Las heridas de la magia - Raquel Brune - E-Book

Las heridas de la magia E-Book

Raquel Brune

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Beschreibung

«Una magia obligada a servir a personas crueles es una magia herida. Y yo solo pretendo sanarla». Judith Vega ha vencido a la Muerte dos veces y está a un solo paso de conquistar sus dones. Si lo logra, el mundo de los nigromantes cambiará para siempre. Para impedirlo, Elías deberá seguir las pistas en sus sueños, que le muestran el misterioso pasado de una mujer parisina, sin sospechar que sus mayores temores podrían hacerse realidad en la ciudad de la luz. En Londres, Sofía intenta tener unas Navidades normales tras lo sucedido en Delfos. Sin embargo, pronto descubre que ella y el hada Beathan podrían ser los únicos capaces de salvar a sus amigos del terrible enemigo que los acecha. El miedo y la esperanza de reescribir el destino serán la clave para llegar al final de un camino marcado por la pérdida y repleto de sombras.

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© de la obra: Raquel Brune, 2022

© de las ilustraciones: Inma Moya, 2022

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com>

Primera edición en Nocturna: enero de 2023

ISBN: 978-84-18440-80-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

LAS HERIDAS DE LA MAGIA

Prólogo

Se habían escondido en el rincón más recóndito del mundo y, aun así, ella los había encontrado. También lo hizo cuando buscaron refugio en ciudades superpobladas como Tokio o Ciudad de México, donde creyeron que podrían confundirse con los millones de almas que las habitaban, refugiándose en el anonimato como si fuese un manto de invisibilidad. Samuel empezaba a sospechar que Judith daría con ellos aunque se escondiesen en el fondo de las aguas abisales, allí donde no llegaba la luz. Si el frío insoportable que helaba los lagos y cascadas del norte de Islandia no los había protegido, ¿por qué lo iba a hacer la oscuridad?

Samuel sentía el aire gélido adentrándose en sus pulmones sin piedad, como si ansiase arrancar cada rastro de calor de su cuerpo, por minúsculo que fuese. Era imposible acostumbrarse a ese frío. Corría por la playa en busca de un terreno favorable, moviéndose con torpeza bajo su ropa térmica. Cada paso era una tortura, pero no podía detenerse, no aún. Allí fuera, en mitad de la playa de arena volcánica, era un blanco fácil para la banshee que lo perseguía, pero en las cuevas las sombras jugaban a su favor. El nigromante invocó a la magia para proteger sus oídos del chillido de la banshee, empleando una especie de tapón de sombras que no dejaba de moverse en su tímpano y provocarle escalofríos. Aunque el método resultase molesto, también era muy efectivo. Por desgracia, ellos no eran los únicos que se habían adaptado a las mejoras del enemigo.

Sintió el roce cortante del sonido acariciando su brazo, apenas rozándolo, y una fina herida se abrió por debajo de su camiseta, de su jersey y de su abrigo de plumas. Notó la sangre empapando la tela.

Samuel siguió corriendo, esa vez procurando moverse en zigzag para evitar que el próximo golpe le cercenase en dos.

Cuando habían intentado esconderse en una de las muchas islas de Indonesia, la banshee se había hecho con unas garras de hueso tallado. Las empleaba para convertir su lúgubre voz en un proyectil arqueado que surcaba el aire y cortaba todo cuanto tocaba. A Samuel no le cabía la menor duda de que la idea había sido de Judith.

El nigromante invocó a las sombras y, al instante, adoptaron la forma de un orgulloso tigre que arqueó su cuerpo y emitió un amenazador rugido. Samuel no miró atrás. El grito de la banshee no tardaría en desmembrar a la criatura hasta que se desvaneciese, pero al menos le daría el tiempo que necesitaba para refugiarse.

Alyssa y él habían elegido esa playa en la costa norte de Islandia por dos motivos: puesto que no era tan espectacular como otros rincones de la isla, los turistas rara vez la visitaban; y, por otro lado, estaban sus cuevas. Si lograra llegar hasta su interior, tendría alguna posibilidad de despistar a su perseguidora.

«Alyssa… —Su corazón se aceleró, y no solo a causa de la carrera. La bruja se había marchado esa mañana para reforzar las barreras mágicas que los protegían y no había vuelto. Si la banshee había llegado hasta allí, solo podía significar que las barreras habían caído—. ¿Cómo han conseguido vencer el conjuro de una hechicera?». Su magia no solo los protegía de los intrusos, sino también de las miradas curiosas. Quienquiera que se asomase a las barreras vería una playa vacía carente de interés. Sí, sin duda la arena negra, la nieve, las olas blancas y el hielo azulado componían un paisaje sinfónico e irreal, pero había muchos otros lugares así en la isla.

Samuel y Alyssa habían alquilado una de esas furgonetas que convertían el techo en cama para no tener que registrarse en ningún hotel y, así, no dejar rastro. En el pasado, Judith les había demostrado que ni siquiera bajo un nombre falso estarían seguros. Habían conducido a través de yermas carreteras que parecían no tener fin, cruzándose con apenas un par de coches más, rodeados por una vasta extensión de tierras baldías que aparentaban estar muy cerca del fin del mundo. Solo salían hasta el pueblo más cercano una vez a la semana para comprar comida y llenar el depósito. No hablaban con nadie y siempre pagaban en efectivo. Se aseguraban de llevar gorras que les cubriesen el rostro y procuraban dar la espalda a todas las cámaras de vigilancia. Ningún ordenador, cuenta bancaria o grabación de seguridad eran rivales para la magia de Judith, pero la experiencia les había ayudado a evitar esas grietas por las que la joven podía colarse. Y aun así, había ganado otra partida de un juego del escondite que llevaba prolongándose durante más de ocho meses: ahora volvían a enfrentarse cara a cara pese a todos sus esfuerzos. Samuel, desesperado por proteger la flauta y su poder inhumano; Judith, dispuesta a cualquier cosa con tal de conseguirla.

Samuel oyó un rugido lastimero a sus espaldas y giró la cabeza a tiempo de ver cómo el tigre de sombras se deshacía. La banshee agitó sus nuevas zarpas en el aire, dando forma a su voz. El siguiente ataque iría directo hacia él y no le quedaba aliento para una nueva invocación. Aceleró el paso tanto como pudo, ignorando las protestas de sus pulmones y su garganta, que parecían arder contra el frío, y las de sus piernas, cuyos músculos se encogían de dolor por el súbito esfuerzo.

En aquel silencio casi absoluto, interrumpido tan solo por el sonido de las suaves olas golpeando contra la arena y por su respiración agitada, el chillido de la banshee era aún más perturbador. Lo sintió volando hacia él, cortando el aire, vibrando cada vez más cerca y más fuerte.

Con un último impulso, logró llegar a la modesta cascada, que no podía competir con las más famosas del país. No era Skógafoss ni Seljalandsfoss, ni siquiera sabía si esos hilos de agua, tan débiles que incluso el otoño los había congelado, tenían un nombre. Se abrió paso por la cortina de hielo justo cuando el agua congelada estallaba en pedazos que llovieron en todas direcciones. Lo había conseguido: ahora la banshee estaba en su terreno.

