La copa dorada - Henry James - E-Book

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Henry James

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Beschreibung

La copa dorada es una novela del escritor estadounidense Henry James publicada en 1904; narra la historia de un millonario norteamericano y su hija, cuyos respectivos cónyuges han sido amantes antes de contraer matrimonio con ellos, y que vuelven a serlo después. Maggie Verver y su padre viudo, Adam, son dos norteamericanos residentes en Londres, dedicados a la vida de ocio refinado que la inmensa fortuna de Adam les permite. Maggie vuelve a encontrarse con su amiga Charlotte, bella y culta, pero sin dinero, y a través de unos amigos, el matrimonio Assingham, conoce a Amerigo, un príncipe italiano de rancio abolengo pero también sin medios de subsistencia. Padre e hija deciden volver a casarse, y sus respectivas parejas serán la joven Charlotte y el príncipe Amerigo, sin saber que ambos han sido amantes en el pasado...

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Henry James

La copa dorada

Henry James

LA COPA DORADA

editado por Carola Tognetti
Greenbooks editore
ISBN 978-88-3295-081-6
Edición Digital
Mayo 2017
ISBN: 978-88-3295-081-6
Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com).

Indice

LA COPA DORADA

Libro primero

Primera parte

Segunda parte

Tercera Parte

Libro segundo

Cuarta parte

Quinta parte

Sexta parte

LA COPA DORADA

Libro primero

El Príncipe

Primera parte

Capítulo I

________________________________________________________________________

Cuando pensaba en ello, el Príncipe se daba cuenta de que Londres siempre le había gustado. El Príncipe era uno de esos romanos modernos que encuentran junto a las orillas del Támesis una imagen más convincente de la fidelidad del antiguo estado que la que habían dejado junto a las orillas del Tíber. Formado en la leyenda de aquella ciudad a la que el mundo entero rendía tributo, veía en el actual Londres, mucho más que en la contemporánea Roma, la verdadera dimensión del concepto de Estado. Se decía el Príncipe que, si se trataba de una cuestión de Imperium, y si uno quería, como romano, recobrar un poco ese sentido, el lugar al que debía ir era al Puente de Londres y, mejor aún, si era en una hermosa tarde de mayo, al Hyde Park Corner. Sin embargo, a ninguno de estos dos lugares, al parecer centros de su predilección, había guiado sus pasos en el momento en que le encontramos, sino que había ido a parar, lisa y llanamente, a Bond Street, en donde su imaginación, propicia ahora a ejercicios de alcance relativamente corto, le inducía a de tenerse de vez en cuando ante los escaparates en los que se exhibían objetos pesados y macizos, en oro y plata, en formas aptas para llevar piedras preciosas o en cuero, hierro, bronce, destinados a cien usos y abusos, tan apretados como si fueran, en su imperial insolencia, el botín de victorias alcanzadas en lejanos pagos. Sin embargo, los movimientos del joven Príncipe en manera alguna revelaban atención, ni siquiera cuando se detenía al vislumbrar algunos rostros que pasaban por la calle junto a él bajo la sombra de grandes sombreros con cintajos, u otros todavía más delicadamente matizados por las tensas sombrillas de seda, sostenidas de manera que quedaban con una intencionada inclinación, casi perversa, en los coches del tipo victoria que esperaban junto a la acera. Los vagos pensamientos del Príncipe eran no poco sintomáticos, por cuanto a pesar de que la época de veraneo había comenzado ya, y con ello a menguar la densidad del tránsito en las calles, se percibían rostros, en esta tarde de agosto, con posibilidades propias de aquel escenario. No obstante, la verdad es que el Príncipe se sentía inquieto hasta el punto de no poder concentrarse, y la última idea que se le hubiera ocurrido entonces hubiese sido la de emprender una persecución, fuera cual fuere su naturaleza.

