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La novela "La de San Quintín" de Benito Pérez Galdós, publicada en 1901, se inscribe en el contexto del Realismo español, donde el autor aborda temas sociales y políticos con una prosa rica en matices y una narrativa que refleja su aguda observación de la sociedad. La obra presenta la historia de un encuentro amoroso enmarcado en la problemática de la guerra de Marruecos, donde Galdós indaga sobre el estado emocional de sus personajes en tiempos de conflicto. Su estilo se caracteriza por una profunda psicología de personajes, así como por el uso de diálogos que revelan la complejidad de las relaciones humanas, lo que consagra a Galdós como uno de los exponentes más destacados de la literatura española de su época. Benito Pérez Galdós, uno de los mayores novelistas españoles, fue un contemporáneo del Modernismo y un ferviente observador de la realidad social, lo que influyó en su escritura. Nacido en Las Palmas en 1843 y trasladado a Madrid, su experiencia personal en la sociedad española de finales del siglo XIX y principios del XX le permitió profundizar en las injusticias sociales y retratar a la España de su tiempo. Esta obra refleja su compromiso con la literatura como vehículo para construir un relato social y excepcionalmente humano. Recomiendo "La de San Quintín" a cualquier lector interesado en la literatura que explora las tensiones entre lo personal y lo colectivo, además de aquellos que desean comprender el contexto histórico y social de la España de su tiempo. Galdós presenta un análisis interrelacionado entre lo bélico y lo emocional, creando así un relato que trasciende su época y resuena en la actualidad.
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ROSARIO DE TRASTAMARA, Duquesa de San Quintín (27 años).
RUFINA, (15 años).
LORENZA, ama de llaves de Buendía.
RAFAELA, criada de la Duquesa.
SEÑORA 1.ª.
SEÑORA 2.ª.
SEÑORA 3.ª.
DON CÉSAR DE BUENDÍA, (55 años), padre de Rufina.
VÍCTOR, (25 años).
DON JOSÉ MANUEL DE BUENDÍA, (88 años), padre de D. César.
EL MARQUÉS DE FALFÁN DE LOS GODOS, (35 años).
CANSECO, notario, (50 años).
CABALLERO 1.º.
CABALLERO 2.º.
SRTA. GUERRERO.
SRTA. RUIZ.
SRTA. CANCIO.
SRTA. LÓPEZ.
SRTA. MOLINA.
SRTA. ARÉVALO.
SRTA. SEGOVIA.
SR. CEPILLO.
SR. THUILLIER.
SR. CIRERA.
SR. ORTEGA.
SR. BALAGUER.
SR. GUERRERO.
SR. SANTÉS
Sala en casa de Buendía.— Al fondo, próxima al ángulo de la izquierda una gran puerta, con forillo, por la cual entran todos los que vienen del exterior o de la huerta, y un ventanal grande, al través de cuyas vidrieras se ven árboles.— Dos puertas a la derecha, y una grande a la izquierda, que es la del comedor.— Muebles de nogal, un bargueño, arcones, todo muy limpio.— Cuadros religiosos, y dos o tres que representan barcos de vela y vapor: en la pared del fondo la fragata Joven Rufina en tamaño grande.— La decoración debe tener el carácter de una casa acomodada de pueblo, respirando bienestar, aseo, y costumbres sencillas.— Una mesa a la derecha; velador a la izquierda.— Es de día.— Por derecha e izquierda, entiéndase la del espectador.
DON JOSÉ sentado, en el sillón próximo a la mesa. A su lado RUFINA. A la izquierda, junto al velador, DON CÉSAR y una SEÑORA. A la derecha, junto a la mesa, dos SEÑORAS, sentadas, y dos CABALLEROS, en pie. En el centro de la escena, CANSECO, en pie. LORENZA entra y sale sirviendo Jerez. En la mesa y velador, servicio de copas y botellas, y una bandeja de rosquillas. Al alzarse el telón, CANSECO está en actitud de pronunciar un discurso; ha terminado una frase que provoca aplausos y bravos de todos los personajes que se hallan en escena. Copa en mano, impone silencio, y prosigue hablando.
