Lágrimas de amor - Bajo su hechizo - Bajo el embrujo del mar - Chantelle Shaw - E-Book
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Lágrimas de amor - Bajo su hechizo - Bajo el embrujo del mar E-Book

Chantelle Shaw

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Beschreibung

Lágrimas de amor Chantelle Shaw El duque Javier Herrera necesitaba una esposa si quería heredar el negocio familiar. Grace Beresford era hija de un hombre que le había arrebatado mucho dinero… la oportunidad perfecta para vengarse y casarse por conveniencia. Al principio, no le importó que ella lo odiara, pues sólo quería su cuerpo. Pero enseguida descubrió que Grace no estaba dispuesta a entregarse a él a pesar de la atracción explosiva que había entre ambos… Bajo su hechizo Margaret Mayo Cuando Keisha volvió a ver a su marido tres años después de abandonarlo, su primer instinto fue huir. Hunter Donahue no volvería a hacerla sufrir. Hunter buscaba vengarse de su joven y bella esposa por haberlo abandonado… y sabía cómo hacerlo. Keisha necesitaba dinero y él podría dárselo si trabajaba para él. Keisha creía que aquella oferta de empleo era puramente profesional, pero no tardó en descubrir que sus intenciones eran otras… Bajo el embrujo del mar Kate Hewitt Lukas la llevó a su isla griega para huir de la prensa y allí la pobre pero orgullosa tutora del bebé cayó cautivada por la lujosa vida del magnate y por sus encantos. El plan de Rhiannon Davies era muy sencillo; debía reunir a la hija de su difunta amiga con su padre, después volvería a casa… sola. Pero, a pesar de su falta de experiencia, Rhiannon se vio invadida por un arrollador deseo, y de pronto aceptó la proposición de matrimonio del guapísimo Lukas, un hombre que había dejado muy claro que nunca podría amarla…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 384 - marzo 2019

 

© 2007 Chantelle Shaw

Lágrimas de amor

Título original: The Spanish Duke’s Virgin Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

© 2007 Margaret Mayo

Bajo su hechizo

Título original: Bedded at His Convenience

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

© 2007 Kate Hewitt

Bajo el embrujo del mar

Título original: The Greek Tycoon’s Convenient Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-933-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Lágrimas de amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Bajo su hechizo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Bajo el embrujo del mar

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SUPONGO que esto es una broma, ¿verdad?

El duque Javier Alejandro Diego Herrera se apartó de la ventana del castillo, desde la cual se divisaba el precioso paisaje andaluz, para mirar al anciano que tenía delante.

–Te aseguro que no bromearía sobre algo tan importante –contestó Ramón Aguilar fríamente–. Las condiciones del testamento de tu abuelo son muy claras; si no te casas antes de cumplir los treinta y seis años, será tu primo Lorenzo el que pase a tener el control del Banco de Herrera.

Javier maldijo de manera sucinta, frunciendo el ceño.

–¡Dios! –espetó–. Como frecuentemente comentaba mi abuelo, Lorenzo es como un niño pequeño. No tiene una meta en la vida, no tiene ambiciones. Dime, ¿qué tiene él para que Carlos creyera que sería un sucesor más creíble que yo como presidente del banco? –dijo mientras la incredulidad estaba dando paso al enfado.

–Él está casado –murmuró el señor Aguilar.

Javier, que había estado andando por la habitación como un tigre encerrado, se detuvo repentinamente. Miró al desafortunado abogado que había sido el hombre de confianza de Carlos Herrera.

–Desde que tenía diez años mi abuelo me estuvo preparando para que ocupara su puesto como cabeza de la familia Herrera y, más importante aún, como director del Banco de Herrera –dijo entre dientes, tratando de controlar su enfado–. ¿Por qué iría a cambiar de opinión de repente?

El hijo de Carlos, el padre de Javier, había muerto de una sobredosis tiempo después de haber sido expulsado de la familia. Javier había pasado entonces a ser el duque de Herrera cuando su abuelo había muerto, pero lo que más le importaba, el control del banco, la mina de oro, todavía se le escapaba de las manos.

–¿Estás queriendo decir que se me niega tener lo que es mío porque mi primo está casado y yo no? ¿Es ésa la única razón? –exigió saber. Sus ojos color ámbar echaban chispas.

–El último deseo de tu abuelo fue dejar el banco en manos de un hombre en el que pudiera confiar y que garantizara la continuidad de su éxito.

–Yo soy ese hombre –masculló Javier, impaciente.

–Durante los últimos meses ha habido muchas cosas que preocuparon, e impresionaron, a tu abuelo –dijo el abogado.

Entonces sacó unas fotografías de su escritorio, fotografías en donde se veía a Javier en compañía de diferentes mujeres, pero todas rubias y con un protuberante escote.

Javier miró las fotografías y se encogió de hombros para mostrar su indiferencia; ni siquiera podía recordar el nombre de muchas de aquellas mujeres.

–No me había dado cuenta de que mi abuelo esperaba que yo hiciera un voto de celibato –espetó.

–No esperaba eso. Los términos de su testamento establecen que debes encontrar una esposa. Y creo que te quedan dos meses para hacerlo… o perderás el control del banco. El Banco de Herrera es un banco tradicional…

–Que yo pretendo arrastrar al siglo XXI –terminó de decir Javier misteriosamente.

–Carlos apoyaba tus innovadoras ideas, y es cierto que el banco necesita ser modernizado. Hay que inyectar ideas frescas, pero no podrás hacerlo sin el apoyo de tu equipo –advirtió Ramón–. Los directivos son precavidos y no les gustan los cambios. Quieren un presidente que comparta sus valores de decencia y moralidad… que tenga una familia. No les gusta ver las fotografías que aparecen de ti y de tus últimas conquistas en la prensa sensacionalista.

Ramón hizo una pausa, pero continuó hablando.

–A Carlos le preocupaba que tu… abundante vida social estuviera teniendo efecto sobre tu capacidad decisoria. Tengo entendido que ha habido problemas con la filial británica del banco. El encargado que nombraste, Angus Beresford, ha resultado ser una mala elección.

Javier sabía que había cometido un error con Angus, que le había traicionado. No necesitaba que se lo recordasen.

–Tengo la situación controlada. Me estoy ocupando del problema y puedes estar tranquilo; le pediré cuentas a Beresford –gruñó, furioso.

Se acercó a mirar de nuevo por la ventana la enorme propiedad de los Herrera. Él era el dueño de todo aquello, pero se sentía como un rey destronado. El Banco de Herrera era suyo. Había pasado los últimos veinticinco años esperando aquel momento, y darse cuenta de que su abuelo no sólo había dudado de su capacidad, sino que también había expresado aquellas dudas a otras personas, era duro de digerir.

–Soy la persona ideal para ese trabajo –señaló fríamente–. ¿Cómo podía dudarlo mi abuelo simplemente por unas pocas fotografías que me hicieron los malditos paparazzi? ¡Y eso del matrimonio! Madre de Dios, ¿en qué benefició a mi padre haberse casado? Mi madre era una bailadora de flamenco y una mujerzuela que le destrozó la vida a mi padre con sus aventuras amorosas. Créeme; nunca permitiré que ninguna mujer goce de tal poder sobre mí. ¿Qué demonios le hizo a mi abuelo pensar que yo querría casarme?

–Tu abuelo esperaba que eligieras a una mujer de tu misma clase social, una mujer que entienda las responsabilidades de ser la esposa de un duque –murmuró el abogado–. De hecho, poco antes de morir, Carlos me confió que esperaba que te casaras con Luz Vázquez.

