La sombra - Benito Pérez Galdós - E-Book

La sombra E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

La sombra es una breve novela de Benito Pérez Galdós. Se publicó primero por entregas en noviembre de 1870 y entre febrero de 1872 y noviembre de 1873 en La Revista de España. Galdós la escribió en Madrid y en una larga estancia veraniega en Canarias. La sombra es un ensayo narrativo del joven Galdós. Es un relato filosófico y fantástico lleno de referencias fáusticas y cervantinas, contiene además los elementos literarios que habían influido en la formación intelectual de Galdós: - los demonios de Balzac, - las fantasías de los cuentos de Hoffmann, - los relatos de Edgar Allan Poe, - los cuentos de brujas de su infancia - y, de forma muy directa la novela de Cervantes El celoso extremeño, cuyo protagonista, Anselmo, se llama como el personaje principal de La sombra.Estos son los materiales que sirven a Galdós para concebir a su alucinante doctor Anselmo, especie de Fausto, cuya obsesión —los celos— se materializa en una sombra. En este experimento literario (del personaje protagónico y de su autor) se mezclan mitos, costumbrismo, nociones de neurología y arte, en una alambicada secuencia de peripecias.

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Benito Pérez Galdós

La Sombra

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: La sombra

© 2024, Red ediciones S.L

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-193-7.

ISBN rústica: 978-84-9816-771-9.

ISBN ebook: 978-84-9953-258-5.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

Brevísima presentación 11

La Sombra 13

Capítulo I. El doctor Anselmo 13

I 13

II 17

III 22

IV 27

Capítulo II. La obsesión 36

I 36

II 41

III 46

IV 50

V 54

Capítulo III. Alejandro 59

I 59

II 62

III 69

IV 74

Celín 81

Capítulo I. Que trata de las pomposas exequias del señorito Polvoranca en la movible ciudad de Turris 81

Capítulo II. La inconsolable 85

Capítulo III. Trátase de la ciudad movible y del río vagabundo 88

Capítulo IV. De la visita de Diana y Celín hicieron a la capilla del Espíritu Santo 93

Capítulo V. Refiérense las increíbles travesuras de Celín, y cómo fueron él y la inconsolable en seguimiento del río Alcana 97

Capítulo VI. Prosiguen los retozos juveniles por charcos, praderas y vericuetos 103

Capítulo VII. Donde se narra lo que verá el que leyere, y el que no, no 107

Theros 113

I 113

II 114

III 116

IV 118

V 118

VI 120

VII 121

VIII 122

IX 124

Libros a la carta 127

Brevísima presentación

La vida

Galdós era el décimo hijo de un coronel del ejército, Sebastián Pérez, y de Dolores Galdós. En 1852 ingresó en el Colegio de San Agustín, que aplicaba una pedagogía muy avanzada para la época.

Obtuvo el título de bachiller en Artes en 1862, en el Instituto de La Laguna, y empezó a publicar poemas satíricos, ensayos y cuentos en la prensa local. También se destacó por su interés por el dibujo y la pintura.

En septiembre de 1862 Galdós se fue a vivir a Madrid y se matriculó en la universidad. Allí conoció al fundador de la Institución Libre de Enseñanza, Francisco Giner de los Ríos, que le alentó a escribir y le hizo conocer el krausismo. Por entonces frecuentó los teatros de Madrid y organizó la «Tertulia Canaria».

En 1865 empezó a escribir en los periódicos La Nación y El Debate, y en la Revista del Movimiento Intelectual de Europa.

Hacia 1867 hizo su primer viaje al extranjero, como corresponsal en París en la Exposición Universal. Volvió con obras de Balzac y de Dickens y tradujo de éste, a partir de una traducción francesa, Los papeles póstumos del Club Pickwick. Un año después abandona sus estudios universitarios.

Galdós publicó en 1870 La Fontana de Oro, su primera novela. La Sombra fue publicada en noviembre de 1870 por entregas en La Revista de España. Y en 1873 comenzó a publicar la que se puede considerar su obra maestra, los Episodios nacionales, donde refleja la vida íntima de los españoles del siglo XIX y los acontecimientos de la historia nacional que marcaron el destino de España. La obra tiene cuarenta y seis episodios en cinco series de diez novelas cada una, salvo la última, inconclusa. Empiezan con la batalla de Trafalgar y terminan con la Restauración borbónica en España.

