La noche del Viajero Errante - Joan Manuel Gisbert - E-Book

La noche del Viajero Errante E-Book

Joan Manuel Gisbert

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Beschreibung

La noche del Viajero Errante: Tras sus primeras obras "Escenarios fantásticos" y "El misterio de la isla de Tókland", que le situaron a la vanguardia de los autores de literatura de índole fantástica para jóvenes lectores, Joan Manuel Gisbert se detuvo a reflexionar sobre los límites entre la ficción y la realidad, entre lo imaginario y lo simbólico, y acerca de los vínculos entre aquello que el autor propone en su texto y aquello lo que los receptores interpretan en su lectura: esa reflexión literaria es "La noche del Viajero Errante", el relato de una ensoñación como la que Alicia experimenta al caer por el hueco bajo el árbol y descubrir el país en el que duermen las imágenes de los sueños a la espera de ser convocadas por el soñador, en este caso por el escritor. Una de las obras, pues, que forma parte de los cimientos de la carrera literaria de un autor destacado entre quienes marcaron época en el panorama de la literatura infantil y juvenil en España. Para lectores de 12 años en adelante.

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© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016www.metaforic.es

© Joan Manuel Gisbertwww.joanmanuelgisbert.com

ISBN: 9788416873203

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.

Director editorial: Luis ArizaletaContacto:Metaforic Club de Lectura S.L C/ Monasterio de Irache 49, Bajo-Trasera. 31011 Pamplona (España) +34 644 34 66 [email protected] ¡Síguenos en las redes!  

A Cristina, Beatricedel Viajero Errante.

CAPÍTULO 1

CUANDO el Viajero Errante llegó a aquella frontera, su equipaje se había reducido a la mínima expresión: era apenas un hatillo de vagabundo del que escapaban de vez en cuando tintineos metálicos. Apenas se acordaba de los numerosos bagajes que llevaba consigo al inicio del larguísimo viaje. Rememoraba vagamente que una vez, al subir a un buque, seis o siete porteadores habían situado a bordo baúles, arcones y valijas, marcados todos con sus olvidadas iniciales. Pero nunca conseguía recordar cómo ni cuándo los había perdido, dónde le habían sido arrebatados, ni cuánto le duró la esperanza de recuperarlos.

Su única riqueza se reducía ahora a unos pocos instrumentos de orientación y medida, y a un cierto número de documentos de identidad, extendidos a favor de desconocidas personas, que le eran útiles para salvar controles y aduanas.

Cuando los tres uniformados vigilantes del puesto fronterizo lo miraron interrogativamente, el Viajero Errante, con gesto cansado, se llevó la mano derecha al interior de sus polvorientas vestiduras.

Habituado a aquel tanteo, dio pronto con el pergamino que buscaba y lo sacó a la luz de las antorcha, mostrándolo a los circunspectos aduaneros.

Los tres hombres examinaron con curiosidad la cédula de identificación que, a falta de la suya, esgrimía el Viajero. Al fin, uno de ellos, mirando de manera oblicua al recién llegado, releyó en voz alta, recelosamente:

—¿Comerciante en perfumes y especias…? ¿De origen mediterráneo?

—Sí —repuso el Viajero, vaciando el contenido de su bolsa sobre el precario mostrador de la aduana—. En ruta hacia la conjunción de Oriente y Occidente. Viaje de exploración en busca de nuevas sustancias aromáticas. He aquí todo mi equipaje.

En la tabla de madera donde los tres controladores apoyaban sus manos, quedaron esparcidos en desorden brújulas, relojes, calendarios, altímetros, astrolabios y sextantes. El conjunto ofrecía un patético aspecto de inútil quincallería.

Los tres hombres se miraron entre sí sin tocar los instrumentos, deliberaron con los ojos y, por último, el que solía hablar anunció:

—Nada hay aquí que tenga que ser retenido. ¿Desea el extranjero un guía para recorrer el territorio?

—No tendría con qué pagarle. Lo que llevo a duras penas alcanzará para mi propio sustento. Además, estoy habituado a orientarme por mí mismo. Antes que ésta, he atravesado otras treinta y tres fronteras en mi viaje solitario.

