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La llamada de la selva es una obra maestra de Jack London que examina la lucha por la supervivencia en un entorno hostil y la transformación del ser humano frente a las adversidades. La novela sigue la historia de Buck, un perro doméstico que es arrancado de su vida cómoda en California y llevado a Klondike durante la fiebre del oro, donde descubre su instinto primigenio y su conexión con la naturaleza. A medida que Buck es forzado a adaptarse a su nuevo entorno, London explora temas de instinto, brutalidad y el retorno a lo salvaje. Buck se convierte en un símbolo de la resiliencia y la capacidad de adaptación, despojándose de las capas de civilización que lo mantenían domesticado. La obra plantea una crítica a la civilización, mostrando cómo la lucha por la supervivencia puede revelar tanto la nobleza como la crueldad inherentes en los seres vivos.
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Seitenzahl: 170
Jack London
LA LLAMADA DE LA SELVA
Título original:
“The Call of the Wild”
Primera edición
Sumario
PRESENTACIÓN
LA LLAMADA DE LA SELVA
Capítulo 1 - La vuelta al atavismo
Capítulo 2 - La ley del garrote y el colmillo
Capítulo 3 - La primitiva bestia dominante
Capítulo 4 - La conquista del poder
Capítulo 5 - El duro esfuerzo del camino
Capítulo 6 - Por el amor de un hombre
Capítulo 7 - El eco de la llamada
Jack London
1876 – 1916
Jack London fue un escritor estadounidense y periodista, ampliamente reconocido como uno de los autores más influyentes de la literatura del siglo XX. Nacido en San Francisco, California, es conocido por sus relatos y novelas de aventuras que exploran la lucha por la supervivencia en condiciones extremas y el poder implacable de la naturaleza. Entre sus obras más famosas se encuentran The Call of the Wild (1903) y White Fang (1906), que lo consolidaron como una de las grandes figuras del naturalismo literario.
Primeros años y educación
Jack London nació en una familia humilde y enfrentó la pobreza desde una edad temprana. Su infancia fue dura y marcada por varios trabajos físicos, desde obrero hasta pescador. Esta experiencia directa con el trabajo manual y las dificultades económicas influyó profundamente en su perspectiva de la vida y en su obra. A pesar de estas dificultades, London logró completar su educación secundaria y pasó brevemente por la Universidad de California, Berkeley, antes de abandonarla por problemas financieros. A partir de ahí, se dedicó por completo a la escritura, un camino que le permitiría escapar de la pobreza.
Carrera y contribuciones
London escribió más de 50 libros a lo largo de su carrera, incluyendo novelas, cuentos cortos y ensayos. Su estilo se caracteriza por una narrativa directa y enérgica, que refleja las duras realidades de la naturaleza y la sociedad. En The Call of the Wild, London cuenta la historia de un perro llamado Buck que es arrancado de su vida cómoda en California y llevado al Yukón, donde debe adaptarse a la brutalidad de la vida en el Ártico. La novela es una reflexión sobre el instinto primitivo, la lucha por la supervivencia y la conexión del ser vivo con la naturaleza.
Otra de sus obras icónicas, White Fang, sigue a un lobo domesticado que lucha entre sus instintos salvajes y la civilización humana. Ambos libros no solo destacan por sus emocionantes tramas, sino también por sus profundas meditaciones sobre el poder, la adaptación y la lucha por la existencia en un mundo hostil.
Impacto y legado
Jack London fue un pionero del naturalismo en la literatura estadounidense, un movimiento que subraya la influencia del entorno y los instintos sobre el comportamiento humano y animal. Su visión de la naturaleza como una fuerza brutal e implacable, donde solo los más fuertes sobreviven, le permitió explorar temas existenciales sobre la condición humana. Aunque a menudo asociado con aventuras para lectores jóvenes, sus obras contienen una crítica social que refleja sus ideas socialistas y su lucha contra la injusticia económica.
London no solo tuvo éxito comercial en vida, sino que también influyó a generaciones de escritores y aventureros. Su estilo vívido y su capacidad para capturar la crudeza de la naturaleza han dejado una marca indeleble en la literatura mundial.