CANSECO.— Concluyo, señoras y caballeros, proponiéndoos beber a la salud de nuestro venerable patriarca, gloria y prez de esta honrada villa industrial y marítima, del esclarecido terrateniente, fabricante y naviero, D. José Manuel de Buendía, que hoy nos hace el honor de cumplir ochenta y ocho años... digo... que hoy cumple... y se digna invitarnos... en fin... (Embarullándose.)
TODOS.— Bien, bien... que siga...
CANSECO.— Bebamos también a la salud de su noble hijo, el gallardo D. César de Buendía.
(Risas.)
DON CÉSAR.— (Mofándose.) ¡Gallardo!
CANSECO.— Quiero decir, del nobilísimo D. César, heredero del cuantioso nombre y de los ilustres bienes raíces, y no raíces, del patriarca cuyo natalicio celebramos hoy. Y por último, brindo también por su nieto.
(Rumores de extrañeza. Movimiento de sobresalto en DON JOSÉ y DON CÉSAR.)
(¡Ay... se me escapó!). (Tapándose la boca.)
SEÑORA 1.ª.— (Que te resbalas, Canseco).
DON CÉSAR.— (¡Majadero como este!).
CANSECO.— (Disimulando con toses y gestos, y enmendando su inconveniencia.) De su... quiero decir, de su nieta, (Encarándose con RUFINA.) de esta flor temprana, de este ángel, gala de la población...
RUFINA.— (Burlándose.) ¡Ay, Dios mío... de la población!
CANSECO.— De la familia, de la... (Vacilando.) En fin, que viva mil años D. José, y otros mil y pico D. César y Rufinita, para mayor gloria de esta culta villa, célebre en el mundo por su industria minera y pesquera, y, entre paréntesis, por sus incomparables rosquillas; de esta villa, digo, en la cual tengo la honra de ser notario, y como tal, doy fe del entusiasmo público, y me permito notificárselo al señor de Buendía en la forma de un apretado abrazo. (Lo abraza, LORENZA ofrece a los invitados rosquillas. Todos comen y beben. Risas y aplausos.)
DON JOSÉ.— Gracias, gracias, mi querido Canseco.
SEÑORA 3.ª.— (La que está junto a DON CÉSAR.) ¡Qué hermosura de vida!
SEÑORA 1.ª.— ¡Qué bendición de Dios!
SEÑORA 2.ª.— ¿Y siempre fuertecito, D. José?
DON JOSÉ.— Como un roble veterano. No hay viento que me tumbe, ni rayo que me parta. Pueden ustedes llevar la noticia a los envidiosos de mi longevidad. La vista clara, las piernas seguras todavía... el entendimiento como un sol. En fin, no hay más que dos casos en el mundo: yo y Gladstone.
CABALLERO 1.º.— ¡Prodigioso!
CANSECO.— ¡Qué enseñanza, señores; qué ejemplo! A los ochenta y ocho años, administra por sí mismo su inmensa propiedad, y en todo pone un orden y un método admirables. ¡Qué jefe de familia, previsor cual ninguno, atento a todas las cosas, desde lo más grande a lo más pequeño!
DON JOSÉ.— (Con modestia.) ¡Oh, no tanto!
RUFINA.— Diga usted que sí. Lo mismo dirige mi abuelito un pleito muy gordo, de muchísimos pliegos... así, que dispone la ración que debemos dar a las gallinas.
CABALLERO 2.º.— Así, todo es prosperidad en esta casa.
DON JOSÉ.— Llámenlo orden, autoridad. Cuantos viven aquí bajo la férula de este viejo machacón, desde mi querido hijo hasta el último de mis criados, obedecen ciegamente el impulso de mi voluntad. Nadie sabe hacer mi pensar nada sin mí; yo pienso por todos.
CABALLERO 1.º.— ¿Qué tal?
CABALLERO 2.º.— ¡Esto es un hombre!
CANSECO.— Nació de padres humildísimos... Entre paréntesis, ya sé que no se avergüenza...
DON JOSÉ.— Claro que no.
CANSECO.— Y desde su más tierna edad ya mostraba disposiciones para el ahorro.
DON JOSÉ.— Cierto.
CANSECO.— Y a poco de casarse empezó a ser una hormiga para su casa.
(Risas.)
DON JOSÉ.— No reírse... la idea es exacta.