–Yo le dejé claro que no tengo ninguna intención de casarme con una niña de diecisiete años. Dios, Luz todavía está en el colegio –explotó Javier.

–Ella es joven, eso es cierto, pero sería una excelente duquesa. Y, claro está, el matrimonio tendría el beneficio añadido de fusionar a dos grandes familias dedicadas a la banca. Piénsalo.

La última conversación que Javier había tenido con su abuelo había sido parecida, y reconoció, como había hecho en aquel momento, el atractivo de la unión de dos de los bancos españoles más poderosos. Pero no era tonto y se había dado cuenta de que era la manera que había tenido su abuelo de seguir controlándole… incluso desde la tumba. Miguel Vázquez, viejo amigo de Carlos, quedaría muy satisfecho, y él terminaría atado a una niña mimada que no había ocultado su encaprichamiento por él.

Su abuelo, que había sido muy astuto, se había salido con la suya por el momento, pero Javier estaba decidido a ganar aquella batalla y nada, ni incluso el inconveniente de tener que encontrar esposa, le detendría.

–Así que tengo dos meses para encontrar una duquesa –murmuró serenamente–. ¿Crees que podré hacerlo, Ramón? –preguntó, sonriendo abiertamente, evidenciando la confianza que tenía en sí mismo.

–Sinceramente eso espero –contestó Ramón–. Si hablas en serio cuando dices que quieres ser el próximo presidente del banco.

–Es lo que siempre he deseado, y no hay nada que no hiciera para conseguirlo –dijo Javier, a quien se le borró la sonrisa de la cara.

Ramón pudo ver en él la dureza, la implacabilidad y la inexorabilidad de su abuelo. Sintió lástima por quien fuese a llegar a ser su esposa, ya que durante años todos los matrimonios Herrera habían sido un infierno.

Javier le tendió la mano al abogado de su abuelo.

–Nos veremos en dos meses y te presentaré a mi novia –dijo, repasando mentalmente la lista de varias de sus novias, preguntándose cuál accedería a un matrimonio como aquél. Tendría que ofrecer un buen incentivo económico que se pagaría el día de su divorcio. No quería malentendidos.

–Eso espero. Y, en tu primer aniversario de bodas, me encantará firmar el traspaso de todo el poder del Banco de Herrera a tu nombre. Hasta entonces, suponiendo que encuentres una esposa antes de tu cumpleaños, continuarás con tu papel de presidente del banco, pero todas las decisiones que se tengan que tomar deberán ser aceptadas por mi equipo legal y por mí.

–¡Un año! –exclamó Javier, agarrando el testamento de su abuelo.

–Tu abuelo creía que actuaba en beneficio del Banco de Herrera –comenzó a explicar Ramón, pero dejó de hablar al observar la heladora mirada de Javier.

–No te equivoques, Ramón –gruñó–. Tendré lo que por derecho me pertenece y nada, ni siquiera los mandatos de un fantasma, me detendrán.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA GUÍA establecía que el Palacio del León era del siglo XII y de estilo morisco, construido en Sierra Nevada. Desde él se veía toda la ciudad de Granada. La carretera que llevaba al castillo era muy empinada, y Grace tuvo que cambiar a una marcha más corta. Pensó que, si seguía subiendo, llegaría a las nubes.

En la distancia, podía ver las montañas que se alzaban aún más. Todavía tenían nieve en las cimas, pero donde estaba ella todo estaba verde. Llovía, lo que acompañaba su humor.

–Ha estado lloviendo durante tres días –le había dicho el encargado de su hotel cuando había llegado a Granada–. No es muy corriente, teniendo en cuenta que la primavera está terminando… pero espere, mañana saldrá el sol y usted estará feliz.

Pero Grace pensó que aquel hombre no sabía que se requeriría mucho más que un cambio en el tiempo para levantarle el ánimo. Se imaginó a su padre, demacrado y sin afeitar, desplomado en una silla. El magnífico encargado de banca se había desmoronado ante sus ojos y en su lugar había un hombre completamente destruido.

–No puedes hacer nada, cariño –le había dicho Angus, intentando sonreír.

Incluso en aquellos momentos su padre había seguido tratando de proteger a su única hija, lo que había provocado que ella estuviese decidida a hacer algo.

Su padre era su héroe, el hombre más maravilloso sobre la faz de la tierra, pero la impresión que le había causado la malversación de fondos que había provocado éste en el banco la había dejado muy impresionada. Había comprendido sus razones, desde luego. Todos aquellos años observando cómo su madre se deterioraba debido a su enfermedad neuronal habían sido devastadores. Angus había tratado de buscar un remedio contra lo incurable. Lo que fuese, desde los remedios herbales chinos hasta los costosos tratamientos en los Estados Unidos; había merecido la pena haberlo intentado para aliviar el dolor de su adorada esposa.

Pero al final todo había sido inútil, y Susan Beresford había fallecido hacía dos años, pocas semanas antes del veintiún cumpleaños de Grace. Ella no había sabido hasta hacía un par de semanas que su padre había financiado los tratamientos de su madre jugando dinero ni que aquella adicción le había llevado a «tomar prestado» dinero del Europa Bank, la filial británica del Banco de Herrera, para haber pagado sus deudas.

–Siempre planeé devolverlo, lo juro –había dicho Angus ante el espanto de su hija–. Un golpe de suerte, eso era todo lo que necesitaba. Hubiese podido devolver el dinero, cerrar las cuentas falsas y nadie se hubiese enterado de nada.

Pero lo habían hecho. Un auditor había visto irregularidades y habían llegado hasta el fondo del asunto. Y ella sólo había podido ver cómo su mundo y, más importante aún, su padre, se desmoronaban.

Murmurando, angustiada, volvió a fijar su atención en la carretera, que seguía muy empinada. En un momento dado agarró el volante con fuerza al ver un despeñadero y darse cuenta de que, si hacía un mal movimiento con el coche, podría caer por el barranco. Odiaba las alturas y comenzó a marearse. Se planteó dar la vuelta, pero la carretera era demasiado estrecha como para hacerlo. Y, además, tenía un trabajo que hacer.

El Palacio del León era la residencia de la familia Herrera desde hacía muchas generaciones y deseó que el duque estuviera en casa. Las cartas que le había enviado no habían obtenido respuesta, y todos los intentos de contactar con él por teléfono habían sido evitados por su eficiente equipo personal. Desesperada, había viajado a las oficinas centrales del banco en Madrid y desde allí había tomado un avión hasta Granada, donde le habían informado de que el presidente estaba en su residencia privada en las montañas.

Para su alivio, la carretera comenzó a hacerse menos empinada y, al dar la vuelta a una curva, pudo ver el castillo.

Cuando por fin se bajó del coche, tenía el corazón revolucionado. Le dolían todos los músculos, aunque no sabía si era debido a la difícil conducción o al hecho de que por fin iba a ver a Javier Herrera.

El castillo era un ejemplo muy impresionante de la arquitectura morisca, pero Grace no dejaba de mirar la puerta, que estaba flanqueada por dos leones de piedra. Se estremeció y pensó que no le gustaría estar por allí a oscuras. En realidad no le gustaba estar allí, pero el duque de Herrera era el único que podía salvar a su padre y, cuanto antes lo viera, mejor.

Se estaba empapando bajo la lluvia y se acercó de nuevo al coche para tomar la pashmina que había llevado con ella.

Entonces se dirigió a llamar a la puerta y, justo cuando iba a hacerlo, ésta se abrió y aparecieron dos figuras. Una de las personas que aparecieron ante ella era claramente un miembro del personal del castillo y la otra era un hombre mayor y bajito.

