La distancia que nos une - Iria Knight - E-Book

La distancia que nos une E-Book

Iria Knight

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Beschreibung

La vida de Katherine O'Brien cambió de manera drástica tras el asesinato de sus padres. Tuvo que dejar atrás la vida tal y como la conocía, sobre todo a su familia y a su manada. Una nueva identidad y trece años después, la heredera de la manada de hombres lobo regresa bajo el nombre de Kira Hamilton, preparada para comerse la ciudad de Nueva York, aunque eso implique estar cerca de casa y todos los riesgos que conlleva. Dylan Wayne nunca creyó poder superar la muerte de sus tíos adoptivos y de su mejor amiga. Ese día, su mundo colapsó. En la actualidad, se encuentra bajo las órdenes de un Alfa al que no eligió y odia, y todo esto sumado a ese dolor constante en su pecho que nadie ha podido aliviar. ¿Qué ocurrirá cuando sus secretos salgan a la luz? ¿Serán capaces de curar sus maltrechos corazones, o acabarán devastados? ¿La bendición de la diosa Selene será suficiente para que los mates puedan estar juntos, o los peligros que los rodean serán mayores? Tendrán que ser lo suficientemente fuertes para afrontar todo lo que se les ponga por delante en su relación, aunque sean ellos mismos.

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La distancia que nos une

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Iria Knight 2024

© Entre Libros Editorial LxL 2024

www.entrelibroseditorial.es

04240, Almería (España)

Primera edición: junio 2024

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-19660-28-2

La distancia

que nos une

Iria Knight

A vosotros, que, aunque hoy no estéis conmigo, siempre os tengo presentes.

Sé que estáis muy orgullosos de ver a vuestra pequeña nieta cumpliendo un sueño.

Tendríais que haber sido eternos.

Os quiero mucho, yayos.

Índice

Agradecimientos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Epílogo

Biografía de la autora

Gracias por leer este libro

Agradecimientos

A mi familia: mis padres, Carmen y Jesús, y a mi tate, Jesús, que están ahí al pie del cañón y a mi lado, apoyándome, soportando día a día mis locuras, oyéndome hablar de libros o escuchando mis disyuntivas literarias, aunque la mitad de las veces no os enteréis de lo que digo. No os lo digo lo suficiente, pero creo que los tres sabéis que os quiero muchísimo.

A mi tita Mari José. Tenerte en la cama de al lado durante mi infancia, con un libro en la mano, me enseñó la importancia de las palabras que nos transportaban a mundos inexplorados e historias que te conquistaban el corazón. Si hoy amo tanto leer, es por ti. Si hoy este libro está aquí, es por ti.

A todo el equipo de Entre Libros Editorial, que me ha dado la oportunidad y ha trabajado para que mi sueño se haga realidad. Nunca podré agradecer lo suficiente la confianza depositada en mí.

A Angy Skay y Noelia Medina, por querer y cuidar tanto mi libro como si fuera suyo, por todos los consejos y paciencia. Tener la oportunidad de trabajar y aprender de dos leonas literarias como sois vosotras ha sido una experiencia que no cambiaría por nada en el mundo. Me siento muy afortunada de poder crecer como escritora bajo vuestra tutela.

A mi suegri literaria Steff. No solo has sido mi cero, sino también la culpable de que hoy esté publicando mi libro. Has confiado en que podría lograrlo incluso cuando yo no creía en ello. Has estado y estás ahí, en cada paso que doy en este proceso. Y no solo para aconsejarme; también para escucharme y darme siempre tu opinión sincera. No puedo agradecer más al destino, a Micaela Bravo y a la Rusa por ponerte en mi vida.

A mis cero, Raquel, Anabel y Ana, por vuestros consejos y apoyo, por haber sido las primeras en leerme y confiar en que mi historia valía la pena, por querer a mis personajes como si fueran vuestros.

A Lola, por ayudarme en ese momento donde todas las inseguridades y el contra reloj apremiaban. He aprendido muchísimo de tus consejos. No te haces una idea de todo lo que han significado para mí tus palabras.

Y, por último, a ti, lector, que me has dado la oportunidad de ocupar un hueco en tu corazón y conocer mi mundo. Kate, Dylan y el resto son ahora tan tuyos como son míos. Sin vosotros, esto no sería posible. Deseo de todo corazón que mis personajes os hayan hecho sentir.

Capítulo 1

En el pasado

—¡Katherine, despierta! —La voz alarmada de su padre la sacó del profundo sueño.

—¿Padre?

—Vístete y coge la mochila para emergencias. ¡Ya!

Un poco adormecida, Kate salió de la cama lo más rápido que pudo hasta llegar a su armario. Cogió los primeros pantalones vaqueros y sudadera que encontró, sin olvidar la mochila que su propio padre le había pedido. Se peinó con una coleta, tan rápido que esta quedó desaliñada. Estaba convencida de que jamás se había vestido tan deprisa en toda su vida. «He batido mi propio récord personal en los simulacros», pensó.

Al salir por la puerta de su dormitorio, se encontró a sus padres. Ambos llevaban aún el pijama puesto y se miraban el uno al otro preocupados, lo que provocó que la pequeña Kate se asustara. «Decidme que esto es un simulacro, decidme que no hay problemas».

—¿Qué tal? ¿He mejorado mi tiempo? —les preguntó risueña, deseando con todas sus fuerzas que en realidad no hubiera malas noticias.

—Katherine, nos atacan —sentenció su padre, alternando la mirada entre las dos mujeres más importantes de su vida—. Acaban de entrar en el perímetro.

El leve gruñido que se escapó de los labios de su temblorosa madre terminó de borrar cualquier rastro de diversión del rostro de Kate. El presentimiento de la joven era real: su familia estaba en peligro.

En aquel momento, siendo consciente de que había grandes posibilidades de que fuera la última vez que viera a su pequeña hija, Diana la miró a los ojos con absoluta adoración y, acariciándole la mejilla, la besó en la frente. Un beso de despedida que solo pudo ser correspondido por la mirada de pavor de la joven.

—Cariño..., escucha a tu padre y obedécelo. Pase lo que pase, tienes que ser fuerte, mi pequeña. Tú y tu padre sois lo mejor que me ha pasado en la vida. Os amo.

Diana miró a su marido. Sus ojos hablaban por ellos, como en los miles de conversaciones silenciosas que había tenido el matrimonio; ambos cargados de miedo, pero también de un amor mucho más fuerte, el único por el que valía la pena sacrificarse: el amor hacia su hija. Diana, al final, asintió y se lanzó hacia los brazos de su marido para fundirse en un fuerte pero demasiado corto abrazo que terminó con un dulce beso.

La madre se dirigió en ese momento hacia su dormitorio, mientras que el padre cogió la mano de la hija, quien había observado aquel amargo momento devastada, para tirar con suavidad de ella con un claro objetivo: poner a su princesa a salvo.

