “Pues no me he olvidado de nada importante”, concluyó. Con todo, algo no le cuadraba.
“No sé qué será, hay algo que he olvidado, y estoy tan segura de haberlo olvidado como de que me llamo Koko Rabo.” ¡Ay, al decir su nombre completo, un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo y la niña se quedó petrificada! Parecía una fotografía de Koko Rabo. Bajó despacito la mano por la espalda hasta la rabadilla, al lugar donde tenía la cola, y sufrió el disgusto más grande de su corta vida: su colita no estaba, había desaparecido. Koko se miró, se miró y se remiró. ¡No había rabo alguno, lo había perdido! ¿Y ahora qué? ¿Cómo recogería las frutas de los árboles, cómo pescaría, cómo repondría las tablas rotas, cómo apilaría la leña? ¡No era lo primero ni lo segundo que perdía, pero nunca, nunca había perdido nada tan importante!
Como loca, se puso a registrar toda su casa. Miró entre las sábanas por si se le había caído mientras dormía, miró entre los árboles por si se le había quedado enganchada en una rama, miró dentro del cajón de abono (que olía a rayos), e incluso vació la lata de los clavos por si estaba allí escondida. No dejó rincón sin rebuscar, pero nada, la niña no encontró su colita.
Cabizbaja y derrotada, roja del sofoco, se dirigió hacia el lago y se echó agua en la cara, y en cuanto vio el riachuelo dio un grito: “¡Oh, no! ¡Seguramente se me cayó ayer mientras me duchaba en la cascada y se la habrá llevado la corriente! ¡A estas horas mi colita ya estará en el mar!”. Y aunque Koko era una niña desordenada, desmemoriada y despistada, también era valiente, optimista y resuelta, así que, ni corta ni perezosa, en ese mismo momento, decidió que emprendería su primer viaje. ¡Si su rabo estaba en el mar, allá iría por él!
Y aquí comienza en realidad la historia de la niña con cola que se quedó sin cola y salió a buscarla. Ella que todo lo ignoraba, que nunca había escuchado hablar de la Gran-Gran Crisis, ni de crisis alguna, dejó su casa, bajó de la montaña y se marchó en busca del mar, atravesando el mundo peligroso y derruido también llamado planeta Tierra. Planeta situado, por si hay algún lector despistado o de otro mundo leyendo este libro, en las afueras de la Vía Láctea, vecina de la más extensa y luminosa galaxia de Andrómeda.
A menos que uno sea un pajarillo, hacer el equipaje es una tarea muy difícil. A los pajarillos les basta con agitar las alas y salir volando y como mucho llevan una ramita en el pico, pero Koko no era un pájaro, sino una niña, y no sabía que lo mejor es viajar ligero de equipaje. Metió en la mochila lo que pensó que le podría hacer falta: una manta, una taza, un libro, todos los piñones y manzanas que tenía y las zanahorias que había recogido esa misma mañana en su huerto. Y otras cosas menos prácticas como un caleidoscopio, una máquina de coser portátil, un joyero con dos anillos… El caso es que llenó la mochila hasta arriba, menos mal que la niña estaba muy fuerte y pudo cargar con ella. Acto seguido, Koko se puso su sombrero de paja, salió de la casa, cerró la puerta y gritó mientras corría con la mochila al hombro:
–¡Adiós pajarillos, adiós árboles, vuelvo enseguida!
Y se fue sin mirar atrás. Su plan no era otro que seguir el río hasta el mar, así que descendió por la ladera junto a la orilla. Un rato más tarde, se adentró en la bruma que cubría la falda de la montaña y sintió escalofríos, pues no se veía nada ahí abajo.
–Todo irá bien, todo irá bien –musitó la niña, y animada por este pensamiento siguió adelante.
Se internó en la nube densa y anaranjada, que sólo le dejaba vislumbrar el suelo de rocas y el riachuelo que discurría entre ellas. En aquella sucia espesura el sol era apenas un cerco luminoso en el cielo, y el humo, acre y amargo, hizo que tosiera un par de veces. Pasó mucho rato bajando y bajando, con cuidado de no tropezar. Al cabo de unas horas, cuando la niebla se volvió menos tupida, vio una enorme piedra redonda junto al arroyo y aprovechó para reponer fuerzas. Mientras se comía una manzana, sacó el libro de la mochila. Se titulaba Homeroresumido para niños que prefieren ir al grano y le encantaba releerlo. Contenía historias de la Ilíada y la Odisea, pero sólo el meollo del asunto, las luchas y aventuras; las largas descripciones y los pasajes aburridos se los ahorraba.
Koko abrió el libro por donde lo había dejado la última vez y leyó:
Ulises y los suyos quedaron atrapados en la cueva del cíclope Polifemo, un gigante de un solo ojo. El monstruo comenzó a comerse a los soldados y Ulises se dijo: “¡Como no haga algo, estamos perdidos!”, y tuvo una idea excelente, se dirigió a Polifemo y le ofreció el odre de vino que llevaba con él. “¡Qué rico está!”, dijo el monstruo después de bebérselo de un trago y poco después se quedó dormido, pues el vino da mucho sueño. Ulises aprovechó ese momento para clavarle al malvado una estaca en su único ojo y dejarlo ciego, y eso les sirvió para escapar.
