La estupidez estratégica - Giorgio Nardone - E-Book

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Giorgio Nardone

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Beschreibung

Giorgio Nardone, uno de los psicólogos y psicoterapeutas más respetados de Italia, nos conduce al descubrimiento de los mecanismos de la estupidez y nos sugiere antídotos eficaces para protegernos de sus trampas y convivir con ella de la manera más funcional posible. Porque nada es del todo malo y todo puede ser útil: incluso la estupidez. Todos hemos tropezado alguna vez con la estupidez y hemos adoptado comportamientos que, a posteriori, no parecen nada sensatos. A veces es incluso un exceso de razón lo que nos vuelve estúpidos, cuando por ejemplo nos obstinamos en defender nuestras ideas incluso si fracasan, confundiendo determinación con terquedad y tenacidad con cerrazón. Y así, cegados por éxitos efímeros, en vez de corregir estas actitudes, las repetimos con total convencimiento y acabamos convirtiendo manifestaciones ocasionales de imbecilidad en un rasgo permanente del carácter. La estupidez no existe en la naturaleza, no es un defecto biológico; es un producto enteramente humano, pero representa el mayor peligro para la humanidad, un virus taimado al que nadie es inmune. ¿Cuál es el origen de esta actitud? ¿Qué consecuencias tiene en la vida diaria?

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GIORGIO NARDONE

La estupidez estratégica

Cómo construir éxitos fallidos o evitar hacerlo

Traducción: Maria Pons Irazazábal

Título original: La stupidità strategica. Come construire successi fallimentari o evitare di farlo

Traducción: Maria Pons Irazazábal

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2021, Garzanti S.r.l., Milano. Gruppo editoriale Mauri Spagnol

© 2023, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN EPUB: 978-84-254-5040-2

1.ª edición digital, 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Índice

PRÓLOGO

1. PRECAUCIONES DE USO

2. LA ESTUPIDEZ ESTRATÉGICA

3. LOS RASGOS ESENCIALES: CINCO RAZONAMIENTOS SOBRE LA ESTUPIDEZ ESTRATÉGICA

4. LOS PERFILES DE LA ESTUPIDEZ ESTRATÉGICA

5. LOS ANTÍDOTOS CONTRA LA ESTUPIDEZ ESTRATÉGICA

6. APOLOGÍA DEL ASOMBRO

EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA

Prólogo

«Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda». Con estas brillantes palabras, Martin Luther King (1959) resume lo que numerosas personalidades —científicos, literatos, filósofos, mánager y políticos— vienen diciendo desde hace milenios, esto es, que la estupidez, producto enteramente humano ya que no existe en la naturaleza, representa el mayor peligro para la propia humanidad, como forma de sentir, pensar y actuar, con resultados que tarde o temprano serán autodestructivos. No obstante, como el virus más malicioso, la estupidez se insinúa tanto en nuestra mente más primitiva —las emociones— como en la más desarrollada —la inteligencia y la conciencia— evolucionando, cambiando la forma y atacando los distintos ámbitos de nuestro conocimiento y actuación, así como nuestra propia gestión, la de los demás y la del mundo que nos rodea. Por eso es indispensable profundizar en su conocimiento, estudiar su funcionamiento y desvelar los sutiles recursos con que se replica, pero no con la intención de eliminarla del todo porque, como veremos, sería filosóficamente utópico, biológicamente contra natura y lógicamente inviable tener éxito en tal empeño, sino con el objetivo de aprender a convivir con ella de la manera más funcional y estratégica posible, como sucede con muchos virus que albergamos en nuestro organismo y que tienen una función en nuestras homeostasis biológicas. Y también porque parte de lo que se considera estupidez, como tendremos ocasión de ver, es para todos nosotros claramente funcional y útil. Nada es del todo malo, ni siquiera la estupidez, pero todo acaba siéndolo si se lleva al exceso. Como advierte Descartes (1637), «el error es no considerarse errados».

1. Precauciones de uso

Al hablar de estupidez, se corre el riesgo de contagiarse, al igual que sucede cuando se entra en contacto con un virus, de ahí que haya que tomar las debidas precauciones.