Galdós tuvo una hija natural en 1891 de una madre que se suicidó, Lorenza Cobián. Y se relacionó con la actriz Concha Morell y la novelista Emilia Pardo Bazán.

En 1919 se realizó una escultura suya. Galdós, que había perdido la vista, pidió ser alzado para palpar la obra y lloró emocionado.

Galdós murió en su casa de la calle Hilarión Eslava de Madrid el 4 de enero de 1920. El día de su entierro unas 20.000 personas acompañaron su ataúd hasta el cementerio de la Almudena.

Brevísima presentación

No estarán de más, a la cabeza del presente tomo, algunas líneas que lo expliquen, o, si se quiere, que lo disculpen.

Lo primero que va en él, La Sombra, data de una época que se pierde en la noche de los tiempos, (tan a prisa van en esta edad las transformaciones y mudanzas del gusto), y tan antigua se me hace y tan infantil, que no acierto a precisar la fecha de su origen, aunque, relacionándola con otros hechos de la vida del autor, puedo referirla vagamente a los años 66 o 67. Pero no salió en letras de molde hasta 1870, en la Revista de España, y después ha sido reimpresa en folletines de diversos periódicos.

Lo que principalmente deseo consignar acerca de esta obrita es que en ella hice los primeros pinitos, como decirse suele, en el pícaro arte de novelar. No por buena, que dista mucho de serlo, ni por entretenida, sino por respetable, en razón de su mucha ancianidad, se empeñaron mis amigos en que la publicase en forma de libro, y accediendo a estos deseos, dispuse en 1879 la presente colección; pero como La Sombra por sí sola no tenía tamaño y categoría de libro, han estado sus páginas, durante once años, muertas de risa, aguardando a que fuese posible agregarles otras y otras hasta formar el presente volumen.

Veinte años próximamente después de La Sombra escribí Celín, que pertenece al mismo género, y ambas obras se parecen, más en el fondo y desarrollo que en la forma. La causa de esta reincidencia, al cabo de los años mil, no me la explico, ni hace falta. Celín fue escrito para una colección de artículos de meses publicados en Barcelona con grandísimo lujo, y es la representación simbólica del mes de Noviembre. Como Tropiquillos (el Otoño) y Theros (el Verano), tiene el carácter de composición del Almanaque, con las ventajas e inconvenientes de esta literatura especialísima que sirve para ilustrar y comentar las naturales divisiones del año, literatura simpática, aunque de pie forzado, a la cual se aplica la pluma con más gusto que libertad.

El carácter fantástico de las cuatro composiciones contenidas en este libro reclama la indulgencia del público, tratándose de un autor más aficionado a las cosas reales que a las soñadas, y que sin duda en estas acierta menos que en aquellas. De la acusación que pudieran hacerle por entrar en un terreno que no le pertenece, se defenderá alegando que en estas obrillas no pretendió nunca producir las bellezas de la creación fantástica, eminentemente poética y personal. Son divertimientos, juguetes, ensayos de aficionado, y pueden compararse al estado de alegría, el más inocente, por ser el primero, en la gradual escala de la embriaguez. Nunca como en esta clase de trabajos he visto palpablemente la verdad del chassez le naturel &... Se empeña uno a veces, por cansancio o por capricho, en apartar los ojos de las cosas visibles y reales, y no hay manera de remontar el vuelo, por grande que sea el esfuerzo de nuestras menguadas alas. El pícaro natural tira y sujeta desde abajo, y al no querer verle, más se le ve, y cuando uno cree que se ha empinado bastante y puede mirar de cerca las estrellas, estas, siempre distantes, siempre inaccesibles, le gritan desde arriba: «zapatero a tus zapatos».