Tras la cascada se ocultaba una intrincada y oscura cueva que se extendía a lo largo de kilómetros en todas direcciones. Samuel y Alyssa se habían asegurado de conocerla a fondo por si ese momento llegaba, aunque entonces él no se imaginaba que fuese a tener que recorrer los túneles a solas y en la oscuridad. Alyssa hubiese podido alumbrar toda la cueva con su magia. «Diosa Muerte, protégela de los males de este mundo, que no acuda a tu reino antes de tiempo», rogó, pero su diosa estaba tan ausente en esas tierras como cualquier otra deidad. En los confines del mundo no había suficiente vida como para que la muerte pudiese considerarlos parte de su jurisprudencia. Eso era lo primero que habían percibido al llegar a ese rincón de la isla: la ausencia de magia. Sin vida ni muerte, solo podían contar con el poder de su propio cuerpo. Sin la luz de Alyssa, tendría que moverse en la penumbra. Por fortuna, como buen nigromante, no temía a las sombras.

Siguió corriendo de una galería a otra, tanteando con los brazos la roca negra en busca del camino adecuado y con la esperanza de que las trampas que habían escondido por toda la cueva frenaran su avance. Oyó a la banshee quejarse en un par de ocasiones, pero enseguida sus pasos volvían a apresurarse tras él. Era lo único que se percibía en el ambiente junto con su propia respiración agitada, como si el silencio también lo acechase.

«Sigue avanzando, no mires atrás», se decía. Se adentraría en la tierra hasta despistarla, ese era su plan…

Hasta que dio un paso en falso y el suelo dejó de ser sólido. Samuel se deslizó por la resbaladiza superficie durante unos segundos y finalmente cayó de espaldas contra la gélida capa de hielo que daba forma a un enorme lago subterráneo. Gimió por el dolor, pero no le dio tiempo a lamentarse: cuando logró incorporarse, supo que no estaba solo en la galería.

La banshee no necesitaba respirar, pero percibía su presencia muy cerca de él. Llamó a las sombras y ella abrió los labios para dar forma a uno de sus horribles aullidos. Por fortuna para el nigromante, su magia fue más veloz que la voz de su perseguidora: las sombras se adentraron en su garganta y Samuel hizo que formasen una densa capa que absorbió el sonido del grito. La banshee se llevó las manos al cuello y comenzó a convulsionarse al ver que no podía gritar. O al menos eso imaginaba Samuel que sucedía en la oscuridad. «Tendré que darle las gracias a Elías por la idea». Las sombras no resistirían demasiado tiempo en el interior del cuerpo de un ser espectral, así que se apresuró a salir del lago helado y correr por la cueva, intentando desandar los pasos que había dado hacia la salida.

Se aseguró de que el peso de la flauta en la funda negra que colgaba de su cuello, protegida en el interior de su abrigo, siguiese allí. Habían probado con todos los métodos imaginables, mágicos y corrientes, para destruirla o deshacer el hechizo que la volvía tan peligrosa. Ni la lava de los volcanes ni la presión de las arenas movedizas ni la lluvia ácida le habían causado el más leve rasguño. Tampoco lo hicieron la magia negra y ancestral de las brujas del Caribe ni la nigromancia primigenia de los hechiceros de Egipto. En las últimas semanas, Samuel había empezado a pensar que estaban posponiendo lo inevitable. Ese juego del ratón y el gato tendría que acabar en algún momento, y Judith había demostrado tener muchos menos escrúpulos que ellos a la hora de escribir las reglas.

Pese a su agotamiento, todavía no iba a rendirse. Distinguió un atisbo de luz y supo que aún tenía una oportunidad para huir. El mundo a su alrededor recobró sus colores y formas a medida que el resplandor al final del túnel se entremezclaba con el azul de la cascada. Cruzó al otro lado y, de repente, su esperanza se dobló como una vela que llevaba demasiado tiempo encendida.

Judith permanecía inmóvil junto a la cascada, cruzada de brazos a la espera de que su presa se entregase a sí misma. A sus pies, Alyssa permanecía inconsciente, como una brizna de color contra el blanco de la nieve que teñía la playa. Su pelo negro enmarcaba su rostro pálido, aunque dejaba a la vista el hilo de sangre rojiza que salía de sus oídos.

—¿Qué le has hecho? —exclamó Samuel, deseando con todas sus fuerzas que los corrientes tuviesen razón, que existiese el Infierno y que Judith se convirtiese en una de sus invitadas de honor.

—La pregunta, mi queridísimo Samuel, es qué le voy a hacer. No te importa que te tutee, ¿verdad? —Su ojo azul lo observaba con la soberbia de quien sabe que ha vencido—. Al cabo de tantos meses, siento que nos conocemos demasiado bien como para andarnos con formalidades.

La joven vestía de negro de los pies a la cabeza, como si fuese una nigromante más. Eso era lo que tanto ansiaba, después de todo: el don que la naturaleza le había negado sin tener que cargar con la maldición de las sombras a cambio de usar su poder.

—Puedes hacernos lo que quieras: perseguirnos, torturarnos, burlarte de nosotros… Pero nunca dejarás de ser quien fuiste al nacer. No eres una hechicera.

Judith suspiró aburrida, como si hubiese oído aquel argumento tantas veces que ya no le afectaba, y agitó levemente su coleta alta. La piedra escarlata de su anillo comenzó a brillar.

—Debes de creerte muy superior, ¿verdad? Todos lo hacéis, como si ir a parar a ese cuerpo al nacer —le señaló con desdén— fuese un gran mérito en lugar de azar. Lo peor es que ninguno sentís ni una pizca de gratitud por vuestra fortuna. —Chasqueó la lengua—. Aunque no te lo creas, no me complace lo que voy a hacer.

Una descarga eléctrica de energía roja surgió del anillo y sacudió a Alyssa, que despertó fugazmente con un grito de dolor.

—¡Para! ¡Para de una vez! —bramó Samuel, sintiendo en su corazón el sufrimiento de Alyssa como si fuese el suyo. En ese momento se avergonzó al comprender que haría todo lo que Judith quisiese.

—No necesito que me recuerdes que nací sin magia, Baena. Sé perfectamente quién soy, pero a veces creo que a vosotros se os olvida.

Judith extendió la mano hacia él y Samuel oyó pasos a sus espaldas. Esa condenada banshee lo había alcanzado y ahora estaba rodeado. Si hubiese estado él solo, habría luchado hasta la muerte antes que entregarle la flauta, pero su mirada no dejaba de desviarse hacia el cuerpo de Alyssa. Si algo le sucedía, él no podría ayudarla. Sólo había otra bruja en los alrededores capaz de sanarla y tardarían cerca de una hora en alcanzarla. Esa magia que tanto anhelaba Judith servía para atacar y defenderse, para destruir y preservar, pero no para sanar.

—Tu novia es una cabezota —observó Judith—. Seguro que por eso te gusta tanto. Es fuerte y decidida, pero ninguna de las cosas por las que lucha te incomodan. Vivien tuvo que esforzarse mucho para romper su barrera protectora, no se apartó hasta que sus oídos no aguantaron más.