En primer lugar, hay que evitar utilizar este término como atributo lingüístico despectivo, es decir, utilizarlo como ofensa, juicio denigratorio y descalificación de una persona o de ideas y perspectivas que no coinciden con las propias. Por desgracia, este es el uso más frecuente de esta palabra que, según el sentido común, que raramente es expresión de sabiduría, se considera una etiqueta equivalente a «tonto», «imbécil», «incapaz», «deficiente» y términos despectivos similares considerados lo contrario a ser inteligentes, razonables y racionales. Pero como está ya ampliamente demostrado, entre quienes actúan o han actuado de manera estúpida encontramos famosos científicos, individuos intelectualmente superdotados, poseedores de una notable sabiduría, además de una gran cultura y experiencia. Esto demuestra que el virus de la estupidez es democrático y está bien distribuido, como afirma Carlo Maria Cipolla (2011), en todos los niveles de la capacidad humana. Cabría afirmar, por tanto, que el uso despreciativo de este término es atribuible a los propios estúpidos: su uso con ánimo de ofender manifiesta la incapacidad de argumentar las propias razones o la incapacidad de gestionar las propias emociones, de modo que al final no queda más opción que la agresión verbal, que representa la derrota de la inteligencia y el fracaso de la sabiduría. Sin embargo, hasta los mejores dan muestras de estupidez. Le ocurrió incluso a quien es considerado el fundador de la mayéutica, o sea, Sócrates. En cierta ocasión fue invitado por su concubino Alcibíades a participar en una exhibición pública de Protágoras, el gran sofista campeón de la heurística, esto es, el arte de vencer al interlocutor en un debate y conseguir incluso que acepte tesis distintas a las suyas. Sócrates no pudo resistirse a desafiar al orador, pero como no consiguió imponerse, lo agredió verbalmente. Puesto que al actuar así hizo patente su derrota, en un exceso de ira pasó a la agresión física, ignorando que se enfrentaba no solo a un maestro de la retórica, sino también a un hábil luchador. Acabó, pues, doblemente humillado. No obstante, si bien podemos perdonar a cualquiera un resbalón en la estupidez, lo que no podemos tolerar es su práctica sistemática y repetida, porque esto es lo que la hace peligrosa y destructiva.

Un segundo aspecto, casi siempre subestimado, del poco cuidado con que se trata la estupidez es el uso impreciso del término. Como ya se ha dicho, se utiliza habitualmente como sinónimo de toda una serie de palabras que indican una forma de deficiencia, en el sentido literal de falta de entendimiento, de racionalidad o de inteligencia, expresión por tanto de las características más bajas y primitivas del hombre no evolucionado. Se tiende a oponer la inteligencia a la estupidez, pero como demuestra David Robson (2020), se trata de un error porque su opuesto es la sabiduría, ya que no es raro ver cómo individuos inteligentes perseveran en acciones estúpidas. También hay versiones que atribuyen a la estupidez una connotación de más baja animalidad aún, desde el punto de vista intelectual, ya que se asocia a características sexuales, como en el término «gilipollez», el italiano coglioneria o el francés connerie. En el caso del francés, como observa Edgar Morin (2020), aparece incluso un valor cultural antifemenino, puesto que la raíz lingüística es con-, o sea, el órgano sexual femenino, lo que significa que lo que proviene como impulso de esa zona del cuerpo femenino sería, por definición, estúpido. Si tenemos en cuenta que del órgano genital femenino nace la vida humana, convendremos en cuán ignorante es esta postura. Deberíamos usar la palabra «estupidez» atendiendo a su etimología, en vez de asociarla de modo vulgar e impreciso a términos que tienen otro significado. El origen de la palabra «estupidez» es latino y hace referencia al asombro, esto es, al hecho de estar bloqueados, paralizados, atónitos ante lo que nos sorprende, nos maravilla, nos encanta, o ante lo que nos asusta, nos agita o nos paraliza. Como puede constatarse, el vocablo posee dos acepciones, una positiva y la otra amenazadora y espantosa. En ambos casos, si se trata de un efecto no momentáneo, sino persistente, la capacidad del sujeto de reaccionar a esta condición resulta debilitada. De ahí la definición que proporciona el Oxford Language Dictionnary: 1) cerrazón irritante, en caso de estado persistente; 2) momento de sorprendente asombro y maravilla, cuando se trata de un hecho puntual. Podemos considerar «estúpido» al que se obstina en mantener su postura y se muestra incapaz de cambiar sus opiniones o de suavizarlas porque es prisionero del encanto de su persistente asombro. Pero también son «estúpidos» los momentos de maravilla, de estupefacta percepción, que han iluminado los destellos de ingenio de grandes inventores, alumbrado a sublimes poetas e inspirado el estado de gracia de grandes artistas, como también lo es el asombro del niño ante una sorpresa agradable. De modo que es posible afirmar que existe incluso una forma de «estupidez» que, si sabemos captarla, contribuye a mejorarnos.

Desde un punto de vista psicológico, cabe distinguir una estupidez de rasgo, la persistente, que se convierte en parte integrante del funcionamiento psicológico de la persona, y una estupidez de estado, representada por episodios de estupor que hechizan momentáneamente a la persona. La primera forma, la más conocida pese a ser malinterpretada la mayoría de las veces, es disfuncional en sus efectos e incluso destructiva; la segunda, por el contrario, es a menudo un componente esencial de momentos de intensa felicidad.