B. P. G.

Junio de 1890

La Sombra

Capítulo I. El doctor Anselmo

I

Conviene principiar por el principio, es decir, por informar al lector de quién es este don Anselmo; por contarle su vida, sus costumbres, y hablar de su carácter y figura, sin omitir la opinión de loco rematado de que gozaba entre todos los que le conocían. Esta era general, unánime, profundamente arraigada, sin que bastaran a desmentirla los frecuentes rasgos de genio de aquel hombre incomparable, sus momentos de buen sentido y elocuencia, la afable cortesía con que se prestaba a relatar los más curiosos hechos de su vida, haciendo en sus narraciones uso discreto de su prodigiosa facultad imaginativa. Contaban de él que hacía grandes simplezas, que era su vida una serie de extravagancias sin cuento, y que se atareaba en raras e incomprensibles ocupaciones no intentadas de otro alguno, en fin, que era un ente a quien jamás se vio hacer cosa alguna a derechas, ni conforme a lo que todos hacemos en nuestra ordinaria vida.

Pocos lo trataban; apenas había un escaso número de personas que se llamaran sus amigos; desdeñábanle los más, y todos los que no conocían algún antecedente de su vida, ni sabían ver lo que de singular y extraordinario había en aquel espíritu, le miraban con desdén y hasta con repugnancia. Si había en esto justicia, no es cosa fácil de decir, así como no es empresa llana hacer una exacta calificación de aquel hombre, poniéndole entre los más grandes, o señalándole un lugar junto a los mayores mentecatos nacidos de madre. Él mismo nos revelará en el curso de esta narración una porción de cosas, que serán otros tantos datos útiles para juzgarle como merezca.

Vivía en el cuarto piso de un endiablado caserón de donde nunca salía, a no ser que asuntos urgentes le llamaran fuera de casa. Esta era de tal condición, que en otro siglo menos preocupado, la fantasía popular hubiera puesto en ella todas las brujas de un aquelarre.

En la época presente no habla allí más bruja que una tal doña Mónica, ama de llaves, criada e intendente.

La habitación del doctor parecía laboratorio de esos que hemos visto en más de una novela, y que han servido para fondo de multitud de cuadros holandeses. Alumbrábala la misma lámpara melancólica con que en teatros y pinturas vemos iluminada la faz cadavérica del doctor Fausto, del maestro Klaes, de los sopladores de la Edad Media, del buen marqués de Villena y de los fabricantes de venenos y drogas en las repúblicas italianas. Esto hacia parecer a nuestro héroe punto menos que nigromante o judío, pero no lo era ciertamente, aunque en su casa, originalísima como después veremos, se veían, colgados del techo, aquellos animales estrambóticos que parecen realizar un sueño de Teniers, revoloteando en confusa falange por todo el ámbito de la bóveda.

Aquí no había bóveda gótica, ni ventana con primorosas labores, ni el fondo oscuro, los misteriosos efectos de luz con que el artificio de la pintura nos presenta los escondrijos de esos químicos aburridos, que, envueltos en ilustres telarañas, se inclinan perpetuamente sobre un mamotreto lleno de garabatos. El gabinete del doctor Anselmo era una habitación vulgar, de estas en que todos vivimos, compuesta de cuatro mal niveladas paredes y un despedazado techo, en cuya superficie el yeso, cayéndose por la incuria del tiempo y el descuido de los habitantes, había dejado muchos y grandes agujeros. No había papel, ni más tapicería que la de las arañas, tendiendo de rincón a rincón sus complicadas urdimbres.

