La ruleta del deseo - Louise Fuller - E-Book

La ruleta del deseo E-Book

Louise Fuller

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Beschreibung

¡Cualquier cosa puede ocurrir cuando el deber y la pasión colisionan! El tiburón de los casinos Charlie Law prometió a su padre en su lecho de muerte que encontraría al bebé que era su medio hermano y lo llevaría a casa. Pero no contaba con que la tía del bebé y su tutora legal, Dora Thorn, contraatacase cada uno de sus movimientos, ni con que su belleza pusiera en jaque su lógica implacable. Dora no estaba dispuesta a abandonar a su sobrino. Era toda la familia que le quedaba, y estaba dispuesta a plantar cara a quien fuera, incluso si era un millonario. Pero, bajo las luces brillantes de Macao, su batalla de voluntades se transformó en una deliciosa danza de deseo, hasta que Charlie decidió apostarlo todo a una sola carta con su proposición.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Louise Fuller

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La ruleta del deseo, n.º 2848 - abril 2021

Título original: The Rules of His Baby Bargain

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-348-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CON EL paraguas en una mano, Dora se detuvo para consultar el número que había sobre la imponente puerta negra. El corazón le latía al mismo ritmo que las gotas que caían y mojaban las calles de Londres.

Del bolso sacó la carta cuya dirección había leído al menos cien veces solo en el autobús que la había llevado hasta allí. 120, Gresham Street. Entonces la vio: una pequeña placa de cobre apenas visible a la apagada luz del mes de marzo decía Capel Muir Fellowes. Aquel era el lugar, sí.

Respiró hondo y tocó el timbre. Unos segundos, y la puerta se abrió. Dejando a un lado los nervios, avanzó sobre el suelo de cemento pulido para plantarse delante del elegante mostrador de recepción atendido por dos hombres jóvenes.

El que estaba más cerca de ella levantó la cara y sonrió. No es que fuera un gesto para ligar –era obviamente demasiado profesional para eso–, pero había un brillo en su mirada que…

–¿Puedo ayudarla?

–Eso espero –contesto, también con una sonrisa.

Durante las últimas siete semanas, el único hombre de su vida había sido uno que llevaba pañales y tenía solo ocho dientes, así que prácticamente se había olvidado de que los hombres adultos podían resultar atractivos. Y limpios. Archie estaba siempre tan pegajoso, con su empeño de comer solo…

–Me llamo Dora Thorn y tengo una cita con… –frunció el ceño y miró la carta una vez más– con el señor Muir.

Vio que los ojos del recepcionista se abrían de par en par con una mezcla de sorpresa y pánico. Su compañero la miró a hurtadillas.

–Por supuesto. Le aviso inmediatamente. ¿Quiere tomar asiento, señora Thorn?

Asintió y se dirigió a un grupo de carísimos sillones donde se sentó, con una mezcla de alivio y tristeza. A lo largo de las últimas semanas, había recibido un montón de cartas y correos de personas a las que no conocía, hasta que, tres días atrás, había reconocido uno de los nombres. Capel Muir Fellowes era el bufete de su padre, o antes lo era por lo menos. Y había visto en su móvil una llamada perdida suya la noche anterior a que llegase la carta.

El pecho se le contrajo. No había visto, ni sabido nada de su padre desde el funeral de Della. Conociéndolo como lo conocía, no es que esperase que se mantuviera en contacto, pero esperaba que quizás perder una hija le hubiera recordado que seguía siendo el padre de otra, aunque lo dudaba. Lo más probable era que hubiera sentido cierta responsabilidad hacia su nieto. Responsabilidad económica, nada más. Hacía mucho tiempo que había renunciado a sus funciones como padre.

De hecho, fiel a su estilo, ni siquiera le había dejado un mensaje para comunicarle nada de todo aquello de viva voz, sino que había hecho que una tercera parte lidiara con ella.

Respiró hondo. ¿Para qué, si no, iba a ponerse en contacto con ella un abogado? La garganta se le cerró y tragó con fuerza para deshacerse del dolor que las siete semanas que habían pasado desde aquella mañana atroz en la que dos policías se presentaron en su puerta no habían logrado disminuir.

Acababa de acostarse, aunque en realidad no tenía sueño. Se había pasado con el tequila, y seguramente habría cometido alguna estupidez durante la noche porque ni por un momento se le ocurrió pensar que la policía podía querer hablar con ella sobre Della.

Della siempre había sido la hermana mayor perfecta. Un poco mandona, pero muy dulce, esmerada, trabajadora y siempre muy, muy equilibrada. Era imposible que pudiera ocurrirle algo.