Muerte y legado
Jack London murió joven, a los 40 años, en 1916, debido a complicaciones derivadas de problemas de salud crónicos, agravados por su estilo de vida intenso. A pesar de su corta vida, su legado literario es vasto y sigue inspirando a lectores y escritores. Su obra, que captura tanto la belleza como la brutalidad de la naturaleza, sigue siendo un pilar fundamental en la literatura estadounidense, y su nombre permanece asociado a historias de resistencia, aventura y supervivencia frente a la adversidad.
Sobre la obra
La llamada de la selva es una obra maestra de Jack London que examina la lucha por la supervivencia en un entorno hostil y la transformación del ser humano frente a las adversidades. La novela sigue la historia de Buck, un perro doméstico que es arrancado de su vida cómoda en California y llevado a Klondike durante la fiebre del oro, donde descubre su instinto primigenio y su conexión con la naturaleza.
A medida que Buck es forzado a adaptarse a su nuevo entorno, London explora temas de instinto, brutalidad y el retorno a lo salvaje. Buck se convierte en un símbolo de la resiliencia y la capacidad de adaptación, despojándose de las capas de civilización que lo mantenían domesticado. La obra plantea una crítica a la civilización, mostrando cómo la lucha por la supervivencia puede revelar tanto la nobleza como la crueldad inherentes en los seres vivos.
Desde su publicación, La llamada de la selva ha sido reconocida por su poderosa narrativa y su exploración de la dualidad de la naturaleza humana. La historia de Buck y su viaje hacia la autoafirmación y la libertad ha inspirado adaptaciones en cine, teatro y otras formas de arte. Los personajes, en particular Buck y John Thornton, se han convertido en símbolos de la conexión profunda entre el hombre y la naturaleza.
La novela sigue siendo relevante por su representación de la lucha por la supervivencia y la búsqueda de identidad en un mundo cambiante. Al examinar la relación entre la civilización y la naturaleza, La llamada de la selva ofrece reflexiones sobre la esencia del ser humano y su lugar en el mundo natural, cuestiones que continúan resonando en la sociedad moderna.
Nostalgias inmemoriales de nomadismo brotan debilitando la esclavitud del hábito; de su sueño invernal despierta otra vez, feroz, la tensión salvaje.
Buck no leía los periódicos, de lo contrario habría sabido que una amenaza se cernía no sólo sobre él, sino sobre cualquier otro perro de la costa, entre Puget Sound y San Diego, con fuerte musculatura y largo y abrigado pelaje. Porque a tientas, en la oscuridad del Ártico, unos hombres habían encontrado un metal amarillo y, debido a que las compañías navieras y de transporte propagaron el hallazgo, miles de otros hombres se lanzaban hacia el norte. Estos hombres necesitaban perros, y los querían recios, con una fuerte musculatura que los hiciera resistentes al trabajo duro y un pelo abundante que los protegiera del frío.
Buck vivía en una extensa propiedad del soleado valle de Santa Clara, conocida como la finca del juez Miller. La casa estaba apartada de la carretera, semioculta entre los árboles a través de los cuales se podía vislumbrar la ancha y fresca galería que la rodeaba por los cuatro costados. Se llegaba a ella por senderos de grava que serpenteaban entre amplios espacios cubiertos de césped y bajo las ramas entrelazadas de altos álamos. En la parte trasera las cosas adquirían proporciones todavía más vastas que en la delantera. Había espaciosas caballerizas atendidas por una docena de cuidadores y mozos de cuadra, hileras de casitas con su enredadera para el personal, una larga y ordenada fila de letrinas, extensas pérgolas emparradas, verdes prados, huertos y bancales de fresas y frambuesas. Había también una bomba para — el pozo artesiano y un gran estanque de hormigón donde los chicos del juez Miller se daban un chapuzón por las mañanas y aliviaban el calor en las tardes de verano.
Sobre aquellos amplios dominios reinaba Buck. Allí había nacido y allí había vivido los cuatro años de su existencia. Es verdad que había otros perros, pero no contaban. Iban y venían, se instalaban en las espaciosas perreras o moraban discretamente en los rincones de la casa, como Toots, la perrita japonesa, o Ysabel, la pelona mexicana, curiosas criaturas que rara vez asomaban el hocico de puertas afuera o ponían las patas en el exterior. Una veintena al menos de foxterriers ladraba ominosas promesas a Toots e Ysabel, que los miraban por las ventanas, protegidas por una legión de criadas armadas de escobas y fregonas.