–He venido a ver al duque de Herrera –dijo Grace con la voz entrecortada.

Gracias a las vacaciones que había pasado durante años con su tía Pam en Málaga, hablaba español con fluidez.

–Si tiene aprecio por su vida, señorita, no se lo recomiendo –dijo el anciano–. El duque no está de muy buen humor.

Pero Grace, esperanzada, pensó que por lo menos estaba en el castillo. Javier Herrera estaba allí y todo lo que ella tenía que hacer era convencer al mayordomo de que le permitiera verlo.

Varios minutos después todavía estaba en las escaleras.

–Por favor –suplicó por última vez.

–Lo siento, pero es imposible. El duque nunca recibe visitas imprevistas –insistió el mayordomo, impaciente.

–Pero si le dijera que yo estoy aquí… le prometo que sólo le robaré cinco minutos.

Pero el mayordomo cerró la puerta y ella, en un impulso infantil, le dio una patada.

–Maldito seas, Javier Herrera –murmuró, parpadeando para apartar las lágrimas.

Parecía que no tenía otra alternativa que conducir de vuelta a Granada, pero no podía soportar pensar que había fallado. No podía darse por vencida; el duque de Herrera estaba allí, al otro lado de aquellas paredes, y debía de haber alguna manera de acercarse a él y hacer que la escuchara.

Recordó de nuevo a su padre, al que la muerte de su madre había afectado muchísimo, y que estaba sumido en una profunda depresión. Si pudiera quitarle el miedo que tenía de ir a prisión, una posibilidad muy probable, según el señor Wooding, el abogado de la familia, quizá él pudiese salir de la terrible situación en la que se encontraba.

Había parado de llover y, aunque el cielo estaba todavía gris, tenues rayos de sol trataban de abrirse paso a través de las nubes. Entonces divisó una verja que daba al patio. Se dijo a sí misma que seguramente estaba cerrada, pero, para su asombro, al empujarla se abrió y pudo entrar al patio.

El jardín era precioso; era como un pedazo de cielo que logró calmar sus nervios. Estaba repleto de fuentes y capullos de rosas. En un impulso, arrancó una flor y la olió. Durante unos preciados momentos sintió cómo el peso de sus preocupaciones la abandonaba. Podía haberse quedado allí para siempre, oyendo el dulce cantar de los pájaros.

Pero cuando estaba observando embelesada una de las piscinas, tuvo la sensación de que alguien la estaba mirando. Se dio la vuelta despacio y se quedó sin aliento.

Había un hombre en el extremo opuesto del jardín, pero incluso desde la distancia su altura era notable. Grace pudo sentir el poder y la fuerza de él, pero llamó su atención el dobermann que éste tenía a su lado. El miedo se apoderó de ella. Aquélla no era una mascota amigable; sin duda era un perro de defensa, y aquel hombre debía de ser un miembro de la seguridad del castillo.

Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que había entrado en una propiedad privada sin autorización. Lo más sensato sería acercarse al hombre y disculparse, pero la expresión de su cara le parecía aterradora. El instinto se apoderó de ella y salió corriendo, pero al mirar hacia atrás por encima de su hombro vio que el hombre había soltado el perro, que corría hacia ella.

Aterrorizada, Grace trató de encontrar una salida, pero el jardín estaba rodeado por cuatro paredes, tres de las cuales eran muy altas, aunque la cuarta era vieja y más baja.

El perro estaba casi sobre ella y pudo imaginarse sus afilados dientes hundiéndose en su carne. Desesperada, comenzó a subir por la vieja pared y, utilizando toda su fuerza, logró llegar arriba. Se tranquilizó diciéndose así misma que ya estaba segura. El perro estaba debajo de ella, ladrando furioso, pero con suerte ella lograría pasar al otro lado. Al dirigirse a bajar la pared por la calle se dio cuenta de que estaba demasiado alta y que si lo intentaba seguramente moriría en la caída. Su única alternativa era volver a bajar al jardín… donde le esperaba el perro.

Pero se quedó paralizada por el miedo y observó cómo el hombre se acercaba.

–Tranquilo, Luca –dijo Javier, acercándose sin prisa hacia su perro.

No sintió ninguna pena por aquella mujer y pensó que se podía quedar allí arriba todo el día. Estaba más que harto de los paparazzi que le perseguían constantemente. Ya tenía suficiente con aguantarlos en la ciudad, y ver a una periodista en su castillo le pareció demasiado.

–¿Cómo ha logrado entrar? –exigió saber impacientemente–. ¿Y qué es lo que quiere?

No podía ver que llevase ninguna cámara pero, mientras ataba al perro, pensó que quizá se le había caído cuando huía de él.

–Baje de ahí; el perro está ya atado y no le hará nada.

Pero Grace no se movió, y Javier frunció el ceño; no estaba de humor y todo lo que quería era que aquella mujer se marchara de su propiedad. Al mirarla con detenimiento se dio cuenta de que no era española, por lo que repitió lo que había dicho en inglés, ya que solía ser un medio universal de comunicación.

–No puedo bajar –dijo por fin Grace, apenas susurrando. Estaba paralizada por el miedo debido a la altura de la pared, y sintió cómo le daba vueltas la cabeza.

–Señorita, debe bajar de ahí –dijo él con cierto toque de apremio.

Pero entonces se dio cuenta de que ella estaba aterrorizada y a punto de desmayarse.

–No tiene por qué tener miedo –dijo en un tono más suave–. No le haré daño, ni tampoco el perro. Suéltese y yo la agarraré.

Ella siguió allí paralizada, y Javier se asustó al ver cómo palidecía y cerraba los ojos. Por más que odiara a los periodistas, no quería ver cómo aquella chica moría despeñada.

–Señorita, salte a mis brazos; conmigo estará segura. ¿Cómo se llama? –exigió saber.

–Mi nombre es… Grace… Beresford –dijo ella mientras se dejaba caer, justo antes de desmayarse.

 

 

Cuando Grace abrió los ojos, el terror se apoderó de ella al ver que él la llevaba en brazos.

–¿Dónde me lleva? –exigió saber–. Déjeme en el suelo.

No podía ver claramente la cara de aquel hombre, ya que el gorro le ensombrecía el rostro, pero su cuadrada mandíbula indicaba una gran fortaleza. Él se detuvo y la dejó en el suelo, ante lo que ella se tambaleó y cayó de rodillas.

El hombre no hizo ningún intento de ayudarla; en vez de ello se quedó observándola, con el perro atado a su lado.

–No me puedo creer que soltara el perro para que me atacara –dijo de forma acusadora, incapaz de controlar el temblor de su voz.

–No me gusta la gente que se mete en propiedad ajena –contestó el hombre con dureza. A pesar de su fuerte acento, hablaba inglés perfectamente.

Grace alzó su cabeza para mirarlo; su arrogante postura le irritaba. Seguramente sería un miembro del personal del castillo, pero estaba mirándola como si aquello fuese suyo.

–¿Por qué ha entrado aquí? –gruñó él.

–He venido a ver al duque de Herrera –contestó ella, haciendo un esfuerzo por levantarse. Todavía se sentía débil y desorientada.

–¿Para qué? –preguntó Javier, sin hacer ningún intento por ayudarla.

–Por razones personales –contestó ella, levantando la barbilla y mirando a aquel hombre.

