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Publicada en 1903, y traducida unas veces como "La llamada de la selva" y otras como "La llamada de lo salvaje" ("
The Call of the Wild" es el título original), se trata de una novela del narrador norteamericano Jack London que no tiene como protagonista a ninguno de los seres humanos representados en la historia, sino a un perro llamado Buck. Nacido del cruce de un San Bernardo con una perra escocesa de pastor, Buck vive en las tibias tierras del Sur como dueño indiscutible de la casa y la granja del juez Miller.
Sin embargo, unos desaprensivos raptan a Buck para ser vendido en las heladas tierras del norte. Una vez en el Yukón, Buck aprende pronto la "ley del garrote y del colmillo", abandona el carácter pacífico y bondadoso que una vida regalada en su California de origen le había forjado y recupera sus feroces instintos primarios. La tremenda violencia y crueldad que Buck debe afrontar quedan mitigadas, sin embargo, por el apasionado amor y la fidelidad a toda prueba que el perro siente por su amo John Thornton.
Muerto su amo, seguirá la llamada del instinto, de la naturaleza ancestral y salvaje, para unirse a su hermano el husky-lobo.
"La llamada de lo salvaje" es la primera novela de Jack London, y en ella revela su fe en el evolucionismo biológico y en la omnipotencia del ambiente; a pesar de la tesis, el libro es completamente vivo: es vivo Buck, son vivos los demás perros, con sus heroísmos, sus ferocidades y sus ambiciones. No hay que asombrarse de que en la América de su época el libro consiguiese un gran éxito, llamando a los hombres industrializados y mecanizados al acre perfume salvaje del instinto y a la verdad primordial de la naturaleza y de la vida.
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LA LLAMADA DE LO SALVAJE
1. Hacia lo primitivo
2. La ley del garrote y el colmillo
3. La dominante bestia primitiva
4. Aquel que se gana el poder
5. Las fatigas de la pista y el tiro
6. Por el amor de un hombre
7. El clamor de la llamada
«Brotan, nómadas, deseos inmemoriales
destrenzando las cadenas de la costumbre;
de su sueño de brumas despierta otra vez
la tensión animal que surge».
Buck no leía los periódicos; de lo contrario habría sabido que una amenaza se cernía no sólo sobre él, sino sobre cualquier perro de musculatura recia y pelaje denso y cálido que habitara en la costa, entre el estrecho de Puget y San Diego. Porque los hombres habían encontrado, a tientas, en las penumbras del Ártico, cierto metal amarillo y, dado que las compañías navieras y las de transportes pregonaron el hallazgo, miles de otros hombres se lanzaban presurosos hacia las tierras del norte. Estos hombres necesitaban perros, además perros resistentes, con una musculatura recia para el fatigoso trabajo y una abundante pelambrera que les protegiese de las heladas.
Buck vivía en una extensa finca en el soleado valle de Santa Clara, conocida como la hacienda del juez Miller. La casa estaba apartada de la carretera, medio escondida entre los árboles a través de los cuales apenas se podía vislumbrar la balconada ancha y fresca que la rodeaba por los cuatro costados. Se llegaba hasta ella por senderos de grava que serpenteaban por una amplia superficie cubierta de césped y bajo las ramas entrelazadas de los altos álamos. En la parte posterior, la finca era todavía más espaciosa. Había enormes caballerizas atendidas por una docena de palafreneros y mozos de cuadra, varias hileras de casitas con su enredadera para el personal de servicio, una fila larga y ordenada de cobertizos, pérgolas emparradas, verdes pastizales, huertos y bancales de bayas y frambuesas. Había también una bomba para el pozo artesiano y un gran estanque de cemento donde los chicos del juez Miller se daban un chapuzón por las mañanas y aliviaban el calor en las tardes de verano.
Sobre aquellos vastos dominios reinaba Buck. Allí había nacido y allí había pasado los primeros cuatro años de su existencia. Cierto que había otros perros (no podían faltar en un lugar tan enorme como aquél), pero poco contaban. Iban de acá para allá, se instalaban en las espaciosas perreras o se perdían discretamente en los rincones más oscuros de la casa, como Toots, el doguito japonés, o Ysabel, la pelona mejicana, curiosas criaturas que rara vez asomaban el hocico de puertas afuera y que apenas ponían las patas en el exterior. Por otra parte estaban los fox terriers, una veintena por lo menos, que ladraban promesas temerosas hacia Toots e Ysabel, quienes los miraban por las ventanas, protegidos por una legión de criadas armadas con escobas y fregonas.