Samuel quiso estrangularla con sus propias manos y privarla de la satisfacción de morir a manos de la magia, morir en cambio como la corriente que era. Pero ese violento deseo solo era una fantasía.

Bajó la cremallera de su abrigo, descolgó la funda de tela que había llevado consigo desde hacía meses y rogó perdón a la diosa Muerte por lo que iba a hacer. Sostuvo la flauta un último instante y la arrojó contra la nieve, a los pies de Judith.

—Ya tienes lo que quieres —dijo con todo el desprecio que pudo verter en esas cinco palabras.

Judith resopló, incrédula. No parecía la actitud de alguien que acababa de vencer tras una larga contienda.

—Lo que quiero… No tienes ni idea de lo que quiero —repitió con acritud mientras se agachaba para recoger la funda. Sacó la flauta de su interior y la alzó con ambas manos con la misma devoción con que se entrega una ofrenda—. Vaya, es mucho más grande de lo que parecía en tus manos.

Vivien rodeó a Samuel para llegar hasta su ama, que le tendió la flauta para que la pusiese a buen recaudo. Las temperaturas bajo cero no debían de afectar a la criatura, porque llevaba una simple cazadora de cuero y unos vaqueros ajustados igual que habría hecho en el centro de una gran ciudad.

Samuel creyó que ya habían terminado de atormentarles, pero las dos mujeres no dieron un solo paso atrás.

—Las llaves —dijo Judith—. Las del coche, vamos —insistió, aburrida y algo molesta, como si fuese obvio qué era lo que Samuel, en su papel de perdedor, tenía que hacer.

Él miró a Judith y a su fiel seguidora, y después a Alyssa, inconsciente en el suelo. ¿Cómo pretendían que la llevase entonces a una curandera capaz de sanar las heridas que la banshee había dejado en su cuerpo? Viajar en un remolino de sombras era agotador y confuso, lo último que necesitaba la bruja en su estado.

—Ya tienes lo que querías, déjanos en paz.

Judith se cruzó de brazos y lo observó, altiva. «¿Quién se cree que es?», maldijo Samuel.

—Veo que no lo entiendes: esto se trata de que tú nos dejes en paz, de que no se te ocurra la estúpida idea de seguirnos e intentar recuperar la flauta.

—No lo haré —aseguró, un poco más desesperado y servil de lo que le hubiese gustado—. Sólo quiero llevarla a un médico.

Judith miró a la joven tendida a sus pies e inspiró hondo antes de perforarle de nuevo con ese pérfido ojo claro.

—Júralo.

Samuel no supo si estaba negociando con él, si le daba una orden o si era lo más parecido a la compasión que podía mostrar esa mujer, pero obedeció.

—Lo juro por la diosa Muerte, por mis hermanos. No te perseguiré más en esta isla. —Sintió la magia de la muerte sellando el juramento en su cuerpo con un hormigueo aún más gélido que el frío.

Judith hizo una pequeña mueca y ladeó la cabeza.

—De acuerdo, tendrá que valer. —Hizo un gesto a Vivien con el dedo para emprender el camino de regreso—. Qué poco práctico es el amor, te hace tomar las decisiones más estúpidas. Aunque para nosotras ha sido muy útil… Lo tendremos en cuenta en el futuro —la oyó decir mientras se alejaba por la playa.

Cuando por fin estuvieron lo bastante lejos como para que Samuel no pudiese distinguirlas, se arrodilló a toda prisa junto a Alyssa. La llamó, cauteloso, meciéndola con cuidado hasta que abrió los ojos.

—Dile que pare… —susurró Alyssa, oscilante en ese extraño límite entre la consciencia y el abismo.

—¿Que pare? ¿El qué? ¿Qué pasa? ¿Alyssa? Alyssa, dime qué te ocurre —insistió, pero ella no respondía a sus preguntas.

—Dile que pare de gritar… Dile que pare. —Agarró su antebrazo con fuerza antes de volver a desmayarse.

«No me oye», comprendió, y limpió con el pulgar la sangre que brotaba de sus oídos. Tenía que llevársela de allí. La alzó en volandas y se apresuró a salir en busca de la furgoneta.

Alyssa soltó un quejido y siguió suplicando que el grito cesase, y con cada súplica el odio calaba más hondo y se enredaba con más fuerza en el corazón de Samuel como una hiedra que se abre paso por un edificio abandonado. Judith iba a pagar por sus actos. Los Vega eran una plaga; primero su padre había puesto en peligro a todos los nigromantes con sus condenados juegos y experimentos, y ahora su hija había llevado más allá sus ridículas ideas. Maldijo la hora en que su hermano había elegido querer a uno de ellos. Puede que Elías no se diese cuenta de la realidad, pero sus hermanos lo protegerían cuando por fin abriese los ojos.

«Tenemos que detenerles —se repetía una y otra vez mientras acomodaba a Alyssa en el asiento del copiloto y le colocaba el cinturón de seguridad—. Tenemos que hacérselo pagar».

Capítulo 1

Por una vez, Marcos estaba más nervioso que él. En lugar de gozar de su eterna calma y esa arrolladora seguridad en sí mismo, el joven nigromante cambiaba el peso de una pierna a otra y se había sacado las manos de los bolsillos para juguetear con el borde de sus uñas. A Elías le conmovía verle así, pero tenía que admitir que estaba disfrutando un poquito.

Agarró la mano de Marcos en el aire con la suya y la sostuvo en silencio mientras el ascensor ascendía hasta el cuarto piso con ese rechinar de edificio antiguo que siempre le hacía pensar: «Por favor, no te caigas». Marcos le miró y soltó el aire tras inspirar hondo. Asintió con la cabeza, como si se diese ánimos a sí mismo, y apretó suavemente la mano de Elías.

—Todo irá bien —prometió, y su novio asintió de nuevo.

Su novio. Cielos, llevaban meses saliendo y aún se le escapaba una sonrisilla incrédula cada vez que lo pensaba. Estaba tan acostumbrado a pasarse la vida entre libros como única compañía que nunca se había parado a plantearse si era el tipo de persona que llegaba a emparejarse. Teniendo en cuenta que la mayoría de sus aficiones implicaban estar solo en su cuarto, todo indicaba que no, pero suponía que la vida nunca dejaba de sorprenderte, lo cual era una realidad en la que prefería no pensar más de la cuenta.

—Te van a adorar, ya verás —insistió al ver que el ceño de Marcos seguía fruncido por la tensión.

—Soy uno de los nigromantes más impopulares de la ciudad. Ni siquiera debería estar en Madrid. Digamos que me conformo con que me toleren.

Si Elías no se hubiese asegurado antes de que Marcos iba a ser bien recibido, jamás le habría pedido que le acompañase de vuelta a casa por Navidad. Claro que no podía confesarle eso. Había tenido una larga e intensa charla con sus padres (con su padre, mejor dicho; su madre estaba a favor de todo lo que fuese a decir antes de empezar la videollamada) sobre cómo los Baena habían sido unos clasistas arrogantes por juzgar a un crío de doce años por lo que su padre había hecho y que más les valía compensárselo a su yo adulto.