Pero le había ocurrido. Resultaba insoportable imaginarlo, devastador, pero su maravillosa y valiente hermana había sido derribada de su bicicleta yendo de camino al trabajo. Había ingresado muerta en el hospital.

Dora sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

En los pocos segundos que el policía tardó en referirle lo ocurrido, todo su mundo se vino abajo. Su vida cambió para siempre. Quedó rota en un millón de pedazos diminutos e irrecuperables.

Perder a Della fue como perder un miembro. Un dolor agudo, penetrante, que al poco mudó en un tormento sordo que no cesaba. No había podido ver a nadie, y menos hablar con nadie de lo ocurrido por temor a venirse abajo. Sentía el corazón como una piedra. Lo único que quería hacer era meterse en la cama y esconderse de todo el mundo, de un mundo en el que algo tan terrible e injusto podía golpear indiscriminadamente.

Y si estuviera sola, eso era lo que habría hecho. Pero tenía que cuidar de Archie.

Si el golpe de perder a su hermana había sido como estrellarse contra un iceberg, ser consciente de que iba a tener que criar a su sobrino de once meses había sido como intentar navegar por un mar interminable sin brújula. Lo quería tanto que dolía… pero al mismo tiempo, sentía un miedo atroz. Había tanto que aprender, tanto que decidir.

Della no había dejado testamento. Sintió de nuevo una punzada en la garganta. Era la segunda vez que su superorganizada y eficiente hermana había actuado de un modo impropio en ella.

La primera vez, y la más improbable de todas, fue dos años atrás, cuando Della se enamoró del millonario Lao Dan, un tiburón de los casinos, un hombre que le doblaba la edad y que, por añadidura, era su jefe. Y no solo se había enamorado. Además, se había quedado embarazada.

Respiró hondo y arrastró sus pensamientos de vuelta al presente. Que Della no hubiera dejado últimas voluntades no significaba solo que no había dejado dicho cómo quería que se procediera en caso de su fallecimiento, sino que significaba una cantidad ingente de documentación en una situación ya de por sí angustiosa. Incluso había tenido que solicitar legalmente poder ser la tutora de Archie.

¿Habría actuado del mismo modo si Della la hubiera nombrado tutora en su testamento, o solo buscaba una excusa?

–¿Señora Thorn?

Delante de ella tenía a un hombre de mediana edad, vestido con traje de raya diplomática y un cabello gris que brillaba algo menos que su dentadura. Agradecida por poder cambiar el rumbo de sus pensamientos, se puso en pie.

–Es un placer conocerla. Gracias por venir hoy. Soy Peter Muir, uno de los socios fundadores –se presentó, estrechándole la mano con fuerza–. En nombre del bufete permítame ofrecerle mis más sinceras condolencias por su pérdida. Un accidente terrible.

–Gracias –contestó, la sonrisa congelada en los labios. No quería ni necesitaba consuelo de un desconocido, pero en cierto modo era un alivio saber que su corazonada estaba encarrilada. Claramente su padre estaba detrás de todo aquello. ¿Cómo si no podía conocer aquel abogado los detalles de la muerte de Della?

–He pensado que utilicemos el salón de los socios –dijo él, guiándola hacia una escalera en curva situada al fondo–. Es un poco más acogedor que mi despacho. Me temo que el señor Law llega un poco tarde. Está de camino. En breve estará aquí.

Dora asintió educadamente con la esperanza de que la confusión no se le notara en la cara. Dado que no tenía ni idea de quién era el señor Law, su retraso le era irrelevante.

–Ya estamos.

Parpadeó varias veces. Quedaba claro que su idea de «acogedor» difería bastante de la suya. La estancia era más grande que toda la planta baja de su casa, con un inmenso ventanal y una selección de sofás y sillones de aspecto cómodo. Encima de la chimenea, había un enorme espejo rectangular que ocupaba toda una pared.

–¿Le apetece tomar algo? ¿Café, té…?

Por culpa de las muelas de Archie, se había quedado dormida y no había tenido tiempo de comer ni de beber nada aquella mañana. Lo que de verdad le apetecía era un par de esas deliciosas galletas danesas.

–Un café estaría muy bien. Con leche y sin azúcar, por favor.

–Ah, Susannah.

El señor Muir se dio la vuelta cuando una belleza rubia que parecía sacada de una película de Hitchcock apareció en la puerta.

–Un café para la señora Thorn, por favor. Si me disculpa un instante, señora Thorn, voy a por la documentación.

–Por supuesto.