Pero Buck no era perro doméstico ni de jauría. Suya era la totalidad de aquel reino. Se zambullía en la alberca o salía a cazar con los hijos del juez; escoltaba a sus hijas, Mollie y Alice, en las largas caminatas que emprendían al atardecer o por la mañana temprano; en las noches invernales se tendía a los pies del juez, ante el fuego que chisporroteaba en la biblioteca; llevaba sobre el lomo a los nietos del juez o los hacía rodar por la hierba, y vigilaba sus pasos en las osadas excursiones de los niños hasta la fuente de las caballerizas e incluso más allá, donde estaban los potreros y los bancales de bayas. Por entre los fox terriers pasaba con altivez, y a Toots e Ysabel no les hacía el menor caso, pues él era el rey, un monarca que regía sobre todo ser viviente que reptase, anduviera o volase por la finca del juez Miller, seres humanos incluidos.
Su padre, Elmo, un enorme san bernardo, había sido compañero inseparable del juez, y Buck prometía seguir los pasos de su progenitor. No era tan grande —pesaba sólo unos sesenta y cinco kilos— porque su madre, Shep, había sido una collie escocesa. Pero si a esos sesenta y cinco kilos se le sumaba la dignidad que poseía, producto de una vida regalada y el respeto universal que se le profesaba, el resultado era un porte de lo más majestuoso. Los cuatro primeros años de su vida, desde cachorro, habían sido cual los de un aristócrata satisfecho: era un tanto orgulloso y hasta egotista, como llegan a serlo a veces ciertos terratenientes rurales debido a su aislamiento. Pero se había librado de no ser más que un consentido perro doméstico. La caza y demás placeres de la vida al aire libre le habían impedido acumular grasas y le habían fortalecido los músculos; y para él, como para todas las razas proclives al agua fría, dicha afición le había servido de tónico que lo mantenía en buena forma.
Así era la vida del perro Buck en el otoño de 1897, cuando el hallazgo del Klondike arrastró a hombres de todo el mundo a las tierras heladas del norte. Pero Buck no leía los periódicos ni sospechaba siquiera que Manuel, uno de los ayudantes del jardinero, fuera un sujeto indeseable. Manuel tenía un vicio nefasto: le apasionaba la lotería china. Y, aún peor, como jugador tenía una particularidad nefasta: detentaba mucha fe en un método, lo que habría de llevarle irremisiblemente a la perdición. Porque jugar según un método requiere dinero, y el salario de un ayudante de jardinero apenas basta para cubrir las necesidades de una esposa y una numerosa prole.
El juez se encontraba en una reunión de la Sociedad de Cultivadores de Pasas y los muchachos estaban atareados en la organización de un club atlético aquella noche memorable en que Manuel perpetró su traición. Nadie lo vio salir con Buck y atravesar el huerto, y el mismo Buck supuso que se trataba simplemente de un paseo. Y nadie tampoco los vio llegar al modesto apeadero conocido como College Park, más que un hombre solitario que allí estaba y que fue quien habló con Manuel mientras unas monedas pasaban de una mano a otra.
—Ya podrías envolver la mercancía antes de entregarla —refunfuñó el desconocido, y Manuel dio dos vueltas al cuello de Buck, por debajo del collar, con una fuerte soga.
—Si la retuerces, lo ahogarás pero bien —dijo Manuel, y el desconocido afirmó con un gruñido.
Buck había aceptado la soga con serena dignidad. Desde luego que era un acto insólito, pero él había aprendido a confiar en los hombres que conocía y a reconocerles una sabiduría superior a la suya propia; pero cuando vio que los extremos de la soga pasaron a manos del desconocido, soltó un gruñido amenazador. No había hecho más que dejar entrever su descontento, convencido en su orgullo de que una mera insinuación equivalía a una orden. Pero cuál no sería su sorpresa cuando la soga le ciñó el cuello impidiéndole casi respirar. Furioso, se abalanzó sobre el hombre, quien le hizo frente, lo aferró fuerte del cuello y, con una hábil torsión, lo tiró de espaldas contra el suelo. A continuación, apretó sin piedad la soga, mientras Buck se debatía desesperado con la lengua fuera y jadeando inútilmente con su enorme pecho. Nunca en la vida lo habían tratado con tanta crueldad, y nunca había experimentado un furor semejante. Pero las fuerzas le abandonaban, se le empañaban los ojos y ni se enteró siquiera de que, al detenerse el tren, los dos hombres lo arrojaban al interior del furgón de carga.
