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Relato postapocalíptico, pionero en el género, en el que la humanidad se hunde en la noche primitiva. Las ilustraciones de Luis Scafati añaden una dimensión onírica a los horrores de un futuro imaginado por Jack London.
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Seitenzahl: 95
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Título original: The Scarlet Plague
© 2012, de las ilustraciones: Luis Scafati
© 2012, de la traducción: Marcial Souto
© 2012, de esta edición: Libros del Zorro Rojo / Barcelona – Buenos Aires
www.librosdelzorrorojo.com
Esta obra es una realización de Libros del Zorro Rojo
Dirección editorial:
Fernando Diego García
Dirección de arte:
Sebastián García Schnetzer
. . .
Con la colaboración del
Institut Català de les Indústries Culturals
I S B N : 978-84-10228-45-0
Primera edición: febrero de 2012
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes del Código Penal).
Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Financiado por la Unión Europea-Next Generation EU.
Primera edición en formato digital: octubre de 2023
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto 451
I
El camino se extendía sobre lo que en otro tiempo había sido el terraplén de una vía férrea. Pero hacía muchos años que no pasaba por allí ningún tren. A ambos lados, el bosque se hinchaba subiendo como una ola verde hasta coronarlo de árboles y matorrales. El sendero, no más ancho que un cuerpo humano, servía apenas para la circulación de las fieras.
A veces, un hierro oxidado que atravesaba el mantillo del bosque anunciaba que seguían allí los rieles y las traviesas. Un árbol de veinticinco centímetros de diámetro había brotado por un empalme y levantado la punta de un riel. El riel había arrastrado la traviesa, sujeta por un clavo, dejando un hueco que se había llenado de grava y hojas podridas; ahora el madero sobresalía, inclinado de una manera rara. A pesar de la antigüedad de la vía, se notaba que había sido monorriel.
Por ella andaban un viejo y un niño. Avanzaban despacio porque el viejo era muy viejo y tembloroso y se apoyaba pesadamente en un bastón. Un rudimentario gorro de piel de cabra le resguardaba la cabeza del sol. Por los lados le caían unos pelos manchados, de un blanco sucio. Una visera, ingeniosamente fabricada con una hoja grande, le protegía los ojos, que iban mirando donde apoyaba los pies. La barba, que debería ser blanca como la nieve pero que mostraba el mismo deterioro y las mismas manchas que el pelo, le llegaba enmarañada casi a la cintura. Sobre el pecho y los hombros llevaba una raída prenda de piel de cabra. Los brazos y las piernas, atrofiados y flacos, denotaban una avanzada edad, así como las quemaduras de sol y las cicatrices y los rasguños denotan largos años de exposición a los elementos.
El niño, que iba delante, moderando su ímpetu para ajustarse a la lentitud del viejo, también llevaba puesta una sola prenda: una andrajosa piel de oso con un agujero en el medio, por el que había sacado la cabeza. No tendría más de doce años.
Sobre una oreja, con coquetería, lucía un rabo de cerdo recién cortado. En una mano aferraba un arco y una flecha no muy grandes. Llevaba sobre la espalda un carcaj repleto. De la vaina sujeta al cuello por una correa sobresalía el abollado mango de un cuchillo de caza. Era muy moreno y caminaba con suavidad, casi como un felino. Contrastaban con su piel bronceada los ojos intensamente azules y penetrantes, que parecían taladrar todo lo que había alrededor. Mientras caminaba también iba oliendo: las dilatadas y temblorosas ventanas de la nariz le llevaban al cerebro una interminable serie de mensajes del mundo exterior. También tenía un oído muy desarrollado, tan adiestrado que funcionaba de manera automática. Sin esfuerzo consciente, oía en el aparente silencio los sonidos más leves, y los diferenciaba y clasificaba, ya fuera el susurro del viento en las hojas, el zumbido de los mosquitos o de las abejas, el lejano retumbo del mar que le llegaba sólo como un murmullo o los movimientos de una ardilla, debajo de sus pies, taponando con tierra la entrada a la madriguera.
De repente se puso tenso y en guardia. El oído, la vista y el olfato lo habían alertado al mismo tiempo. Su mano buscó al viejo y lo tocó, y la pareja se detuvo. Más adelante, sobre un lado de la cima del terraplén, se produjo un ruido crepitante y la mirada del chico se clavó en las puntas de los arbustos agitados. Entonces, con estruendo, apareció un oso enorme, un oso pardo, que también se detuvo bruscamente al ver a los humanos. No le gustaban y lo dijo con un quejumbroso gruñido. Despacio, el niño colocó la flecha en el arco y empezó a tensar la cuerda. No apartaba los ojos del oso. El viejo miró el peligro por debajo de la hoja verde y se quedó tan callado como el niño. Durante unos segundos se estudiaron mutuamente; ante la creciente irritación del animal, el niño, con un movimiento de cabeza, indicó al viejo que saliera del sendero y bajara del terraplén. El niño lo siguió, marcha atrás, con el arco tenso y preparado. Esperaron hasta que un crujido entre los arbustos del otro lado del terraplén les anunció que el oso se había ido. Mientras volvía al sendero, el niño hizo una mueca.
—Era de los grandes, abuelo —dijo con una risita.
El viejo asintió con la cabeza.
—Cada día hay más —se quejó con voz débil—. ¡Quién hubiese pensado que alguna vez la gente llegaría a temer por su vida yendo a la Casa del Acantilado! Cuando yo era niño, Edwin, si el tiempo estaba agradable, hombres, mujeres y niños pequeños acostumbraban a venir aquí desde San Francisco por decenas de miles. Y entonces no había osos. No, señor. Escaseaban tanto que para verlos, en jaulas, había que pagar dinero.
—¿Qué es dinero, abuelo?
Antes de que el viejo tuviera tiempo de responder, el chico recordó algo y con aire triunfal metió una mano en una bolsa que llevaba debajo de la piel de oso y sacó un abollado y deslustrado dólar de plata. Los ojos del viejo brillaron mientras acercaba a ellos la moneda.
—No veo —murmuró—. Fíjate si puedes leer la fecha.
El niño se echó a reír.
—Eres un gran abuelo —exclamó con alegría—. Siempre nos quieres convencer de que esas pequeñas marcas significan algo.
Al acercar la moneda a los ojos, el viejo expresó su habitual desazón.
—2012 —chilló antes de soltar una carcajada grotesca—. Ese año, el Consejo de Magnates nombró presidente de los Estados Unidos a Morgan V. Debe de haber sido una de las últimas monedas acuñadas, porque la muerte escarlata llegó en 2013. ¡Dios mío! ¡Imagínate! Pasaron sesenta años y yo soy la única persona de aquella época que sigue viva. ¿Dónde la encontraste, Edwin?
El niño, que lo había estado observando con la tolerante curiosidad que uno reserva para los balbuceos de los débiles mentales, se apresuró a responder.