Otro elemento que hay que tener en cuenta para utilizar con cuidado la noción de «estupidez» es la constatación de que convertirse en censores del que es estúpido investigando su culpa y condenando sus delitos, si se hace con la habitual arrogancia y presunción de quien se atribuye tal papel, genera una de las máximas expresiones de la propia estupidez, como nos advierten las llamas de la Biblioteca universal de Alejandría, o la quema en la plaza de los libros que disentían de la ideología nazi, o la destrucción de la enorme biblioteca de Pekín por obra de Mao Zedong, que la sustituyó por su Libro rojo. Se trata de ejemplos extremos de un estilo que es común a toda clase de ideologías que censuran todo aquello que no coincide con sus preceptos.

Finalmente, hablar de estupidez refiriéndose siempre a los demás y nunca a uno mismo es típico de la persona que no quiere cuestionarse y muestra un mecanismo mental defensivo que es expresión de rigidez y, por tanto, de cerrazón. Bertrand Russell (1952), el maestro de la lógica moderna, declaraba que «los estúpidos siempre tienen certezas, mientras que los sabios dudan continuamente». Esto significa que toda ortodoxia rígida es una manifestación de estupidez, puesto que se cierra a otros posibles puntos de vista. Lo cual vale también para los sistemas de pensamiento rigurosos que se transforman en rígidas ortodoxias que hay que respetar para no ser tachados de «irracionales». Piénsese, por ejemplo, en la dogmática afirmación: «un científico no puede no ser ateo». Georg Lichtenberg (1981), a principios del siglo XIX, sostenía que «la ortodoxia de la razón atonta más que cualquier religión». El maestro Paul Watzlawick (1976) solía decir que la persona que cree estar en posesión de las ideas correctas y definitivas, es decir, de la verdad indiscutible, es muy peligrosa para la humanidad. La historia nos enseña que en nombre de «presuntas verdades» se han cometido «con fe» los peores crímenes. Desgraciadamente, como nos recuerda Benjamin Franklin (2020), «es experiencia conocida que los seres humanos no aprenden de la experiencia». Habría que desconfiar de todos aquellos que proponen «ideas absolutamente ciertas» o que exponen puntos de vista sin plantear ninguna duda, o teorías infalibles y omnicomprensivas que, en términos epistemológicos, como los define Karl Popper (1935), son «paradigmas no falsables» y «proposiciones autoinmunizantes».1 Sobre la base de estas premisas, el objetivo de este ensayo es realizar un examen teórico y empírico de la estupidez, que evite caer en sus propias trampas insidiosas, abordando el tema con el respeto que merece y sabiendo que cualquier afirmación presuntuosa o pedante nos arrojaría a su aplastante abrazo. Para ello he rastreado todas las fuentes bibliográficas que he sido capaz de encontrar sobre el tema, dentro de los límites de mis capacidades de investigación; he reflexionado atentamente, también dentro de los límites de mis capacidades, sobre las contribuciones estudiadas; por último, he elaborado una serie de observaciones basadas en mi experiencia de clínico e investigador y en mis viajes de trabajo por los cinco continentes que, a lo largo de 35 años de actividad, me han ofrecido la oportunidad de enfrentarme a muchas idiosincrasias culturales distintas.

Las páginas que siguen son una síntesis de todo esto y no tienen la pretensión de ser un tratado definitivo sobre el tema ni una exposición exhaustiva, sino una propuesta metodológica estratégica, cuyo objetivo es desarrollar en el lector interesado una competencia que le permita evitar la persistente e irritante cerrazón, aunque no, desde luego, los deslices ocasionales en la estupidez a los que todos estamos inevitablemente expuestos. Un objetivo igual de importante es hacer que el lector descubra la maravilla de abandonarse a la sorpresa y al asombro al mirar las cosas desde perspectivas no habituales, que es lo que tienen en común la ingenuidad del niño y la chispa mental del genio.

1 Karl Popper ve la ciencia como un ajuste progresivo, cuyo motor es el criterio de falsabilidad (que define un nuevo criterio de cientificidad) en clara oposición al criterio neopositivista de verificabilidad, según el cual solo son significativas, o sea, dicen algo, las afirmaciones que pueden ser verificadas inductivamente. Invirtiendo la evidencia aparente de que la teoría científica es portadora de certezas, Karl Popper demuestra que la característica propia de la cientificidad de una teoría consiste, por el contrario, en el «falibilismo». Cree que la ciencia solo puede aceptar las teorías susceptibles de falsación y que pueden ser aceptadas provisionalmente solo aquellas que han superado los intentos de refutación: «la irrefutabilidad de una teoría no es (como se cree a menudo) una virtud, sino un defecto. Todo control genuino de una teoría es un intento de falsarla, o de refutarla. La controlabilidad coincide con la falsabilidad» (Popper, 1986). El criterio defalsabilidad