Pero Buck no era perro de casa ni de jauría. Suya era la totalidad de aquel ámbito. Se zambullía en la alberca o salía a cazar con los hijos del juez, escoltaba a sus hijas, Mollie y Alice, en las largas caminatas que emprendían al atardecer o por la mañana temprano, se tendía a los pies del juez delante del fuego que rugía en la chimenea en las noches de invierno, llevaba sobre el lomo a los nietos de Miller o los hacía rodar por la hierba, y vigilaba sus pasos en las osadas excursiones de los niños hasta la fuente de las caballerizas e incluso más allá, donde estaban los potreros y los bancales de bayas. Pasaba altivamente por entre los foxterriers, y a Toots e Ysabel no les hacía el menor caso, pues era el rey, un monarca que regía sobre todo ser viviente que reptase, anduviera o volase en la finca del juez Miller, humanos incluidos.
Su padre, Elmo, un enorme san bernardo, había sido compañero inseparable del juez, y Buck prometía seguir los pasos de su padre. No era tan grande — pesaba sólo sesenta kilos — porque su madre, Shep, había sido una perra pastora escocesa. Pero sus sesenta kilos, añadidos a la dignidad que proporcionan la buena vida y el respeto general, le otorgaban un porte verdaderamente regio. En sus cuatro años había vivido la regalada existencia de un aristócrata: era orgulloso y hasta egotista, como llegan a serlo a veces los señores rurales debido a su aislamiento. Pero se había librado de no ser más que un consentido perro doméstico. La caza y otros entretenimientos parecidos al aire libre habían impedido que engordase y le habían fortalecido los músculos; y para él, como para todas las razas adictas a la ducha fría, la afición al agua había sido un tónico y una forma de mantener la salud.
Así era el perro Buck en el otoño de 1897, cuando multitud de individuos del mundo entero se sentían irresistiblemente atraídos hacia el norte por el descubrimiento que se había producido en Klondike. Pero Buck no leía los periódicos ni sabía que Manuel, uno de los ayudantes del jardinero, fuera un sujeto indeseable. Manuel tenía un vicio, le apasionaba la lotería china. Y además jugaba confiando en un método, lo que lo llevó a la ruina inevitable. Porque el jugar según un método requiere dinero, y el salario de un ayudante de jardinero escasamente cubre las necesidades de una esposa y una numerosa prole.
La memorable noche de la traición de Manuel, el juez se encontraba en una reunión de la Asociación de Cultivadores de Pasas y los muchachos, atareados en la organización de un club deportivo. Nadie vio salir a Manuel con Buck y atravesar el huerto, y el animal supuso que era simplemente un paseo. Y nadie, aparte de un solitario individuo, les vio llegar al modesto apeadero conocido como College Park. Aquel sujeto habló con Manuel y hubo entre los dos un intercambio de monedas.
— Podrías envolver la mercancía antes de entregarla — refunfuñó el desconocido, y Manuel pasó una fuerte soga por el cuello de Buck, debajo del collar.
— Si la retuerces lo dejarás sin aliento — dijo Manuel, y el desconocido afirmó con un gruñido.
Buck había aceptado la soga con serena dignidad. Era un acto insólito, pero él había aprendido a confiar en los hombres que conocía y a reconocerles una sabiduría superior a la suya. Pero cuando los extremos de la soga pasaron a manos del desconocido, soltó un gruñido amenazador. No había hecho más que dejar entrever su disgusto, convencido en su orgullo que una mera insinuación equivalía a una orden. Pero para su sorpresa, la soga se le tensó en torno al cuello y le cortó la respiración. Furioso, saltó hacia el hombre, quien lo interceptó a medio camino, lo aferró del cogote y, con un hábil movimiento, lo arrojó al suelo. A continuación, apretó con crueldad la soga, mientras Buck luchaba frenéticamente con la lengua fuera y un inútil jadeo de su gran pecho. Jamás en la vida lo habían tratado con tanta crueldad, y nunca había experimentado un furor semejante. Pero las fuerzas le abandonaron, se le pusieron los ojos vidriosos y no se enteró siquiera de que, al detenerse el tren, los dos hombres lo arrojaban al interior del furgón de carga.