Elías liberó los dedos para acariciar los mechones castaños de la nuca del joven, igual que hacía Marcos cuando era él quien estaba al borde de un repunte de ansiedad (lo que sucedía más a menudo de lo que le gustaría, aunque mucho menos que antes de ir a Grecia). Contempló su rostro en silencio, sintiendo que su pecho se ensanchaba como si fuese a explotar de felicidad.

—En esta familia nos dedicamos a trabajar con obras de arte; si no saben reconocer una, es que estamos perdiendo el toque.

Marcos se giró hacia él con ambas cejas tan arqueadas que casi se salían de su frente.

—Elías Baena, ¿eso ha sido un piropo?

Elías hizo una mueca de desagrado y vergüenza.

—Ha sido horrible, ¿verdad?

Marcos sonrió y, como cada vez que lo hacía, Elías sintió que el mundo era un lugar seguro por una fracción de segundo. Negó con la cabeza.

—En absoluto. Me podría acostumbrar. —Le atravesó con esos ojos azules que esta vez había maquillado con más discreción de lo habitual.

«Yo no me voy a acostumbrar nunca», se dijo al notar el mariposeo que se arremolinaba en su estómago. Ahora que llevaba el pelo de su castaño natural, los iris de Marcos destacaban mucho más, aunque también le hacían parecer más inocente de lo que era, como una especie de querubín.

Recordaba a la perfección la impresión que le había causado verle bajar las escaleras de la casa isabelina que compartían en el Londres Oculto. Podría habérsele desencajado la mandíbula igual que a esos dibujos animados que veían los corrientes.

—¿Qué tal estoy? ¿Se nota mucho? —preguntó Marcos con una timidez impropia de él cuando se dio cuenta de que todos le miraban incrédulos ante su nueva y común apariencia.

—Pero Colorines… —dijo Lorraine, que seguía siendo una de sus compañeras de piso—. ¿Y tus colorines? ¿Cómo te voy a llamar ahora? —Parecía realmente afligida con la pérdida.

—Pensé que era hora de hacer un cambio. Además, me estaba destrozando el pelo, le vendrá bien un descanso. —Se encogió de hombros al detenerse junto a ellos—. Apurémonos; si llegamos tarde, Mithali me atormentará durante todo el día. —Habían quedado con Sofía y con las brujas de Candem para celebrar el solsticio de invierno unos días antes de tiempo para que Elías y Marcos pudiesen asistir. Además de un novio, ahora Elías tenía una sorprendente vida social repleta de personas a las que sus datos curiosos sobre historia de la magia les parecían interesantes y no un motivo de burla como cuando era niño.

Puede que al resto les convenciesen sus evasivas, pero Elías no se lo creía del todo. Sus extravagantes combinaciones de colores y su manía de teñirse el pelo cada pocas semanas era la forma en que Marcos gestionaba el descontrol en el resto de su vida y de anunciar a voces que no le importaba lo que pensasen los demás de él. Rosa y azul, naranja y morado, blanco platino… Elías se había acostumbrado a verle con el pelo de todos los colores salvo uno que se pudiese encontrar en la naturaleza.

—¿Todo esto es porque vamos a Madrid la semana que viene? —preguntó, y no necesitó que le respondiese para saber la respuesta. Esa era otra de las muchas cosas que habían cambiado en los últimos meses. Elías había pasado de no entender nunca qué le pasaba a ese chico por la mente a adivinarlo incluso antes de que el pensamiento se produjese.

—Ya bastante preocupados estarán tus padres porque estés saliendo con un Vega, no quiero que además piensen que soy un excéntrico que va a llevar a su niño bonito por el camino de la perdición. —Fingió no darle más importancia, pero Elías sintió una punzada de impotencia. No quería que Marcos tuviese que cambiar ni un solo cabello para encajar en su familia. Por fortuna, un mechón de pelo rebelde de su flequillo se había resistido al tinte y una chispa de azul grisáceo se asomaba entre el castaño.

La puerta del ascensor se abrió con otro chirrido, sacando a Elías de su ensimismamiento y devolviéndole al presente.

—¿Listo? —preguntó.

Notó como Marcos se removía en el sitio.

—No, pero tampoco es que pueda salir corriendo a estas alturas. A no ser que pienses que es creíble que he enfermado de repente y que tengo demasiada fiebre como para abandonar la cama.

Elías le tomó de la mano de nuevo. No estaba tan mal eso de ser por una vez el que mantenía la calma, «la roca sobre la que el otro se apoyaba» y todo eso.

—Puede que se lo creyesen, pero no se tragarían que te dejase solo y con fiebre.

Marcos suspiró resignado.

—Que sea lo que la diosa Muerte quiera.

La mención de la Muerte hizo que Elías se estremeciese. Habían pasado meses desde su peculiar visión, o sueño o lo que quiera que hubiese sido. La mismísima Muerte se le había aparecido con el rostro de su difunta abuela para advertirle que tenía una misión para él y después se había desvanecido sin más. Esperaba que la diosa hubiese cambiado de opinión y que hubiese comprendido que no daba la talla, porque no había vuelto a saber nada de ella. Aun así, cada vez que las temperaturas bajaban demasiado rápido o cuando se hacía el silencio de golpe, volvía a sentir que se hallaba ante ella.

Elías encogió los hombros para cubrirse mejor con su abrigo y entrar en calor cuando salieron del ascensor y avanzaron por el poco acogedor pasillo. El edificio donde había vivido doce años con su familia era antiguo y tenía un pésimo sistema de calefacción central. A eso se sumaba que diciembre advirtiese la llegada inminente del invierno con todo su ímpetu.

—Qué frío —protestó Marcos—. Vamos a tener que dormir muy pegados.

Elías le dio un manotazo en el brazo. Si su padre le oía decir algo parecido, le daría un infarto. Aunque se alegraba de que Marcos no estuviese tan nervioso como para no dejar pasar la oportunidad de hacerle sonrojar.

Llamó al timbre, a pesar de tener llave, para anunciar su llegada. En cuestión de un suspiro, la puerta se abrió y su madre apareció al otro lado, aunque en su rostro no vio la expresión que esperaba. Tenía los ojos rojos, muy hinchados y húmedos. Había estado llorando. Por si necesitaba alguna prueba más, vio el pañuelo empapado en su mano.

—Elías. —Lo miró con sorpresa, como si se hubiese olvidado de que los esperaban—. Habéis llegado pronto. ¿No veníais mañana?

Elías negó con la cabeza, suspicaz. ¿Qué había ocurrido para que su madre hubiese perdido la noción del tiempo hasta el punto de no saber qué día era? Antes de que pudiese preguntar, ella lo estrechó con todas sus fuerzas en un abrazo que casi lo asfixia.

—Cómo me alegro de que estéis aquí. Marcos —dijo al soltar a su hijo—, qué mayor estas, Sagrada Muerte. ¡Si me acuerdo perfectamente de cuando venías a jugar con las figuritas de soldados romanos de Elías y fingíais ser generales de un ejército! ¿Tan vieja soy? Y vosotros sois dos hombres hechos y derechos… Siempre fuiste un niño adorable, pero hay que ver qué guapo te has vuelto. —Sonrió tanto que el rastro de las lágrimas casi desapareció.