Al quedarse sola, se recostó en el sofá de terciopelo, pero inmediatamente se incorporó. Si empezaba a relajarse, se quedaría dormida. Tenía que estar alerta y concentrarse.

Con la pérdida de Della, ella era la adulta, y si eso no bastase para aterrorizarla, no solo era responsable de su propia persona, sino de Archie también.

Su hermana hacía que todo pareciera tan fácil, y no solo con Archie, sino también cuando no le quedó otro remedio que ocuparse de ella al marcharse su padre.

Hizo una mueca. Había sido una adolescente típica: perezosa, insolente, siempre quejándose de que todo era injusto o aburrido. Pero su casa siempre estaba limpia, siempre había comida en la nevera, y su hermana jamás se había planteado ponerla en adopción.

De pronto el silencio de la estancia le resultó asfixiante. La culpa que con tanto esfuerzo intentaba acallar la estaba ahogando. Había hecho la llamada a finales de la semana anterior, después de unos días particularmente difíciles. Desde la muerte de su madre, Archie se había mostrado inquieto y deseoso de estar siempre en brazos, pero ella solía encontrar el modo de distraerlo y calmarlo; sin embargo, aquellos días nada de lo que hacía parecía funcionar y el chiquillo estaba inconsolable y furioso.

Agotada, desesperada y vencida, no tuvo más remedio que reconocer lo que el niño estaba sintiendo y admitir lo que había sabido desde el primer minuto: que ella nunca podría ser Della.

Jamás podría reemplazar a su hermana. Solo era una impostora que casi no era capaz de cuidar de sí misma, cuanto menos de un bebé. Lo que Archie necesitaba, lo que se merecía, era recibir los cuidados de alguien que supiera lo que hacía.

Había sido un alivio hacer esa llamada al día siguiente. La mujer que la había atendido en la agencia de adopción había sido muy agradable y serena. En ningún momento se había sentido juzgada. Pero incluso antes de que la entrevista terminase, supo que nunca podría renunciar a Archie.

Sí, la vida con él iba a ser todo un desafío, agotadora y frenética, pero sin él, sería insoportable.

Fuera cual fuese el sacrificio que tuviera que hacer, lo haría. Aunque para ello tuviera que ser camarera con una sonrisa plastificada siempre en la cara.

Servir cócteles en el Blakely’s, un casino del West End, no era ni mucho menos el trabajo de sus sueños, pero las propinas eran buenas, y en aquel momento no podía plantearse absolutamente nada más.

Fue un alivio ver entrar a Susannah con una bandeja en las manos. Aparte de un termo de café, llevaba un platito de galletas, y en cuanto dejó la bandeja en la mesita baja, tuvo que agarrarse las manos para no engullir una de las galletas.

–Gracias. Está perfecto.

Susannah sonrió por compromiso.

–El señor Muir me ha pedido que le diga que el señor Law acaba de llegar y que enseguida suben.

Dora asintió. Aquel tal señor Law debía ser uno de los socios principales del bufete para que todo el mundo estuviera tan entusiasmado con su presencia.

–Aquí estamos. Gracias, Susannah.

Peter Muir entró en la sala sonriendo, pero Dora aún estaba mirando a Susannah y no reparó en el hombre que lo seguía.

–Ella es la señora Thorn.

Dora sonrió de manera automática y tendió la mano, pero la sonrisa le flaqueó un poco cuando el segundo hombre de le acercó.

Sintió que la boca se le abría. «Respira», se ordenó.

Teniendo en cuenta la reverencia con que todos se referían a él, se esperaba un hombre mayor, pero resultó ser un joven de unos treinta y tantos, y eso la había dejado descolocada.

Pero la sorpresa quedó relegada casi de inmediato porque otros dos pensamientos colisionaron en su cabeza. El primero fue que, sinceramente, era el hombre más guapo que había visto en su vida y, el segundo, que le resultaba extrañamente familiar aunque, a juzgar por su falta de reacción, Charlie Law no estaba experimentando la misma sensación que ella.

Pelo negro y liso, pómulos marcados y una boca de labios carnosos llamaron su atención, y un calor inexplicable fue apoderándose de su piel, casi como si se estuviera dando una ducha caliente.

Charlie ladeó ligeramente la cabeza y sus ojos oscuros se clavaron en los de ella para estrechar su mano, lo que le provocó una especie de descarga eléctrica.

Apretó su mano con firmeza pero sin agresividad. Aparte de su indiscutible atractivo, tenía un aire de autoridad que le hacía innecesario recurrir a otras tácticas.