En el principal testero veíase un esqueleto que no había perdido el buen humor del sepulcro, de tal modo se rasgaban en espantosa risa sus desdentadas mandíbulas, y aumentaba la singularidad de su aspecto el caldero que el doctor le había puesto en el cráneo, sin duda por no tener sitio mejor donde colocarlo. Al lado había un estante de madera con innumerables baratijas, entre las cuales no hacían el peor papel algunos votos vasos de inestimable mérito, y piezas del más tosco barro doméstico. Algún ave disecada y medio podrida daba realce con el brillante color de sus últimas plumas a este armatoste, junto al cual una culebra llena de paja se extendía dibujando sobre la pared las curvas de su cuerpo, en cuyas escamas quedaba un débil tornasol. No lejos de esto pendía una armadura tan roñosa como si desde el tiempo de Roldán (su dueño tal vez) no se hubiera limpiado. Algunas otras armas blancas y de fuego colgaban por allí en unión con gran sartén, cuyo mango tocaba los pies de un Santo Cristo, de esos que, con el cuerpo lívido, los miembros retorcidos, el rostro angustioso, negras las manos, llenos de sangre el sudario y la cruz, ha creado el arte español para terror de devotas y pasmo de sacristanes. El Cristo era amarillo, oscuro, lustroso, rígido como un animal disecado: no tenía formas la cara, desfigurada por el bermellón, y los pies se perdían entre los pliegues de un gran lazo, que sin duda fue lugar de romería para todas las moscas del barrio, porque allí habían dejado indelebles muestras de en paso. Por otro lado asomaban unos caracoles, una estampa de no sabemos qué mártir, conchas de madreperla, dos pistolas y un rosario de cuentas marinas enredado en una rama de coral, ennegrecida por el polvo. Dos grandes espuelas de caballero y una silla de montar colgaban de otra escarpia junto a mugrientas ropas, por entre cuyos pliegues se veía el mango de una guitarra con finísimas incrustaciones de nácar y marfil.

Estaba abollada, y una sola cuerda, testigo mudo hoy de su anterior grandeza, podía dar a la actual generación un eco de las pasadas armonías. Unas botas de militar rodaban por el suelo junto a la guitarra, y en la parte de enfrente pondían casaca y chupa del último siglo, entrambas piezas llenas de agujeros y manchas. Un sombrero tricornio aparecía puesto sobre un botijo que hacía las veces de cabeza, y un deforme candil, en forma de tenebrario, manchaba con los restos de su aceite secular un reclinatorio de primorosas labores, pero tan estropeado que apenas tenía figura. En la pared cercana había un reloj parado desde hace cincuenta años, su máquina era el cuartel general de las aranas, y sus enormes pesas de plomo, caídas con estrépito hace veinticinco mil noches, habían roto un taburete, un cántaro, un Niño Jesús, y yacían en el suelo inmóviles con la majestad de dos aerolitos.

No se libraba de cierta impresión de estupor el que entraba en aquella habitación, donde la escasa luz de la lámpara producía extrañísimos efectos; por que además de los cachivaches que hemos descrito, ocupaban la estancia sinnúmero de aparatos de complicadas y rarísimas formas. Alambiques que parecían culebras de vidrio proyectaban su espiral sobre enormes retortas, cuyo vientre calentaba un hornillo en perenne combustión. Reverberaba el disco de una máquina eléctrica, y todo el aparato nos amenazaba constantemente con sus ingratas manifestaciones. El sordo rumor de la llama del hogar, el chirrido del ascua, semejante a la vibración lejana de misterioso instrumento, el olor de los ácidos, la emanación de los gases, el asmático soplar del fuelle, que funcionaba con ansia y fatiga como un pulmón enfermo, todo esto producía en el espectador ansia y mareo imposibles de describir.

Cuando el que esto escribe tuvo el honor de penetrar en el estudio, gabinete o laboratorio del doctor Anselmo, su asombro fue grande, y no podrá menos de confesar que, mezclado al asombro, sintió cierto terror, solo calmado por la idea de que aquel hombre era el más afable e inofensivo de los seres. Además, ¿quién ignoraba que don Anselmo no era nigromante ni profesaba ninguna de las endiabladas artes de la antigüedad? Apenas hubo quien tomara en serio sus trabajos, y más bien le tenían en la vecindad por loco o mentecato, que por hombre medianamente sabio, con asomos siquiera de sentido común. Él, sin embargo, se enfrascaba en aquella tarea incesante de que nunca se vio resultado alguno, y a juzgar por la gravedad con que soplaba sus hornillos y la atención ansiosa con que hacía circular los líquidos verdes y rojos al través del vidrio de los alambiques, grandes y trascendentales problemas traía entre manos.