Aunque Marcos no supiese muy bien qué hacer con toda esa atención positiva, la aceptó de buen grado. Mariam les invitó a pasar, o más bien tiró de ellos apresurada hasta que entraron. En el interior de la casa encontraron un ambiente tenso, lánguido y cargado a la vez.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Elías con un nudo en el estómago.

Su madre suspiró y la sonrisa se esfumó de su rostro. Él se las había apañado para vivir sin teléfono gracias a las sombras, así su familia podía contactar con él si algo grave sucedía, pero aun así le invadieron los peores temores. A pesar de su vitalidad y de su entrega por su oficio, Abraham Baena era un hombre que debería de haberse jubilado hacía años y el corazón de Elías se detuvo por un momento al pensar que podía haberle sucedido algo, pero su madre se apresuró a hacer aspavientos con la mano.

—¿Papá…?

—No te preocupes, está perfectamente. Ha habido… un incidente. —Fue solo un instante, pero la clandestinidad del gesto y la culpa en el rostro de Mariam justo después de lanzar una mirada fugaz a Marcos no dejaba dudas.

—Judith tiene la flauta, ¿no es eso? No hace falta que lo ocultéis por mí. Sé de lo que es capaz mi hermana.

La ilusión de que podrían pasar unas vacaciones en familia, como si en lugar de hechiceros que entregaban su cuerpo y su alma a la Muerte fuesen personas normales, se desvaneció.

—¿Por qué no me lo habéis dicho? —preguntó Elías.

—Han sido un par de días un poco confusos, solo hubiese servido para preocuparte. —Sus ojos volvieron a empañarse y Mariam se cubrió el rostro para que no la viesen llorar.

—Samuel y Alyssa… ¿están bien? —Las palabras se entrecortaron en su garganta al comprender por qué su madre estaba tan disgustada.

Fue entonces cuando reparó en una sutil energía que se inmiscuía entre el pesar del ambiente. La magia de vida, un fino hilo de poder debilitado. Había una bruja en la casa, una que estaba sufriendo.

La puerta del que había sido el dormitorio de sus hermanos se abrió y Samuel apareció al otro lado, acompañado de su padre. El rostro compungido de su hermano saltó de Elías a Marcos, hasta que el dolor se distorsionó para convertirse en odio.

—¿Qué hace él aquí? —Señaló a Marcos—. ¿Qué hace en nuestra casa? Si tuvieses un mínimo de vergüenza, no te atreverías a…

Abraham agarró a su hijo del brazo cuando Samuel empezó a caminar hacia ellos desde el otro lado del salón.

—Tienes derecho a estar enfurecido, pero debes aprender a dirigir tu ira al lugar adecuado.

Samuel se zafó de su padre y esta vez su mirada acusadora se clavó en Elías.

—Alyssa ha perdido la mayor parte de su audición, ¿lo sabías? Apenas puedo comunicarme con ella. Se niega a escribir una respuesta cuando hablo con ella, ni siquiera quiere comer. Las brujas del aquelarre no saben si logrará recuperarla del todo. Alyssa no puede usar su magia sin oír y esa malnacida lo sabía. Así que decidme: ¿a quién debo dirigir mi ira? —Las sombras comenzaron a crepitar en torno a su piel pese a que no las había invocado—. Yo maldigo a todos los Vega, y a quienes se congracien con ellos —Apartó a su padre, recogió su abrigo del reposabrazos del sofá y se marchó con un portazo.

El vacío y el silencio que Samuel dejó tras de sí era tan pesado que incluso les costaba respirar.

—Yo… —comenzó a decir Marcos, cabizbajo—. Lo si…

—¿Os apetece un café? —se apresuró a preguntar Mariam—. ¿Un té, quizá? Oh, he comprado turrón. Marcos, ¿lo prefieres de almendras o de chocolate?

A Elías nunca dejaría de sorprenderle el amor de su madre por la parafernalia navideña a pesar de que no hubiese una sola persona que la celebrase como tal en su familia, pero, sobre todo, sintió gratitud.

—Cualquiera está bien, gracias —dijo Marcos tras superar un instante de confusión. Mariam se dirigió a la cocina.

Marcos buscó su mirada, interrogante. «¿De verdad que no me van a echar a patadas?», parecía preguntarse. Elías sonrió.

—¿Por qué crees que le caigo tan bien a Mathilda? —susurró a Marcos, refiriéndose a su casera—. En esta casa lo solucionamos todo cocinando y comiendo.

Abraham se aclaró la garganta, con la seguridad y tranquilidad de un hombre que ha criado a cuatro hijos y sabe de sobra las normas y protocolos. Extendió la mano hacia Marcos, que dudó antes de estrechársela.

—Bienvenido a la familia, hijo; siento que las circunstancias no sean las más alegres.

—Gra… gracias, señor. No pasa nada…

El hombre asintió con la cabeza y puso rumbo a la cocina con las manos tras la espalda y paso tranquilo.

—Por cierto, te recomiendo el de chocolate. El año pasado casi me dejé un diente con el turrón duro que le gusta comprar a mi mujer.

Elías apoyó la mano en la espalda del joven nigromante, que parecía no dar crédito ante lo mundano de la situación. «¿Lo ves?» quiso decirle con aquella sutil caricia. Quizás aún hubiese posibilidad de que, después de esos meses de locura, pudiesen aspirar a unas vacaciones más o menos tranquilas.

Judith se había esforzado mucho por hacerles creer que no temía nada, pero no era cierto. Desde el momento en que había tocado la flauta, incluso sus propias intenciones la aterrorizaban a veces, en las horas más silenciosas de la noche. En esos instantes, cuando Vivien permanecía en una especie de trance que no se parecía en nada a dormir y se sentía más sola que nunca, recordaba cuando su padre la sentaba sobre sus rodillas porque los truenos la asustaban. «Solo los valientes son capaces de encontrar una oportunidad en lo que hace sentir a otros amenazados. Donde los cobardes ven fuego y muerte, aquellos con el coraje para cambiar las cosas podrán ver luz». Desde entonces había dejado de temer los relámpagos, pero seguía sin agradarle el estruendo.

Giró en la cama del hotel, incapaz de dormir. Era el primer momento de paz que tenía desde que había huido de Islandia a toda prisa, pero su cuerpo se negaba a relajarse tras meses en tensión, intentando prever el próximo paso del nigromante y la bruja. Había sido agotador, pero mereció la pena.

Judith apartó las sábanas y se puso en pie. La rugosa moqueta se aplastó contra las plantas de sus pies. Tomó la flauta de su mesilla de noche y caminó a través del modesto salón de la suite, directa hacia su equipaje. Había estado posponiéndolo, pero era hora de comprobar si la flauta funcionaba o no; además, estaba cansada de dormir sola. Viajaba con una sencilla bolsa negra como único equipaje, así que fue fácil encontrar lo que buscaba en su interior, una caja de madera que había llevado consigo desde Atenas.

