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Ésta es una novela de formación de la personalidad muy original entre las obras de este autor. Frente a tantos héroes de London que ven cerrado el camino de integrarse en la sociedad, aquí se propone una solución armónica, en la que se combina el deseo de independencia con la nostalgia de un hogar y un orden interior." Su lectura es entrañable y London nos narra con un estilo atractivo las andanzas de un crío que no tiene claras sus ideas. Hay que decir que la labor educativa de su padre es encomiable, vaya tolerancia y paciencia, qué cariño le muestra. Se trata de un relato con una temática para adolescentes y jóvenes, aunque el vocabulario a veces es complejo (la edición que he leído contaba con un glosario de términos). Pero yo se la daría a leer a mi hijo sin dudarlo. Es una aventura en estilo Tom Sawyer.
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Jack London
LA EXPEDICIÓN DEL PIRATA
LA EXPEDICIÓN DEL PIRATA
PRIMERA PARTE
CAPITULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPITULO 4
CAPITULO 5
CAPITULO 6
CAPITULO 7
SEGUNDA PARTE
CAPITULO 8
CAPITULO 9
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
CAPITULO 13
CAPITULO 14
CAPITULO 15
CAPITULO 16
CAPITULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
CAPITULO 20
CAPITULO 21
Cruzaron corriendo la arena luminosa, dejando tras ellos el Pacífico con el estrépito atronador de la resaca; al llegar a la calzada montaron en las bicicletas y, con extra ordinaria rapidez se hundieron en las verdes avenidas del parque. Eran tres, tres muchachos, vistiendo jerseys de vivos colores, y se deslizaban por el andén de las bicicletas a una velocidad tan peligrosamente cercana a la máxima, como suelen hacerlo todos los chicos que visten jerseys de brillantes colores. Y hasta es posible que excediesen la velocidad máxima. Así al menos lo creyó un policía montado del parque; pero, no estando seguro, se contentó con amonestarles cuando pasaron por su lado como una exhalación. Instantáneamente se dieron por enterados del aviso, pero a la vuelta siguiente ya lo habían olvidado con igual rapidez, lo cual también es costumbre de los muchachos que usan jerseys de vivos colores.
Salieron disparados del Parque de la Puerta de Oro, tomaron la dirección de San Francisco y emprendieron el descenso de las colinas tan desenfrenadamente que los peatones se volvían a mirarles con inquietud. Los brillantes jerseys volaban por las calles de la ciudad, daban rodeos rehuyendo el subir por las colinas más empinadas, y cuando esto era inevitable, se detenían un instante para ver quién llegaba antes a la cumbre.
Sus compañeros llamaban Joe al muchacho que, con más frecuencia, abría la marcha, dirigía las carreras o iniciaba las paradas. Se trataba de «seguir al guía», y él, el mas alegre y audaz de todos, les guiaba. Pero cuando pasaron por la Western Addition, entre las lujosas y espléndidas residencias, su risa se tornó menos ruidosa y frecuente, y sin darse cuenta se fue rezagando hasta quedarse el último. En el cruce de las calles Laguna y Vallejo sus compañeros torcieron a la derecha.
––¡Hasta la vista, Fred! ––gritó entonces Joe mientras dirigía su rueda hacia la izquierda––. ¡Hasta la vista, Charley!
––Esta noche nos veremos ––le contestaron.
––No... no podré acudir ––respondió.
––Anda, ven ––suplicaron.
––Tengo trabajo. ¡Hasta la vista!
Al quedarse solo se puso serio y sus ojos reflejaron cierta contrariedad. Empezó a silbar resueltamente, pero el silbido se fue debilitando hasta convertirse en un sonido apenas perceptible, que cesó al entrar en una avenida que conducía a una gran casa de dos pisos.
––¡Oh, Joe!
