La prueba de ser princesa - Shirley Jump - E-Book
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Shirley Jump

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Beschreibung

"Por favor, que se levante la verdadera princesa" Carlita Santaro no se sentía una princesa de verdad y cambió su palacio por la pequeña ciudad de Winter Haven. Daniel era un gran periodista, viudo y padre de una niña, que ahora trabajaba en un programa de cotilleo televisivo. El horario era mejor que en su anterior trabajo, pero la ética brillaba por su ausencia. Su jefe le pidió que hiciera una prueba a Carlita, una mujer sospechosamente normal, para demostrar si era realmente una princesa o una impostora. Carlita cautivó a Daniel, que pronto tuvo que elegir entre buscar una exclusiva periodística o seguir los dictados de su corazón.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Shirley Kawa-Jump, LLC. Todos los derechos reservados.

LA PRUEBA DE SER PRINCESA, N.º 2450 - marzo 2012

Título original: The Princess Test

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-556-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

LA LUZ dorada del amanecer besó con suavidad el agua del lago. Una ligera brisa formó pequeñas ondas y llevó el aroma de los pinos hasta la ventana abierta. Carrie Santaro, sentada en ella, observó el comienzo del día. Desde que, tres días antes, había llegado y alquilado una cabaña al lado del lago en Winter Haven, Indiana, había dedicado todo su tiempo libre a empaparse de la tranquilidad y la quietud que suponía estar completamente sola. Su hermana Mariabella, que vivía la mitad del año en Massachussets, le había dicho que la vida en Estados Unidos era distinta de la del castillo.

Y estaba en lo cierto. En aquella pequeña ciudad, Carrie se sentía libre. Era ella misma, había abandonado su condición de princesa y era simplemente Carrie, la persona que llevaba toda la vida intentando ser. No había metido en la maleta ni vestidos de noche ni zapatos de tacón. Mientras estuviera allí, sólo llevaría vaqueros y camisetas.

Y averiguaría quién era en realidad, encontraría las respuestas que llevaba toda la vida buscando. Su madre le había dicho que eso era lo que le había sucedido al llegar a aquella ciudad. Y ella esperaba correr la misma suerte.

Sonó el móvil. Carrie suspiró.

–Hola, papá.

–¡Carlita! –la voz de su padre retumbó al pronunciar el nombre que sus progenitores empleaban cuando querían recordarle su linaje real y que debía ser una hija dócil y una princesa obediente.

Siempre había sido rebelde. La vida de la realeza la ahogaba. Había recibido clases de etiqueta, había sufrido la experiencia de estar interna en un colegio y acudido a innumerables eventos haciendo lo posible por comportarse como todos esperaban que lo hiciera una princesa.

Pero en aquel momento estaba haciendo justamente lo que disgustaba enormemente a sus padres. Estaba dispuesta a vivir su vida y a ser libre de una vez para siempre.

–¿Cuándo vuelves a casa? –le preguntó su padre en la lengua de Uccelli.

–Acabo de llegar –contestó ella también en su lengua materna–. Ni siquiera he empezado a trabajar todavía.

–Aquí tienes trabajo, así que vuelve.

–Ya lo hemos hablado, papá. Volveré dentro de unos meses. La tienda de vinos necesita alguien que la promocione. Si conseguimos que las ventas americanas despeguen…

–Te necesitamos aquí, tus hermanas y todos los demás.

Desde que Allegra, su hermana mediana, se había convertido en reina, sus padres habían presionado a Carrie para que adoptara un papel más activo en la familia real y en las necesidades del país, a lo que Carrie se había resistido. La sola idea de estar rodeada de tanta pompa y boato la asfixiaba.

–Están bien sin mí. Apenas tomo parte en las actividades de la familia, por lo que los medios de comunicación no han notado mi ausencia.

Mariabella le había dicho que sólo había aparecido un artículo corto en los periódicos que decía que la princesa Carlita se había marchado de vacaciones.

–Eso es porque hemos tratado de que tus travesuras pasen desapercibidas y de que tus vacaciones sean un secreto.

–No son unas vacaciones, papá, sino un trabajo.

–Sé que te encanta el trabajo y que crees que es lo que quieres hacer.

–No lo creo. Lo sé.

–Pero ya es hora de que reconozcas tu herencia y dejes de jugar con los viñedos y con tu vida. Hasta ahora he consentido que te movieras con libertad y, de todas mis hijas, has sido la que menos se ha implicado en los deberes de la familia. Pero ya tienes veinticuatro años, cariño, y ha llegado el momento de sentar la cabeza y convertirte en una verdadera Santaro.

