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Iba a necesitar mucho control si ella seguía acercándose a él de un modo tan peligroso... Aquélla era una misión poco común hasta para un guerrero experimentado como Zack Sheridan. Estaba acostumbrado a luchar en la selva, no a cuidar a jovencitas deslenguadas como Kimberly Danforth. Pero la misión resultó ser más apasionante de lo que había previsto. Después de treinta días y treinta noches siendo la sombra de Kim, Zack empezó a tener problemas para olvidarse de las curvas de su cuerpo y recordar cuál era su obligación.
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Seitenzahl: 169
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Harlequin Books S.A.
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La isla del olvido, n.º 5479 - enero 2017
Título original: Man Beneath the Uniform
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9344-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Si te ha gustado este libro…
–Espera, espera, espera. A ver si lo he entendido… ¿estudia peces? –repitió Danny Akiona, soltando una risa incrédula.
Danny era nativo hawaiano y pertenecía a los SEAL, el cuerpo de élite de la Armada de los Estados Unidos que operaba en misiones de alto riesgo en tierra, mar, y aire.
Su amigo y también SEAL Zack Sheridan, sentado frente a él, le lanzó una mirada furibunda. Sabía que se burlaría cuando se lo contase, y aunque tenía que admitir que si se cambiasen las tornas sería él quien se burlase, aquello no lo hacía menos irritante.
Estaban en un pequeño bar poco iluminado y apestado de humo, con la música de fondo de una gramola que tenía desde discos de viejos éxitos hasta temas de hip-hop, y camareras con tops minúsculos y minifaldas de cuero que iban de un lado a otro con bandejas cargadas de copas.
–Tío, es que es buenísimo… –continuó Danny, riéndose entre dientes y sacudiendo la cabeza.
Si las miradas matasen, Zack lo habría fulminado allí mismo.
–Me alegra que a alguien le parezca divertido –masculló.
–Bueno, no puedes negar que tiene su gracia –replicó Danny. Sus ojos castaños brillaban maliciosos, y en su moreno rostro se dibujó una amplia sonrisa–: nosotros nos vamos un mes de permiso, mientras que a ti te han impuesto una sanción por la que tendrás que hacer de niñera de una científica hija de un millonario –murmuró burlón, levantando su jarra de cerveza–: brindo por todas las mujeres a las que me llevaré de calle ahora que vas a estar un tiempo «fuera de juego».
Desde luego que iba a estar fuera de juego, pensó Zack apesadumbrado. Treinta largos días cuidando de una niña de papá…
–Dios, se me hará eterno –farfulló refregándose las manos por la cara–. ¿Cómo han podido hacerme esto?
–Bueno, después de lo que hiciste era de esperar –dijo Danny frunciendo los labios–. Vamos, Zack, sabías que te patearían el culo en cuanto volviéramos a la base.
Su amigo bajó la vista a su vaso de whisky, como considerando sus palabras, y luego volvió a alzar el rostro hacia él.
–¿Tú también crees que debería haber actuado de un modo distinto?
–Diablos, no –contestó Danny contrayendo el rostro e irguiéndose en su asiento–. Si no hubieras vuelto a buscar a «Cazador»… –dijo inclinándose sobre la mesa, con los antebrazos apoyados en ella–. Habría sido algo inaceptable. Teníamos que volver a por él, fueran cuales fuesen las órdenes –concluyó con vehemencia, moviendo la cabeza.
Zack asintió. Ni un instante había dudado que hubiera hecho lo correcto, porque se había limitado a seguir los dictados de su conciencia, pero le reconfortó que su amigo lo apoyara. Desde que ingresó en el cuerpo, siempre se había regido por las reglas de los SEAL, y una de ellas era que jamás dejaban a un hombre atrás. Si un equipo de seis hombres entraba al asalto en un lugar, tenían que salir los seis, porque, vivos o muertos, los SEAL siempre regresaban a casa.