Afortunadamente no recordaba la caída, pero lo que estaba claro era que él la había salvado de romperse algunos huesos. No quería siquiera imaginarse si hubiese caído del otro lado de la pared, por el precipicio de la montaña…

–Gracias por tomarme en brazos –murmuró con voz ronca–. Entiendo que esto es un jardín privado, pero yo he venido para ver al duque y…

–Al duque no le gusta que le moleste gente que no ha sido invitada –informó altaneramente el hombre.

Aquello irritó a Grace, que recordó su propósito de ver al duque, fuese como fuese.

–Yo no vengo de improviso, tengo… una cita –mintió, humedeciéndose los labios.

El hombre no respondió, pero su lenguaje corporal dejó clara su incredulidad.

–Sí. He llegado pronto y, antes que quedarme esperando en el coche, decidí explorar el terreno. Lo siento –dijo, mirándolo con sus ojos azules y esbozando una tímida sonrisa–. Quizá el duque ya esté preparado para verme. ¿Podría llevarme ante él?

Javier mantuvo silencio durante tanto tiempo, que ella sintió cómo la tensión se apoderaba del ambiente y, cuando por fin él habló, se sobresaltó.

–¿Está segura de que quiere entrar en el Palacio del León, señorita Beresford?

–Desde luego –contestó–. Le seguiré, ¿le parece?

–Está bien –dijo el hombre, dándose la vuelta y dirigiéndose a toda prisa a entrar al castillo.

Grace tuvo que hacer un esfuerzo para seguirlo. Cuando por fin entraron, le faltaba el aliento. Siguió a su guía por unas escaleras de piedra hasta una gran habitación que supuso debía de ser el despacho del duque.

Ante su consternación, el hombre la siguió dentro de la habitación y le dio un vuelco el corazón cuando éste cerró la puerta tras ellos.

Ignorándola, Javier sacó su teléfono móvil y murmuró algunas palabras al aparato.

–¿Vendrá pronto el duque? –preguntó ella, mirando su reloj abiertamente.

–Le prometo que no tendrá que esperar mucho tiempo, señorita Beresford –contestó él suavemente.

Pero Grace se dio cuenta del sarcasmo que desprendía la voz de él, y su aprensión aumentó. Observó cómo el hombre se quitaba el abrigo, y le maravilló su formidable físico.

–La policía llegará muy pronto –dijo él al quitarse su sombrero, sonriendo.

–¿La policía? –dijo ella, muy impresionada.

Aquel hosco extraño era más que guapo… le había dejado sin palabras. Su cara era perfecta. Tenía la piel aceitunada, el pelo oscuro y unas facciones duras, complementadas por sus curiosos ojos color ámbar, que emitían destellos de fuego.

Grace sintió como si él la estuviese desnudando con la mirada. Se ruborizó y sintió, horrorizada, cómo un cosquilleo le recorría los pechos.

–Usted no es el jardinero, ¿verdad? –espetó ella, desesperada por ocultar su vergüenza ante la reacción de su cuerpo–. Supuse que usted era miembro del personal del castillo. ¿No me irá a decir ahora que el duque de Herrera es usted? –añadió.

Entonces se dio cuenta de que era cierto y que por eso él tenía aquel aire de superioridad. Humillada, deseó que se la tragara la tierra.

–Y usted, señorita Beresford, aparte de ladrona es también mentirosa –Javier hizo una pausa–. Debe de ser cosa de familia –murmuró.

En ese momento Grace se dio cuenta de que él sabía quién era ella. A él no le sería fácil olvidarse de su apellido. Respiró profundamente, tratando de encontrar las palabras para explicar su visita. Pero se había quedado en blanco y no podía dejar de mirar al duque, que era el hombre más guapo que jamás había visto.

–Reconozco que dije una pequeña mentira, pero no soy una ladrona –dijo entre dientes, ruborizándose al recordar la historia que se había inventado sobre la cita que tenía con él.

–¿Ah, no? ¿Entonces quién te dio permiso para robar de mi jardín? –dijo él, acercándose a ella.

Grace se quedó muy quieta mientras él le acariciaba con un dedo la mandíbula, bajando a continuación hacia su escote. Se quedó sin aliento y se sintió mareada debido a la falta de oxígeno. Se quedó mirándolo, y dio un grito ahogado cuando repentinamente él agarró la flor que ella se había colocado en el ojal de su camisa.

–Sólo es una rosa –susurró.

–¿Y qué significa robar una rosa cuando tu padre ya me ha robado tres millones de libras, verdad? –murmuró él sardónicamente.

–¡Oh, Dios! –gimió Grace al recordar de nuevo la gravedad del delito que había cometido su padre–. Sé que parece mal…

–No parece mal, señorita Beresford, parece horrible –comentó Javier.

–Lo siento –ofreció, consciente de que sonaba muy inapropiado–. Sé que mi padre ha obrado erróneamente… pero tenía sus razones –comenzó a decir.

–Estoy seguro de que así fue. Y se las podrá explicar todas a un juez –dijo él, interrumpido por la llamada de teléfono de su escritorio.

Grace sabía que aquella llamada telefónica era para informarle de que la policía había llegado, y el pánico se apoderó de ella.

–Ha sido fascinante conocerla, señorita Beresford, pero me temo que ya es hora de que se marche –dijo Javier fríamente.

–¡Por favor! Tiene que escucharme. Mi padre…

–Se merece todo lo que le va a ocurrir –dijo el duque desde la puerta. Su lenguaje corporal dejaba claro que se le estaba acabando la paciencia.

–Él está enfermo. Mentalmente enfermo. No sabía lo que estaba haciendo.

–Oh, venga ya, seguro que se puede inventar algo mejor. Angus Beresford se aprovechó de su situación y durante los últimos dieciocho meses ha estado transfiriendo dinero a cuentas falsas. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo –dijo Javier, agarrando el picaporte de la puerta.

–No veía otra salida. Por favor… concédame cinco minutos de su tiempo –imploró–. Permítame explicarle las razones por las que hizo lo que hizo.

Durante un momento, Grace pensó que el duque la iba a sacar de allí a rastras, pero entonces llamaron con fuerza a la puerta.

–¿Qué ocurre? –exigió saber él en su propio idioma.

No sabía que ella podía entender y que se enteró de que la policía estaba esperando en el vestíbulo.

Se dio cuenta de que había fallado, y las lágrimas que había estado conteniendo comenzaron a correrle por las mejillas.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

MIENTRAS miraba las lágrimas que recorrían la cara de Grace, Javier pensó que nunca dejaría de sorprenderle cómo las mujeres podían romper a llorar cuando les convenía. Había estado con muchas mujeres y no comprendía por qué ver a aquélla llorar le hacía sentir como si le clavasen un puñal en la tripa. Le estaba afectando verla llorar… y no le gustaba. Le hacía sentirse incómodo, y la necesidad de abrazarla y acariciarle su sedoso pelo marrón era completamente ridícula.

Se dijo a sí mismo que debía echarla en aquel mismo momento, debía entregarla a la policía y no supo por qué dudaba. Desde que había sabido quién era ella, se habían apoderado de él la furia y otro impulso más básico que sin duda era el responsable de que no pudiese quitarle los ojos de encima.

Miró la boca de ella, y su cuerpo reaccionó al ver lo delicioso que parecía su labio inferior.

A él le gustaban las rubias altas y elegantes. Grace Beresford era bajita, delicada, pálida y su pelo tenía reflejos dorados que él podía ver eran naturales.

Nunca sobresaldría del montón, pero tenía algo, como un aire de serenidad.

–Le doy dos minutos –dijo él fríamente–. Aunque debo advertirle que ya tengo una buena idea de las causas de los problemas económicos de su padre, y no me parece que excusen que él rompiera la confianza que yo había puesto en él.