Titubeaba ante la puerta de la biblioteca. Sabía que allí se hallaba Bessie estudiando sus lecciones. Además, debía de estar a punto de terminar, pues siempre concluía antes de comer, y no faltarían muchos minutos para ser la hora. Joe, en cambio, aún no había comenzado. Este pensamiento le irritó. Ya era bastante insoportable que una hermana dos años más joven estuviera a la misma altura, pero era más intolerable todavía que le sobrepujara en saber. No es que él fuese lerdo; nadie mejor que él sabía que no lo era. Pero, sin poder explicarse la causa, se daba el caso de que su inteligencia se fijaba en otras cosas y regularmente asistía a clase falto de preparación.
––Joe, haz el favor de venir y aquella voz era ligeramente quejumbrosa.
––¿Qué quieres? ––dijo el apartando el portier con violencia.
Lo dijo con aspereza, pero un instante después ya lo lamentaba viendo a una niña pequeña y delgada que le miraba fijamente desde el otro lado de la enorme mesa de lectura cubierta de libros. Tenía enfrente lápiz y papel, y estaba sentada en una butaca de tan amplias dimensiones, que la hacía parecer aún más frágil de lo que en realidad era.
––¿Qué pasa, Sis? ––preguntó con más dulzura, mientras se dirigía a su lado.
Ella le cogió la mano y la oprimió contra su mejilla, y cuando le tuvo cerca se le arrimó con gesto mimoso.
––¿Qué tienes, Joe querido? ––inquirió tiernamente––. ¿Quieres decírmelo?
Él permaneció silencioso. Le pareció ridículo confiar sus penas a una hermana menor. ¡Si al menos pudiera alejarse de su lado... era tan tonto aquello! Pero podía herir sus sentimientos y por experiencia sabía qué susceptibles son las niñas.
Le abrió los dedos y le besó la palma de la mano. Era como si cayera un pétalo de rosa, y era también su manera de repetir la pregunta.
––No tengo nada ––dijo decididamente. Y luego, contradiciéndose: ––¡Es papá!
Su disgusto se reflejaba ahora en los ojos de la niña.
––Pero papá es tan bueno y cariñoso, Joe ––comenzó––. ¿Por qué no tratas de complacerle? El no exige mucho de ti, y todo es por tu bien. Tú no eres torpe como otros chicos. Con que quisieras estudiar un poquito...
––¡Eso es! ¡Sermones! ––estalló, apartando la mano rudamente––. Hasta tú empiezas a reprenderme ahora. Probablemente vendrán luego el cocinero y el mozo de cuadra.
Se puso las manos en el bolsillo y vio delante de sí un porvenir melancólico y desolado, lleno de interminables sermones y predicadores sin cuento.
––¿Para esto me has llamado? ––preguntó cuando ya se volvía para marcharse.
Ella volvió a cogerle la mano.
––No, no era para esto, pero parecías tan disgustado que pensé... ––la voz se le quebró y empezó de nuevo: ––lo que quería decirte es que estamos organizando una excursión al otro lado de la bahía, a Oakland, para el sábado próximo; una excursión a las colinas.
––¿Quiénes van?
––Myrtle Hayes...
––¿Aquella bobalicona? ––interrumpió.
––Yo no creo que sea bobalicona ––contestó Bessie con energía––. Es una de las muchachas más agradables que conozco.
––Esto no es decir gran cosa, considerando las muchachas que conoces tú. Pero sigue. ¿Y las demás?
––Pearl Sayther y su hermana Alice, Jessie Hilbom, Sadie French y Edna Crothers.
Esto en cuanto a las chicas.
Joe hizo un gesto lleno de desdén.
––Y los chicos ¿quiénes son entonces?
––Maurice y Félix Clement, Dick Schofield, Burt Layton, y...
––Basta ya. Son chiquillos que no van a ninguna parte.
––Yo... yo quería pedirte que vinierais tú, Fred y Charley ––dijo ella con voz temblona––. Por eso te había llamado... para pedirte que vinierais.
––¿Qué haréis? ––preguntó.
––Pasear, coger flores silvestres (ahora ya hay amapolas), merendar en algún sitio agradable, y... y...