La afición a la química era en él cosa nueva, no habiendo hasta hace poco parado las mientes en simples y combinaciones. Casi siempre había empleado en la lectura de toda clase de libros la mayor parte de su tiempo, siempre que algún indiscreto no iba a entretenerse con él oyéndole sus narraciones pintorescas, en que se admiraban la brillantez y vuelo de su grande inventiva. Su conversación versaba siempre sobre hechos de su propia vida, que él sacaba a colación en todo y por todo. Nunca se hacía rogar, y lo que contaba era por lo común tan peregrino, que muchos lo juzgaban todo pura invención de su fantasía. Al recordar su pasado miraba todas aquellas baratijas que allí tenía colgadas, y se reía con efusión de dulce tristeza, diciendo:

«Yo también he sido joven, he sido cortesano, artista, pintor, músico; he viajado mucho; he sido galanteador, me han perseguido, he tenido desafíos, conozco el mundo, he amado la vida y la he despreciado, he amado y aborrecido con mucha violencia».

En cierta ocasión, después de hablar de esta manera, aplicó su dedo amarillo, flaco y rígido a la única cuerda de la guitarra, que vibró con un sordo quejido, despidiendo en su oscilación todo el polvo que veinte años de quietud habían acumulado en ella. Y calló, permaneciendo largo rato pensativo y mirando con fijeza la circulación del líquido rojo a lo largo del intestino de vidrio, que trasegaba de un depósito a otro una esencia sutil.

En aquellos momentos de silencio, interrumpido solo por la tenue vibración de la cuerda, el rumor de la llama y ese sonido incomprensible y solemne de todo lugar misterioso, era cuando más terror producían en mí los singulares objetos de la vivienda del sabio. Parecíame que todo aquello tenia vida y movimiento; que la casaca se movía como si sus faldones cubrieran un cuerpo, cual si las mangas tuvieran dentro brazos. También creía ver el sombrero tricornio meneándose a un lado y a otro, como si el botijo que lo sustentaba tuviera sesos llenos de inteligencia y buen humor; creía ver las botas espoleando al reclinatorio, y las conchas golpeándose unas a otras como si a manera de castañuelas estuvieran amarradas a los dedos de una mano andaluza. El esqueleto me parecía que bostezaba, y el caldero le caía hasta los ojos, inclinándose a un lado para darle expresión chusca; me parecía verle adelantar el pie izquierdo como quien rompe a bailar, y cuadrarse ambas manos a la cintura, que le cabía en dos dedos.

Se me figuraba asimismo que andaba el reloj con la precipitación y diligencia de una máquina que quiere recorrer en minutos los años que se ha estado mano sobre mano, es decir, rueda sobre rueda; sentía el tic tac de las piezas, y creía ver oscilar el péndulo dando bofetones a un lado y a otro a todos los pájaros disecados, los cuales se empeñaban en volar moviendo con trabajo las escasas plumas de sus alas podridas; y por último, en medio de esta barahunda, me pareció que el Cristo estiraba los brazos y el cuello, desperezándose con expresión de supremo fastidio.

II

Demos a conocer a la persona.

Parecerá que don Anselmo es tipo poco común, de estos que más se ven en el artificioso mundo de la novela y el teatro, que en la escena de la vida, donde estamos todos formando este gran grupo social, que hoy nos parece una vulgaridad insigne, y quizá lo es. Don Anselmo, al ser presentado en la singular escena que hemos descrito, en medio de tantos rarísimos trastos, con este aparato de Edad Media y sus ribetes de brujo o buscador de la piedra filosofal, parecerá un personaje enteramente ajeno a la actual sociedad, una creación ideológica, sin ningún sentido ni aplicación, más bien que retrato fiel de cualquier prójimo. Estas creencias se desvanecerán cuando se sepa que el doctor Anselmo era hombre de aspecto tan poco romántico, tan del día y de por acá, que nadie fijará en él la atención a no ser renombrado por sus nunca vistas manías y ridiculeces, y por su disparatada conversación.