–¿Sabe que él es adicto al juego? –dijo Grace con urgencia–. No puede evitarlo. Es una víctima inevitable de las facilidades que suponen las apuestas telefónicas.

–Se me rompe el corazón –dijo Javier con un frío sarcasmo.

Aquello irritó a Grace, que se acercó a él.

–Mi padre es un buen hombre, una persona honorable –insistió–. Hace pocos años realizó unas inversiones poco prudentes y, desafortunadamente, perdió mucho dinero.

–No comprendo por qué debería yo sufrir por su temeridad –espetó Javier.

–Él estaba desesperado. Mi madre estaba gravemente enferma, y él estaba preparado para hacer lo que fuera… cualquier cosa… para ayudarla. El juego parecía su única salvación –titubeó–. Ganó un par de veces y creyó que su suerte continuaría. Pero en vez de eso, comenzó a acumular muchas deudas, deudas que no tenía manera de pagar. Tras la muerte de mi madre, creo que él se sintió muy agobiado. La única cosa que tenía de valor era nuestra casa. Sus acreedores amenazaban con quitarle Littlecote, pero estaba desesperado por conservarla… para mí –explicó, conteniendo las lágrimas–. Angus hizo lo que hizo, tomó el dinero, porque quería conservar la casa que sabía que yo amaba.

Grace se detuvo y se restregó los ojos; no quería llorar, no delante de aquel hombre que parecía que tenía el corazón de piedra.

–Es una historia muy conmovedora –comentó Javier en un tono aburrido–. Y sin duda habrá algo de verdad en ella. Estoy dispuesto a creer que Angus robó por usted. Señorita Beresford, usted tiene gustos muy caros.

–¿Cómo puede usted saber qué es lo que me gusta? –exigió saber Grace, indignada.

–Se ha llevado a cabo una minuciosa investigación sobre sus vidas. Sé todo lo que hay que saber sobre usted… y no es una mujer que salga barata –informó fríamente–. La educación privada que recibió en un exclusivo colegio para señoritas, por no mencionar el lujoso piso que ocupó mientras estaba en la universidad…

–Yo pagué el alquiler del piso con un dinero que mis abuelos habían dejado para mí –dijo Grace, que estaba comenzando a enfurecerse–. Y trabajé muy duro para conseguir mi licenciatura.

–¿En Historia del Arte? –dijo él con desdén–. Estoy seguro de que le ha resultado muy útil.

–En mi profesión, mucho –dijo ella fríamente–. Como parece que sabe tantas cosas sobre mí, estoy segura de que habrá descubierto que tengo mi propio negocio de antigüedades.

–Sé que le gusta jugar a las tiendas en un pequeño establecimiento en Brighton. Pero The Treasure Trove no es un negocio muy próspero, ¿verdad?

Grace frunció el ceño.

–Oh, vamos –se burló él–. Apenas gana lo suficiente como para pagar sus gastos.

–Es cierto que mis ganancias no han sido tan buenas como yo esperaba, pero lleva tiempo ganar una buena reputación en el mundo de las antigüedades –farfulló Grace.

Antes de haber abierto su tienda, le había encantado su trabajo como catalogadora en una casa de subastas londinense, pero su vida se había detenido cuando hubo roto su compromiso con Richard Quentin. Con el corazón destrozado ante el engaño de éste, había regresado a Brighton, y con el apoyo de su padre había abierto The Treasure Trove. Pero durante el primer año de actividad, el negocio había marchado despacio. Tras pagar las facturas, le quedaba poco dinero para sus gastos.

–Yo debería compartir la culpa por todo este terrible embrollo –dijo con la voz ronca–. Tengo que aceptar el hecho de que mi padre robó de su banco, no sólo para pagar los gastos médicos de mi madre, sino porque quería continuar ofreciéndome el estilo de vida al que yo había estado acostumbrada. No sabe lo mal que eso me hace sentir.

–Y supongo que estará enfadada ante el hecho de que su estilo de vida va a tener que cambiar –dijo Javier burlonamente–. Haber perdido su principal fuente de ingresos debe de ser muy inconveniente, pero me temo que mi banco, con la ayuda de la mano tan larga que tiene su padre, no está dispuesto a seguir corriendo con sus gastos.

–¿Está sugiriendo que yo sabía lo que mi padre estaba haciendo?

–¿Espera que crea que no lo sabía? No soy tonto, señorita Beresford. Está bastante claro que tiene mucha influencia sobre su padre –dijo Javier–. Durante toda su vida usted se ha sentado y ha permitido que él la mimara y, ahora que su mundo se está viniendo abajo, le está entrando el pánico.

El duque continuó hablando, mirándola con frialdad.

–¿Qué esperaba conseguir viniendo aquí? –exigió saber–. ¿Realmente pensaba que iba a ser capaz de convencerme de que hiciera la vista gorda ante una malversación de fondos de tal magnitud? Quizá sus lágrimas funcionen con su padre, pero no tienen ningún efecto sobre mí –añadió con severidad. Entonces miró el reloj que había en la pared–. Sus dos minutos han concluido.

–Vine a ofrecerme a pagar el dinero que mi padre tomó de su banco. Ya he fijado un precio de venta de Littlecote y de mi tienda, que junto con las acciones que me dejó mi madre pueden hacer que consiga dos millones de libras.

–¿Y qué pasa con el otro millón? –preguntó Javier fríamente.

–Hablo español. Pensé que quizá pudiera trabajar para el banco hasta que la deuda quedara pagada… Sin que me diera un sueldo, desde luego.

–¡Dios! ¿Cree que le permitiría acercarse a mi banco? Ya hemos tenido suficiente con un Beresford metiendo sus manos en la caja. ¿Y cómo iría usted a vivir sin ganar un salario? Se tardarían años en devolver un millón de libras, incluso descontando los intereses. La idea es ridícula. Usted no tiene nada que ofrecer que yo encuentre del mínimo interés.

A pesar de todo, a pesar del hecho de que aquel hombre era el demonio encarnado, Grace no pudo evitar que un temblor le recorriera el cuerpo. Se preguntó qué le ocurría y cómo podía permitir que él tuviera aquel efecto sobre ella.

Él era extremadamente sexy, y ella sintió el salvaje deseo de desabrocharle la camisa y quitársela para así poder acariciarle el pecho. Pero, cercana a la histeria, pensó que no era un buen momento para que su sensualidad aflorara; tenía que concentrarse en salvar a su padre de una sentencia judicial.

–Si mandan a mi padre a la cárcel, quedará destruido –susurró–. La muerte de mi madre le dejó abatido, y no creo que pueda soportar muchos más golpes emocionales. Tengo miedo de que se suicide, y le suplico que muestre indulgencia –imploró, mordiéndose el labio inferior para aguantar las lágrimas–. Si accede a retirar los cargos contra él, haré lo que pida.

–¿Cualquier cosa? ¿Tengo que entender que está ofreciéndome los servicios del oficio más antiguo del mundo? ¿Cuántas noches de pasión cree que me compensará por un millón de libras? –dijo, mirándola despacio de la cabeza a los pies.

–¡No quise decir… eso! –espetó Grace con vehemencia–. Esperaba que pudiéramos llegar a algún tipo de acuerdo… –dejó de hablar al darse cuenta de que poco más que su cuerpo era lo que ella le podía ofrecer a un duque multimillonario.

Pero se preguntó cómo se había atrevido él a pensar que ella había ido allí a ofrecer sexo. La sola idea era desagradable, y ni por un momento iba a admitir que le tentaba.