Alexander agarró uno de los candelabros y, tras activar un mecanismo oculto, una puerta se abrió en la pared, dando lugar a un pasadizo. El lugar estaba oscuro, apenas se podía ver nada, y su padre era quien la guiaba. Kate había empezado a llorar. Aunque sabía que no era el mejor momento, no podía detener las lágrimas.

Cuando la cogió en brazos para bajar por unas escaleras, Kate se abrazó a su padre como si de un pequeño monito se tratase, buscando calor y consuelo. Él le correspondía el abrazo con la misma necesidad, aunque no se detuviera ni un momento; el tiempo corría en su contra y cada milésima de segundo era vital. En ese instante, la heredera de la familia se dio cuenta de que no importaba cuánto te preparasen para un ataque, no importaba ser consciente de que podrías alejarte de tu familia en cualquier momento. Cuando ocurría, era aterrador.

En el exterior de la mansión, cada vez más cercanos, se oían aullidos de lobos desde todas las direcciones, tanto de los guardias que había allí para protegerles como de los enemigos. En el interior, en la planta de arriba, podían apreciarse los pasos de su madre preparándose para el ataque mientras ellos atravesaban el final del túnel que los condujo hasta el sótano de la gran mansión. Alexander bajó a su hija con delicadeza para lanzarse hacia la caja fuerte que había escondida detrás de uno de los cuadros y de allí sacó un sobre que le entregó.

—¿Recuerdas qué es esto?

—Sí, son los documentos de mi otra identidad. —Él asintió y sonrió orgulloso, tendiéndoselos.

Tras guardarlos en su mochila, Kate miró de reojo la librería con aparente aspecto abandonado que había en el lugar. Sabía perfectamente qué ocurriría a continuación; no por nada lo había ensayado junto con sus padres miles de veces desde que tenía ocho años.

Un estruendo proveniente de la puerta de arriba hizo desviar la mirada de la joven de la familia.

—¡Mamá! —gritó asustada.

Su padre terminó de abrir el pasadizo oculto detrás de la librería. Imaginaba que su mujer estaría luchando por su vida, por Kate, y que había sido un sacrificio que había hecho de buen gusto para darles el tiempo vital, pero no podía evitar que una parte de su interior quemase por no estar a su lado en ese preciso instante. Su mujer lo necesitaba, pero poner a salvo a su hija era la prioridad máxima para el matrimonio. Colocó las manos sobre los hombros de su pequeña y le dio un apretón firme para transmitirle la calma que sabía que iba a necesitar a partir de ese momento.

—Tranquila, Katherine. Ella es fuerte, estará bien. —La joven asintió, secándose las lágrimas una vez más. Debía permanecer firme. Ya habría tiempo de llorar—. Ahora escúchame bien. Te has preparado para este momento. Es duro, lo sé, pero confío en ti, sabes a la perfección lo que tienes que hacer. Mi pequeña loba, escóndete, miente, cuídate, y recuerda que nadie debe saber que eres una O’Brien hasta que alguno de tus tíos o nosotros te encontremos. Mientras, haz lo necesario para sobrevivir, no importa lo que cueste. ¿Me has entendido? Esta vez es en serio, Kate. Lo que sea necesario.

Alexander se quitó su anillo, sello inequívoco de su estirpe y elemento que iba heredándose de generación en generación, y lo pasó por una larga cadena de oro para colocarlo después alrededor del cuello de su hija.

—Lleva siempre contigo mi anillo y el colgante de tu madre. Te traerán buena suerte y te recordarán que, pase lo que pase, siempre estaremos contigo. Somos una familia.

Se abrazaron con fuerza y Kate solo pudo cerrar los ojos y rezarle a la diosa Selene una última vez para despertar de la pesadilla. Pero aquello no era un sueño, era la cruda realidad.

Unos segundos después se separaron y Alexander no pudo evitar posar su mirada verde en los preciosos ojos verdes de su hija.

—Katherine O’Brien, puede que no hayamos sido siempre los padres que tú deseabas y que nos hayamos equivocado miles de veces, o que no hayamos pasado juntos el tiempo suficiente. Y lo que es peor: hoy vuelvo a poner sobre tus hombros una carga demasiado pesada para una joven de catorce años. Pero eres nuestro legado. La princesa de nuestro clan. Y cuando llegue el día, regresarás y serás la reina... Hasta entonces, tienes que vivir, hija mía. Necesito que por favor nunca olvides que, pase el tiempo que pase, tu madre y yo te amamos. Te amamos más que a nuestras propias vidas.

Su padre la besó en la frente, le entregó una linterna y la empujó con extrema delicadeza hacia el pasadizo. Kate se volvió para mirarlo. Sabía de sobra que cada segundo de duda era una posibilidad más de que la encontraran y la mataran, pero no podía evitarlo. Algo dentro de ella le gritaba que esa era la última vez que vería a su padre con vida, y quería grabarse cada detalle de su rostro en la memoria.

—Os quiero mucho, papá.

Alexander sonrió. Él adoraba que su pequeña loba lo llamase así, aunque el estricto protocolo de su posición social no le permitiera escucharlo tantas veces como le gustaría. Incluso Kate se reprochó a sí misma no haber roto esas estúpidas normas miles de veces más y haberlo llamado así todos los días.

La puerta del pasadizo se cerró, envolviéndola en una profunda oscuridad; señal indiscutible de que ya no había más tiempo para despedidas, que había que ponerse en marcha.

Encendió la linterna para poder ver mejor, puesto que sus sentidos aún no se habían desarrollado, y de la mochila sacó un frasco de colonia que se tiró encima. Tuvo que aguantarse las ganas de toser por culpa de esa pestilente combinación de pino y tierra mojada que había quemado sus fosas nasales. «No podemos arriesgarnos a que te rastreen, así que esconde tu aroma, tu rastro». La voz de su padre resonaba en su cabeza como si estuviera a su lado, dándole las instrucciones en ese mismo instante.

Empezó a caminar a un buen ritmo pero sin llegar a correr. «No corras si no es necesario. Ahorra tus fuerzas y respira despacio. Si corres, jadearás por el esfuerzo y te oirán, mi pequeña loba. Quien nos ataque, no conocerá la mansión tan bien como nosotros. Eso nos da ventaja. No sabe de la existencia de esta salida. Perderá mucho tiempo yendo habitación por habitación, buscándote. Ten cuidado. Aunque la salida del túnel se encuentre fuera del perímetro, no les des motivos para que dejen de buscarte dentro de la casa. No llames la atención».

Al ver la luz de la luna que se encontraba al final del túnel, supo que llevaba andando varios kilómetros. Apagó la linterna para guardarla y dejar que sus ojos se acostumbraran a la suave luz. Para su fortuna, el cielo estaba completamente despejado esa noche, lo que le facilitaba la visión, como si la diosa Selene quisiera bendecirla en su huida.