Era un viejo mal conservado, flaco y como enfermizo, más bien pequeño que alto, con uno de esos rostros insignificantes que no se diferencian del del vecino, si una observación formal no se fija en él con particular interés. Solo cuando hablaba se veían en su rostro los rasgos de una vivacidad nada común. Sus ojuelos pequeños y hundidos tenían entonces mucho brillo, y la boca dotada de la movilidad más grande que hemos conocido, empleaba un sistema de signos más variados y expresivos que la misma palabra. Cojeaba de un pie, no sabemos por qué causa, y la mano izquierda no era del todo expedita; tenía muy bronca y aternerada la voz, y al andar marchaba tan derecho en su camino, tan fijo y abstraído, que iba dando tropezones, con todo el mudo. Parecía tener una tenaz idea clavada en la mente, idea que no le daba respiro, impidiéndole dirigir la atención a cualquier otro punto; y en su marcha se le veía agitarse, mudar de color, gesticular, alterando todos los músculos de su cara como el que sostiene una conversación acalorada con interlocutores invisibles. El hablar consigo mismo era en él más que hábito, una función en perenne ejercicio; su vida un monólogo sin fin.

El vestido no llamaba la atención aquí donde hay un museo de ridiculeces en perpetua exhibición por esas calles. Si fue su levita objeto de curiosidad, a causa de la exorbitante altura de la solapa, charolada por la grasa y el roce de quince años, no hallamos en ninguno de los cronistas que han tratado de este hombre extraordinario, datos que induzcan a creer que el público se fijara en la holgura de su chaleco, donde cabían cuatro doctores, ni en la nunca vista forma de su corbata, que a veces, por una particularidad frecuente en muchos sabios y en todos los que hablan solos, se le rodaba, poniéndose el lazo en el cogote.

Era en sus costumbres de una sencillez y una pureza ejemplares: comía poco, bebía menos, y dormía, en las pocas horas que le dejaba libres la fantasía, con bastante desasosiego, y sonando siempre tanto como cuando estaba despierto. La mayor parte del tiempo la dedicaba al estudio, del cual, al decir de muchos, no sacó jamás ningún provecho, sino que por el contrario, se lo enredara más la madeja de desatinos que en la cabeza tenía.

Vivía de cierta módica pensión que le daban no sabemos dónde, y de los cuartejos que había realizado vendiendo los últimos restos de su fortuna. Parecía, en resumen, uno de esos eremitas de la ciencia, que se aniquilan víctimas de su celo, y se espiritualizan, perdiendo poco a poco hasta la vulgar corteza de hombres corrientes, y haciéndose unos majaderos que sirven para pocas cosas útiles, y entre ellas para hacer reír a los desocupados. Su hábito, su temperamento, su personalidad era la narración. Cuando contaba algo, era él, era el doctor Anselmo en su genuina forma y exacta expresión. Sus narraciones eran por lo general parecidas a las sobrenaturales y fabulosas empresas de la caballería andante, si bien teniendo por principal fundamento sucesos de la vida actual, que él elevaba a lo maravilloso con el vuelo de su fantasía. Al contar estas cosas, siempre referentes a algún pasaje de su vida, ponía en juego los más caprichosos recursos de la retórica y un copioso caudal de retazos eruditos que desembuchaba aquí y allí con gran desenfado. Su estilo no carecía de arte, siendo por lo general difuso, vivo y pintoresco.

Esto hará creer al lector que tenemos que habérnoslas con algún literato desahuciado de la crítica, desheredado de los favores populares, uno de esos que entregan a la miseria y al hastío una vida incapaz de emplearse en el ejercicio del arte y en el pleno goce de la gloria. No: el doctor Anselmo no era literato, ni sabemos que de su pluma saliera nunca otra cosa que unas cuentas mal pergeñadas de las pérdidas de su casa, y algún memorial para hacer valer sus derechos a la pensión: era un hombre que tenía metida en la cabeza una idea insana. Tal vez conociendo algunos detalles de su vida, y prestando atención al incidente que él mismo nos va a referir, sepamos cómo llegó aquel entendimiento a tal grado de desbarajuste, y cómo se aposentaron en su cerebro tantas y tan locas imágenes, mezcladas de discretos juicios, tanta necedad unida a grandes concepciones, que parecen fruto del más sano y cultivado entendimiento.