No era la primera vez que un hombre y ella se miraban, pero sí que era el primero que la miraba tan intensamente que era como si estuviera viéndola por dentro. Pero no fue eso lo que le provocó un escalofrío, sino la certeza de que Charlie Law, después de mirarla de arriba abajo, la deseaba tanto como la desaprobaba.

Estaba acostumbrada a ambas reacciones, pero nunca de la misma persona y al mismo tiempo, y su censura la pilló desprevenida. ¿Por qué iba a tener ese sentimiento hacia ella, una completa desconocida?

Contuvo el aliento mientras él seguía mirándola.

–Gracias, Peter –dijo por fin, dirigiéndose al abogado–. Creo que puedo ocuparme yo desde aquí. A no ser que la señora Thorn tenga algo que objetar, claro.

Dora sintió una fuerte tensión en los hombros y en la espalda.

Era la primera vez que lo oía hablar, y su voz le resultó sorprendente. Tenía un tono medido y sereno, era la voz de un hombre que no necesitaba gritar. La clase de voz que emanaba de saber que todo el mundo estaba en vilo, aguardando a cumplir tu voluntad.

Consciente de que su reacción ante él debía estar escrita en su cara, sintió de repente cierta irritación porque diera por sentado que ella formaba parte de ese grupo.

–Supongo que podré sobrevivir –bromeó. Quería hacerle saber que no podía intimidarla.

Él no contestó. Simplemente esperó a que la puerta se cerrara al salir el señor Muir para sentarse en uno de los sillones. Ella permaneció de pie.

–Por favor –dijo, señalando el sofá–. Tome asiento.

Volvió a sentarse. Sentía el latido del corazón inusitadamente fuerte mientras sus ojos oscuros seguían clavados en su cara, y quiso cruzar los brazos para protegerse, pero no lo hizo para que él no sospechara que le importaba lo que pudiera pensar.

–Voy a tomar un poco de café –dijo de pronto–. ¿Quiere una taza?

Su expresión no cambió.

–No tomo café. De todas formas, preferiría que tratáramos directamente el asunto que nos ocupa. Tengo otra reunión a la que asistir.

Estuvo a punto de preguntarle por qué entonces había concertado una cita con ella aquella mañana, pero, en realidad, ¿qué más le daba? Al fin y al cabo, era su padre el que le pagaba el tiempo que empleara.

–Seguro que no es tan importante como esta conmigo –espetó.

Le vio apretar los labios mínimamente y volvió a sentir aquella extraña palpitación de reconocimiento. Tenía que ser cosa de su cabeza, que le estaba jugando una mala pasada, pero aun así…

–Lo siento, pero ¿nos conocemos? –le preguntó despacio–. Es que me resulta usted familiar.

Él siguió mirándola impasible, estudiando su rostro, considerando la pregunta y su respuesta, y Dora volvió a sentirse irritada. Un momento antes le había dicho que tenía otra reunión, y ahora parecía tener todo el tiempo del mundo.

–Seguramente es porque me parezco a mi hermano –dijo por fin.

Primero lo sintió en el estómago: una incomodidad creciente y fría que se extendió hacia los brazos y las piernas. Negó con la cabeza. Habría querido apartar la mirada, pero no podía. Estaba atrapada en su mirada fija, sin parpadeo.

–No creo que conozca a su hermano.

–Oh, sí, sí que lo conoce –contestó con una sonrisa, pero una de esas sonrisas controladas que no llegan a los ojos–. Lo conoce muy bien –hizo una pausa–. Su sobrino, Archie, es mi hermano. Mi medio hermano, para ser preciso.

La habitación comenzó a dar vueltas. Su sangre parecía haberse vuelto de hielo. Lo miró boquiabierta, con las palabras de negación atascadas en la garganta.

¡Claro! Ahora lo veía. En la forma de su boca y en el destello de ira. Era Archie. Se parecía a Archie, al Archie de Della.

A su Archie.

Intentó tomar aire, centrarse, recordar fragmentos de conversación, cosas que había dicho Della. El padre de Archie, Lao Dan, tenía otros hijos –mayores– de varios matrimonios anteriores. Varias hijas y un hijo. Charlie.

Tenía un nudo en la garganta que no le dejaba tragar saliva.

Aquello significaba que la madre de Charlie había sido esposa de Lao Dan cuando Della era su amante. Ahora, por lo menos, comprendía la desaprobación de Charlie. Lo que seguía sin entender era qué hacía en aquella habitación con ella.

–No es abogado –dijo–. Y se ha cambiado el apellido.