Cerró los ojos cuando él se acercó a ella y pudo oler su fragancia, fresca y exótica, ante lo que la excitación se apoderó de ella.

–Quizá compartir mi cama no le parezca algo tan horrible, ¿verdad? –sugirió Javier con el brillo reflejado en sus dorados ojos–. De hecho, por la invitación que reflejan sus increíblemente expresivos ojos, debería ser usted la que me pagara para complacerla.

–No lo creo –dijo ella entre dientes, muy avergonzada. Entonces se echó para atrás.

Pero él la tomó de la barbilla y le levantó la cara para que lo mirara a los ojos.

–No estoy ciego, señorita Beresford. Puedo ver la manera en la que sus ojos se oscurecen cuando me miran y cómo le tiembla la boca, de una manera muy tentadora… suplicando ser besada –murmuró él, utilizando un tono muy delicado–. Ambos nos hemos percatado de la química que hay entre nosotros y, admitámoslo, hay peores maneras de ganarse la vida.

Grace se preguntó si él hablaba en serio al sugerir que ella se convirtiera en su amante durante las noches necesarias hasta que la deuda de su padre estuviese pagada. Y si así era, se preguntó si él esperaría cierto nivel de pericia bajo las sábanas, ya que, con su limitada experiencia, pagarle le podía llevar el resto de su vida. Pero lo que le enfadó fue darse cuenta de que estaba considerando aquello.

–Me temo que convertirme en su mujerzuela no es una opción que yo fuese a considerar –espetó–. Antes preferiría morir.

–Entonces ambos estamos de suerte ante el hecho de que no me guste sacrificar vírgenes –se mofó él.

Grace se ruborizó y se preguntó cómo lo sabía… si ella lo llevaba tatuado en la frente.

–Nunca he pedido favores sexuales y no voy a comenzar ahora –informó él arrogantemente, poniéndole la mano a ella sobre el hombro y acercándola a la puerta–. Ya me ha hecho perder bastante tiempo. Le sugiero que se marche a casa y que contrate los servicios de un buen abogado. Angus lo va a necesitar.

El sentido común le advirtió a Grace de que guardar silencio era su opción más digna, pero nunca antes se había sentido tan enfadada como en aquel momento.

–Es usted muy cruel. Sé que mi padre ha actuado mal y, créame, también lo sabe él. Si pudiera verlo, se daría cuenta de que está destruido por la culpabilidad que siente. Pero tomó el dinero por amor y porque no veía otra manera de arreglar las cosas –le tembló la voz por la emoción al recordar las últimas semanas de vida de su madre.

Pero la expresión de aburrimiento de Javier reflejaba su falta de interés en todo aquello.

–Usted no tiene idea de lo que es la vida real, ¿verdad? Nació entre riquezas y se sienta aquí, en su castillo, tratando a todo el mundo con prepotencia. ¿Sabe una cosa? Siento pena por usted –dijo ella amargamente–. No creo que nunca haya experimentado el amor ni que nadie lo haya amado.

–Quizá tenga razón –dijo Javier, frunciendo el ceño. Abrió la puerta y la sacó al pasillo–. Pero, permítame que le diga una cosa; tener aventuras amorosas es lo que me gusta. Adiós, señorita Beresford.

–¡Espere! –exclamó Grace, introduciendo el pie para evitar que la puerta se cerrase–. ¿Quiere que le suplique? ¿Es eso? –preguntó, desesperada–. Porque haré lo que sea para salvar a mi padre.

Mientras hablaba se puso de rodillas, dejando a un lado su orgullo.

–No voy a permitir que mi padre vaya a la cárcel. Debe de haber algo en lo que yo le sea útil a usted… cocinaré, limpiaré… fregaré sus suelos. No le temo al trabajo duro y haré lo que sea… siempre y cuando sea moral –dijo, mordiéndose el labio inferior y mirándolo.

Javier la miró y pensó que el aire de inocencia de aquella mujer era muy intrigante, ya que él sabía, debido a la investigación que había realizado, que ella había estado comprometida con un agente de seguros londinense llamado Richard Quentin. Se preguntó por qué no se libraba de ella en vez de estar fantaseando con acariciar con sus labios los de ella, que parecían muy suaves y carnosos.

–¿Por qué ha venido a verme a mí? –preguntó con dureza–. ¿Por qué no le ha ofrecido sus… –se detuvo y, resueltamente, le miró los pechos– servicios a otro hombre rico?

–No conozco a ninguno –contestó Grace claramente–. Y, como Littlecote está a punto de venderse, no tengo nada que ofrecer como garantía para un préstamo bancario. No me quedan más opciones. Señor Herrera, hablo en serio cuando digo que quiero devolver el dinero que tomó mi padre… cada penique –añadió al ver que él no parecía impresionado–. Todavía no sé cómo, pero de alguna manera pagaré la deuda de mi padre. Todo lo que le estoy pidiendo es que me dé tiempo y que acceda a no llevar el caso a los tribunales.

Por alguna razón, el ver a Grace de rodillas hizo que Javier se impacientara y se apartó de ella. El sentido común le decía que ella era una mujerzuela egoísta que había coaccionado a su padre para que abusara de su posición en el banco para así mantener su extravagante estilo de vida. Pero era una mujer encantadora. Apenas podía pensar con claridad cuando ella lo miraba con aquellos enormes y preciosos ojos azules. Y tenía valor… debía de querer mucho a su padre para haber ido hasta allí a suplicarle. Ella no se merecía ni su respeto ni su compasión pero, ante su enfado, sentía ambas cosas por ella.

Se le había ocurrido algo que no podía ignorar. No necesitaba ni una cocinera ni una mujer de la limpieza, pero supo de una manera en la que ella podía serle de utilidad… y era moral.

–Levántese, señorita Beresford –dijo con frialdad–. Ha dicho que está preparada para trabajar para mí si yo retiro los cargos contra su padre, ¿no es así?

–Sí –dijo Grace, esperanzada–. Ya se lo he dicho, haré lo que sea –aseguró ella con entusiasmo.

–En ese caso, supongo que no pondrá ninguna objeción a ser mi esposa, ¿no?

–Está bromeando, ¿no es así? –dijo ella entre dientes.

–Estoy hablando en serio. Me encuentro en la nada envidiable situación de tener que encontrar una esposa antes de mi próximo cumpleaños… y permanecer casado con ella durante un año.

–¿Cuándo es su cumpleaños? –preguntó Grace, murmurando.

–Dentro de dos meses.

–Entonces sí que es urgente.

Grace pensó que todo aquello parecía muy surrealista. Javier la estaba mirando, y ella no pudo ignorar la tensión sexual que había entre ambos…

–Siéntese, señorita Beresford… aunque ahora que estamos comprometidos en matrimonio será mejor que te llame Grace.

–Todavía no he dicho que sí –espetó ella, indignada ante el autoritarismo de él.

–¿No habías dicho que no te quedaba otra alternativa?

–Así es, pero parece que tú te encuentras en la misma situación –dijo Grace, sentándose en una silla y llamándole a su vez de tú.

Le complació saber que quizá él la necesitara tanto como lo necesitaba ella a él, lo que la colocaba en una situación poderosa para negociar.

–¿Por qué tienes que casarte? –exigió saber.

Por un momento pensó que él no iba a contestar, y pudo ver el enfado reflejado en sus ojos.

–Según las cláusulas establecidas en el testamento de mi abuelo, debo elegir una esposa o perderé el control del Banco de Herrera ante mi primo –dijo con cierta amargura.

–Parece que el banco es muy importante para ti.