Tuvo el tal una juventud muy borrascosa, y desde su primera edad se notó en él gran violencia de sentimientos, desbarajuste en la imaginación, mucha veleidad en su conducta, y alternativas de marasmo y actividad que le dieron fama de hombre destartalado y de poco seso. Cuentan que se pasaba semanas enteras retirado de las gentes, triste, aburrido como un santo, perdido en vanos éxtasis, de que no salía ni aun solicitado por sus amigos: otras veces era tal su animación y alegría, que rayaba en delirio, siendo difícil sustraerse a sus travesuras. Pero esto duraba poco, y a lo mejor le veían otra vez solitario y abstraído, hecho un santo de palo, de esos que miran al cielo y estiran un dedo como en expectación de alguna voz de arriba. De esta manera le encontró la muerte de su padre, el cual le dejó considerable fortuna y entre otras cosas una casa magnífica, donde el viejo, gran coleccionador de obras de arte, había reunido infinidad de primores del Renacimiento. Su familia era de las más nobles de Andalucía: llevaba el apellido de Afán de Ribera, siendo por la línea materna de la casta de los Silíceos, por lo cual se enorgullecía de ser pariente del arzobispo de este nombre.

Al describir el palacio que le dejó su padre, el doctor empleaba los más brillantes colores; daba a su relato tales visos de cosa fantástica, que no era posible creerlo, ni dejar de pensar que la imaginación del narrador era el principal arquitecto de tan hermosa vivienda.

Casose mi hombre con una joven, de cuya hermosura hablaba siempre pomposamente. Lo que pasó en este matrimonio, nadie lo sabe; y si es verdad lo quo de boca del mismo doctor vamos a oír, fuerza es confesar que el caso es raro y merece ser puesto entre las más curiosas aventuras que han ocurrido en el mundo. Cuentan personas autorizadas, que en los meses que estuvo casado, la enajenación, la extravagancia de nuestro personaje llegaron a su último extremo: se le veía entonces apartado de todo trato humano, buscando sitios solitarios, a veces dominado por cólera inextinguible, a veces sumergido en profunda melancolía, especie de somnolencia que le daba todo el aspecto de un hombre sin sentido. Pocas veces le vieron con su mujer, para quien no tenía ni aun las más ligeras amabilidades que el más adusto marido tiene con la suya. Renegaba de sus suegros, hacia mil tonterías, hasta el punto de que la maledicencia, afanosa por saber lo que allí pasaba, entró en su casa y no dejó a nadie con honra.

La verdad no se sabe: murió Elena, que así se llamaba su esposa, a los pocos meses de casada, y entonces empezó Anselmo a ser el absurdo personaje que ahora conocemos. No volvió a tener reposado y claro el juicio, siendo desde entonces el hombre de las cosas estrafalarias o inconexas, cada vez más incomprensible, enfrascado en sus diálogos internos, y agitado siempre por la idea insana, que llegó poco a poco a formar parte de su naturaleza moral.

Perdió su fortuna, no solo por abandono, sino porque suscitado un pleito insignificante por un pariente suyo, supo la curia aprovecharse tan bien, que en poco tiempo quedaron todos los litigantes en la miseria. Hubo quien dijo: «Es un gran filósofo; ved con qué resignación resiste los golpes de la suerte». Otros decían: «Es un loco; mirad con qué indiferencia olvida sus asuntos». Su estoicismo era objeto de burlas. Alguien quiso favorecerle, compadecido de su desgracia; pero parece que le encontraron orgulloso y poco dispuesto a admitir limosnas. También hubo jóvenes de candidez tan extremada, que le creyeron iniciador de un nuevo sistema filosófico que había de pasmar al orbe. Esto provenía de que después de su pobreza se había remontado a las alturas del bohardillón, donde encendió una lámpara y se puso a devorar libros noche tras noche sin darse reposo. Pero viendo todos la ninguna substancia de aquel trabajo incesante, encontrábanle cada vez más loco. Huyeron de él los que antes le tenían afecto o lástima, y solo había un reducido número de personas que iban a oírle contar peregrinas aventuras, soñadas por él sin duda, pues no existía un ser cuyo papel en la sociedad hubiera sido más pasivo.

El calif