La brújula - Carmen Mª Palacios Rodríguez - E-Book

La brújula E-Book

Carmen Mª Palacios Rodríguez

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Beschreibung

Antonio, hombre serio y respetado, sabe que le queda poco tiempo de vida. Sin demora, pide ayuda a una persona que añora y ama: su hijo José. Por diversos motivos, padre e hijo, distanciados hace años deben reencontrarse y reubicar en sus vidas la pieza del puzle, clave para ambos. Uno de ellos, experimenta vivencias impensables. .El otro, no hubiese podido cerrar antiguas heridas abiertas sin lo vivido por el primero. A veces, nada es lo que parece, ni eres quien crees ser.

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La brújula

 

 

© del texto: Carmen Mª Palacios Rodríguez

© diseño de cubierta: Equipo BABIDI–BÚ

© de esta edición:

Editorial BABIDI–BÚ, 2022

Avda. San Francisco Javier, 9, 6ª, 23

Edificio Sevilla 2

41018 - SEVILLA

Tlfns: 912.665.684

[email protected]

www.babidibulibros.com

Producción del ePub: booqlab

Primera edición: abril, 2022

ISBN: 978-84-19454-81-2

transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra».

Índice

Prólogo

Capítulo I. La llamada

Capítulo II. El ladrón

Capítulo III. El olivar

Capítulo IV. Oro líquido

Capítulo V. El desván

Capítulo VI. Celos ocultos

Capítulo VII. Furia

Capítulo VIII. Viejos amigos

Capítulo IX. El viaje

Capítulo X. El golpe

Capítulo XI. El desconocido

Capítulo XII. Bajo el cielo

Capítulo XIII. Isaac

Capítulo XIV. El retorno

Capítulo XV. Hogar

Capítulo XVI. El reflejo de antonio

Capítulo XVII. La caída

Capítulo XVIII. Familia

Capítulo XIX. Promesa cumplida

La brújula. Epílogo

PRÓLOGO

Estimado lector, la obra que entre tus manos posees es un instrumento de orientación.

Una deliciosa herramienta de lectura y reflexión que nos lleva a través de un singular camino a una estancia única.

Ese aposento en el que todos estamos invitados y al cual todos deberíamos acudir con prestancia. Nuestra singular autora nos invita con su peculiar acento andaluz y su mágico saber culinario a degustar una placentera experiencia.

Desde la familia a la amistad, desde el amor al rencor nuestra literata va desgranando en este particular viaje esos conceptos sencillos y cotidianos que quizás por ello, pasan muchas veces desapercibidos, pero son todos en muchos casos de vital necesidad.

Nuestra escritora con su habitual lenguaje porque ya son unos cuantos los trabajos publicados, nos va suavemente sumergiendo en una historia donde los amores a veces malentendido nos permiten reflexionar sobre esos grandes conceptos como son el Amor, la Amistad, el Perdón, la Reconciliación o el Orgullo.

En esta obra el viajar y el caminar son señales inequívocas de una misma realidad, nuestra prosista nos invita a que ese caminar, ese viajar, si bien comprende la parte externa que todo buen camino conlleva y este no desmerece ninguno, el relato, la intriga en la obra están conectados con la autora y esta va más allá, pretende en paralelo hacer descubrir al lector que allende de las historias personales que cada uno acarrea existe un camino interior una vivencia intrínseca que necesariamente y de manera más habitual las personas deben realizar.

El auto conocimiento de una comienza caminando, pero no por caminos señalizados sino por la vida misma, sin lugar a dudas, mega autopista llena de estaciones de servicios apeaderos, adelantamientos, con algunos que otros pinchazos y accidentes, pero siempre para adelante aprendiendo de esa máxima atribuida al bueno de Don Antonio Machado “Caminante, no hay camino. Se hace camino al andar”.

Que la sutil sencillez de ese mágico instrumento llamado “Brújula”, que nuestra generosa amiga nos regala a través de este maravillo libro nos sirva y nos guíe en nuestros particulares caminos de vida y experiencia.

Moisés Caballero Páez

CAPÍTULO I

LA LLAMADA

Antonio miraba con la vista perdida a través de la ventana hacia el horizonte, inmerso en los recuerdos del pasado. Desde allí, podía observar los campos de olivos, casi centenarios, que eran uno de los tesoros más preciados que aquel anciano hombre poseía.