Al volver en sí tuvo la vaga conciencia de que le dolía la lengua y de que estaba viajando en un vehículo que traqueteaba. El agudo y estridente silbato de la locomotora al acercarse a un cruce le reveló dónde estaba. Había viajado demasiadas veces con el juez, para no reconocer la sensación de estar en un furgón de carga. Abrió los ojos, y en ellos se reflejó la incontenible indignación de un monarca secuestrado. El hombre intentó cogerlo por el pescuezo, pero Buck fue más rápido que él. Sus mandíbulas se cerraron sobre la mano y él no las aflojó hasta que una vez más perdió el sentido.
— Le dan ataques — dijo el hombre, ocultando la mano herida ante la presencia del encargado del vagón, a quien había atraído el ruido del incidente. Lo llevo a San Francisco. El amo lo manda a un veterinario que cree que podrá curarlo.
Acerca del viaje de aquella noche habló el hombre con suma elocuencia en la trastienda de una taberna en el muelle de San Francisco.
— No saco más que cincuenta por él — rezongó — y no lo volvería a hacer por mil, a toca teja.
Llevaba la mano envuelta en un pañuelo ensangrentado y tenía la pernera derecha del pantalón rasgada de la rodilla al tobillo.
— ¿Cuánto sacó el otro pasmado? — preguntó el tabernero.
— Cien — fue la respuesta — No habría aceptado ni un céntimo menos, así que…
— Eso hace ciento cincuenta — calculó el tabernero — y ése los vale, o yo no sé nada de perros.
El otro se quitó el vendaje ensangrentado y se miró la mano herida.
— Si no pillo la rabia…
— Será porque naciste de pie — dijo riendo el tabernero — Venga, dame la mano antes de marcharte — añadió.
Aturdido, sufriendo un dolor intolerable en la garganta y en la lengua, medio asfixiado, Buck intentó hacer frente a sus torturadores. Pero una y otra vez lo tumbaron y le apretaron más la cuerda hasta que lograron limar el grueso collar de latón y quitárselo del pescuezo. Entonces retiraron la soga y con violencia lo metieron en un cajón grande semejante a una jaula.
Allí estuvo echado durante el resto de aquella agotadora noche rumiando su cólera y su orgullo herido. No podía entender qué significaba todo aquello. ¿Qué querían de él aquellos desconocidos? ¿Por qué lo tenían encerrado en aquella estrecha jaula? No sabía por qué, pero se sentía oprimido por una vaga sensación de inminente calamidad. Varias veces durante la noche, al oír el ruido de la puerta del cobertizo al abrirse, se puso de pie de un salto esperando ver al juez, o al menos a los muchachos. Pero una y otra vez fue el rostro mofletudo del tabernero, que se asomaba y lo miraba a la mortecina luz de una vela de sebo. Y cada vez el alegre ladrido que brotaba de la garganta de Buck se trocaba en un gruñido salvaje.
Pero el tabernero lo dejó en paz, y por la mañana entraron cuatro individuos que cogieron el cajón. Más torturadores, pensó Buck, porque tenían un aspecto andrajoso y desaseado; y se puso a ladrarles con furia a través de los barrotes. Ellos se limitaron a reír y azuzarle con unos palos a los que inmediatamente Buck atacó con los colmillos hasta que comprendió que eso era lo que querían. Entonces se tumbó hoscamente en el suelo y dejó que cargaran el cajón a una vagoneta. Después, él y la jaula en la que estaba prisionero iniciaron un tránsito de mano en mano. Los empleados de un despacho de mercancías se hicieron cargo de él; fue transportado en otra vagoneta; una camioneta lo llevó, junto con una serie de cajas y paquetes, hasta un trasbordador; otra lo sacó para introducirlo en un gran almacén ferroviario, y finalmente fue depositado en el furgón de un tren expreso.
El furgón fue arrastrado a lo largo de dos días con sus noches a la cola de ruidosas locomotoras; y durante dos días y dos noches estuvo Buck sin comer ni beber. En su furia había respondido gruñendo a las primeras tentativas de aproximación de los empleados del tren, a lo que ellos habían correspondido azuzándole. Cuando Buck, temblando y echando espuma por la boca, se lanzaba contra las tablas, ellos se reían y se burlaban de él. Gruñían y ladraban como perros odiosos, maullaban y graznaban agitando los brazos. Aquello era muy ridículo, lo sabía, pero cuanto más ridículo, más afrentaba a su dignidad, y su furor aumentaba. El hambre no lo afligía tanto, pero la falta de agua era un verdadero sufrimiento que intensificaba su cólera hasta extremos febriles. Y en efecto, siendo como era nervioso por naturaleza y extremadamente sensible, el maltrato le había provocado fiebre, incrementada por la irritación de la garganta y la lengua reseca e hinchada.