–¡Cómo me gusta Ulises! –exclamó Koko–. ¡Creo que es mi personaje favorito! –la niña se puso en pie de un salto y reemprendió el viaje.
Le llevó el resto del día bajar la montaña y alcanzar el valle. La bruma había quedado atrás y ahora flotaba sobre su cabeza formando el oscuro cielo encapotado que cubría perpetuamente la llanura. Allí abajo, el riachuelo había adelgazado mucho, era un chorrito que corría con dificultad por aquel territorio gris. Siguió y siguió el curso del menguante río y, a la caída del sol, el hilo de agua se extinguió delante de sus botas.
–Pero ¿dónde se metió el río? –se preguntó–. Y ¿qué es todo esto?
El paisaje estaba lleno de basura. A su alrededor, había pilas y pilas de cacharros inservibles, lavadoras a las que les faltaba el motor, persianas rotas, latas vacías, montones de cartón mojado, etcétera, etcétera. En el horizonte, se distinguían las chimeneas de una aglomeración de fábricas que vertían al cielo más humo espeso y anaranjado. Koko suspiró pensando en su hogar, pero no era de las que se rinden a las primeras, así que exclamó:
–¡Voy a acampar, mañana será otro día!
Rodeada ya por la oscuridad de la noche, la niña miró al cielo. En la montaña, Koko pasaba las noches contando estrellas, pero aquí no halló ni una sola. ¡Qué raro era no verlas en el firmamento! Sólo la luna tenía suficiente intensidad para asomarse entre la bruma de contaminación, si bien su rostro lucía difuso. De repente, en la negrura del valle, se encendieron unos letreros luminosos. El más grande rezaba: “Restaurante de Grandia”, y los otros: “Comidas caseras”, “Pruebe nuestra deliciosa tarta de chocolate”.
–¿Tarta de chocolate?
A Koko se le hizo agua la boca, pero sintió también un escalofrío. Recordó entonces que Ulises no había demostrado miedo alguno dentro de la cueva, y repitió de nuevo: “¡Tarta de chocolate!”.
Caminó hacia la luz hasta llegar a una pequeña casa. Los letreros que había visto desde lejos se elevaban sobre su techo de concreto, y a esta distancia descubrió que la fachada estaba formada por numerosos neones parpadeantes: “Se aceptan tarjetas”, “Menú del día”, “Saboree nuestras especialidades”, “Abierto 24 horas al día, 365 días al año”. La niña se dirigió a la puerta, que estaba entreabierta. Al otro lado, había tres mesas cubiertas con gastados tapetes de hule, rodeadas de sillas de piel sintética roja. En la mesa central de aquel solitario salón se distinguía la inconfundible forma de una gigantesca, apetitosa, chorreante tarta de chocolate.
Koko sintió cosquillas en la barriga por el hambre y por la incertidumbre. “¿Qué habría hecho Ulises?”, se preguntó Koko. “¡Ulises habría entrado!”, se respondió inmediatamente. Así que abrió la puerta, puso un pie en el salón, luego otro y…, ¡zas!, unas manos grandotas cayeron sobre la niña. La puerta se cerró de golpe, sonó el chirrido metálico de tres cerrojos y el estruendo de una poderosa carcajada:
–¡Te atrapé!
–¡Una niña! ¡Cacé una niña! –la que hablaba era una señora grande y rubia de nariz aguileña que llevaba un cuchillo muy afilado y sujetaba a Koko de la camiseta. Bailaba y brincaba y sacudía la cabeza de entusiasmo, tanto que, del ajetreo, se le cayó al suelo uno de sus ojos, que era de cristal. La mujer soltó a la niña y se agachó para recoger el ojo postizo. Mientras lo reacomodaba en la cuenca vacía, Koko se parapetó detrás de una mesa; desde allí pudo observar con más detenimiento a su captora. Alta y gordinflona, tenía una pequeña joroba que la obligaba a caminar encorvada. Vestía con jeans y camiseta de licra roja, y llevaba la ropa tan ajustada que, a veces, se le levantaba la camiseta y se le veía el ombligo.
–Bienvenida a mi restaurante, niña, me llamo Grandia y hoy tú serás la cena –y le mostró una llave oxidada. Luego la escondió en el bolsillo trasero de su pantalón y añadió–: No pienses que podrás escapar, eché los cerrojos.
El restaurante de la tal Grandia se componía de un salón y una cocina, separados sólo por un mostrador. El espacio tenía dos ventanas con barrotes, la pintura de los muros estaba cuarteada, las cortinas, ajadas, y la decoración tenía un aire añejo. De las paredes colgaban los retratos de las anteriores dueñas del restaurante, todas muy similares a ésta: espaldas jorobadas, narices ganchudas, rubias cabelleras.
–¿La cena? –dijo Koko aterrada.
–Sí, te comeré, y me darás para varios días. Haré estofado, croquetas y pastelitos de niña. ¡Me estoy relamiendo sólo de pensarlo!
–Pero ¿las niñas se comen? –preguntó Koko, paralizada por el miedo.