«Usa las estrellas para orientarte, mi vida. Su luz para ver. Tus ojos no necesitan más. Cuando llegues al bosque, lo que importa es el silencio. En la noche, el más mínimo sonido es un estrepitoso ruido. Vigila por dónde caminas y sé silenciosa».

Kate sabía que entre las cosas que su padre había preparado se encontraba un mapa, pero no le hacía falta. Conocía esos terrenos como la palma de su mano, los había recorrido millones de veces en sus catorce años de vida. Sabía que podría encontrar con facilidad la carretera interestatal tan solo a unos cuantos kilómetros desde allí si perseguía la estrella polar.

De lo que no podía estar segura era de si todos los atacantes estaban en la casa. Quizá habría algunos en los alrededores, por lo que caminó con mucha cautela. Como sus padres siempre decían, jugaba con ventaja, y pensaba aprovecharla.

Estaba amaneciendo cuando consiguió llegar a un lugar en el que descansar. Se trataba de uno de esos restaurantes de carretera abiertos las veinticuatro horas. Kate solo los había visto en la televisión, hasta el punto de que pensaba que no existían en realidad, sino que eran un recurso que utilizaban los guionistas para cuadrar ciertas situaciones. A fin de cuentas, no era el tipo de establecimientos que ella y sus padres solían frecuentar.

La desaliñada cafetería no era nada acogedora. Apostaba a que nadie que tuviera otra alternativa pararía allí, pero en esos momentos ella era una de esas personas, y no tenía otra opción.

La camarera que había en la barra, una señora mayor que se encontraba mascando chicle de una forma bastante desagradable y ruidosa, puso cara de molestia cuando la vio entrar. Sin haber llegado a dar apenas unos pasos dentro, su grito la sobresaltó:

—¡Eh! ¡Niña! ¿Se puede saber qué haces aquí? ¡No puedes entrar sin un adulto! ¿Dónde coño están tus padres?

«Haz lo necesario para vivir. Miente».

—Mis padres... Ellos fueron al lago ayer por la tarde y no han regresado —le respondió con timidez.

—Esto no es una guardería ni un centro de niños perdidos.

—¡Roxanne! Sírvele a la joven un vaso de leche caliente y ve a la oficina a llamar a Jerry —la reprendió una voz misteriosa.

De detrás de una puerta, que intuía que conectaba con la cocina, salió un hombre con pinta de Santa Claus. Tenía cara de bonachón, el pelo canoso y una barba abundante del mismo color. En la camisa a cuadros azul que llevaba se veían claramente los manchurrones de aceite. Se sentó en la barra, al lado del vaso de leche que la mujer había preparado, y la miró con una apacible ternura que hizo que Kate rompiera esa coraza que había creado desde que abandonó a su padre en el sótano. Estaba a salvo, después de una noche vagando por el bosque, huyendo de aquellos que la perseguían. Por fin podía descansar. Y lloró.

—Tranquila, pequeña, puedes sentarte aquí conmigo. Y no te preocupes por Roxanne. Gruñe mucho, pero nunca hace nada. —Dio un golpe con suavidad en el asiento junto a él—. Has tenido que pasar mucho miedo y debes estar cansada. Ven, tómate la leche mientras esperamos al sheriff.

—Señor, no hemos encontrado a la chica.

Sentado arriba del primer tramo de escaleras, el nuevo Alfa de la manada de la Costa Este soltó una maldición mientras, debido a la rabia, empujaba de un golpe al levantarse a uno de los pocos hombres leales que habían sobrevivido al ataque.

Planearlo todo había llevado mucho tiempo, recursos y paciencia; una que estaba empezando a perder. Ella era el último obstáculo que lo separaba definitivamente de su objetivo. Había esperado durante dieciséis años para lograr lo que esta noche había conseguido.

Al bajar las escaleras, solo el sonido de sus zapatos se escuchó en el vestíbulo. Se paró al lado de aquel hombre que acababa de ser pateado y que ya estaba de pie. Lo agarró del cuello y apretó con todas sus fuerzas. Una sonrisa de satisfacción se mostraba en su rostro mientras veía cómo poco a poco el individuo perdía la conciencia por culpa de la falta de aire, hasta que finalmente notó que su pulso se detenía y lo soltó.

—Esto es lo que le pasará a cualquiera que no me traiga a esa niñata. ¡Buscadla! —les gritó a los otros cuatro hombres que quedaban en pie, quienes salieron disparados.

Frente a él, en el suelo tirados, se encontraban sobre un charco de sangre y llenos de heridas los cuerpos de los causantes de todos sus males. Se acercó a ellos y se agachó, sin importarle mancharse la ropa.

—¿De verdad pensabas que mi destierro iba a salirte tan barato? Siempre has sido un cobarde, un mal Alfa, y es hora de que otro con más huevos que tú tome el poder.

—No podrás encontrarla —le respondió la voz rasgada y moribunda de Alexander O’Brien en un susurro—. Ella acabará contigo.

—No si yo hago que se reúna con vosotros antes.

Sin ningún interés en el honor, puesto que, entre lobos, pocas cosas eran más graves que matar a traición con un arma o fuera de un combate justo, el agresor sacó de su bolsillo trasero una navaja que clavó con todas sus fuerzas sobre el pecho de O’Brien. Quería que los últimos minutos de su vida fueran lo más agónicos posible.

Mientras el nuevo Alfa caminaba para sentarse otra vez sobre las escaleras, Alexander usó las últimas fuerzas que le quedaban para arrastrarse los centímetros que lo separaban de su mujer. Tomó con dificultad la mano de su esposa, besó la alianza que llevaba en su dedo y finalmente se recostó sobre el frío cuerpo de Diana.

«Sobrevive, mi pequeña loba. Sobrevive».

Y con ese pensamiento, Alexander O’Brien expiró su último aliento para reunirse con su amada.

Capítulo 2

En la actualidad

Despertó en su cama bañada en sudor, con las finas sábanas tiradas por el suelo y su cuarto oliendo tanto a cerrado que parecía que acabase de sufrir una maratón de sexo, pero sin ninguna de las ventajas que se obtiene de este. No conseguía recordar cómo había pasado de estar comiendo pizza en el salón con sus mejores amigos a la cama.

Tampoco era capaz de pensar en la última vez que esos recuerdos la habían atacado. No le gustaba detenerse en ellos, en especial en los últimos momentos de su vida. Era demasiado doloroso cuando su cerebro le jugaba esas malas pasadas mientras dormía y se despertaba con un fuerte dolor en el pecho.

Solo tenía catorce años cuando asaltaron su casa, y era consciente de que, para sus padres, su supervivencia era lo más importante. De forma objetiva, sabía que no tenía ni la experiencia ni la fuerza para enfrentarse a las personas, pues apenas había empezado a transformarse a voluntad y no hacía mucho que había comenzado a entrenar. Tener eso en mente no la ayudaba en absoluto a acallar cada uno de los reproches que se hacía a sí misma. No los había visto morir, no los enterró, pero no lo necesitaba para saber que estaban muertos. Lo sentía dentro de ella.