–Es mío por derecho de nacimiento y es lo único que me importa –le corrigió Javier.

–Ya veo –dijo Grace–. Por lo que he oído, no te faltan mujeres. ¿Por qué no le pides a una de ellas que se case contigo?

–Porque cuando llegara el momento de deshacerme de ellas tendría que pagar muchísimo dinero. El matrimonio será un negocio, nada más, pero menciónale la palabra «boda» a cualquier mujer y parece que la enlazan con la ridícula idea del amor.

–¿Tienes miedo de que, si eliges a una de tus novias, se enamore de ti? –dijo Grace–. Tu arrogancia me deja sin palabras. ¿Qué te hace pensar que eres tan especial?

–Una fortuna multimillonaria –contestó Javier con sequedad–. Aprendí rápidamente que, en lo que a mujeres concierne, el dinero es lo que las excita más… eso y el poder. Después de todo es la razón por la que estás aquí, Grace. Quieres que retire los cargos contra un vulgar ladrón. Un hombre que pagó la confianza que yo había depositado en él traicionándome y abusando de la posición que le había otorgado.

–No fue así –insistió ella, ruborizada–. Ya te lo he dicho; mi padre se encontraba en una situación desesperada y no tenía otra opción.

Javier se acercó a ella, que inmediatamente se sintió agobiada por el magnetismo de él.

–Todos tenemos alternativas, Grace. Tú puedes elegir darme un año de tu vida y a cambio yo te aseguro que tu padre se verá a salvo de un proceso judicial.

–No creo que pueda hacerlo –dijo ella, embelesada por los preciosos ojos dorados de él–. El matrimonio es algo especial… sacrosanto. Trata de dos personas que se ponen de pie debajo de Dios y se prometen amarse el uno al otro durante el resto de sus vidas. Lo que tú estás sugiriendo es… inmoral.

–¿Y robar tres millones de libras no lo es? Creo que deberíamos dejar el tema de la moralidad apartado de todo esto, Grace –murmuró Javier sardónicamente–. Tú quieres asegurarte de que a tu padre no lo sentencian, y yo puedo ayudarte. ¿No es mejor convertirte en la duquesa de Herrera que fregar mis suelos? –gruñó, impaciente.

–No me gusta la idea de mentir –dijo ella entre dientes, preguntándose qué otra opción tenía en realidad. Si no se casaba con él, sin duda su padre iría a prisión.

Tenía que hacerlo.

–Está bien –dijo repentinamente–. Me casaré contigo. Accederé a tu negocio y me convertiré en tu esposa durante un año, pero a cambio quiero que todas las deudas de mi padre se cancelen, con dinero de tus fondos personales –continuó en un tono frío que esperó camuflara el acelerado ritmo de su corazón–. Y quiero que me asegures por escrito que retirarás cualquier acción legal contra él… Cuando hayas hecho todo eso, me casaré contigo.

Javier puso ambas manos en los reposabrazos de la silla de Grace, enjaulándola en ella.

–Tienes mucha autoestima. Quizá demasiada –dijo entre dientes–. Parece que te olvidas de que yo soy el que manejo los hilos en esto. ¿Qué harías si te pongo en evidencia y te echo de aquí sin un penique?

–No harías eso –dijo ella con una calmada voz que ocultaba su nerviosismo–. Tú me necesitas tanto como te necesito yo a ti, porque te garantizo que desde el primer día de nuestro matrimonio estaré contando las horas hasta que nos divorciemos con tantas ganas como tú. No hay ninguna posibilidad de que me enamore de ti –añadió, levantando la barbilla.

Podía sentir el poder y la necesidad de él de someterla a su voluntad, pero ella se negaba a que la intimidara.

La tensión que había entre ambos era tal que parecía que la situación iba a explotar. Durante un loco momento, ella se preguntó qué haría él si lo abrazara y lo besara.

Un calor sensual se apoderó de ella y, al mirarlo a los ojos, supo que él también sentía aquel deseo. Contuvo el aliento al observar cómo él bajaba su cabeza. Cerró los ojos, pero volvió a abrirlos al sentir cómo, en vez de besarla, la tomó del pelo para que levantara la cabeza.

Javier sonrió al darse cuenta de la decepción de ella.

–No eres la frágil flor que al principio pensé que eras, ¿verdad, Grace? Tu delicada belleza oculta una astuta mente que casi se equipara con la mía.

Antes de que ella pudiese reaccionar, Javier la besó, exigiendo que ella respondiera, como si fuese su derecho divino.

–Tenemos un acuerdo, señorita Beresford. Nos casaremos en cuanto sea posible. Me da la impresión de que va a ser un año interesante –añadió burlonamente.

El miedo se apoderó de Grace, pero se levantó y lo miró con frialdad.

–Pues a mí me parece que va a ser el peor año de mi vida.

–Estoy seguro de que encontrarás alguna compensación al ser la esposa de un multimillonario –contestó él–. Piensa en todas las compras que podrás realizar.

Entonces se dirigió a su escritorio y tomó el teléfono para dar una serie de órdenes, sin dejar que Grace le dijera que preferiría morirse antes que gastarse un céntimo de su dinero.

Ella se dirigió hacia la puerta, pero la cortante voz de él la detuvo.

–¿Adónde crees que vas?

La arrogancia de él provocó que ella se enfureciera, pero no quería poner en peligro la libertad de su padre, y sonrió, vacilante.

–A montarme en mi coche y a marcharme a Granada. ¿Quieres que espere allí durante un par de días o debo volver a Inglaterra y esperar a tener noticias tuyas?

–Nada de eso –contestó él con serenidad–. Me marcho a Madrid en unos minutos, y tú vienes conmigo.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

LAS OFICINAS madrileñas del Banco de Herrera eran muy elegantes, pero Grace se estaba cansando de esperar… por muy lujoso que fuese el entorno.

–La señorita Beresford desea saber si usted espera que ella se quede sentada aquí en recepción todo el día –le preguntó Isabel a su jefe.

–Dígale que tendrá que quedarse ahí hasta que yo termine este informe –espetó Javier, apenas levantando la mirada del ordenador.

Él le estaba haciendo un inmenso favor a Grace librando a su padre de una sentencia judicial, y lo menos que podía hacer ella era mostrar un poco de gratitud. Pero en vez de eso, había estado durante todo el viaje en avión hasta Madrid quejándose de que quería marcharse a su casa con su padre, y él estaba comenzando a tener serias dudas de si debía casarse con ella. Grace era una bruja… aunque muy guapa.

Mientras trabajaba en el informe, no podía quitarse de la cabeza los delicados rasgos de ella y sus preciosos ojos. Maldiciendo, se levantó y se acercó a mirar por la ventana.

Le gustaba Madrid en primavera y comercialmente era un acierto tener la principal oficina del Banco de Herrera en el centro de la ciudad española más importante. A su vez le encantaba pasar tiempo en su lujoso ático, situado en uno de los elegantes barrios de la capital. Pero su corazón estaba en Andalucía, y su hogar siempre sería el Palacio del León.

Habiendo pasado sus primeros diez años de vida viviendo en una sucia caravana, al principio le había intimidado el tamaño y la majestuosidad del castillo. Incluso en aquel momento podía recordar lo bien que se había sentido al haberse enterado de que por fin pertenecía a un lugar. El castillo era su hogar, su herencia. Eso le había dicho su abuelo. Ya no había tenido que volver a hacer viajes interminables ni había tenido que esperar en las escalerillas de la caravana mientras su madre había entretenido a sus numerosos amantes y su padre había desaparecido durante días.