¿Sentar la cabeza? Se enfurecido ante la idea de entregar su vida a otra persona que le dijera dónde sentarse, cómo comportarse y qué hacer.

–En estos momentos es lo último que quiero hacer.

–Te quiero, hija mía, pero tienes un defecto.

Habían tenido aquella conversación mil veces, y Carrie no quería seguir.

–Papá…

–Revoloteas de una cosa a otra como una mariposa. Primero querías diseñar jardines; después, domar caballos; más tarde, ser escaladora; ahora, quieres llevar una tienda. ¿Cuándo vas a sentar la cabeza? Tienes que ser seria.

–Lo soy, papá.

–Sé que lo intentas, pero estaría bien que hallaras una profesión que te gustara.

–Ya lo he hecho: trabajar en los viñedos –pero sabía que su padre tenía un punto de razón. Había cambiado una docena de veces de trabajo en otros tantos años. Nunca se había acomodado a nada: ni a un trabajo, ni a un hombre.

–No entiendes que es difícil hallar tu propio camino.

–Claro que lo entiendo, cariño –afirmó su padre en tono más suave–. Crecí en la corte de mi padre. Si mi hermano mayor no hubiera muerto, mi vida habría sido muy distinta. Pero no me quejo de la vida que he tenido.

–Me encanta trabajar en las viñas y con el vino, papá.

–No es un trabajo adecuado para una princesa. Vuelve a la universidad. Estudia Medicina o algo de tipo humanitario que sea propio de tu condición.

En otras palabras, algo que no le ensuciara las manos. Cuando el director de marketing de los viñedos había anunciado, el mes anterior, que aquél sería su último año porque se jubilaba, Carrie lo consideró una oportunidad de desarrollar un papel más activo en la empresa. A su padre no le gustó la idea. Carrie esperaba que cambiara de opinión, pero estaba claro que no iba a hacerlo. Quería demostrarle con aquel viaje que podía hacer las dos cosas: tener una profesión que le gustara y representar a la familia real con dignidad.

–Papá, volveré dentro de unos meses –dijo con voz firme.

–Esto es otra diversión, Carlita. Me preocupas.

–No tienes motivos.

–Claro que los tengo. Has empezado tres carreras distintas. Y ahora te vas a esa ciudad…

–No estoy hecha para la universidad. Me encanta trabajar al aire libre. Dile a mamá que la quiero. Tengo que colgar o llegaré tarde a trabajar. Te quiero, papá.

–Y yo a ti. Hablaremos pronto.

Carrie se duchó y se vistió y condujo unos cuatro kilómetros hasta el centro de Winter Haven. Hasta que no aparcó no se dio cuenta de que llegaba con media hora de adelanto al trabajo, en su primer día.

Bajó del coche de alquiler y se quedó al lado de la tienda de vinos en la que había pasado el final del verano y el principio del otoño. Llevaba años trabajando en los viñedos y había ido ascendiendo hasta llegar a ser ayudante del director.

Le había encantado aprender a crear nuevos sabores y ver el producto terminado y embotellado para su consumo. En sus estudios, había probado diversas especialidades antes de decidirse por la de ventas y marketing, con especial hincapié en la viticultura, y contra la voluntad de su padre.

Cuando comenzó a trabajar en los viñedos, tardó un año en convencerlo de que los vinos de Uccelli tenían que venderse en Estados Unidos y que ella debía estar el frente del proyecto. Cuando Jake, el nuevo marido de Mariabella, le había ofrecido apoyo para abrir una tienda de vinos en Winter Haven, el antiguo rey de Uccelli había accedido por fin.

Al principio, Carrie se contentó con controlar la tienda desde Uccelli y se dedicó a ayudar al director de ventas. Pero cuando, al cabo de las primeras semanas, las ventas en Estados Unidos no se incrementaron, decidió desempeñar un papel más activo y hacer lo que más le gustaba: implicarse y ensuciarse las manos. Y, por fin, poner en práctica algo de lo que había aprendido en la universidad.

Había pasado dos semanas en una tienda de vinos de Uccelli para aprender técnicas de venta. Su padre seguía dudando de que no fuera a dejarlo al cabo de poco tiempo y a embarcarse en otra cosa.

Pero estaba dispuesta a demostrarle su valía como directora de los viñedos y el valor de los vinos de Uccelli en el extranjero.

Y no iba a fracasar. Era así de sencillo.