Sin embargo, lo más duro para Kira era no saber quién le hizo eso a su familia. Los días que era más fuerte se permitía pensar y elaborar sus propias teorías sobre el ataque: si había sido provocado por una manada rival, si había sido alguien de dentro que quisiese el título de Alfa de su padre, e incluso algunas veces había llegado a pensar que todo podría haber sido orquestado por sus tíos, una idea que había desencadenado más de un ataque de ansiedad.

¿Y los días en los que no era tan fuerte? Esos eran tan desgarradores que muchas veces no era capaz de levantarse de la cama. Extrañaba sentarse en el regazo de su padre, quien leía el periódico mientras ella comía un trozo de bizcocho de limón hecho por su madre. Escuchar a su tío Mark contar las alocadas anécdotas de sus viajes, la risa de su tío James, ver a sus primos, Nick y Ben entrenando y que intentaran abrazarla llenos de sudor mientras ella huía asqueada. Prefería una puñalada a recordarlos.

Se sentó en la cama y, con la mente aún nublada por todos esos pensamientos, deslizó la mano hasta acariciar el anillo que caía sobre su pecho, en busca de un poco de calma. Nunca se lo había quitado desde que su padre se lo colocó ahí. Siempre con la precaución de llevarlo escondido, pues no podía saber si alguien lo reconocería. Lo inteligente habría sido quitárselo y guardarlo en algún lugar seguro, pero no había sido capaz. Sentía que, si lo hacía, volvía a abandonarlos.

Miró el reloj y maldijo. Las cinco de la mañana. Aún faltaban cuatro horas para que empezase su trabajo. Después de mucho esfuerzo, gracias a una de las recomendaciones de su profesor en la universidad, había conseguido un puesto en Williams Consulting, una de las mejores consultoras de márquetin de la ciudad de Nueva York, para realizar las prácticas de verano.

«Perfecto. Primer día y con ojeras». Resignada, suspiró. Sabía que sería incapaz de volver a dormirse. Se levantó y caminó hasta el cuarto de baño para lavarse la cara.

No pudo evitar comparar la imagen en el espejo con la que había aparecido en sus sueños. Su largo pelo había desaparecido, y desde que cumplió los quince años había sido sustituido por una corta melena, pero ese cambio no le pareció suficiente y un color rubio ocupaba el lugar del precioso color castaño idéntico al de su padre. Unas raíces un tanto pronunciadas la advertían de que no podría dejar mucho más tiempo volver a teñirse. Unos ojos de un color verde penetrante le devolvían la mirada desde su propio reflejo. Abrió con pesar el armario que había al lado del espejo para coger de allí un estuche de lentillas color miel, que serían las encargadas de apagar el verde y cambiarlo. Cuando terminó el tedioso procedimiento que hacía todos los días, se puso su ropa de deporte. Salir a correr era lo que más necesitaba en ese momento, y estaba convencida de que la ayudaría a despejar la cabeza.

—¿Kira? —Cuando salió de la habitación, la voz de su mejor amiga y compañera de piso, Adele, interrumpió el silencio de la madrugada—. ¿Qué haces despierta?

—Lo de siempre. ¿Quién me llevó a la cama? —quiso saber, asomándose por la puerta del dormitorio de su amiga.

—Elijah antes de irse. También me dijo que somos unas aburridas y que no espera pasar así su verano en la Gran Manzana.

Una sonrisa apareció en el rostro de Kira gracias a las palabras de su amigo.

—¿Y tú?

—Noche dura de insomnio. Tengo el presentimiento de que algo gordo va a pasar este verano, y estoy nerviosa.

Elijah y Adele se habían convertido en sus amigos, su familia tras conocerse en el instituto, un tiempo después de que ella fuese dada en acogida. Una época en la que hacer amigos no estaba entre sus prioridades, pero Adele y Elijah se pasaron sus deseos por el arco del triunfo y decidieron, de forma unilateral, que no aceptaban otra alternativa, y desde entonces habían sido inseparables. Hasta el punto de que cuando Kira quiso cometer la locura de dejar Chicago para volver más cerca de casa después de acabar el instituto, ellos la siguieron sin pensárselo dos veces y ahora los tres estudiaban en el campus de Delhi, de la Universidad Estatal de Nueva York.

¿Sobre la familia que la acogió? Lo único que Kira les agradecía era que hubieran acogido a una niña tan mayor. No es que los Wilson fueran malas personas, pero ambos trabajaban fuera de casa y no solían tener tiempo para ella, así que le daban mucha libertad. Solo tenía que comportarse bien, sacar buenas notas y estar de una pieza en caso de que los agentes federales de Bienestar de Menores fueran a realizar alguna visita.

—Lo que Elijah debería hacer es dejar de vivir con ese tío que se hace llamar su novio y venirse aquí con nosotras. Te juro que de niña he visto alces con menos cuernos que él. No tengo pruebas, pero tampoco dudas. —Suspiró mientras entraba al dormitorio de su amiga y acomodaba sus sábanas para arroparla—. Voy a salir a correr antes de trabajar. Deberías dormir un poco más. Te prometo que no pasará nada.

La idea original cuando empezaron a planear su verano en Nueva York era que Elijah viviese con ellas, pero su novio de la universidad vivía en la ciudad, y cuando le dijo a El que no debe ser nombrado que pasaría ese verano allí en lugar de regresar a Chicago, no dudó en convencerlo para que se fuera con él. Las chicas estaban convencidas de que Jack solo lo hacía para poder controlarlo, pero Elijah estaba tan enganchado a esa relación —que no llevaba a ningún lado— que no dudó en aceptar.

—Sí, creo que tienes razón —le confirmó, siendo interrumpida a mitad de la frase por un bostezo—. Recuerda que esta noche cenamos chino para celebrar tu primer día de trabajo. Y como lo canceles, te mato.

Las chicas se consideraban afortunadas, pero ese verano les había tocado la lotería. Vivían en un piso precioso de tres habitaciones situado en el Upper East Side, en una maravilla de edificio con conserje y videovigilancia que parecía sacado directamente de la serie Gossip Girl.

El apartamento era cortesía del tío de Adele, un prestigioso abogado que había trabajado durante años en la Gran Manzana hasta que conoció a su mujer y ambos decidieron regresar a Chicago para poder criar a sus hijos en la misma ciudad donde ellos habían nacido. Él no iba a permitir que dos jovencitas alquilaran cualquier apartamento y a saber en qué condiciones. Así que a ellas no les quedó más remedio que aceptarlo. A Kira aún le daba un poco de miedo recordar la discusión que tuvieron cuando, tanto Adele como ella, insistieron en pagar un alquiler.