Colocó la caja sobre la mesa de té del salón y se acomodó en el suelo frente a ella. Levantó la tapa de la caja y sintió cómo su cuerpo entero se estremecía a causa de la culpa y la pena. En su interior se amontonaban unos frágiles y diminutos huesecillos. Styx había sido una criatura hermosa, un gato astuto y orgulloso, pero viendo el pequeño cráneo, las finas costillas y el hilo de vértebras que formaba su cola costaba imaginarlo vivo.

Se aferró a la flauta con todas sus fuerzas. De todas las cosas que había tenido que hacer en su vida, despedirse de Styx fue sin duda la más dolorosa. Pero eso ya no importaba, porque nunca volvería a perder a nadie. No mientras la flauta estuviese en su poder.

Pidió perdón a su viejo amigo una vez más y se acercó el instrumento musical a los labios. El movimiento le provocó una leve tirantez en el rostro, allí donde piel y mármol se encontraban. Se había pasado los últimos dos días viendo tutoriales sobre cómo se tocaba aquel instrumento, pero su educación musical había sido muy limitada. La mayoría de los nigromantes no apreciaban los talentos artísticos, y en aquel horrible colegio corriente al que la enviaron tras la muerte de su padre tuvo una profesora que se preocupaba más de burlarse de su falta de habilidad en público que de enseñarle. «Suenas como un robot, no practicas lo suficiente. ¿Es que eres una vaga?». Apenas recordaba las notas del himno de la alegría y dudaba que fuese a sonar bien, pero se conformaba con que su magia hiciese efecto. «Voy a practicar, profesora; ahora sí que tengo un buen motivo para hacerlo».

Sus dedos se movieron a través de la flauta, que sostenía en alto de forma trasversal, intentando imitar la forma de un si, seguido de un do y un re. No tardó en descubrir que aquella flauta era muy diferente a la que ella aprendió a tocar de niña. Tras unos eternos segundos haciendo sonar la flauta, hubo un leve movimiento en el interior de la caja. Tocó una y otra vez las dos líneas de notas que recordaba, blancas, negras y semicorcheas en la estridente y disonante melodía hasta que el chasquido de los huesecillos entrechocando fue tan alto que tuvo que soplar a pleno pulmón. Ante sus ojos, los restos de Styx se unieron y se alzaron, adoptando la forma de un felino, como si un metódico biólogo hubiese reconstruido el cuerpo. Por un instante creyó que solo había logrado reconstruir un cascarón vacío, que el alma de su fiel amigo se encontraría demasiado lejos de allí, pero entonces Styx agitó la cola.

Judith dejó de tocar y la flauta se escurrió de entre sus manos. Cayó de pleno sobre la moqueta, que amortiguó su caída. Se colocó de rodillas junto a la caja, con una lágrima de emoción asomándose a su ojo azul. Extendió la mano hacia el gato y Styx acercó su cabeza de hueso a su mano para acariciarla, igual que si estuviese vivo… Porque lo estaba, estaba vivo, comprendió Judith. Aunque no emitiese ningún sonido al maullar abriendo su diminuta boca, aunque las cuencas de sus ojos estuviesen vacías y sus articulaciones rechinasen cada vez que se movía. Le había hecho volver del más allá, había derrotado a la muerte por segunda vez.

La primera vez que desafió a la diosa, había tenido que entregar una parte de sí misma a cambio de la Victoria, pero ahora, era ella la que le había arrebatado algo a la muerte. Styx agitó el cuerpo para quitarse la tierra de encima y saltó sobre su regazo, abandonando la austera caja que le había servido de ataúd. Ella le estrechó con cuidado y besó su fría cabeza.

—Te he echado de menos, amigo mío.

Styx volvió a maullar, y esta vez un leve sonido brotó de su cuerpo. «¿Será posible… que a la larga la magia le devuelva todo su cuerpo?», se preguntó Judith, pero era pronto para saberlo. El gato se puso a prueba saltando sobre el pequeño saliente interior de la ventana. Se giró hacia ella y maulló a modo de protesta.

Judith apartó la cortina y observó en silencio cómo la lluvia chisporroteaba sobre las calles de Kensington, al oeste de Londres, y sus edificios de fachadas rojizas. Acarició con el dedo índice el frío cráneo de Styx, allí donde hacía no mucho estaban sus orejas.

—Lo sé, a mí tampoco me gusta la lluvia, pero tenía que hacer una visita a una amiga. ¿Crees que Sofía se alegrará de verme?

Capítulo 2

Era de noche cuando Walter Jacob Engels llegó al corazón de Londres. El solsticio de invierno estaba a la vuelta de la esquina y a las seis de la tarde el cielo se encontraba completamente a oscuras, o lo habría estado si la ciudad no emitiese tanta luz propia que rivalizaba con los astros. Al forastero no le molestaba esa penumbra prematura que parecía adormecer al resto del mundo. El invierno era la época preferida para la muerte y también para los nigromantes que la adoraban.

El coche que le traía desde el aeropuerto se detuvo ante la fachada beige de la mansión georgiana, que en la penumbra se confundía con las construcciones casi idénticas que la rodeaban. Engels bajó del vehículo con el paso firme y seguro que su padre le había enseñado a adoptar desde niño. Hay quien le hubiese descrito como altivo, pero ¿de qué otra forma podía actuar uno de los favoritos de la Muerte?

—Señor Engels —lo saludó un serio y aséptico abogado, detenido frente a la entrada de la mansión.

Un simple vistazo le bastó para saber que su grueso abrigo gris era más caro que todo lo que él llevaba puesto. Detestaba a los abogados porque estaba convencido de que vivían a costa de la fortuna de otros, de ingenuos como sus antepasados. Walter Jacob no era el primer señor Engels, pero la mala fortuna que acarreaba el apellido amenazaba con convertirle en el último, o eso había creído hasta que recibió la estupenda noticia desde Londres.

—Así que es usted el testaferro de mi tío —dijo, mostrándole más atención a la orgullosa fachada de la mansión, su mansión, que al hombrecillo y a los dos nigromantes que permanecían en pie junto a él. Uno era esbelto y rondaría los cuarenta, de rasgos asiáticos y una larga y brillante melena. El otro, con sus anchos hombros y enormes brazos, hacía que la expresión «parecer un armario empotrado» cobrase sentido.

El abogado asintió.

—Siento mucho la pérdida de su tío. Basil Koch era un hombre muy querido por la comunidad mágica, su muerte en Grecia nos ha sobrecogido a todos. —Le dio el pésame y fue entonces cuando Engels lo miró con un poco más de interés. Así que era un revelado. Capaz de percibir la magia y sus efectos, pero privado de sus dones. Qué existencia tan lamentable.

—No lo sienta —respondió Engels con desgana.

No le pasó desapercibida la tensión con la que los dos nigromantes escucharon su comentario. Tenía la impresión de que le iban a dar problemas. El testaferro, en cambio, balbuceó sin saber muy bien qué decir.