Abrió la puerta de la tienda y entró. Cuando llegó Faith, la dependienta, ya había música y las luces estaban encendidas.

–¡Vaya! –exclamó Faith mientras dejaba el bolso tras el mostrador–. ¡Qué pronto has llegado!

–Estaba emocionada porque es mi primer día –respondió Carrie mientras ayudaba a Faith a sacar a la calle un cesto lleno de botellas de vino. La dependienta, a quien Carrie había conocido al llegar a Winter Haven, era una rubia alta y delgada, de dulce sonrisa y ojos verdes. Había estado interrogando a Carrie sobre los vinos de Uccelli durante más de una hora, muy contenta por haber conocido a alguien con experiencia directa en los viñedos.

–Es agradable trabajar con alguien a quien le gusta su trabajo –dijo Faith mientras volvían a entrar en la tienda–. Creo que vas a ser la mejor empleada que hemos tenido. Además, conoces los vinos mejor que nadie.

Carrie se ruborizó.

–Gracias.

–Voy a dar una fiesta al aire libre dentro de unos días. Sólo habrá hamburguesas y patatas fritas y será en la cabaña que tengo en el lago, antes de que empiece a hacer demasiado frío. Tienes que venir y así conocerás a gente aquí, e incluso a un chico sexy para tener una aventura de final del verano.

–¿Una aventura? ¿Yo? –Carrie se echó a reír–. No soy de ese tipo.

–Piénsatelo. Estás en una situación perfecta: sólo te quedarás unas semanas y después te irás al otro extremo del mundo. ¿Qué mejor momento para tener una aventura?

–Las princesas no hacen eso, Faith. A mi padre le daría un infarto –se imaginó la cara de su padre si añadía un escándalo a su lista de errores.

–Toda mujer se merece tener una aventura. Si no, acabarás casada y rodeada de críos mientras te preguntas qué te has perdido.

Carrie pensó en la vida que la esperaba. Su hermana mayor ya estaba casada y hablaba de tener hijos en tanto que la mediana, la reina, se había prometido el mes anterior. Se esperaba que ella volviera a Uccelli, encontrara un trabajo y un marido «adecuados» y llenara sus días con cenas de Estado, inauguraciones cortando cintas y discursos que elevaran el espíritu.

La sola idea le daba ganas de ponerse a gritar. ¿Cómo lo había podido soportar su madre? ¿Por eso recordaba el tiempo que pasó en Winter Haven? ¿Porque había sido un corto periodo de libertad?

–Iré –afirmó Carrie. Decidió que, mientras estuviera allí, experimentaría todo lo que pudiera. Aunque no tuviera una aventura, pensaba pasárselo de maravilla. Tal vez fuera la última oportunidad de hacerlo.

Su madre le había hablado decenas de veces de aquella ciudad de Indiana, en la que había estado cuando era muy joven, antes de nacer ella. Había pasado allí un verano con un nombre falso, como una persona normal, no como reina. Por aquel entonces, los medios de comunicación no trataban de informar de todos los detalles ni existía Internet, por lo que Bianca había pasado desapercibida. Había elogiado tanto aquella ciudad, que cuando Carrie buscó con Jake un sitio para abrir la tienda en Estados Unidos, Winter Haven fue el primero que se le ocurrió. En los pocos días que llevaba allí, había entendido por qué su madre lo adoraba. Era un lugar tranquilo y encantador, y sus habitantes eran acogedores y amistosos.

Y, a decir verdad, Carrie deseaba saber qué es lo que había atraído a su madre. Cuando hablaba de Winter Haven, se le dulcificaba la expresión y su mirada se volvía soñadora.

La mañana pasó volando. Con cada botella que se vendía, a Carrie le parecía que transmitía parte de su herencia, parte de sí misma, y estaba contenta de compartir los hermosos productos de su tierra.

–Tienes un toque mágico –le dijo Faith a las once–. Creo que nunca hemos vendido tanto vino en las dos primeras horas.

–Supongo que a la gente la apetece comprar vino.

–O se queda tan deslumbrada al conocer a una princesa en carne y hueso que compran todo lo que les quieras vender.

Carrie había mencionado que era de sangre real cuando le preguntaron por su acento, que no era muy pronunciado, ya que había estado varios años interna en colegios británicos.

–Debiéramos aprovechar que eres una princesa. Tendríamos que poner un cartel.

–¿Un cartel?

–Algo discreto. Ésta es una ciudad turística, y a los visitantes les encantaría mezclarse con la nobleza.