–Adoptar un apellido inglés es una práctica común. Así se evitan malas pronunciaciones.

–¿Y qué es lo que quiere? –preguntó, con un escalofrío recorriéndole la espalda.

Pero supo lo que quería incluso antes de que abriese su preciosa boca.

–No –se adelantó, negando con la cabeza–. No –repitió–. Archie es mi sobrino…

–Y mi hermano.

De pronto era como si todo fuese a cámara lenta, como si sus palabras tardasen una eternidad en llegarle. El terror clavó sus garras en ella, la ira se alzó de quién sabe dónde, como venía ocurriéndole desde la muerte de Della.

–Soy la tutora de mi sobrino –le advirtió, mirándolo a los ojos.

Él no pestañeó.

–Temporalmente.

 

 

Charlie Law no apartaba la mirada de la mujer que tenía frente a él.

Sus palabras eran hirientes deliberadamente. Sabía que no tenía derecho legal sobre Archie, al menos por el momento. Aquello era solo un tiro al aire. Quería ver cómo reaccionaba, y ahora lo sabía.

No parecía atónita, sino destrozada. De haber sido él otra clase de persona, incluso sentiría lástima por ella, pero la compasión no era un sentimiento que se permitiera. Con la compasión llegaba la debilidad, y no se permitía ninguna debilidad, así que tampoco la toleraba en los demás.

Siguió mirándola fijamente, pasando por alto el latido de deseo que notaba en la sangre.

Su padre era un hombre inmensamente rico que poseía magníficas obras de arte, entre las que se encontraban pinturas y esculturas de mujeres hermosas, pero ninguna de ellas se acercaba siquiera a Dora Thorn.

Piel de color marfil, cabello rubio y ondulado y unos profundos ojos grises, parecía la Venus de Botticelli. Pero ahí se acababa todo el parecido.

Miró el expediente que Peter Muir le había entregado. Debajo había otro, un informe elaborado por su equipo de seguridad en Londres. Su contenido no había sido ni revelador ni significativo. Simplemente había servido para confirmar sus sospechas.

Dora Thorn podía ser hermosa y deseable, pero también informal, indisciplinada y carente de los medios necesarios para criar a su hermano como era debido.

Eso sí, tenía una gran vida social. Frecuentaba distintos grupos de amigos, y Londres parecía estar lleno de jóvenes a los que les había roto el corazón. Seguramente porque pensaba que podía encontrar a alguien de cartera más abultada entre los jugadores de Blakely’s.

Apretó los dientes. Podía perdonar algunas cosas –esa falda de tubo y la blusa que hacía parecer que vistiera la ropa de otra persona–, pero la sangre marcaba de manera indeleble el carácter de una persona, y él había trabajado con su hermana, había confiado en ella, y había resultado ser una mentirosa. No es que hubiera dicho mentiras, pero vivía en una, saliendo a escondidas con su padre, un hombre casado.

Dora no se parecía demasiado físicamente a su hermana, pero era lo que había bajo la piel lo que importaba. Sobre el papel, era un problema. En carne y hueso…

Su mirada se fue de manera inexorable a la uve de su escote y volvió a apretar los dientes. Aquella mujer era problemas con pe mayúscula.

Tres noches atrás, había ido al casino en el que trabajaba, con la excusa de estudiar a la competencia. Londres figuraba en su lista de emplazamientos posibles en los que expandir el imperio Lao, y Blakely’s era un casino pequeño pero que daba beneficios.

La verdad era que quería echarle un vistazo a Dora Thorn en persona.

En una ocasión en la que se inclinaba hacia una mesa para servir las bebidas que llevaba en la bandeja, reparó en un hombre que la miraba con admiración y sintió un golpe de ira. Ira hacia él, un extraño sin nombre, hacia ella, por estar allí, y casi hacia sí mismo, por sentir lo que estaba sintiendo.

Las emociones eran una distracción, especialmente en aquel momento. Iba a pasar en Londres solo un día y con una finalidad concreta: satisfacer el deseo de su padre en su lecho de muerte. Llevar a su medio hermano de vuelta a Macao.

Y eso era lo que iba a hacer, independientemente del deseo que despertase en él aquella mujer, que no le gustaba y en la que no confiaba. Había hecho una promesa, y no honrarla significaría deshonrarse a sí mismo, a su apellido y a su familia.

–Vamos a hacer esto muy sencillo, señora Thorn. Y educado –añadió–. Al fin y al cabo, casi somos familia.

–¿Educado? ¿Traerme aquí bajo una premisa falsa le parece educado?

Él se encogió de hombros.