En el curso de los últimos seis meses, el Príncipe había estado empeñado en una persecución como jamás lo había estado en su vida y esto era lo que le tenía alterado ahora, en el momento en que nos fijamos en él, la idea de justificar su empeño. La captura había sido el premio a su persecución, o, como él mismo habría podido expresar: el éxito había sido el precio de la virtud. Por eso, la fijeza de su pensamiento en este asunto le había puesto de un humor más serio que alegre. Una expresión de austeridad, que hubiera podido confundirse con la de fracaso, cubría su rostro bien parecido, grave y de líneas sólidas y regulares, aunque, al mismo tiempo, extraño por sus ojos azules, el bigote castaño oscuro y unos rasgos, tan levemente «extranjeros» desde el punto de vista inglés, que quizás hubieran motivado el comentario, superficialmente halagador, de que parecía un irlandés «refinado». Lo que había ocurrido era que poco antes, a las tres de la tarde, el destino del Príncipe había quedado marcado casi irremisiblemente y que, aunque pretendiera luchar contra él, se daba una gravedad parecida a la que se produce cuando después de cerrar con la más fuerte cerradura que imaginarse pueda, la llave queda trabada en ella. Nada cabía hacer todavía, salvo pensar en lo que se había hecho ya. Y esto era lo que nuestro personaje pensaba mientras paseaba sin rumbo. Equivalía a haberse casado, habida cuenta del carácter definitivo con que los abogados, a las tres de la tarde, habían permitido que se fijara la fecha de la boda, ahora ya tan cercana. A las ocho y media en punto, cenaría con la señorita en cuya representación, y en la de su padre, los abogados londinenses habían llegado a un acuerdo inspiradamente armonioso con el representante del Príncipe, el pobre Calderoni, recién llegado de Roma. Éste se hallaba ahora en el extraño trance de que el señor Verver en persona le enseñara Londres, antes de partir a toda prisa camino de Roma. Sí, el propio señor Verver, que tan poca importancia daba a sus millones y que, en los acuerdos prematrimoniales, en nada había influido para imponer el principio de reciprocidad. Y la reciprocidad que más sorprendía al Príncipe en esos momentos era la que consistía en que el señor Verver obsequiara con su compañía a Calderoni, para enseñarle los leones enjaulados. Si algo había en el mundo que el joven Príncipe se propusiera en el momento presente era ser mucho más digno y decente, en su calidad de yerno, de lo que lo habían sido, como tales, gran número de sus amigos. Pensaba en aquellos amigos de los que él tanto se diferenciaría, en idioma inglés. Mentalmente, utilizaba términos ingleses para expresar esas diferencias, porque, debido a estar familiarizado con esta lengua desde sus más tiernos años, no hallaba en ella el más leve rastro de barbarismo, ni al oído ni a la lengua, y le parecía cómoda en la vida para gran número de relaciones. Y, cosa rara, también la encontraba cómoda para hablar consigo mismo, aun cuando no olvidaba que, con el paso del tiempo, podían dársele otras relaciones entre las que cabria incluir una más íntima gradación de esa relación consigo mismo, en la que utilizaría, posiblemente con violencia, el instrumento más grande o más afinado ––¿cuál de las dos características?–– de su lengua materna. La señorita Verver le había dicho que hablaba demasiado bien el inglés y que éste era su único defecto, pero el Príncipe hubiera sido incapaz de hablar peor esa lengua, ni siquiera para complacer a la señorita Verver. El Príncipe había dicho:

––Cuando quiero hablar mal, hablo en francés.

Con esto insinuaba que había ocasiones, generalmente propicias a la injuria, en las que el francés era el idioma más adecuado. La muchacha dio a entender al Príncipe que estimaba que estas palabras no suponían más que un comentario acerca del francés, idioma que ella hablaba y que siempre había deseado hablar bien o, por lo menos, mejor. Yademás, que había puesto de manifiesto su evidente convencimiento de que el uso del francés exigía una inteligencia que ella jamás llegaría a poseer. Él dio respuesta a estas palabras ––respuesta afable y encantadora, como todas las que la otra parte contratante había recibido del Príncipe en los acuerdos del día de hoy–– diciendo que se dedicaba a practicar el norteamericano, a fin de poder conversar en igualdad de condiciones, valga la expresión, con el señor Verver. Su futuro suegro, dijo, dominaba de tal manera el norteamericano que él siempre quedaba en desventaja cuando hablaban. Además, el Príncipe había hecho a la muchacha una observación que la conmovió más que ninguna otra de las suyas.

––Tu padre es un verdadero galantuomo, sin la menor duda. En este aspecto hay muchos falsarios. Estoy convencido de que tu padre es el hombre más bueno que he conocido en mi vida.

La muchacha respondió alegremente a estas palabras:

––¿Hay alguna razón para dudarlo?

Fue precisamente esta pregunta la que indujo al Príncipe a pensar. Las realidades, o por lo menos muchas de las realidades que hacían que el señor Verver fuera como era, parecían demostrar la falsedad de otras realidades que, en el caso de otras personas que el Príncipe conocía, no habían producido el mismo resultado. El Príncipe repuso:

––¿Cree usted que puede sonsacarle, para decírmelo, la probable duración de su estancia? Valerosamente el Príncipe recogió el guante y supo ponerse a la altura de las circunstancias: ––Eso creo, si usted me proporciona la oportunidad. La señora Assingham repuso: Y estas palabras fueron, en realidad, la licencia expresamente concedida por la señora Assingham a modo de representación del juicio de una amiga, de la opinión pública, del margen de libertad tolerado a un futuro marido, o lo que fuere. De este modo, el Príncipe, después de decir a Charlotte que, si iba por la mañana a Portland Place, haría cuanto estuviera en su mano para encontrarse allí a fin de poder verla y decidir el momento de acompañarla, se despidió albergando la firme creencia de saber, como él decía, dónde se encontraba. Lo cual era la razón por la que había prolongado su visita. Y se encontraba precisamente en un lugar en el que podía permanecer.

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