Carrie vaciló.

–No sé. Creo que será mejor no hacerlo.

–Venderíamos mucho. ¿No es eso lo que te propones? ¿Qué la tienda sea un éxito?

Planteado así, Carrie no halló motivos para negarse. ¿Y no resultaría paradójico que lo que más odiaba en su vida se convirtiera en un arma para conseguir lo que quería?

Se miró los vaqueros descoloridos y la camiseta con el logo de la tienda.

–De una cosa estoy segura.

–¿De qué?

–No seré la princesa que se esperan.

–Eso es parte de tu encanto –respondió Faith con una sonrisa.

Carrie agarró la pizarra donde se indicaban las ofertas del día en el escaparate.

–¿Dónde está la tiza?

El anuncio fue milagroso. Cuando se difundió la noticia de que Carrie estaba en la tienda, las ventas se cuadruplicaron. Que Carrie fuera muy sociable era perfecto para los turistas. Faith no cabía en sí de gozo ante el incremento del negocio y comenzó a decir que tendrían que contratar a alguien a tiempo parcial. Todos los días, Carrie volvía a la cabaña del lago satisfecha y orgullosa del trabajo realizado.

Tal vez entonces, al comprobar cómo había contribuido a la venta de los vinos de Uccelli en Estados Unidos, su padre se diera cuenta de que estaba hecha para aquel negocio.

–¿Te importa que me vaya antes a comer hoy? –le preguntó Faith el jueves–. Lamento tener que pedírtelo, pero han venido mi madre y mi hermana y quiero comer con ellas.

–Vete, tengo todo controlado –miró la caja registradora, que había sido su cruz desde el comienzo. Había podido hacer todo en la tienda salvo conseguir que la caja hiciera lo que pretendía. Daba igual el botón que presionara: siempre se equivocaba.

–Si la cosa se tuerce, anota las ventas y luego las repasaremos juntas. Y recuerda que éste es el botón que abre la caja –dijo mientras presionaba un botón verde.

–De acuerdo, entendido.

Cuando Faith se marchó, Carrie quitó el polvo de las estanterías mientras algunos clientes deambulaban por la tienda. En una de ellas se hallaba su vino preferido: un pinot gris con notas de cítricos y almendras.

Se sintió orgullosa. Había cuidado los viñedos; había seleccionado las uvas; había manejado las máquinas que convertían el fruto en zumo.

En la etiqueta se representaba el castillo de su familia, con la recargada fachada de piedra que contrastaba con el paisaje rústico y la costa rocosa.

Sonó la campanilla de la puerta y Carrie se volvió hacia ella. En el umbral había un hombre alto y de constitución atlética. La ligera ondulación de su pelo corto y oscuro le acentuaba el ángulo de la mandíbula. Unas gafas de sol ocultaban el resto de los rasgos y le conferían un aire misterioso. Llevaba unos vaqueros y una camisa ligeramente arrugada.

Carrie sintió una opresión en el pecho y se obligó a concentrarse en su trabajo en vez de en él.

–¿Qué desea?

Él señaló la pizarra que había en el escaparate.

–Busco a la princesa.

Carrie sonrió y pensó que no era asunto suyo si el tipo se sentía decepcionado al comprobar que no era una diva con diadema.

–Soy yo.

Él enarcó una ceja.

–¿Usted?

–Sí –extendió la mano. Se había a acostumbrado a presentarse como princesa en los días anteriores, pero en aquel momento dudó antes de hacerlo, porque se preguntó cómo reaccionaría el atractivo joven–. Soy Carlita Santaro, la tercera hija de los reyes de Uccelli, que es donde se cultivan las uvas y se embotella el vino.

Él se quitó las gafas. Sus ojos eran tan azules que le recordaron el mar de su país. Cuando él le estrechó la mano con fuerza y firmeza, ella pensó en lo que le había dicho Faith de tener una aventura. El tipo era todo lo que una mujer que buscara una aventura pudiera desear: alto, moreno, guapo y de voz profunda. Y lo mejor de todo era que no llevaba anillo de casado.

–Perdone, peo me esperaba a alguien más… formal.

Ella se echó a reír.

–Por si no lo sabe, una princesa no lleva todos los días un vestido largo y una diadema.

–Cierto –le soltó la mano y buscó en el bolsillo de la camisa una tarjeta que le tendió–. Daniel Reynolds. Trabajo de productor y periodista en Inside Scoop. Me gustaría hacer un reportaje sobre usted y la tienda.