Aquella mañana, recordaba con añoranza las tardes entre los árboles de la propiedad cabalgando a lomos de su caballo color canela. Al bello animal al cual había llamado Furia. El nombre elegido describía a la perfección su temperamento. A pesar de ello, era sin duda el caballo más querido por Antonio desde su nacimiento, allí mismo en la propiedad.

Todas esas tierras habían sido herencia de su padre Gabriel. Y que, al cabo de los años y mucho esfuerzo, habían adquirido gran valor.

En la zona norte de toda la propiedad, se alzaba cual rígida vigía de los eternos campos andaluces, la casa familiar. Esta era de tipo andalusí campestre (cortijo) dividida en dos plantas.

Entrando por la gran puerta de castaño macizo, se podía visualizar una enorme entrada con muebles y sillas tallados a mano muy antiguos.

La escalera estaba situada en el lado derecho de la entrada. Parecía una obra magistral. Sus dos metros de ancho y cuarenta y dos escalones de piedra blanca impoluta le conferían un color inmaculado, limpio, que proporcionaba a la misma aún más magnitud cuando los primeros rayos de luz de la mañana se colaban por la vidriera superior. Su baranda era de hierro decorada con motivos florales. Estaba rematada con un pasamanos de madera de nogal delicadamente tallado a mano.

En la primera planta estaba la cocina, el comedor, una pequeña biblioteca con numerosos ejemplares de primera edición y una pequeña capilla.

La superficie de la planta superior se encontraba distribuida en cinco dormitorios con sus baños privados. Estos habían sido cuidadosamente rehabilitados por la familia hacía apenas varios años para una mayor privacidad de los amigos que, en fechas significativas, llegaban a pasar ciertos días con la familia.

En esta planta, se encontraba también el despacho de Antonio. Justo en el rincón derecho-norte.

Los suelos de las estancias eran de mármol blanco y los alicatados de azulejos andalusíes de colores vivos y brillantes.

Realmente, el interior de la casa era acogedor, silencioso. Fresco en verano y cálido en estaciones de frío. Nada que ver con la primera impresión cuando se visualizaba la estructura de aquella vivienda tan majestuosa desde el exterior, su fachada. Aquella fachada blanca y sobria.

En el lado izquierdo de la casa, se encontraba la casa de los criados. Construcción modesta, pero bien acomodada donde vivían las personas que durante todo el año cuidaban de la propiedad.

En el lado opuesto a esta última, se encontraban los establos donde se cuidaban y criaban con sabiduría caballos de pura raza. Estos habían sido construidos hacía cinco años a petición de la esposa de Antonio. Ella había adorado aquellos increíbles animales toda su vida y había conseguido criar en la propiedad verdaderos animales de pura raza, de «sangre azul» como la señora les gustaba llamar a aquellas maravillosas criaturas.

Frente a la casa de los criados, se encontraba el granero que, desde hacía cuatro años, hacía de garaje. Allí se guardaban los útiles de trabajo y los dos coches de Antonio. Un Peugeot 203-berlina de 1,3 cilindrada, 4 puertas, de 1954 y un Opel Olimpia 4 cilindros de 2 puertas y rueda trasera de 1950.

El cuerpo central de todos estos edificios era un gran patio central empedrado y adornado en algunos de sus rincones con abundantes plantas y con una gran fuente justo en el centro.

Sin embargo, era la salida de la casa de los criados el rincón más hermoso de contemplar cuando se encontraba en su máximo esplendor.

Justo delante de la ventana frontal, nacía una parra que se adhería por todo el entramado de alambre que hacía de guía y que, en época de flor, hacía de techo herbal por todo la parte frontal de la casa dando a su vez sombra y frescura. Aparte de unos frutos dulces y jugosos.

Sin duda alguna, aquella planta tan excepcional no lo hubiese sido sin los cuidados de Pedro. Este era el hombre de confianza de Antonio durante muchos años. Era él quien vivía con su familia en la casa de los criados desde su juventud y posterior matrimonio.

Pedro sabía todo lo que pasaba en la familia y en la propiedad. Pero siempre había sido un hombre muy prudente.

El tiempo allí pasaba lento y se tenía la sensación de que los días eran exactamente iguales. Como si el tiempo no hubiese pasado por aquel lugar situado en algún punto determinado del suelo andalusí.