Una vez en el portal del edificio, la música de la playlist favorita de Kira sonaba a través de sus cascos inalámbricos. Como siempre, repasó mentalmente que todo estuviera en orden antes de salir corriendo en dirección a Central Park.

Para Kira, correr estaba en su sistema, era casi tan natural como respirar, lo adoraba, y más a esas horas en las que no se encontraba con nadie. Tanto en Chicago como en Delhi, y en ese momento en Nueva York, siempre tenía que ponerse una alarma para recordar que tenía que parar, puesto que, en cuanto su cuerpo empezaba a trotar, su mente se quedaba en blanco y perdía toda conciencia del paso del tiempo. Para ella, correr no solo era placer, sino también necesario. Su cuerpo de licántropo tenía la mala costumbre de generar enormes cantidades de energía que necesitaba quemar, y puesto que sus juguetes de We-vibe1 no eran suficiente, debía recurrir al deporte.

Después de una hora, decidió que era un buen momento para hacer un pequeño descanso, así que se paró en su lugar favorito del parque. Se trataba de una pequeña zona de césped escondida entre arbustos en una de las áreas exteriores que había encontrado por casualidad mientras recorría una de las rutas menos comunes y que no estaba cercana a ningún punto de interés, por lo que le permitía encontrar un rinconcito de paz en medio de la bulliciosa ciudad.

Estaba quitándose los cascos cuando un sonido entre los arbustos llamó su atención. Poco a poco, de entre la maleza apareció frente a ella algo que jamás pensó encontrar en Nueva York, pues aquel no era su hábitat natural: un lobo. No tenía la más mínima duda. Resultaba bastante sencillo, cuando eras un licántropo, saber diferenciar entre lobos y perros con facciones lobunas. Era grande, un ejemplar majestuoso. Su pelaje se veía suave y brillante, de un precioso color negro, tan oscuro como el ébano. Sus ojos, de un color ámbar, parecían que brillaban mientras la miraba con mucha curiosidad, como esperando a que ella gritase.

Kira se quedó quieta, no quería asustarlo, y más cuando notó cómo todo el cuerpo del animal se tensaba dispuesto a saltar si era necesario. No podía ni imaginarse el riesgo que habría supuesto para la vida de aquel animal si otra persona lo hubiera encontrado. A ella, los lobos no le asustaban ni le resultaban peligrosos, pero ¿a un neoyorquino? Lo más probable era que el grito que diera antes de salir corriendo se escuchara hasta en la Antártida, con la consiguiente llamada a la perrera y caza de ese precioso ser y... Se le encogía el corazón de miedo solo de pensarlo.

Él soltó un gruñido bajo, casi como un susurro, buscando llamar la atención de la joven. Ambos no podían separar los ojos el uno del otro, en un efecto hipnótico que le provocaba irremediablemente sentirse atraída hacia él, como un canto de sirena, como si hubiera visto esos ojos millones de veces, como si fuese su hogar, algo seguro en lo que refugiarse.

—¿Qué hace alguien tan majestuoso como tú en Central Park? —le preguntó mientras se sentaba muy despacio para no asustarlo.

Para cualquier persona, estaba segura de que parecería estar loca por hablarle a un animal, pero los licántropos adultos eran capaces de sentir y comunicarse tanto con su propia manada como con los lobos salvajes. Era un sistema complejo de comunicación que requería, según tenía entendido, años y años de entrenamiento. Uno que ella jamás completó, por lo que era incapaz de hacerlo bien, pero sí podía percibir los cambios de ánimo.

Según muchos de su especie, esas criaturas salvajes solo entendían a los licántropos cuando estaban transformados, pero Kira estaba en contra de ese pensamiento. Los lobos eran animales inteligentes, y ella no iba a insultar esa inteligencia no hablándoles. Su madre la apoyaba y siempre le decía: «Los lobos también pueden entenderte cuando eres humano, solo tienes que hablarles con tu alma de lobo y recordando que ellos son tus hermanos, que ambos estáis bendecidos por la misma diosa. No son inferiores a nosotros, cariño, así que no importa si te encuentras en tu forma de lobo o en la humana: ellos te escucharan». Y Kira siempre creyó las palabras de su madre. Además de que para ella estar rodeada de lobos era lo más normal, ya que su casa se encontraba rodeada de bosques donde estos animales vivían, y siempre había hablado y jugado con ellos.

El lobo no huyó. Se acercó olfateando con cautela el aire alrededor de Kira, estudiándola. Ella tuvo que morderse el labio para no soltar una carcajada que pudiera asustarlo. Cuando el lobo decidió que Kira no era una amenaza, se sentó a su lado pero sin quitarle la vista de encima.

—¿Tú no tienes manada? Deberías estar con ellos. Nueva York puede ser peligroso, ni siquiera se me ocurre cómo has podido llegar hasta aquí. No es que las personas sean muy amables con los animales salvajes que invaden su territorio, ¿sabes?

El lobo gruñó como si Kira acabase de contarle la cosa más ridícula del mundo. Cuadró su cuerpo, lo que lo hizo parecer el doble de grande. Kira se sintió pletórica. «Bien, parece que mis instintos no están tan atrofiados como creía y puedo seguir conectando con los lobos», pensó, y no pudo evitar soltar una suave risita.

—Perdona, perdona. Permíteme que lo retire, lobo presumido.

Este asintió complacido por la disculpa de la joven, volviendo a relajarse a su lado y acomodándose contra ella. Kira no quiso moverse de allí, pues disfrutaba demasiado del calor que irradiaba el cánido. Después de siete años de un contacto limitado con sus raíces, se sentía como si nada hubiera ocurrido, como si todo estuviera igual que siempre y volviese a ser una adolescente de catorce años. Y ese muro, que con el paso del tiempo había construido alrededor de sus recuerdos para protegerla del dolor y que al parecer aquel día tenía la misma fragilidad que un papel, se derrumbó. Ya no tenía que huir más. Ese era el sentimiento que inundaba su corazón y que provocaba que los momentos del pasado que tenía olvidados emergieran.

Era un domingo de primavera y hacía buen tiempo. Todos los O’Brien, junto con un par de familias del clan cercano, se habían reunido para pasar el día juntos. No había motivos oficiales, no había ceremonias ni rituales, solo hermandad. Los adultos se encontraban en el interior de la mansión del Alfa, charlando tras un buen festín. Los niños, por otro lado, se habían marchado a jugar al jardín.

Bueno, no todos los niños.

Kate había sido vetada de esa reunión por Nick y Ben O’Brien, a quienes, a sus quince años y siendo ya lobos de la manada que podían cambiar a voluntad, les parecía un auténtico coñazo tener que hacer de niñera de su pequeña prima de once años que no podía siquiera transformarse. Sabían que no era algo que Kate pudiera solucionar, pero desde que ella nació habían renunciado a muchas cosas porque, al ser la pequeña y la heredera de la familia, les habían inculcado que su deber era cuidarla. Sin embargo, estaban cansados. Por una vez, querían poder hacer lo que desearan sin tener que preocuparse de estar pendientes de alguien que siempre iba a ir un paso por detrás, por algo irremediable como era la edad. Cuidar de ella significaba que no podrían jugar a peleas lobunas o, lo que era más importante, a aquel juego humano que habían descubierto hacía poco: la botella. Así que, ante ese sentimiento joven e inmaduro, los dos mellizos habían decidido cortar por lo sano y decirle que se largase de allí y los dejara en paz.