–¿Un reportaje? ¿Para el telediario?

–Bueno, el programa que produzco no es exactamente informativo, sino de entretenimiento.

Carrie estuvo a punto de pedirle que se marchara. Había bajado la guardia, porque se trataba de otro buitre.

Se apartó de él sin agarrar la tarjeta.

–No, gracias –se dirigió a una anciana que había entrado en la tienda mientras hablaban y comenzó a explicarle las ofertas de vino blanco.

–No formo parte de los paparazzi –dijo él mientras la seguía.

Carrie no le hizo caso y siguió hablando con la señora.

–Este reportaje podría dar notoriedad a la tienda –afirmó él.

–Permítame recomendarle este pinot gris. Es más seco que el riesling –fue a agarrar la botella, pero antes de tocarla, Daniel le puso la tarjeta en la mano. Ella se dio la vuelta–. Estoy intentando hacer mi trabajo.

–Y yo el mío. Por favor, reflexione al menos sobre mi propuesta.

–Creo que no lo haré –agarró la tarjeta, la partió en dos y tiró los trozos al suelo–. No me interesa lo que tenga que decirme. Ni ahora ni nunca. Vaya a torturar a otra persona –y se volvió hacia la clienta. Respiró aliviada cuando oyó que la puerta de la tienda se cerraba.

CAPÍTULO 2

UNA masa de color rosa cruzó la habitación corriendo y se lanzó en brazos de Daniel.

–¡Papá!

Él se rió y abrazó a Annabelle, su hija. Había días en que le resultaba increíble que aquel milagro de cuatro años fuera suyo.

Sintió un dolor agudo al pensar en Sarah y en lo que se perdía. En el año transcurrido desde su muerte, Annabelle había crecido y cambiado mucho. Y su madre no había podido verlo. Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se las tragó antes de que Annabelle se diera cuenta.

–Me alegro de que hayas llegado. Esta niña me agota. Tiene demasiada energía –Greta Reynolds, la madre de Daniel le revolvió el pelo a su nieta–. Hemos jugado al escondite, hemos construido una ciudad entera con las muñecas, hemos hecho galletas de chocolate y se nos han gastado las pinturas de tanto usarlas.

–¿De verdad? –preguntó Daniel a su hija.

Ésta asintió.

–Voy a meter la cena en el horno –Greta dio una palmada a su hijo en el hombro y se dirigió a la encimera.

–Papá –le pidió la niña mientras lo tomaba de la mano y lo llevaba a la mesa de la cocina–. Ven a merendar a mi fiesta.

Su padre ahogó un gemido. Otra fiesta. Antes de que pudiera negarse, su hija lo había sentado en una silla y se había encaramado a la que había enfrente. Daniel fue a agarrar una taza de plástico, pero Annabelle lo detuvo.

–Tienes que ponerte esto –le dio un pañuelo rosa.

–¿Tengo que ponerme eso?

–Es una merienda, papá –contestó la niña a modo de explicación.

Cada vez que había que fingir o hacer tonterías, el lado razonable y lógico de Daniel prevalecía. Apartó el pañuelo.

–¿Por qué no sirves el té, Belle?

Ella fingió llenar una tacita.

–Aquí tienes, papá.

Él miró el interior de la taza.

–Aquí no hay té.

–Tienes que fingir, papá –la niña lanzó un suspiro de frustración. Tomó su taza y dio un sorbo del té invisible–. ¿Lo ves?

Su decepción era evidente. Daniel le había fallado, cosa que era lo último que él pretendía. Pero se sentía tan perdido como un hombre en el desierto sin brújula que, cada vez que trataba de modificar el rumbo, lo único que conseguía era empeorar las cosas. ¿No había sido ésa la cantinela de Sarah? ¿Que nunca estaba allí, que no se ocupaba de su hija?

–Lo siento, cariño. No se me dan muy bien las meriendas.

–No –murmuró Annabelle mientras agarraba un oso de peluche de otra silla y fingía que le daba de beber.

Cuando quedó claro que la niña no iba a volverle a invitar, Daniel se levantó sintiéndose derrotado.

–Creo que la abuela me necesita.

Fue a la encimera, agarró una barra de pan y comenzó a partirla. Unos segundos después sintió la mano de su madre en el hombro. Greta se volvió a Annabelle.

–Cariño, se te ha olvidado invitar a Whitney a merendar. Ve a por ella. Seguro que se siente sola en tu habitación.

–¡Es verdad, abuela! –la niña salió disparada.