Los recuerdos regresaron a su mente en una especie de remolino. La misión que su equipo había llevado a cabo dos semanas atrás había estado abocada al fracaso desde el principio. Los habían enviado a aquel lugar para infiltrarse en él sin ser vistos, rescatar a un rehén y después salir pitando, pero la información que les habían dado estaba equivocada. El rehén no estaba donde se suponía que debía estar, y cuando al fin lo encontraron ya les quedaba poco tiempo. A sólo unos veinte minutos de la hora acordada en que los recogerían, habían desbaratado sus defensas, y «Cazador» Cabot recibió un disparo. Zack y el resto del equipo habían conseguido llegar con el rehén a la Zodiac que había ido a recogerlos, y fue justo entonces cuando se dieron cuenta de que faltaba Cazador.
Zack, que estaba al mando del equipo, informó a sus superiores por radio, y éstos, para su estupefacción, le habían dado órdenes de que lo dejaran allí y se marcharan. El sólo recordar el desprecio hacia la vida de uno de sus compañeros volvió a hacer que le hirviera la sangre en ese momento. La vida de aquel rehén, un diplomático, era importante para ellos, pero no la de un SEAL. Apretó la mano en torno al vaso de whisky. Si volviera a pasar por aquello habría hecho lo mismo. Había ignorado las órdenes, dejado a su equipo con el rehén para que lo protegieran, y había vuelto para sacar a Cazador de allí.
En esos momentos Cazador estaba en el hospital militar, recuperándose de sus heridas, pero él había recibido una sanción disciplinaria, y lo habían destinado un mes como guardaespaldas de una chalada que estudiaba las costumbres de los pescados. La vida era tremendamente injusta.
–¿Y qué clase de peces estudia exactamente? –inquirió Danny con la boca llena de cacahuetes.
–¿Eh? –contestó Zack, frunciendo el ceño. ¿Qué diablos importaría eso?
–Quiero decir que a lo mejor los peces que estudia son alguna especie interesante, como tiburones, por ejemplo –dijo su amigo–. En Hawai tenemos unos tiburones enormes, tío. Una vez vi uno tan grande que…
–Por favor, Dan… –le rogó Zack levantando una mano y contrayendo el rostro–. Ahora mismo no estoy para historias de Hawai.
Danny podía pasarse horas hablando sin cesar de la belleza de Hawai, sus playas paradisíacas, sus grandes olas, sus hermosas mujeres, y de las docenas de mujeres a las que había vuelto locas de amor, pero ese día Zack sencillamente no estaba de humor.
Danny sonrió.
–Vale, vale, tranquilo. Bueno, ¿y cuándo tienes que ir a ver a la científica ésa?
–Mañana a las ocho.
–¡Diantre, hermano, entonces alegra esa cara! Mientras dure la noche todavía eres libre.
Zack sonrió también, sintiéndose un poco mejor. Era cierto que aún faltaban horas para las ocho de la mañana.
–Supongo que tienes razón, Hula –dijo usando el apodo de Danny.
–Amigo, siempre tengo razón –respondió su amigo riéndose. Le hizo una señal a una camarera para que les sirviera otra ronda, y se volvió hacia Zack–. ¿Sabes qué deberíamos hacer? Buscar a un par de chicas guapas y hacer que esta noche valga por todo el mes de permiso que te han quitado –propuso levantando su jarra de cerveza–. Vamos a divertirnos, hermano.
–Papá, esto es ridículo –masculló Kimberley Danforth por el auricular del teléfono que tenía en su mano–. No quiero un «perro guardián», no lo necesito.
–Entonces hazlo por mí –contestó la voz profunda y autoritaria de Abraham Danforth al otro lado de la línea–. No podemos tomar esto a la ligera.
–Papá, esa amenaza iba dirigida contra ti, no contra mí –replicó.
Por su puesto que había sentido temor por la seguridad de su padre al enterarse de que había recibido aquella amenaza, y por supuesto que estaba preocupada, pero no comprendía cómo podía afectarle eso a ella.
Hubo una larga pausa, y escuchó a su padre inspirar profundamente.
–Kimberley, sea quien sea quien está detrás de esa amenaza, lo que quiere es que retire mi candidatura, y la forma más fácil sería poniendo en peligro la vida de quienes quiero, de mi familia.