Se puso tenso al recordar cuando Grace le había dicho que él estaba aislado de la vida real. Ella no sabía nada sobre él; había estado en lugares que ella ni siquiera podía imaginarse.

Durante sus primeros diez años de vida había conocido la pobreza y el hambre, el miedo y la soledad, sensaciones que incluso tras veinticinco años todavía le asaltaban en sueños.

–Isabel, dígale a la señorita Beresford que entre, por favor.

Javier se sentó tras su escritorio y miró por encima a Grace cuando ésta entró, acercándose a él.

–¿Qué es lo que pasa? Te dije que tenía que asistir a una importante reunión y que después tenía que preparar un informe –espetó–. ¿Eres siempre tan impaciente?

Durante unos segundos, Grace se sintió muy intimidada. Javier era muy arrogante y poderoso, pero a la vez muy sexy. Tenía el bienestar de su padre en sus manos, pero todo lo que ella podía hacer era mirarlo como una quinceañera que se acabara de enamorar.

En cuanto habían llegado a las oficinas, él se había introducido en sus dependencias privadas, donde debía de haberse duchado y cambiado de ropa. Verlo vestido con un traje de chaqueta le había impresionado, ya que le daba un aire de sofisticación urbana.

–¿Yo impaciente? –murmuró, indignada–. Fuiste tú el que insististe en traerme a rastras a Madrid sin darme la oportunidad de hacer mi maleta con calma. Ni siquiera sé por qué estoy aquí… a no ser que sea para que me siente y sea decorativa.

–En realidad, la razón por la que te he traído aquí es muy simple –dijo él–. Esta noche vamos a asistir a un importante banquete que se ofrece en honor a los empresarios más importantes de Madrid, así como a la elite social. Pero primero tenemos que ir de compras.

 

 

–Date prisa y baja del coche. Y deja de estar tan malhumorada –le dijo Javier a Grace varias horas después.

–No estoy malhumorada –espetó, indignada–. Simplemente estaba… aclarándome las ideas –dijo, pensando que era mejor guardarse esas ideas para ella misma–. Quizá a ti te guste vivir la vida alocadamente, pero no puedes esperar que yo haga lo mismo.

–Lo que espero es que bajes del coche y que montes en el ascensor en cinco segundos… a no ser que quieras que te lleve yo en brazos –dijo él, frunciendo el ceño.

–¡No me pongas tus malditas manos encima! –exclamó Grace, enfurecida.

Parecía que Javier Herrera le hacía perder el control y sacaba a relucir lo peor de ella.

Abrió la puerta del coche y salió al aparcamiento subterráneo, dirigiéndose hacia el ascensor. Javier le había informado de que el banquete que se iba a celebrar aquella noche sería la ocasión perfecta para anunciar su compromiso. Se casarían en tres semanas, cosa que a ella no le había hecho mucha gracia, pero él, como siempre solía hacer, se saldría con la suya para no perder el control del Banco de Herrera.

Habían pasado la tarde de compras por las más exclusivas boutiques de la ciudad, y Javier había elegido personalmente la ropa de la que pronto se convertiría en duquesa de Herrera. Había ignorado la negativa inicial de Grace de aceptar nada suyo y había señalado que el precio que iba a pagar por aquella ropa no era nada comparado con lo que ya había pagado por ella.

Grace se dio cuenta de que había vendido su alma al diablo; su padre quedaría libre de culpa, pero ella sería prisionera de Javier durante todo un año.

–No me puedo creer que me hayas comprado tanta ropa –murmuró mientras se dirigían al ascensor–. Ya te dije que no la necesitaba; tengo mi propia ropa.

Javier, que llevaba una multitud de bolsas y cajas en las manos, apretó el botón del último piso.

–Dejemos una cosa clara, querida. Durante el próximo año serás mi esposa, ¡que Dios me ayude! Cuando estemos en público, espero que actúes y que vayas vestida como una duquesa más que como una colegiala mal vestida… ¿entendido? Lo que hagas en privado es cosa tuya… por lo que a mí respecta puedes pasearte por la casa desnuda. ¿Quién sabe? Podría darle un toque picante a nuestra relación –murmuró.

–¡Ni lo sueñes! –le dijo Grace mordazmente, ignorando cómo se le había acelerado el corazón–. ¿Y qué quieres decir con eso de «mal vestida»? ¿Qué hay de malo con mi aspecto? –preguntó. Pero al mirarse en el espejo del ascensor tuvo que reconocer que el vestido que llevaba era bonito, pero no elegante.

Comparada con la sofisticada secretaria de Javier y con las modernas dependientas que la habían ayudado a probarse ropa, a ella le faltaba mucho estilo.

Cuando llegaron al piso del ático de Javier, pudo ver que parecía de estilo histórico, pero al entrar en él observó que la decoración era moderna y minimalista. Las habitaciones eran grandes y frescas, con suelos de madera y enormes ventanas que dejaban pasar la luz.

Era claramente un apartamento de soltero; era muy bonito pero impersonal, como su propietario.

Deseó poder estar en Littlecote, pero aquélla ya no era su casa; estaba en venta, y ella ya no tenía ningún lugar que pudiera llamar hogar, aparte de la casa de su tía Pam en Eastbourne, donde se estaba quedando su padre hasta estar lo suficientemente recuperado como para retomar las riendas de su vida.

–¿Qué ocurre ahora? Parece que hubieses visto un fantasma –dijo Javier con dureza.

–Estaba pensando en mi padre; espero que esté bien –dijo ella–. ¿Cuándo retirarás los cargos contra él? Espero que pronto.

–Mi equipo legal ya está trabajando en ello, pero tienes que entender que su caso está en manos de la justicia británica. Mis abogados no pueden hacer mucho.

–Bueno, pues será mejor que lo hagan rápido, porque a mí no me pones un anillo de boda hasta que mi padre esté libre de cualquier procedimiento judicial.

–Dios, eres tan irrespetuosa –gruñó Javier, quien no estaba acostumbrado a recibir órdenes.

Estuvo a punto de decirle que el acuerdo había terminado. Podría encontrar una esposa en otra parte. Cualquiera sería mejor que aquella mujer endemoniada… aunque tenía que reconocer que tenía la cara de un ángel. Pero ella le debía una cosa; era culpa de Angus Beresford que su abuelo hubiese dudado de sus habilidades para dirigir el banco, y era justo que un Beresford fuera castigado… ojo por ojo y diente por diente. Un año de la vida de Grace a cambio de la libertad de su padre.

–Respeto lo que se merece ser respetado –dijo ella con desdén.

Durante un momento, Javier pensó que no iba a ser capaz de controlar su enfado. Con el tiempo había aprendido a controlar su genio, pero Grace Beresford sacaba a florecer lo peor de él. Al ver miedo reflejado en la cara de ella se preguntó si pensaba que le iba a pegar, cosa que él jamás haría. Abominaba a los hombres que maltrataban a las mujeres.

–El caso de Angus quedará anulado cuando sea posible, desde luego antes de nuestra boda. Tenemos un acuerdo –le recordó con gravedad–. Y a ambos nos beneficia que se cumpla.

–Gracias –ofreció ella, que repentinamente parecía joven y frágil.

Javier admiró a aquella mujer que tenía delante. No se parecía a ninguna otra mujer que él hubiese conocido. Su matrimonio prometía fuegos artificiales y no podía negar las expectativas que tenía de llevar a la cama a su pequeña arpía inglesa. Debía de haber alguna compensación ante el hecho de tener que estar atrapado durante un año en matrimonio.

–Te llevaré a tu habitación –dijo él repentinamente.