––Volver a casa ––concluyó por ella.
Bessie asintió con la cabeza. Joe volvió a introducir las manos en los bolsillos y a pasear de arriba abajo.
––¡Vaya unos preparativos! ––dijo bruscamente––. ¡Qué programa tan estúpido! No cuentes conmigo, gracias.
La niña apretó los labios temblorosos y volvió a la carga valerosamente.
––¿Y tú qué harías? ––preguntó.
––Yo cogería a Fred y a Charley y me iría a algún sitio para hacer algo... bueno, algo...
Se detuvo y se la quedó mirando. Ella esperaba pacientemente que continuase. Pero él se daba cuenta de su incapacidad para expresar con palabras lo que sentía y deseaba, y toda su pena y general descontento volvieron a adueñarse de el.
––¡Oh, tú no puedes comprender! ––dijo de pronto––. No puedes comprender, tú eres una niña. A ti te gusta ir aseada y peripuesta, observar buena conducta y adelantar en los estudios. Tú no amas el peligro, ni las aventuras, ni todas estas cosas; ni te gustan los chicos revoltosos que saben gozar de la vida, ni nada de esto. Prefieres los niños buenos con cuello blanco, siempre limpios y bien peinados, que les guste estar retirados, que el maestro les mime y diga que progresan; niños amables que no hagan diabluras y que les baste con pasear, coger flores y merendar, y se den por satisfechos con eso para meterse a hacer diabluras. ¡Oh, conozco la especie! Se asustan de su propia sombra y no tienen más valor que una oveja. Esto es lo que son... ovejas. Pues bien; yo no soy una oveja, y hemos terminado. Y no quiero tomar parte en vuestra merienda ni en lo demás, y no voy.
Las lágrimas asomaron a los negros ojos de Bessie y le temblaban los labios. Esto irritó a Joe sobremanera. ¿Para qué servían las chicas, a ver? Siempre gimoteando, contrariando, y queriendo mandar sobre los demás. No tenían ni pizca de sentido común. ––No se os puede decir nada sin que os echéis a llorar ––afirmó, tratando de calmarla–– . Pero yo no quería molestarte, Sis. Yo no quería, ¿sabes? Yo...
Se detuvo sin saber cómo proseguir y la miró. Bessie estaba sollozando, y al mismo tiempo que se estremecía con los esfuerzos por contenerse, las lágrimas corrían por sus mejillas.
––¡Oh, las chicas! ––gritó furioso, y salió de la habitación a grandes zancadas.
Pocos minutos después Joe entró a comer, furioso aún. Comió en silencio a pesar de que sus padres y Bessie sostenían una conversación animada. ¡Un momento antes esta chica estaba llorando ––pensaba Joe brutalmente para sus adentros––, y al instante se volvía toda sonrisas y alegría! Él no era así. Si él hubiese tenido un motivo importante para llorar, estaba seguro de que le duraría días. Las muchachas eran unas hipócritas, eso era todo. No faltaban razones que abonaran su juicio. Sin duda les divertía dominar a los demás y debía causarles placer hacerles desdichados, especialmente si se trataba de chicos. Por esto le llevaban siempre la contraria.
Así, reflexionando sabiamente, fijó sus ojos en el plato y dio buena cuenta de la comida; porque es imposible correr desde Cliff House hasta la Western Addition, pasando por el parque, sin hacerse reo de un saludable apetito. De vez en cuando su padre le dirigía miradas entre dulces e inquietas. Joe no veía estas miradas, pero no se le escapaban a Bessie. El señor Bronson era un hombre de mediana edad, corpulento y macizo, aunque no grueso. Su rostro, de mandíbulas prominentes y facciones severas, aparentaba rudeza, pero sus ojos eran benévolos, y alrededor de su boca había unas líneas que eran más efecto de la risa que de la seriedad. No era menester un examen más detenido para descubrir el parecido entre él y su hijo Joe. La misma frente despejada y la misma mandíbula vigorosa les caracterizaba, y sus ojos, teniendo en cuenta la diferencia de edades, se parecían como guisantes de una misma vaina.