Cuando recobró el sentido, tuvo la vaga conciencia de que le dolía la lengua y de que lo sacudían los traqueteos de algún tipo de vehículo. El ronco silbido de una locomotora al acercarse a un cruce le reveló dónde se hallaba. Había viajado demasiadas veces con el juez como para no reconocer la sensación de estar en un furgón de carga. Abrió los ojos, y en ellos se reflejó la indignación sin ambages de un monarca secuestrado. El hombre intentó cogerlo por el pescuezo, pero Buck fue más rápido que él. Sus fauces se cerraron sobre la mano y no las aflojó hasta perder el sentido una vez más.
—Le dan ataques —dijo el hombre, ocultando la mano herida ante la presencia del encargado del vagón, a quien había atraído el ruido del forcejeo—. Lo llevo a Frisco. El amo lo manda a un veterinario que es un fenómeno para que lo curen.
Lo ocurrido durante el viaje aquella noche, el hombre lo explicó con suma elocuencia en la trastienda de una taberna en el muelle de San Francisco.
—No saco más que cincuenta por él —rezongó—; y no lo volvería a hacer ni por mil a toca teja.
Llevaba la mano envuelta en un pañuelo ensangrentado y la pernera derecha del pantalón rasgada de la rodilla al tobillo.
—¿Cuánto sacó el otro figura? —preguntó el tabernero.
—Cien —fue la respuesta—. No lo dejaba por un céntimo menos, como te lo cuento…
—Eso hace ciento cincuenta —calculó el tabernero—; y bien los vale, o yo soy medio sueco.
El secuestrador se quitó el vendaje ensangrentado y se miró la mano herida.
—Si no pillo la rabia…
—Será porque naciste para morir ahorcado —dijo riendo el tabernero—. Venga, échame una mano antes de largarte —añadió.
Aturdido, sufriendo un dolor intolerable en la garganta y en la lengua, medio asfixiado, Buck intentó hacer frente a sus torturadores. Pero una y otra vez lo derribaron y le retorcieron varias veces la soga hasta que lograron limar el grueso collar de latón que llevaba al cuello. Entonces retiraron la soga y con violencia lo metieron en un cajón grande, semejante a una jaula.
Allí estuvo echado durante el resto de aquella noche, agotado, rumiando su cólera y su orgullo herido. No podía entender qué significaba todo aquello. ¿Qué querían de él aquellos desconocidos? ¿Por qué lo tenían encerrado en aquella caja tan estrecha? Desconocía las razones, pero se sentía oprimido por una vaga sensación de una calamidad inminente. Varias veces durante la noche, al oír el ruido de la puerta del cobertizo al abrirse, se puso de pie de un salto esperando ver al juez, o al menos a los muchachos. Pero siempre resultaba ser la cara mofletuda del tabernero, que se asomaba a echarle un vistazo a la mortecina luz de una vela de sebo. Y, cada vez, el ladrido lleno de alegría que temblaba en la garganta de Buck se transformaba en un gruñido feroz.
No obstante, el tabernero no lo molestó más y por la mañana entraron cuatro individuos que se llevaron el cajón. Más torturadores, pensó Buck, porque tenían un aspecto horrible, desharrapados y sucios; y se puso a ladrarles con furia y a rugirles a través de los barrotes. Ellos se limitaron a reír y azuzarle con palos que Buck se apresuró a morder hasta que se dio cuenta de que eso era justamente lo que querían. Así que se echó, resentido, y dejó que cargaran el cajón a una vagoneta. Después, él y la caja en la que estaba prisionero iniciaron un tránsito de mano en mano. Los empleados de un despacho de mercancías se hicieron cargo de él; fue transportado en otra vagoneta; una camioneta lo llevó, junto con una serie de cajas y paquetes, hasta un transbordador; otra lo sacó para introducirlo en un gran almacén ferroviario, y finalmente fue depositado en el vagón de un tren expreso.
Durante dos días con sus noches, el vagón se arrastró a la cola de ruidosas locomotoras; y durante dos días y dos noches estuvo Buck sin comer ni beber. En su furia había respondido gruñendo a las primeras tentativas de aproximación de los empleados del tren, a lo que ellos habían correspondido azuzándole como represalia. Cuando Buck, temblando y echando espuma por la boca, se lanzaba contra las tablas, ellos se reían de él y redoblaban sus burlas. Gruñían y ladraban como perros odiosos, maullaban y cacareaban, aleteando los brazos. Aquello era muy ridículo, lo sabía, pero cuanto más ridículo, más afrentaba a su dignidad, y su furor aumentaba por momentos. El hambre no lo afligía tanto, pero la falta de agua le resultaba muy penosa y avivaba su cólera hasta extremos febriles. Y, en efecto, siendo como era de naturaleza nerviosa y extremadamente sensible, el maltrato le había provocado fiebre, que crecía por la irritación de la garganta y de la lengua, hinchadas y resecas.