Los aduaneros volvieron a mirarse entre sí con complicidad indescifrable. Después, el portavoz volvió a hacer uso de la palabra:

—Nuestra Ley de Visitantes es tolerante, pero también estricta: será autorizado a entrar en el territorio aquel extranjero que tenga nobles intenciones al hacerlo, pero si más tarde es encontrado en falta grave o recaen sobre él sospechas de haber hecho uso indebido de la hospitalidad que se le ofrece, podrá ser encausado y confinado hasta que comprenda el alcance de su transgresión.

El Viajero Errante vaciló al oír aquello, pero aún fue capaz de asegurar tras un momento de silencio:

—Mis intenciones son nobles por completo: proseguir mi tránsito hacia la conjunción de Oriente y Occidente. Éste es el único propósito que me guía. Ningún otro influirá en mi conducta.

—Siendo así, el viajero tiene paso franco —concedió el parlante—. Que la suerte lo guíe y su voluntad le haga merecedor de acercarse a lo que busca. Si su conducta es sincera y respetuosa, podrá transitar por nuestros bosques con plena libertad.

—Agradezco y acepto el veredicto.

—¿Proseguirá la marcha ahora mismo el viajero, o pernoctará aquí, al abrigo del puesto fronterizo, hasta que despunte el alba?

—Desearía seguir viaje cuanto antes, si es posible.

—Nada se lo impide al viajero. Pero, ¿desea hacerlo tan de anochecida?

—Estoy acostumbrado a caminar a toda hora. Las noches, lo mismo que los días, acompañan mis andanzas. El impulso que me guía no reconoce luz o sombra, sólo marcha.

—Sea pues si el viajero así lo quiere, a cambio de una sola condición imperativa.

—La cumpliré, sea cual sea. Dádmela a conocer.

—A nadie a quien encuentre en su camino el viajero preguntará quién es ni adónde va. Eso sólo nosotros podemos hacerlo, aunque nadie nos dice la verdad.

—¿Tampoco yo lo he hecho? —preguntó inquieto el Viajero Errante, al darse cuenta de que ellos habían comprendido que el documento mostrado no correspondía a su verdadera identidad.

—Tú tampoco has podido decirnos quién eres, puesto que no lo sabes.

—Pero el pasaporte bien claramente dice que… —argüyó débilmente el Viajero.

—Nadie te recrimina por haber mostrado una cédula de identidad que no corresponde a tu persona. Eres tú quien la ha presentado. Nosotros no te la habíamos pedido: no nos era necesaria.

—Es cierto —concedió finalmente el Viajero, dándose cuenta de que ante ellos era imposible el engaño—: no puedo recordar quién soy ni de dónde vengo. Pero el ansia que me mueve a viajar es urgente y verdadera.

—En tu rostro se aprecian, aun aquí en la penumbra, muchos reflejos. Es cierto que has recorrido territorios muy variados: todos han dejado huella en ti. Y es también verdad que tu camino hasta aquí ha sido largo: en tu piel se advierte fácilmente. No te detengas más y ve, nadie sabe cuánto puede faltarte hasta la jornada decisiva.

—¿Vinieron otros antes, movidos como yo por un fuerte impulso viajero y enfermos de olvido?

—Nunca. Nadie. Este puesto fronterizo estaba abierto sólo para ti. Ahora, como tú ya has pasado, vamos a cerrarlo.

—Me voy, entonces: presiento que no se me concederá tregua ni prórroga.

—¡Que la ruta te sea favorable! Y no lo olvides: a nadie preguntarás quién es ni adónde va. Por tu propio bien te lo exigimos.

—Observaré vuestro consejo en todo momento y circunstancia, desde la primera ocasión hasta la última.

—¡Que la noche y tus esperanzas te guarden hasta el amanecer y más allá de él!

—¡Y que vuestros buenos deseos me acompañen!

El Viajero Errante recogió sus escasas pertenencias, se inclinó solemnemente ante los tres consejeros de frontera y, tras advertir en sus ojos un destello enigmático, se alejó de la aduana, territorio adentro, renunciando a preguntarles, como hubiera deseado, quiénes eran realmente y adónde irían luego.