––¿Estás muy adelantado, Joe? ––preguntó al fin el señor Bronson.
Habían terminado de comer y estaban a punto de levantarse de la mesa.
––¡Oh, no puedo aventurarlo! ––––contestó con negligencia Joe––; y después añadió: – –Mañana tenemos exámenes, entonces lo sabré.
––¿Y adónde vas? ––le preguntó su madre cuando se volvía para salir.
Era una mujer esbelta y delicada, cuyos ojos oscuros eran iguales que los de Bessie, y como ella, era de carácter dulce.
––Voy a mi cuarto ––respondió Joe––. A estudiar para mañana.
Le pasó, cariñosa, la mano por el cabello, y se inclinó para besarle. Al salir, el señor Bronson le sonrió conciliador, y Joe subió corriendo la escalera, decidido a trabajar de firme y a aprobar en los exámenes del día siguiente.
Entró en su habitación, cerró la puerta con llave y se sentó junto a una mesa arreglada muy agradablemente para ser el estudio de un chico. Recorrió con la vista los libros de texto. El examen de historia era el primero que había de celebrarse por la mañana, así que comenzaría por esto. Abrió el libro por donde estaba doblada la página, y empezó a leer: «Poco tiempo después de las reformas draconianas, estalló una guerra en Atenas y Megara, por cuestión de la isla Salamina, sobre la que ambas ciudades pretendían tener derecho.»
Aquello era fácil; pero ¿qué eran las reformas draconianas? Había que mirarlo. Se sentía profundamente estudioso mientras volvía hacia atrás las hojas del libro, hasta que, al levantar por casualidad los ojos, vio una careta y un guante de béisbol encima de una silla.
No deberían haber perdido aquel partido el sábado último ––pensó Joe––, y a no ser por Fred, esto no hubiese sucedido. El hubiese querido que Fred no se atu rullara. Podía coger la pelota cien veces consecutivas, pero cuando llegaba un momento crítico, dejaba pasar hasta una gota de rocío. Debió haberle mandado salir del campo y traer a Jones como primera base. Sólo que Jones era demasiado excitable. Cogía la pelota de todas las maneras posibles, pero nadie podía decir lo que haría con ella una vez en su poder.
Joe volvió en sí con un sobresalto. ¡Vaya una manera de estudiar historia! Hundió la cabeza en el libro, y comenzó de nuevo:
«Poco tiempo después de las reformas draconianas...»
Leyó tres veces la misma frase, y entonces recordó que no había mirado qué eran las reformas draconianas. Llamaron a la puerta. Volvió las hojas con estrepitoso revoloteo pero no respondió.
Llamaron por segunda vez, y a sus oídos llegó la voz de Bessie:
––Joe, querido.
––¿Qué quieres? ––preguntó; y sin darle tiempo para contestar, dijo precipitadamente:
––No se puede entrar, estoy ocupado.
––Venía a ver si podía ayudarte ––se disculpó ella––. He terminado ya, y pensé...
––¡Claro que has terminado! ––gritó––. ¡Siempre ocurre lo mismo!
Se sostenía la cabeza con ambas manos a fin de no apartar los ojos del libro. Pero la careta de béisbol no le dejaba en paz. Cuantos más esfuerzos hacía para fijar la atención en la historia, más veía con la imaginación la careta de encima de la silla y todas las jugadas en que había tomado parte.
Así no haría nada. Prudentemente volvió el libro hacia abajo y se dirigió hacia la silla. Con un rudo empujón mandó violentamente careta y guante debajo de la cama con tal fuerza que oyó cómo la primera rebotaba contra la pared.
«Poco tiempo después de las reformas draconianas, estalló una guerra entre Atenas y Megara...»
La careta había rodado al chocar contra la pared. Se preguntaba si habría sido esto suficiente para ocultarla y que él dejase de verla. No, no miraría. ¿Qué importaba que se hubiese ocultado bien? Aquello no era historia, después de todo...