No era precisamente lo que pensaba Antonio. Para él, los años habían pasado demasiado deprisa. Era el mismo pensamiento que tenía cada vez que miraba a través de la ventana. Recordaba, sin dudarlo, cómo había sido durante muchos años de su vida, el hombre más feliz del mundo. Amaba la vida en aquel lugar. Allí, él tenía todo lo que necesitaba.

Aquel día no fue una excepción. Después de dos horas mirando a través de la ventana, Antonio telefoneó a Pedro:

—Pedro, ¿puede venir a mi despacho?

—Sí, señor. ¿Qué es lo que desea?

Diez minutos más tarde, Pedro llegó a la entrada del despacho de su señor y golpeó con los nudillos de la mano derecha la puerta.

Antonio hizo un gesto con la mano a su sirviente indicando que podía pasar al interior.

—Pedro, la hora ha llegado. Llame a mi hijo. Debo hablar con él. Debe comunicar a José que deberá venir a casa mañana tarde.

—De acuerdo, señor. Lo telefonearé enseguida.

Tras salir del despacho de Antonio, Pedro telefoneó a José:

—José, su padre quiere que venga a casa mañana a las 12 horas. Es muy importante. Por favor, no se demore.

—Está bien, Pedro. Haré lo que me pide —contestó José.

Cuando José colgó el teléfono no podía creer lo que Pedro le había contado. Padre e hijo no hablaban desde hacía más de un año. Justo después de la muerte de su madre.

Ambos eran muy diferentes en casi todos los aspectos.

«¿Por qué ese interés de su padre?», se preguntó durante toda la noche José. Cientos de pensamientos rondaron por su cabeza. Ideas que impidieron al joven hombre conciliar el sueño.

A la mañana siguiente, José hizo las maletas y viajó hasta la propiedad.

El viaje se le hizo eterno y, a medida que llegaba a su tierra, aumentaba su inquietud por dentro.

Cuando José tomó el camino que llegaba hasta la propiedad, muchos recuerdos hicieron cubrir sus ojos con lágrimas.

En ambos lados del camino había olivos centenarios que llegaban justo hasta la entrada del lugar donde se encontraban las casas.

La propiedad no había cambiado en muchos años. Parecía que el tiempo se había suspendido en aquel lugar.

Al escuchar el ruido de un coche, Pedro se aproximó a la reja de entrada para comprobar quién era.

Cuando José bajó del vehículo, un taxi, Pedro sonrió y caminó hasta él.

Los dos hombres se miraron varios segundos y se abrazaron con afecto.

Después de unos minutos, Pedro le dijo:

—Me alegro de volver a verlo, señor.

José respondió a Pedro:

—Yo también… y no me hable de usted, tutéame.

José quería mucho a Pedro. Él había sido como un segundo padre.

Observó con cariño los rasgos de aquel hombre… su pelo cano con alguna entrada en la parte delantera, su piel curtida debido a su trabajo en el campo andaluz, donde el sol ardía con fuerza en algunas épocas del año. Sus ojos, de color avellana, reflejaban su nobleza. Algunas arrugas surcaban su frente y sus mejillas. Su cuerpo era fuerte y musculoso.

A pesar de su edad, Pedro seguía siendo un hombre corpulento.

—Y bien... Pedro, ¿cómo está usted?, ¿y su familia? —preguntó José.

—Bien, señor. Estamos bien, muchas gracias —respondió Pedro.

—Y su hija, ¿dónde está? Hace al menos siete años que no la veo —preguntó José.

—¿Recuerda su nombre?

—Sí, Pedro. Recuerdo que ella se llamaba Inés.

Pedro agachó un poco la cabeza a la vez que sonreía.

—Señor, mi hija trabaja en el laboratorio de una empresa olivarera. Allí fabrican uno de los mejores aceites de Oliva Virgen Extra de todo el mundo. Así lo ha certificado unos importantes estándares de calidad.

Inés adora su trabajo, ella ama los olivos y también los caballos. Y monta a Furia todos los días.

—¿Y su esposa?, ¿sigue cocinando ese potaje de garbanzos con acelgas tan delicioso? Aún recuerdo el olor de muchas de sus comidas.

—Sí, José, reconozco que es una excelente cocinera. Estará muy contenta de volver a verte —respondió Pedro.

—De acuerdo, ahora iré a verla.