Sólo una cosa le alegraba: ya no llevaba la soga al cuello. Eso les había dado una injusta ventaja; pero ahora que no la llevaba, les iba a enseñar quién era. Jamás volverían a colocarle otra soga en el cuello, estaba resuelto. Durante dos días con sus noches ni comió ni bebió, y durante aquellos dos días y dos noches de tormento había acumulado una furia tal que no auguraba nada bueno para el primero que se pusiera en su camino. Tenía los ojos inyectados en sangre y se había convertido en una fiera rabiosa. Tan cambiado estaba que ni el mismo juez lo habría reconocido; y los empleados del ferrocarril respiraron con alivio cuando se desembarazaron de él en Seattle.
Cuatro mozos transportaron con cautela el cajón desde el vagón hasta el interior de un pequeño patio interior de altos muros. Un tipo fornido, con un jersey rojo de cuello desbocado, salió a firmar el recibo del conductor. Aquel hombre, presintió Buck, era el siguiente torturador. Y se lanzó salvajemente contra los barrotes. El hombre sonrió, implacable, y trajo un hacha y un garrote.
—No se le ocurrirá soltarlo ahora, ¿no? —preguntó el conductor.
—Claro que sí —replicó el hombre, al tiempo que hincaba el hacha en el cajón, haciendo palanca.
Los cuatro hombres que lo habían traído se apartaron presurosos y, encaramados al muro, se aprestaron a presenciar el espectáculo.
Buck se abalanzó sobre las tablas astilladas, clavándoles los dientes y luchando furioso contra ellas. A cada golpe del hacha en el exterior, allá estaba él gruñendo, rugiendo, tan violentamente ansioso por salir como el hombre del jersey rojo por sacarle de allí con fría deliberación.
—Ahora sí, sal, bestia furiosa —dijo, una vez abierta una brecha que permitía el pasaje del cuerpo de Buck. Y, al mismo tiempo, dejó caer el hacha y se cambió el garrote a la mano derecha.
Y es verdad que Buck se había convertido en una bestia furiosa en el momento en que se dispuso a saltar con los pelos erizados, la boca llena de espuma y un brillo enloquecido en los ojos inyectados en sangre. Con toda determinación lanzó sus sesenta y cinco kilos de furia contra el hombre, acrecentados por la pasión contenida de dos días y dos noches encerrado. Pero en pleno salto, en el momento mismo en que sus fauces estaban por cerrarse sobre el hombre, recibió un impacto que detuvo su cuerpo y le hizo rechinar los dientes en una agónica dentellada. Se retorció en el aire, dándose con el lomo y el costado contra el suelo. En su vida le habían golpeado con un palo, y no acababa de comprenderlo. Soltando un gruñido que tenía más de queja que de ladrido, se puso en pie y volvió a arremeter. Y nuevamente recibió un golpe y cayó al suelo anonadado. Esta vez comprendió que había sido el garrote, pero su exaltación no admitía cautela. Una docena de veces volvió a acometer y, con igual frecuencia, el garrote frustró la embestida y acabó con él en el suelo.
Después de un golpe especialmente violento, sus patas vacilaron y quedó demasiado aturdido como para atacar. Se tambaleaba sin fuerzas, le salía sangre de la nariz, de la boca y de las orejas, y tenía el hermoso pelaje salpicado con manchas de baba ensangrentada. Entonces, el hombre avanzó y le asestó con saña un espantoso golpe en el hocico. Todo el dolor que había soportado Buck no fue nada en comparación con la descarnada intensidad de éste. Con un rugido fiero más propio de un león, volvió a abalanzarse contra el hombre. Pero éste, pasándose el garrote de la derecha a la izquierda, lo cogió con destreza por debajo del maxilar inferior, retorciéndolo al mismo tiempo hacia abajo y hacia atrás. Buck describió un círculo completo en el aire, y luego cayó al suelo de bruces.
Por última vez volvió a atacar. El hombre descargó entonces el golpe que le había estado reservando con toda intención durante toda la lucha y Buck cayó hecho un ovillo, totalmente sin sentido.
—¡Este no es manco para domar a un perro, te lo digo yo! —exclamó entusiasmado uno de los hombres encaramados al muro.