Kimberley suspiró. Su padre jamás había sido exactamente cariñoso y abnegado. De hecho, en vez de como un padre, lo había visto siempre como un hombre de negocios que se había dedicado en cuerpo y alma a aumentar la riqueza y el prestigio de la familia, en lugar de pasar tiempo con sus hijos. Pero, aun así, sabía que a su manera los quería, y que se preocupaba por ellos, sobre todo por ella, que era la menor, y su única hija.
Además, aunque quizá con cierta torpeza, lo cierto era que su padre estaba intentando arreglar sus errores del pasado, comportarse como el padre que ella hubiese querido que fuera. La persona que había estado enviándole mensajes amenazantes por correo electrónico no la había mencionado, por lo que no le parecía que pudiera estar en peligro, pero su padre tenía suficientes preocupaciones como para darle una más negándose a aceptar ese guardaespaldas. Si aquello lo hacía sentirse más tranquilo, tal vez debiera rendirse y dejar de discutir con él.
Y, por otra parte, su tío Harold, el hermano menor de su padre, la había instado también una y otra vez a que aceptara, y le costaba aún más negarse a lo que le pedía su tío, porque, dado que carecía de las responsabilidades de su padre sobre el negocio familiar, había tenido más tiempo, y había sido una especie de padre sustituto para ella y sus hermanos.
–Está bien –capituló–, puedes contratar a ese guardaespaldas, pero no se alojará aquí.
–Kim, por favor, no seas cabezota –le dijo su padre en un tono impaciente, como si habiendo ganado la discusión tuviera prisa por colgar y pasar a otra cosa–. Ponle en la habitación de invitados y ya está.
–Papá, no voy a dejar que un extraño duerma en mi casa.
–No es un extraño, es el hijo de…
–Sí, ya lo sé, de ese amigo que tuviste en la Armada –lo interrumpió ella con voz cansina, antes de que empezara otra vez a contarle historias de la guerra.
–Exacto, y llegará en cualquier momento –dijo su padre–. Espero que cooperes y no le pongas las cosas difíciles.
–Papá, no…
–Lo siento, tesoro, pero tengo que dejarte.
Y antes de que Kim pudiera decir otra palabra, había colgado.
–Un placer hablar contigo, papá –farfulló, colgando el teléfono.
Justamente en ese momento sonó el timbre de la puerta y, resoplando, la joven se dirigió al vestíbulo, todavía con ganas de pelea. Al abrir la puerta se encontró frente a ella a un hombre con gafas de sol y cara de pocos amigos. Era tan alto y fornido que parecía ocupar todo el espacio del pequeño porche delantero. Tenía el cabello castaño rojizo muy corto, y llevaba unos vaqueros desgastados en las rodillas, una chaqueta de cuero y una camiseta negra. ¿No sería aquel el guardaespaldas que le enviaba su padre? Siempre había pensado que los militares eran gente un poco más… presentable.
–¿Sí?
El hombre contrajo el rostro, frunció el ceño y se frotó la sien.
–¿Le importaría no gritar? –le pidió apretando los dientes.
–No he gritado.
–Sí lo ha hecho; ahora mismo lo está haciendo –contestó él, quitándose las gafas y guiñando los ojos por la luz del día–. Mierda, cómo odio las mañanas.
Kim se fijó en que en torno a sus ojos, de un tono entre azul y verde, había marcas de cansancio y falta de sueño que indicaban que había trasnochado y, a lo que parecía, probablemente había estado bebiendo. Dios, aquel tipo desaliñado, malhablado, y con resaca no podía ser el hombre que había contratado su padre…
–¿Qué quiere?
–¿Que qué quiero? –respondió él–. Lo que quiero es un par de aspirinas, una habitación oscura… y estar en cualquier lugar excepto aquí.
–Estupendo –dijo ella, aferrando los dedos en torno al picaporte, dispuesta a darle con la puerta en las narices–. En ese caso… ¿por qué no se va a cualquier otro lugar, a su casa, por ejemplo, y se toma esa aspirina y se acuesta?