Ben, en especial, había añadido que solo era una niña pequeña que los estorbaba, que debería darse cuenta de que ellos no podían pasarse toda su vida cuidándola y pendientes de ella. Y no es que él no adorase a su prima, pues la quería con locura y haría cualquier cosa por ella, y ya se había peleado en más de una ocasión cuando el baboso de Carmichael había intentado dárselas de listo con su princesa; pero anhelaba, por una vez, liberarse del sentimiento de responsabilidad que le habían impuesto desde los cinco años y también saber qué se sentiría al besar a una chica, cosa que no podría descubrir con ella allí.

Lo que él no sabía era lo devastadora que habían sido sus palabras para la pequeña. Le habían hecho mucho daño. ¿Qué culpa tenía ella de haber nacido más tarde?, ¿de no poder transformarse? La respuesta era sencilla: no era culpable de nada, y aun así la apartaban por un motivo que nadie podía controlar. Y eso le dolía, por lo que se marchó de allí buscando estar sola. Si sus primos no la querían, no sería ella quien se quedara en un sitio en el que no era bienvenida.

Se sentó a la sombra de su árbol favorito, en un rincón donde solía esconderse del mundo, donde podía ser Kate, no la heredera ni la princesa; donde podía gritar, llorar y maldecir con libertad. Apoyó su espalda contra la corteza y no le importó que su vestido se ensuciase de tierra.

—Ben es idiota —refunfuñaba en voz baja, luchando contra las ganas que tenía de llorar. A sus tiernos once años, «idiota» y «tonto del culo» eran sus mayores insultos, que solo usaba si estaba muy enfadada—. Cuando sea mayor y sea Alfa, no dejaré que él juegue conmigo y lo desterraré.

Caminando hacia el lugar con toda la tranquilidad del mundo, venía un elegante y joven lobo. Kate lo miró con el ceño fruncido. Lo que le faltaba, que justo fuera él quien la viera así.

—¿No tendrías que estar con los demás? —lo increpó molesta, esperando que su tono le dejase claro que quería que se fuera.

Ella era consciente de que, entre todas las personas, él sería la última en apoyar las palabras de su primo. Él nunca había puesto ninguna pega en jugar con ella y era bien conocido por todos que adoraba cuidarla, hasta el punto de haber amenazado a los mellizos en alguna ocasión, pero él podía transformarse y era el mejor amigo de Ben, dos cosas que en la joven mente de Kate lo convertían en ese momento en el enemigo. Así que la pequeña de los O’Brien no quería verlo. Además, los comentarios por parte de los mellizos le habían dolido tanto que el escaso filtro que tenía había desaparecido. Para Kate era muy importante lo que él pensase de ella, y no quería decepcionarlo cuando la viera comportarse de aquella forma.

—Oh, déjame adivinar —lo atacó verbalmente. En ese momento, los sentimientos de dolor eran más fuertes que la necesidad de no decepcionarlo—, ¿tú también vas a reírte de la niña inútil que no puede transformarse? —El lobo puso los ojos en blanco. Unos ojos ámbar que la miraban con un claro mensaje: «¿Quieres dejar de decir estupideces, por favor?». Siguió su camino hasta colocarse al lado de la joven, ignorando por completo el deseo que ella tenía de estar sola—. Deberías irte a jugar con Ben y Nick. ¡Vete! —Señaló por donde había venido—. Ellos siempre quieren jugar contigo, tú eres el más guay de todos. No voy a desterrarte cuando sea mayor, así que no tienes que venir junto a mí por pena. —Suspiró, para después añadir en un susurro—: Odio que me tengan pena.

El lobo volvió a ignorarla. Cavó con la cabeza para poder colocarla entre su regazo y sus manos, soltando unos suaves gruñidos que decían: «Acaríciame». Kate no quería sonreír, quería seguir enfadada, pero él estaba atacando directamente los puntos débiles de la muchacha y ambos lo sabían. Porque las tres cosas favoritas en el mundo de Katherine O’Brien a sus once años eran el bizcocho de limón de su madre, los helados y acariciar el pelaje color ébano del lobo, y rara vez iban en ese orden. Es que había que entenderlo, ¿quién era ella para resistirse a los encantos y al suave tacto que provocaba en sus dedos la piel? Nadie, no era nadie. Así que empezó con sus mimos, hundiendo las yemas de los dedos en el sedoso pelaje y disfrutando de ello tanto como él.

Ni siquiera se dio cuenta de cuándo dejó de luchar contra sus propios sentimientos. No hasta que el lobo empezó a gruñir nervioso; necesitaba calmarla. Se apoyó sobre ella, buscando secar las lágrimas que no dejaban de correr por sus mejillas con su hocico. Ese suave gesto provocó que la pequeña se rompiera y lo abrazase con fuerza, mojándole el pelaje con su llanto.

—No me dejes sola. Tú no, por favor...

Capítulo 3

Solo el sonido de la alarma pudo sacar a Kira del trance de sus recuerdos. Aún notaba el nudo en la garganta y sentía unas ganas terribles de llorar como aquella vez. Si lo hiciera, ¿ese lobo la consolaría como el de sus recuerdos? Porque él también parecía notarlo. La miraba con fijeza, nervioso, buscando averiguar qué pasaba con la humana con la que estaba tan cómodo, qué era lo que le provocaba esa angustia que podía sentir emanando de ella.

Kira necesitaba calmarse, y los dos lo sabían. Respiró hondo varias veces hasta conseguirlo. Era hora de ponerse en marcha y volver al férreo mundo real. Aquel donde era perseguida, donde no había un hogar, donde nunca estaría cien por cien a salvo, pero al menos tendría la certeza de que, permaneciendo lejos de su familia, los que amaba se hallarían siempre ilesos.

Se levantó resignada y, mirando con tristeza al lobo, le dijo:

—Espero volver a verte. —Estiró una mano sin moverla para que él pudiera acariciarla, y así fue, en un gesto que le resultaba muy familiar y que la hizo sonreír al sentir su corazón lleno—. Ten cuidado. No dejes que te atrapen.

Tras una ducha rápida y después de ataviarse con un traje de pantalón negro y una blusa blanca, Kira estaba lista para empezar con energía su primer día. Miró el reloj al salir de casa de camino al trabajo. Las ocho en punto. Iba con tiempo suficiente para causar una buena impresión y hacer una parada en el Starbucks que le pillaba de camino.