José caminó hasta la casa de Pedro, dejó sus maletas en el suelo, golpeó la puerta y dijo:

—Buenos días, ¿hay alguien en esta casa?... —Pero nadie contestó.

Entonces, José entró al interior de la casa y allí, en la cocina estaba Carmen cantando una canción muy popular. Ella había cantado siempre muy bien.

—Buenos días, Carmen, ¿puedo pasar a la cocina? —dijo en voz alta José para asegurarse de que en esta ocasión Carmen lo escuchara.

El joven hombre reía observando a aquella mujer tan maravillosa.

Sin duda, no lo había escuchado entrar, puesto que seguía con su cantinela alrededor de los fogones.

Carmen era una mujer de pequeña estatura y un poco rellenita. Sus cabellos grisáceos estaban recogidos en un moño. Sus mejillas eran de color rojo y sus ojos reflejaban una inmensa dulzura. José adoraba a aquella pequeña gran mujer.

José dio de nuevo varios golpes con más fuerza en la puerta. Estaba seguro de que en esta ocasión sí lo escucharía. Los golpes tenían un ritmo diferente, el mismo ritmo que él marcaba cada vez que iba a buscar a Carmen para recoger alguna golosina cuando era niño.

Observó cómo la mujer quedó inmóvil unos segundos girándose al mismo tiempo.

Cuando Carmen vio a José frente a ella, comenzó a gritar y a llorar al mismo tiempo alzando los brazos al cielo.

—¡Oh… por todos los santos del cielo! ¡Oh… Dios mío! Muchas gracias por poder verlo. Venga aquí, rápido. Lo abrazaré fuertemente. Qué agradable sorpresa. Venga, venga. Haré una agradable comida para usted —dijo con inmensa alegría Carmen.

—No debe hablarme de usted, Carmen, usted mi ha criado desde pequeño —respondió José.

—Bueno, de acuerdo —dijo Carmen acariciando las mejillas a José con afección.

Durante unos minutos, Carmen lo miraba y después lo volvía a abrazar una y otra vez.

—A ver, Dios mío, estás demasiado delgado. Y esas barbas tan ridículas y mal afeitadas. Las odio, debes quitártelas. Estás mucho más guapo sin ellas. Si no lo haces tú, lo haré yo. Vamos al baño.

—Espera, espera, Carmen. Debes esperar un momento. Yo no he visto aún a mi padre. Tengo que ir a verlo.

—Está bien. Pero me prometerás que te afeitarás y que volverás aquí. Tenemos tanto de qué hablar… —le dijo Carmen.

—Sí, volveré luego. No hay problema.

José salió de la casa de los criados sonriendo y fue hasta la casa de su padre junto a Pedro.

—Tu padre está en su despacho, debes ir solo. Yo debo volver al trabajo —le dijo Pedro cuando llegaron a la casa principal.

—Gracias Pedro, hasta pronto.

José fue hasta el despacho de su padre. Detuvo sus pasos justo delante de la puerta y dio un golpe seco.

En ese instante, los nervios retenidos durante todo este tiempo, en la distancia, florecieron sobre todo su cuerpo. Comenzó a temblar ligeramente.

—Puede entrar —dijo una voz desde el interior.

José entró al interior del despacho con las manos sudorosas a causa de los nervios.

Nada más entrar, los olores de aquellos muebles inundaron su memoria y volvió de nuevo al pasado. Pero había algo muy diferente. El sudor que tenía entre sus manos y que recorría la espalda se volvió frío.

El hombre que tenía frente a él, parecía otra persona.

Su padre estaba en una silla de ruedas y creyó que había envejecido varios años. Los ojos de aquel hombre, tenían ahora tonos grises y la mirada estaba algo perdida. El hombre fuerte y serio que conoció José hasta su partida no era aquel.

De nuevo su cuerpo reaccionó a causa de tal impresión y el inmenso escalofrío que había recorrido todo su cuerpo unos minutos antes a causa de los nervios que sentía antes de entrar se convirtieron en un sofocante calor. Estaba paralizado. No se había dado cuenta de que no había sido capaz dar ni un solo paso hacia su padre.

—¿Es que mi hijo no va a venir a abrazarme? —dijo su padre consciente del impacto que había causado su estado.

José anduvo varios pasos y abrazó a su padre.

—Y bien, papá, ¿qué quiere de mí después de tanto tiempo? —preguntó José.