Sólo una cosa le alegraba: ya no llevaba la soga al cuello. Eso les había dado una injusta ventaja; pero ahora que no la llevaba, ya les enseñaría. jamás volverían a colocarle otra soga en el cuello, estaba resuelto. Había pasado dos días y dos noches sin comer ni beber, y durante esos días y noches de tormento había acumulado una reserva de ira que no auguraba nada bueno para el primero que le provocase. Sus ojos se inyectaron en sangre y se convirtió en un demonio furioso. Tan cambiado estaba que el propio juez no lo habría reconocido; y los empleados del ferrocarril respiraron con alivio cuando se desembarazaron de él en Seattle.
Cuatro hombres transportaron con cautela el cajón en un carromato hasta el interior de un pequeño patio trasero rodeado por un muro. Un tipo fornido; con un jersey rojo de cuello desbocado, salió a firmar el recibo del conductor. Aquel hombre, presintió Buck, era el siguiente torturador. Y se lanzó salvajemente contra las tablas. El hombre sonrió con crueldad y trajo un hacha y un garrote.
— No irá a soltarlo ahora, ¿verdad?… — preguntó el conductor.
— Desde luego — replicó el hombre, al tiempo que hincaba el hacha en el cajón a modo de palanca.
Se produjo la inmediata espantada de los cuatro hombres que lo habían traído, que, encaramados al muro, se aprestaron a presenciar el espectáculo.
Buck se abalanzó sobre la tabla astillada, en la que clavó los dientes, luchando con furor con la madera. Dondequiera que el hacha caía por fuera, allí estaba él por dentro, rugiendo, tan violentamente ansioso él por salir como lo estaba el hombre del jersey rojo para sacarle de allí con fría deliberación.
— Ahora, demonio de ojos enrojecidos — dijo, una vez abierta una brecha que permitía el pasaje del cuerpo de Buck. Al mismo tiempo, dejó caer el hacha y se cambió el garrote a la mano derecha.
Y Buck era verdaderamente un demonio que lanzaba fuego por los ojos en el momento de disponerse a saltar con los pelos erizados, la boca en vuelta en espuma y un brillo enloquecido en los ojos inyectados en sangre. Directamente contra el hombre lanzó sus sesenta kilos de furia, acrecentados por la pasión contenida de dos días y dos noches. Pero ya lanzado, en el momento mismo en que sus quijadas estaban por cerrarse sobre la presa, recibió un impacto que detuvo su cuerpo y le hizo juntar los dientes con un doloroso golpe seco. Tras una voltereta en el aire, se dio con el lomo y el costado contra el suelo. Como nunca en su vida le habían golpeado con un garrote, se quedó pasmado. Soltando un gruñido que tenía más de queja que de ladrido, se puso en pie y volvió a arremeter. Y nuevamente recibió un golpe y cayó al suelo anonadado. Esta vez comprendió que había sido el garrote, pero su exaltación no admitía la cautela. Una docena de veces volvió a acometer y con igual frecuencia el garrote frustró la embestida y acabó con él en el suelo.
Después de un golpe especialmente feroz, sus patas vacilaron y quedó demasiado aturdido para atacar. Se tambaleó sin fuerzas, con sangre manándole de la nariz, la boca y las orejas, con el hermoso pelaje salpicado y con manchas de saliva ensangrentada. Entonces el hombre avanzó y deliberadamente le asestó un espantoso golpe en el hocico. Todo el dolor que había soportado Buck no fue nada en comparación con la intensa agonía de éste. Con un rugido de ferocidad casi leonina, volvió a lanzarse contra el hombre. Pero el hombre, pasándose el garrote de la derecha a la izquierda, cogió diestramente a Buck por debajo del maxilar inferior, dando al mismo tiempo un tirón hacia abajo y hacia atrás. Buck describió un círculo completo en el aire, para después golpear el suelo con la cabeza y el pecho.
Atacó por última vez. El hombre descargó entonces el golpe que le había reservado durante toda la lucha y Buck se derrumbó y cayó al suelo sin sentido.