–Sí, sí se comen. A no ser que tengas dinero… Si tienes dinero podemos llegar a un acuerdo.
–¿Dinero? ¿Qué es eso? –ya se ha dicho que Koko era muy ignorante. Nunca había oído hablar del dinero.
–Pero, ¿de dónde saliste tú? Escucha atentamente porque nadie te dará nunca un consejo tan útil: el dinero es lo más importante en la vida. Esta lección te la regalo, aunque de poco te servirá porque te voy a comer enseguida –y exhibió el cuchillo.
–¡No, por favor, no me coma! –sollozó Koko–. ¡Tengo algo muy importante que hacer! ¡Perdí mi rabo y voy de camino al mar para encontrarlo!
–¿Un rabo, dices? ¿Es que acaso eres un ratón disfrazado?
–No, tengo cola, pero soy una niña –respondió tragando saliva, apenas le salían las palabras–. Me llamo Koko y mis amigos –se refería a los dos pajarillos– me llaman Koko Rabo.
–¡Mientes, mientes! Que las Grandias de mis ancestros estornuden ahora mismo si estás diciendo la verdad –añadió señalando los retratos de la pared–. ¿Cómo vas a ser niña si tienes cola? ¿No serás un bicho venenoso?
–¡No soy ningún bicho! ¡Soy una niña! –contestó Koko enfurruñada–. Tengo cabeza y pies, como todas las niñas. ¡Y sí, tengo cola! Si hay niñas sin cola, peor para ellas. ¡Además, usted sí que es…! –no se atrevió a continuar la frase, a la mujer se le había caído de nuevo el ojo de cristal y mostraba su cuenca vacía.
–¡Niña o no niña, eres maleducada y grosera! –se colocó el ojo a toda prisa–. A mí me da lo mismo porque te voy a comer. Aunque reconozco que lo de la cola me hace dudar…
Grandia rodeó el mostrador y pasó a la cocina, que estaba formada sólo por una hornilla de gas y un pequeño fregadero. Agarró una botella de color verde oscuro, se la llevó a los labios y bebió largamente. Sucio, desordenado y regentado por una mujer caníbal, el sitio tenía cierto aire familiar que no desagradaba. Se podría decir que tenía un encanto espantoso.
–Sí, eso de la cola me hace dudar, comprobaré primero que no seas venenosa, hoy día ya no se puede confiar en nadie.
Grandia soltó el cuchillo, se acercó a Koko y la alzó con sus fornidos brazos. A la pequeña se le cayó el sombrero y se quedó muy quietecita como hacen algunos animales cuando los acecha el peligro. Koko pensó que moriría del susto. La mujer la olfateó y luego le examinó el pelo por si tenía piojos y le abrió la boca y miró dentro. Por último, sacó su enorme lengua y le dio un lametón en la cara para ver a qué sabía la criatura.
–Pues sí, parece que eres una niña –exclamó Grandia.
–¿Y usted sólo come niñas? ¿No le gusta la fruta? –preguntó Koko con voz temblorosa.
–¿Fruta? –gruñó Grandia–. Ya se me acabaron los saborizantes de fruta y no tengo dinero para comprar otros.
–¿Sabori… qué? –Koko intentó repetir la extraña palabra–. Yo me refiero a las peras, las manzanas…
–¿Me estás tomando el pelo? La fruta no existe, sólo masa artificial que se condimenta con polvos sabor a fruta. Y los únicos sabores que me quedan son chile verde, pimienta y habanero –Grandia señaló los tres botecitos de cristal que estaban en la repisa de la cocina–. Por eso te voy a comer.
–¿Qué tienen de malo esos tres sabores? –siguió Koko, intentando ganar tiempo.
–¡Pero qué rematadamente tonta eres, niña! Si le pongo chile verde o habanero a un panecillo me arderá la boca una semana.
–Y ¿cómo hizo la tarta, si no tiene chocolate? –la niña se refería al jugoso pastel que le había hecho caer en la trampa.
–¡Es de papel maché!
Koko observó de nuevo la tarta y se dio cuenta de que estaba pintada con betún. La levantó y comprobó que estaba hueca por dentro.
Grandia le dio otro trago a la botella y después dirigió una mirada siniestra a Koko.
–¡Basta de charla! –sentenció agitando el cuchillo que llevaba en la mano–. Tengo mucha hambre, muchísima hambre, y ha llegado tu hora.
–¡Un momento, un momento! –exclamó Koko–. Llevo manzanas en la mochila, se las daré si no me come. Las manzanas son más saludables que las niñas.
–¡Grrr…! –espetó Grandia, a la que el hambre ya no dejaba articular palabra.
Sin perder un segundo, Koko abrió la mochila y sacó seis manzanas. Al verlas, los ojos de Grandia se abrieron como platos y de nuevo se le cayó la bola de cristal, aunque esta vez la atrapó en el aire.
–¡Dámelas, dámelas!¡Te prometo que te soltaré!
La muy malvada tenía los dedos cruzados detrás de la espalda. Agarró las manzanas y las abrazó contra su pecho, las olió y las chupeteó. Retemblaba de la emoción.