Engels no se parecía en nada a su tío salvo por su arrogancia, que él había heredado de su padre y no de la hermana corriente de Basil Koch, su madre. Aunque la fama que Basil ganó para el apellido Koch entre los nigromantes ayudó a la joven mujer a convencer al adinerado estadounidense de que era digna de convertirse en su esposa. Sin ese matrimonio, el joven señor Engels no existiría. Heredó la audacia de su madre y los rasgos germánicos de su padre. Ahí había acabado la contribución de sus progenitores y de su tío. Ninguno de ellos le ayudó cuando la fachada de prosperidad de los Engels estuvo a punto de venirse abajo por culpa de las deudas. Parecían los protagonistas de una novela de Edith Wharton, arruinados por el juego y por su empeño en seguir aparentando un estatus social que se había diluido a causa de unos herederos incapaces de preservar las fortunas de sus antepasados. Lo último que hicieron sus padres con su dinero fue mandarle a un internado donde aprendió la ley del más fuerte. Del resto tuvo que encargarse él mismo. ¿Dónde había estado su acaudalado tío entonces? Lo mínimo que podía hacer era nombrarle su heredero, y por lo que a él respectaba, podría haberse muerto antes. Un poco más y habría cumplido los treinta antes de poder volver a asegurar, sin medias verdades y engaños, que era rico.

—Veamos qué me ha dejado ese viejo engreído.

Dio un paso hacia la mansión, pero el abogado se interpuso. La mirada gélida con la que Engels le fulminó hubiese sido amenaza suficiente para que cualquiera se apartase de su camino.

—Señor Engels, me temo… Me temo que no es posible.

Engels enarcó las cejas. Había gastado una importante suma para llegar hasta allí. Un traje a medida nuevo, un billete en primera, un coche alquilado con chofer incluido. Pensaba recuperar el dinero rápido, así que tropezar con un obstáculo no le hacía ni pizca de gracia.

—¿Y eso a qué se debe? —preguntó con un tono de voz que dejaba claro que quienquiera que fuese el responsable se arrepentiría de ello. Por desgracia para el joven Engels, esa persona ya había recibido suficiente castigo.

—Son órdenes de su tío —explicó el hombrecillo, aferrándose a una carpeta de piel teñida de negro.

«Ah, eso». Sonrió divertido, mostrando una de esas dentaduras impolutas y artificiales que lucen los actores de Hollywood. De sus padres también aprendió la importancia de guardar las apariencias. La única forma de que te tratasen como a un millonario era parecer uno.

—Mi tío ya no está aquí para asegurarse de que sus órdenes se cumplen.

—Señor… —El testaferro intentó detenerle, pero Engels no iba a permitir que nadie le dijese qué hacer.

Siguió avanzando hacia la puerta negra hasta que su rostro chocó con una superficie sólida. El impacto le lanzó hacia atrás con tanta fuerza que apenas logró mantener el equilibrio. Se llevó la mano a la nariz, dolorido por el golpe. Al recordar que tenía espectadores, alzó el rostro y se colocó los mechones de fino cabello rubio hacia atrás como si nada.

—Es…, es una barrera, señor Engels —aclaró el hombrecillo—. Su tío la alzó mucho antes de su muerte para que protegiese la casa cuando ya no estuviese entre nosotros. ¿Se encuentra bien?

Engels ignoró la pregunta. Por supuesto que se encontraba bien. Que sugiriese lo contrario era un insulto. Una endeble barrera como esa no podría hacerle daño, pero tampoco había manera de sortearla. Se trataba de magia ancestral, capaz de convertir en un hecho una última voluntad, más poderosa que la vida o la muerte. Había que eliminarla desde la raíz.

—Desactivadla —ordenó.

—Me temo que eso es imposible, señor…

—Explíqueme por qué —dijo, conteniendo su irritación, pero dejándola entrever lo suficiente para que el testaferro supiese que esperaba una solución inmediata.

—Su tío fue claro al respecto en su testamento. En el caso de una muerte fortuita, el heredero no podrá disponer de sus bienes hasta que las circunstancias de su fallecimiento se aclaren, y si fuese necesario…

—Si fuese necesario, ¿qué?

—La barrera se desactivará cuando sea vengado. Es lo que estipulan sus últimos deseos.

Engels estuvo a punto de echarse a reír de la incredulidad. Había oído a su padre quejarse en numerosas ocasiones de que Basil era un «británico melodramático», pero no se imaginaba hasta qué punto.

—¿Quiere que le vengue? ¿Yo? —repitió, no porque no lo hubiese entendido, sino para dar salida a su rabia antes de que le consumiese por dentro.

—Es por ese motivo que le dejó todos sus bienes en herencia a usted en caso de muerte violenta o sospechosa. Aquellos que acabaron con su vida deben pagar por ello. Es su último deseo.

El hombrecillo asintió con la cabeza y se aferró aún más fuerte a la carpeta, como si temiese que Engels fuese a arrebatársela en cualquier momento para golpearle con ella. No negaría que la idea se le había pasado por la cabeza. ¿Así que ni siquiera era su primera opción? Si hubiese muerto por causas naturales, el muy miserable le hubiese legado todo a otro. A alguien que no hubiese estado dispuesto a matar para conseguir una mansión. Desde luego, ese no era él. Su tío le conocía poco, pero lo suficiente.

—Dentro de la mansión lo encontrará todo —continuó explicando el abogado—. Los papeles de propiedad de sus inversiones inmobiliarias, los certificados de autenticidad de todas sus obras de arte y los códigos de acceso a sus cuentas bancarias en Reino Unido y en el extranjero.

«En el extranjero». Suiza y las Islas Caimán, sin duda. Lo que significaba que eran capitales por los que no tendría que pagar un céntimo de impuestos a los corrientes. De acuerdo, si el viejo Basil quería despedirse de la vida en la tierra con un último numerito, que así fuera. No sería tan complicado librarse de un par de asesinos chapuceros. Nadie sabía a ciencia cierta qué le había sucedido a su tío, pero el apellido Vega había cruzado el océano hasta Nueva York.

—No parece tan complicado —dijo con una sonrisa burlona.

El abogado no hizo nada por confirmar o desmentir sus palabras. En lugar de eso, le tendió un juego de llaves resplandecientes y Engels las aceptó por puro reflejo.

—Hay… algo más —admitió el hombrecillo.

«Ya. Cómo no».

—Dilo todo de una maldita vez y deja de hacerme perder el tiempo. ¿Qué más quería el anciano?

—Según el testamento, a su heredero (es decir, usted) le será concedida una semana desde la entrega de llaves para resolver el asunto relativo a su muerte o su herencia será legada a su heredero inicial.

¿Su heredero inicial? La ira se propagó por el cuerpo de Engels como si su cuerpo fuese una mecha que acababan de prender. «Ese desgraciado hubiese preferido dejarle la herencia a un gato callejero antes que a mí».

—No supondrá ningún problema —dijo, a pesar de que apretaba las llaves con tanta fuerza en su mano que se había abierto una pequeña herida.

Tendría que alojarse en un hotel, en uno bueno; nadie podía ver a un Walter Engels saliendo de un cuchitril para turistas. Ahorraría en la comida. No era la primera vez que pasaba largas temporadas haciendo un único almuerzo al día, cualquier cosa antes que demostrar debilidad.

—Nos veremos la semana que viene, entonces.