Miró por encima del libro y vio la careta asomando por debajo del borde de la cama. Esto era intolerable. No había manera de seguir estudiando mientras aquella careta estuviese por allí. Se levantó, cogió la careta, cruzó la habitación y, llegando al cuarto de baño, la echó dentro, cerrando después la puerta con llave. Ya lo había resuelto, ¡Santo Dios! Ahora podría trabajar un poco.
Volvió a sentarse.
«Poco tiempo después de las reformas draconianas, estalló una guerra entre Atenas y Megara, por cuestión de la isla Salamina sobre la que ambas ciudades pretendían tener derecho.»
Todo lo cual estaría muy bien si hubiese averiguado ya lo que eran las reformas draconianas. Un suave resplandor penetró en la habitación y lo percibió al instante. ¿A qué sería debido? Miró por la ventana. El sol, al ponerse, lanzaba sus prolongados rayos oblicuos contra unos grupos de nubes bajas y las teñía de cálidos tonos escarlata, pasando por toda la gama de los rojos, y desde ellas vertía sobre la tierra la rosada luz, suave y resplandeciente.
Su mirada bajó desde las nubes a la bahía. La brisa del mar moría con el día, y desde Fort Point una barca pesquera se deslizaba dentro del puerto antes de que se aca bara el airecillo. Un poco más allá un remolcador lanzaba a lo alto una espiral de humo, mientras arrastraba una goleta de tres mástiles. Sus ojos erraron hasta la playa de Marin County. La línea donde se confundían la tierra y el agua estaba ya sumergida en la oscuridad, y unas sombras alargadas se iban corriendo por las cumbres de las colinas hasta Mount Tamalpais, cuya silueta se recortaba distintamente sobre el cielo.
¡Oh, si él, Joe Bronson, pudiera hallarse a bordo de aquella barca pesquera y tomar parte en una pesca de alta mar! ¡Oh, si navegase en aquella goleta que se dirigía a Poniente, hacia el mundo! ¡Aquello sí que era vivir, no hacer nada y andar siempre rodando por el mundo! Y en vez de esto estaba allí, encerrado en una habitación y calentándose los sesos para averiguar la historia de unas gentes muertas y desaparecidas miles de años antes de nacer el.
Se arrancó de allí como si le sujetara alguna fuerza física, y resueltamente llevó la silla y la historia al rincón mas apartado del cuarto, donde se sentó de espaldas a la ventana.
Un instante después, al menos así lo creyó él, se hallaba mirando de nuevo por la ventana y soñando. Cómo había llegado hasta allí no lo sabía. Su último recuerdo era el hallazgo de un subtítulo en una página de la derecha del libro, que decía: «Las leyes y la Constitución de Dracón». Y luego, era evidente que, andando como un sonámbulo, había llegado a la ventana. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? No hubiese podido decirlo. La barca pesquera que había visto desde Fort Point corría ahora a lo largo del malecón de Meigg. Esto denotaba un lapso de tiempo de casi una hora. El sol ya se había puesto hacía mucho rato; una solemne penumbra cubría el agua y las primeras estrellas empezaban a brillar tímidamente sobre la cumbre de Mount Tamalpais.
Se volvió suspirando para dirigirse de nuevo a su rincón, cuando llegó a sus oídos un silbido prolongado, agudo y penetrante. Era Fred. Volvió a silbar. Se repitió el silbido. Después se le unió otro. Era Charley. Le esperaban en la esquina. ¡Dichosos ellos!
Bueno, esta noche no le verían. Ahora silbaban a dúo. Se retorció en la silla y refunfuñó. No, no le verían esta noche, repetía al mismo tiempo que se ponía de pie. Cier tamente, le era imposible reunirse con ellos sin haber aprendido las reformas draconianas. La misma fuerza que le había retenido en la ventana, parecía empujarle ahora a cruzar la habitación en dirección a la mesa. [...]