Las oficinas de Williams Consulting se encontraban situadas entre la novena y la décima planta de uno de los grandísimos edificios de Wall Street, el centro neurálgico y de referencia mundial en el ámbito económico y financiero. Aquel lugar no era la zona favorita de Kira. Su ir y venir de brókeres, empresarios y trabajadores le resultaba estresante, pero sabía que era prestigioso y beneficioso para su carrera.

El vestíbulo del edificio tenía un estilo moderno, todo lleno de grandes ventanales que lo iluminaban, unos increíbles sofás de revista que parecían ser tan incómodos que sería más agradable sentarse en el suelo, baldosas de mármol blancas impecables y una recepción de granito negro ostentoso donde se situaba el personal de información. A su espalda se hallaba un cuadro abstracto gigante con unos colores tan chillones que estaba convencida de que debían provocar dolor de cabeza si te parabas a observarlos.

Se acercó al mostrador de seguridad, ubicado al lado de uno de los torniquetes que separaban la entrada de los accesos a las oficinas. Enseñó la identificación que había recogido un par de días atrás y que la autorizaba como personal acreditado a cruzar esa barrera.

Los nervios del primer día crecían en su interior. «¿Cómo coño puede ir tan lento un ascensor?», pensó, o quizá era ella la que estaba acelerada y todo iba más despacio a su alrededor. Se llevó una mano al lugar en el que su colgante quedaba escondido debajo de la ropa y lo acarició. Era su técnica estrella para calmarse.

—¡Hola, Meg! —saludó a la recepcionista al llegar a la novena planta.

Meg y Kira se habían conocido cuando pasó a recoger su identificación. La muchacha le había hecho un tour completo por todas las estancias e invitado a un café, situación que había calmado los nervios de la joven licántropa. Vestía igual de elegante que el resto de la oficina, pero era indiscutible el toque bohemio que le hacía resaltar en las puntas rosas de su pelo negro recogido en una coleta alta y sus accesorios como los pendientes plateados, con una piedra aguamarina enorme, o las pulseras de cuero. Una mezcla de estilo que sabía solo podía sentarle bien a la recepcionista.

—¡Buenos días, Kira! ¡Bienvenida oficialmente! Tom aún no ha llegado. ¿Recuerdas dónde estaba tu zona de trabajo?

—Sí, no te preocupes. ¡Aún no puedo creerme que vaya a tener mi propia mesa!

—Nosotros cuidamos bien a nuestro personal de prácticas. Cualquier duda que tengas, estoy por aquí. ¡Que tengas un buen primer día!

Al llegar a su puesto se encontró con un escritorio, de madera pintada de blanco, bastante vacío e impersonal. Apuntó mentalmente llevar algunos marcos con fotos para decorarlo. Se sentó en la silla, que —todo había que decirlo— era comodísima. Percibió que todo estaba demasiado ordenado para su gusto, con el ordenador en la esquina; los papeles, apilados a un lado de la mesa; los bolígrafos, todos guardados en portalápices. Kira sabía que ese orden no duraría mucho. Detestaba las cosas demasiado organizadas, era como una especie de tara, y necesitaba un poco de caos en su vida.

Notó una mano sobre el hombro después de encender el ordenador. Había oído los pasos, pero se hallaba tan sobreestimulada con todas las emociones que estaba sintiendo que no pudo evitar alarmarse. Una carcajada se oyó detrás de ella.

—Siento haberte asustado, no era mi intención. ¡Bienvenida a bordo, Kira!

—No se preocupe, señor White, estoy un poco nerviosa.

—Por favor, llámame Tom. El señor White es mi padre. Además, ahora somos compañeros. Aquí tienes. Este es el iPad que todos los componentes de la empresa usan para trabajar. De momento te lo prestamos, así que te recomiendo que no lo saques de las oficinas. Quién sabe, puede que aquí, para cuando acabes el grado de Asociado2 en Márquetin, vuelvas a nuestras filas y tengas la tuya propia.

Tom y Kira coincidieron la primera vez cuando este la entrevistó antes de que su formación práctica de verano fuese aceptada, y le había caído genial. Para sus cuarenta y cinco años, era una persona muy jovial e incluso enérgica. Se notaba que le encantaba su trabajo, porque en la hora y media que duró la entrevista, consiguió transmitirle esas ganas y esa pasión por la profesión. Llevaba su pelo castaño algo largo y engominado hacia atrás, aunque la experiencia le decía que, en cuanto se pusieran manos a la obra, le duraría poco.

—¿Preparada? Pienso meterte mucha caña, Kira, pero recuerda que estás aquí para aprender, así que no dudes en consultarme. Y, por favor, no espero que me traigas un café, a menos que te lo prepares para ti, pero creo que es bueno que sepas que soy más feliz con mi dosis diaria de cafeína.

—Tomo nota de todo. Ponme al día —le dijo con seguridad y una sonrisa de oreja a oreja en la cara mientras se sentaba frente a él en su despacho.

Durante las siguientes horas, Tom se encargó de explicarle los proyectos en los que estaba trabajando y qué era lo que buscaba de ella en cada uno de ellos. Su cometido principal iba a centrarse en investigar asuntos básicos de mercadotecnia para las campañas, así como redactar informes y preparar las presentaciones. Sabía que era un trabajo tedioso y quizá no el más divertido de todos, pero le agradó que desde el primer día Tom estuviera mandándole cosas que de verdad podían hacerle aprender.

Sobre todo, aún no se creía que fuera a dejarla participar y estar en primera línea en todo el proceso del último proyecto que había sido asignado a su responsable. Se trataba de un nuevo móvil que había creado una de las empresas más importantes del país en el ámbito tecnológico: WoB Corporation. Era un proyecto de vértigo que, si salía bien, supondría un trampolín, y de los grandes, para Williams Consulting. Era una oportunidad que ella no pensaba desaprovechar. El viernes sería la reunión para presentar el proyecto, cinco días frenéticos en los que tendría que ponerse las pilas para aportar y no restar.

—Se nos viene encima una semana loca —le dijo Tom seriamente antes de que se levantara para ir a su puesto—, pero estoy seguro de que estaremos listos. Tras hablar con tus profesores, soy consciente del potencial y las ganas de aportar que tienes. Confío en ti.

Después de esa locura de día, no hubo nada mejor para Kira que llegar a casa, ponerse el pijama y pasar la noche cenando comida china y disfrutando en compañía de Adele y Elijah, los tres sentados en el suelo del apartamento, con una película de comedia absurda de Netflix. Ese fue el primer y el último momento de descanso que tuvo en toda la semana, exceptuando sus rutinarias carreras matinales por Central Park.

Mentiría si no dijese que una parte de ella buscaba de forma inconsciente encontrarse otra vez con ese lobo. Deseaba que eso significara que había conseguido mantenerse oculto y hubiera podido regresar con su manada. Un lobo perdido en la Gran Manzana era peligroso. ¿Y si estaban usándolo para el contrabando de especies? No, no quería pensarlo. Él debía estar bien, necesitaba creer que aquel majestuoso ser que la había hecho sentirse como en casa después de siete años estaba indemne.