Trató de cerrar, pero el hombre interpuso el pie entre la puerta y el marco, impidiéndoselo. Kim entornó los ojos, e ignoró el vuelco de miedo que le dio el estómago. Exteriorizarlo la habría hecho parecer débil y vulnerable.
–Quite el pie de ahí o se lo romperé.
–¿Sabe qué? Lo mejor será que empecemos de nuevo –respondió él sin apartarlo.
–Mejor será que no –farfulló ella, empujando la puerta con los brazos, el hombro, y la cadera.
El hombre apretó los labios.
–Eso duele.
–Ésa es la idea.
Él resopló.
–Venga, déjeme entrar. Es usted Kimberley Danforth, ¿no?
–Oh, ¿se supone que tengo que confiar en usted sólo porque sabe mi nombre? –masculló Kim, empujando la puerta con todo su peso.
El hombre puso una mano contra la madera, empujó, y con una facilidad pasmosa, consiguió abrirla unos centímetros más.
–¿Qué cree que está haciendo? –exclamó Kim irritada, sin dejar de empujar–. Váyase de aquí de una vez.
–Soy Zack Sheridan.
–Pues qué bien.
–Me envía su padre.
La mención de su progenitor hizo que Kim bajara la guardia. Entonces… ¿aquel tipo era el hombre que su padre había enviado como guardaespaldas? Su estupefacción había hecho que dejara de hacer fuerza, y la puerta se abrió, casi dejando caer a Zack.
–Diablos, qué manera de empezar el día –farfulló irguiéndose.
–Escuche, me da igual que lo haya enviado mi padre –le dijo Kim, cruzándose de brazos y mirándolo a los ojos–. No lo quiero aquí. No necesito un «perro guardián».
–A mí no me lo diga, yo sólo cumplo órdenes –contestó él, encogiéndose de hombros.
–Mire –gruñó Kim, tomando las gafas del cuello en uve de su camiseta y poniéndolas. Sólo las necesitaba para leer, pero inconscientemente solía ponérselas cuando quería mantener las distancias–, se lo diré muy clarito: no necesito su ayuda, así que, ¿por qué no se larga?
–Ojalá pudiera –farfulló él. Subió el último escalón, y avanzó sin miramientos haciéndola echarse a un lado, cuando entró en la casa.
–Oh, por favor, pase, no sea tímido –masculló Kim irritada, observando cómo escrutaba el pequeño vestíbulo.
La casa donde vivía era una pequeña vivienda de dos dormitorios. Cierto que las cañerías estaban en mal estado, que el cuarto de baño era minúsculo, la sala de estar y la cocina no mucho mayores, y que en el jardincito apenas podían darse diez pasos, pero era su casa, una casa que había decorado y reparado personalmente con el mayor mimo y esmero, y que no estaba dispuesta a compartir con aquel bestia, aunque fuera sólo algo temporal.
–Bonita casa –murmuró Zack.
–Gracias. Y ahora, si no le importa…
–Señorita –la interrumpió el SEAL cruzando los brazos sobre su impresionante tórax, y mirándola fijamente a los ojos–: le guste o no, estamos juntos en esto. Además, créame, para mí esto no son precisamente unas vacaciones, tener que hacer de niñera de una chiflada que se dedica a estudiar a los peces.
–¿Cómo me ha llamado? –inquirió Kim, irguiéndose y poniendo los brazos en jarras–. Soy doctora en biología marina.
–¿Y?
–Pues que prefiero ese término a «chiflada».
–Bueno, ya lo imagino –contestó él riéndose. La sonrisa se borró de sus labios cuando advirtió que estaba verdaderamente molesta–. De acuerdo, lo siento: doctora Danforth, entonces.
Kim asintió con la cabeza.
–Sí, bien… –continuó Zack–. Como le decía, más le vale ir haciéndose a la idea, porque usted y yo vamos a ser amigos a partir de ahora.
La joven sintió que la ira volvía a apoderarse de ella.
–Yo no…
Zack dejó su petate en el suelo, y le dirigió una sonrisa paciente que probablemente reservaba a los tontos y los niños.