DON CÉSAR.— Pero la forma es un poco...
CANSECO.— Total, que en una larga vida de laboriosidad ha llegado a ser el primer capital de Ficóbriga. Hállase emparentado con ilustres familias de la nobleza de Castilla...
SEÑORA 1.ª.— Sr. D. José, ¿es usted pariente de los duques de San Quintín?
DON JOSÉ.— Sí señora, por casamiento de mi hermana Demetria con un segundón pobre de la casa de Trastamara.
SEÑORA 2.ª.— ¿Y la actual Duquesa Rosario?
DON JOSÉ.— Mi sobrina en grado lejano.
CANSECO.— Usted lo tiene todo: nobleza por un costado, y por otro, mejor dicho, por los cuatro costados, riquezas mil. Suyas son las mejores fincas rústicas y urbanas del partido; suyas las dos minas de hierro... dos minas, señores, y mejor será decir tres (A DON JOSÉ.) , porque la fábrica de escabeches y salazones, que usted posee a medias con Rosita la Pescadera, mina es, y de las más productivas.
DON JOSÉ.— Regular.
CABALLERO 1.º.— Suma y sigue: la fábrica de puntas de París...
CANSECO.— Ítem: los dos vaporcitos que llevan mineral a Bélgica. Ainda mais: los dos buques de vela...
RUFINA.— (Vivamente.) Tres.
CANSECO.— Verdad. No contaba yo la fragata Joven Rufina, que no navega.
RUFINA.— Sí que navega. Barquito más valiente no lo hay en la mar.
CANSECO.— Otra copita, la última, para celebrar este maravilloso triunfo del trabajo, (En tono oratorio.) señores, de la administración, del sacrosanto ahorro... ¡Oh gloriosa leyenda del siglo del hierro, del siglo del papel sellado, del siglo de la fe pública que a manera de... que a manera de los... (Embarullándose.)
CABALLERO 1.º.— Que se atasca...
(Todos ríen.)
CANSECO.— Del siglo de oro de nuestra literatura, digo, de nuestra economía política, y de la luz hipotecaria...
(Risas estrepitosas.)
No... de la luz eléctrica, eso... y del humo, es decir, del vapor... de la locomotora... uf! He dicho.
(Aplausos.)
DON CÉSAR.— (Levantándose.) ¿Quién viene?
RUFINA.— (Mirando por las vidrieras del fondo.) Un caballo de lujo veo en el portalón de la huerta.
DON JOSÉ.— ¿Caballo dijiste? Tenemos en casa al Marqués de Falfán de los Godos.
RUFINA.— (Mirando por el fondo.) El mismo.
Dichos; EL MARQUÉS DE ALFAFÁN DE LOS GODOS en traje de montar, elegante sin afectación, a la moda inglesa.
EL MARQUÉS.— Felices...
DON JOSÉ.— Señor Marqués, ¡cuánto le agradezco!...
DON CÉSAR.— (Contrariado.) (¡A qué vendrá este farsante!).
EL MARQUÉS.— Pues señor, me vengo pian pianino, a caballo, desde las Caldas a Ficóbriga, y al pasar por la villa en dirección a la playa de baños, advierto como un jubileo de visitantes en la puerta de esta mansión feliz. Pregunto: dícenme que hoy es el cumpleaños del patriarca, y quiero unir mi felicitación a la de todo el pueblo.
DON JOSÉ.— (Estrechándole las manos.) Gracias.
EL MARQUÉS.— ¿Con que ochenta?
DON JOSÉ.— Y ocho; no perdono el pico.
EL MARQUÉS.— No tendremos nosotros cuerda para tanto. (A DON CÉSAR.) Sobre todo, usted.
DON CÉSAR.— Ni usted.
EL MARQUÉS.— Gozo de buena salud.
DON CÉSAR.— ¿Qué haría yo para poder decir lo mismo? ¿Montar a caballo?
EL MARQUÉS.— No: tener menos dinero... (En voz baja.) y menos vicios.
DON CÉSAR.— (Aparte al MARQUÉS.) (Graciosillo viene el prócer).
EL MARQUÉS.— No es gracia. Es filosofía.
CABALLERO 1.º.— Señor Marqués, ¿mucha animación en las Caldas?