El tan esperado viernes llegó en un abrir y cerrar de ojos. Kira decidió que era una ocasión especial y por lo tanto debía vestirse de forma más elegante. Llevaba una falda corta, satinada, de cintura alta y color burdeos. Por dentro, se puso una camisa de manga corta, blanca, vaporosa y ligera, con el cuello redondeado y una cinta negra que imitaba a una corbata. Una americana de media manga plisada y color negro. Y para finalizar, unas sandalias negras. El pelo se lo onduló un poco con ayuda de una espuma para peinar. Se miró al espejo de cuerpo entero que había en su habitación, orgullosa del resultado que había conseguido tras haberse pasado toda la tarde anterior vaciando su armario entero para saber qué ponerse.

El día de la verdad, todo o nada.

Cuando entró en la oficina, ni siquiera se molestó en pasar por su mesa y fue directa a la sala donde tendría lugar la reunión. Repasó las diapositivas, asegurándose por millonésima vez de que no faltaba nada, y también estuvo proyectándolas para comprobar que no hubiese ni un solo fallo. Tenía que salir perfecto. Allí estuvo encerrada, no salió ni a comer, entre otras razones porque no supo qué hora era hasta que Tom entró por la puerta, siendo esa una señal de que ya no faltaría mucho para el momento de la verdad.

—¿Preparada, Kira?

—Eso espero. Estoy atacada de los nervios, quiero que salga bien.

—¡Ey! Respira —le dijo, poniendo la mano sobre su hombro—. Debes sentirte orgullosa de ti. Yo lo estoy. Llevas aquí una semana y gracias a tu ayuda he podido concentrarme en este proyecto. Sin ti no habría sido capaz de hacer tanto en tan poco tiempo. Me alegro mucho, y habla muy bien de ti que te hayas involucrado como si fuera tuyo, horas extras que no te correspondían incluidas. Sé que es un trabajo muy importante, pero no hemos dejado ni un cabo suelto. Se quedarán impresionados. Si el señor Wayne... —Fingió una tos que hizo sonreír a Kira, para después rectificar—: Cuando el señor Wayne nos elija a nosotros, espero contar con tu ayuda hasta el fin de tus prácticas. Ahora, quiero que te concentres en aprovechar tu oportunidad, que dejes a un lado los nervios y que tomes nota de todo lo que ocurra en esta reunión. Será muy buena para tu formación, y te has ganado con creces asistir a ella.

Empezó a preparar los dosieres que le entregarían al señor Wayne y a su acompañante en la reunión. Según tenían entendido, vendría con su hermano. Fue Tom el primero en darse cuenta de que sus invitados habían llegado. Se presentó y les dio la bienvenida, y ese fue el momento en el que Kira alzó la vista para observar a los dos hombres que entraban por la puerta con Meg.

También fue el momento en el que quiso que la tierra se la tragara y no la soltase nunca. Entró en pánico. Ya nada le importaba, ni la presentación ni el proyecto. Se llevó la mano al pecho, buscando por encima de la ropa el anillo de su padre y asegurándose de que permanecía oculto. En ese instante, más que nunca, era vital. Porque la persona que tenía enfrente no tardaría ni medio segundo en reconocer la joya, puesto que el escudo que llevaba grabado el sello era el mismo que el de su familia.

Si en ese momento la pinchaban, estaba segura de que no echaría ni una sola gota de sangre. Ni en sus sueños más bonitos, ni en sus pesadillas más terribles, podría haberse imaginado que en algún momento estaría ante esa situación.

Con Nicholas O’Brien frente a ella.

Notó cómo su alrededor daba vueltas, y la seguridad que minutos antes le había transmitido su jefe se esfumó tras alzar la vista y verlo. En su mente empezó a rezarle a la diosa Selene buscando ayuda, porque iba a necesitarla para sobrevivir a esa reunión.

Y es que seguía sin poder creérselo. Después de siete años, no podía ser que lo tuviera delante. ¿La había mirado un tuerto? ¿Se habría cruzado con un gato negro?, ¿pasado por debajo de una escalera? ¿Todo a la vez? Era imposible tener tan mala suerte. Eso, o el destino era un auténtico hijo de puta al que le gustaba recordárselo de las formas más retorcidas que se le ocurrían.

Joder, es que era Nick. Su primo estaba en Nueva York y no en Greenwich. Sus facciones habían madurado, y eso hacía que, si antes era guapísimo, ahora estuviera en otro rango de belleza, pero, si lo mirabas bien, podían apreciarse esos detalles tan característicos suyos.

Por lo que pudo ver, se había dejado el pelo corto por los lados y había intentado peinarse la parte más larga para buscar un aspecto más formal, pero sus rizos rebeldes habían sido más poderosos y no lo había conseguido. Aun así, estaba tan guapo como ella recordaba. Su barba, la cual apostaba a que llevaría un par de días sin afeitarse, solo era una sombra en su cara; los ojos verdes, idénticos a los de su padre, seguían tan llenos de alegría como los recordaba. Iba vestido con una camisa rosa pastel y un traje negro que le estilizaba la figura y que intuía que estaba hecho a medida. Tuvo que morderse los carrillos por dentro buscando reprimir la sonrisa que quería escaparse de sus labios al contemplarlo así, con un look tan profesional, en comparación con el aspecto más desaliñado y sus pantalones vaqueros favoritos de cuando tenía dieciocho años; cuanto más rotos, mejor.

El pasado la había encontrado, y le sería difícil huir de él si conseguían esa propuesta. Sin lugar a duda, no pensó que estaría deseando a solo cinco días de empezar que todo aquello acabase, porque lo que le resultaba imposible desear era que fallasen en esa reunión. Tom había trabajado tanto —hasta ella se había dejado la piel— que, aunque supiese que lo mejor era no ser elegidos, no podía rezar para no ser seleccionados, aunque sí lanzó una plegaria silenciosa al cielo para que Nick no la reconociese, por el bien de ella y de su familia.

—Encantado, señor White. Yo soy Demian Wayne. Este es el jefe del equipo tecnológico, Nicholas O’Brien. Mi hermano se disculpa por no poder reunirse con nosotros. Le ha surgido un compromiso de última hora, pero confía en que puedan hacernos llegar una propuesta satisfactoria.

—No se preocupen, entendemos a la perfección la apretada agenda del señor Wayne. Antes de tomar asiento, permítanme presentarle a la señorita Kira Hamilton. Ella es una alumna en prácticas sobresaliente de nuestra empresa que nos acompañará hoy.

Respiró hondo, deseando que, al verla, adjudicaran sus nervios a encontrarse con dos directivos de WoB Corporation y no porque estuviera emparentada con uno de los hombres que tenía delante.