–Si no se va ahora mismo, yo… yo… llamaré a mi padre.
–Bien, dígale que mi viejo le manda saludos –contestó él–. Aunque no veo de qué le va a servir llamarlo cuando ha sido él quien me ha hecho venir.
La irritación de Kim iba en aumento.
–En ese caso llamaré a su comandante.
Zack pasó a la sala de estar y se dejó caer en un sofá, estirando las piernas delante de él, como quien se dispone a ponerse cómodo.
–Hágalo; le alegrará saber que por una vez he sido puntual.
Kim estaba perdiendo el control, lo sentía escurrírsele entre los dedos como una carpa escurridiza. Su superior no la escucharía, porque su padre ya se habría asegurado de convencerlo para que no lo hiciera.
Cerró la puerta resoplando, entró también a la sala de estar y se puso frente al SEAL mirándolo con odio.
–Llamaré a la policía. Lo arrestarán.
Por un instante, una chispa de esperanza pareció iluminar los ojos de Zack.
–¿Cree que lo harían? –inquirió. Pero rápidamente meneó la cabeza–. No, lo dudo. Olvídelo, encanto.
–No me llame «encanto» –masculló Kim, poniéndose tensa.
Zack volvió a ponerse las gafas de sol, recostó la cabeza en el brazo del sofá, y suspiró.
–De acuerdo, nada de llamarla «encanto». Apuntado.
–Esto no saldrá bien –farfulló Kim desesperada.
Bajándose un poco las gafas para mirarla, Zack le dirigió una sonrisa que le produjo un extraño cosquilleo en el estómago.
–Nena, soy un SEAL. Mi trabajo es hacer que las cosas salgan bien.
Mientras Kim caminaba arriba y abajo por la sala de estar con el teléfono inalámbrico en la mano, Zack la observó compadeciéndose de la persona del otro lado de la línea a quién estaba pegándole gritos.
–Me da igual que esté reunido –estaba diciendo–. Quiero hablar con mi padre; ahora –se quedó callada un instante–. De acuerdo, espero.
Zack no pudo evitar fijarse en el modo en que la turgencia de sus senos se marcaba bajo la camiseta azul celeste de cuello de pico que llevaba. Tampoco le pasó desapercibido el trozo de piel bronceada que quedaba expuesto entre el dobladillo de la camiseta y la cinturilla del pantalón de chándal gris claro que llevaba, y el brillo de su cabello negro, recogido en una coleta que le golpeaba la espalda a cada paso, lo tenía fascinado. Nunca hubiera pensado que una bióloga marina pudiera resultar atractiva.
–Dudo que lo consiga –le dijo.
Kim se volvió hacia él.
–¿El qué?
–Librarse de mí –respondió Zack. La joven frunció aún más el ceño, y entornó sus ojos verdes pardos. Diablos, cuanto más se enfadaba, más guapa se ponía–. Yo intenté por todos los medios negarme a este trabajo, pero no tenía elección.
–¿Se negó?
Zack se rió entre dientes.
–¿Cree que ésta es mi idea de pasarlo bien?
Pensativa, Kim tapó el micrófono del teléfono con la mano libre.
–¿Qué quiere decir con eso de que no tenía elección?
–Es una larga historia –farfulló él, entrelazando las manos sobre el estómago. No iba a ponerse a contarle sus repetidos desafíos a la autoridad de sus superiores. No era asunto suyo, y además, no quería pensar en ello, porque el hacerlo le recordaba que su equipo estaba disfrutando de un mes de permiso con todos los gastos pagados, mientras que él estaba allí teniendo que aguantarla a ella–. Digamos simplemente que me advirtieron que, si me negaba a hacer este trabajo, me expulsarían del ejército, y no pienso permitir que eso ocurra. Me ha costado mucho llegar a donde estoy.
–Está bien –dijo Kim, tomando una decisión. Apretó un botón para colgar el teléfono, se cruzó de brazos y lo miró a los ojos–. Si no hay otra opción más que pasar por esto, creo que al menos deberíamos establecer unas normas.