Se dispuso a subir al coche, que pagaba por horas, para lamerse las heridas de su humillación a solas. Pero el condenado hombrecillo no había acabado con las estúpidas ideas y exigencias de su tío. Agarró una de las mangas de su abrigo negro solo para soltarlo de inmediato al darse cuenta de que había sido un error.

—Su tío deseaba que contase con la ayuda de sus mejores hombres. —Señaló hacia los dos nigromantes, que observaban expectantes la escena.

«Más bien deseaba que sus esbirros me vigilasen de cerca», se dijo. Sería mejor que no dejase ver su resistencia.

—Está bien, no veo por qué no. ¿Eso es todo? —El testaferro asintió con la cabeza y Engels miró hacia sus nuevos sirvientes o vigilantes—. Si vamos a trabajar juntos para esclarecer la muerte de mi tío, será mejor que nos conozcamos primero. He visto que hay un parque aquí cerca cuando venía con el coche. Es la primera vez que visito la ciudad, ¿qué tal si damos una vuelta?

Despachó al conductor y le indicó que llevase sus maletas al primer hotel que se le ocurrió con la esperanza de que tuviesen habitaciones libres asequibles. Se despidió del abogado y pidió a los dos hombres que le siguiesen.

—Pensaba que Londres sería mucho más lluvioso y frío —comentó mientras se acercaban a las puertas de Regent’s Park.

Aunque el parque estaba a punto de cerrar, había parejas paseando entre los rosales que florecerían en primavera, si sobrevivían al frío invierno, y deportistas que aprovechaban el rato para correr al aire libre.

Los dos esbirros no parecían interesados en darle conversación. Perfecto, a él tampoco le apetecía escucharlos.

—Me gustaría que me hicieseis una demostración de vuestros talentos para saber con qué clase de ayuda cuento —dijo, y ellos guardaron un silencio que interpretó como un sí resignado—. Busquemos un rincón apartado donde no nos molesten.

Siguieron andando hasta que dieron con un sendero intransitado, cerca de una especie de plaza semioculta entre la vegetación y repleta de bancos. Aguardaron hasta que los últimos corrientes desaparecieron, cuando las puertas del parque comenzaron a cerrarse una tras otra.

—Está bien, ¿qué os parece si empiezo yo?

Se quitó el abrigo, lo dejó sobre uno de los bancos y se remangó la camisa, dejando a la vista las marcas de las sombras en su cuerpo. En comparación con otros hechiceros, su piel estaba limpia y muy blanca.

—Ohm sinam ahnem ora. —Pronunció cada palabra de la lengua muerta con una devoción que no profesaba por ninguna otra cosa en el mundo, salvo quizás los billetes recién impresos.

Sobre su mano, las sombras adoptaron la forma de una diminuta lagartija.

Las sonrisillas cómplices que los dos matones intercambiaron no tardaron en llegar. En otra época, sus burlas le hubiesen irritado, pero con los años había aprendido que el poder de la muerte tenía mucho más que ofrecer que unas cuantas sombras obedientes. La magia oscura se cobró una fina línea, casi imperceptible, de su piel por sus servicios, y tal y como esperaba, la falta de corrupción en su cuerpo hizo que los guardaespaldas de su tío bajasen la guardia. Las sombras solo habían reclamado unos cuantos parches de la piel de su mano, ni siquiera habían penetrado en la carne y el hueso como les sucedía a otros hechiceros de su edad.

La cantidad de tu cuerpo que habías entregado a las sombras se interpretaba como una evidencia de la magnitud de tu fuerza bruta. Para hombres como los que tenía delante, aquel que no se valía de sus propias sombras era un débil o un cobarde, pero Engels no era ninguna de las dos cosas; sencillamente, había aprendido que había una forma mucho más audaz de aprovechar sus dones, y también más peligrosa, pero con recompensas mayores.

Deshizo la lagartija de sombras y extendió los brazos hacia ellos a modo de invitación.

—Vuestro turno.

Los dos hombres volvieron a mirarse, esta vez exasperados por ese niño mimado que se creía que estaban a su disposición. Supuso que si no se habían marchado aún era porque tenían la esperanza de que los contratase cuando cobrase su herencia. Ahora pensaban que era un incompetente que necesitaría a esbirros a su lado para obrar la magia. El hombre de la melena invocó una descomunal araña que poblaría las pesadillas de cualquier niño que tuviese la mala suerte de contemplarla durante el resto de su vida. El grandullón dio a sus sombras la apariencia de un jabalí tan desproporcionado como él mismo.

Engels asintió con la cabeza, valorando lo que se le había ofrecido. Decidió que no le servía de nada. Dos bocas más que alimentar y a las que pagar billetes de tren, avión y alojamiento era un gasto innecesario. Además, las demás personas le irritaban. Cobijaban miedos y anhelos que les volvían impredecibles.

—Sois poderosos —admitió Engels—. Solo hay un pequeño problema. —Le divirtió ver el cambio de confianza absoluta en sí mismos por incredulidad—. Veréis, no me siento del todo cómodo con vuestro talento. Las sombras son muy rudimentarias, cualquier niño puede dominarlas. Se van tan rápido como vienen, yo prefiero recurrir a un poder más duradero.

Desabrochó varios botones de su camisa hasta que un peculiar colgante quedó a la vista. La cadena plateada era circular, más rígida de lo habitual para asegurarse de que el tesoro que sostenía permaneciese seguro y estable contra su esternón. Extendió sus largos dedos hacia las tres esferas de cristal y las toqueteó mientras se preguntaba cuál sería la más adecuada para esa situación.

Los dos esbirros de su tío retrocedieron varios pasos al comprender lo que era la sustancia que se agitaba en el interior de las esferas, una especie de líquido vaporoso que resplandecía con un intenso color rojo que no dejaba de moverse.

—Un invocador —masculló el hombre araña.

Engels sonrió.

—Pinto, pinto…, gorgorito. —Señaló una a una las esferas hasta que su dedo se detuvo en la central.

No era una mala elección. Desenganchó la esfera del collar y la sostuvo con sumo cuidado entre su pulgar e índice. La agitó con un delicado giro de muñeca para despertar al ser que dormitaba en su interior, aunque la ira que le mantenía en nuestro mundo nunca se atenuaba ni descansaba. Aun así, parecía que necesitaba un pequeño empujón. Se acercó la brillante superficie de cristal a los labios y susurró:

—¿Has terminado tus tareas, Timmy?

La esfera se abrió en dos mitades perfectas y de su interior surgió un espectro envuelto en la misma luz rojiza. Los dos nigromantes se prepararon para atacar con sus sombras al comprender lo que Engels pretendía. Habrían sido mucho más inteligentes si hubiesen seguido el instinto que les advertía de que corriesen lejos de allí.

Ante ellos, levitando en el aire, había aparecido un niño de aspecto frágil que vestía ropas humildes: unos pantalones llenos de remiendos sostenidos por unos tirantes, una camisa que en otro tiempo fue amarillenta y una vieja gorra heredada de alguno de sus hermanos mayores. Del pequeño Timmy solo quedaban huesos enterrados y aquella figura fantasmagórica, inmaterial, pero densa, como si su cuerpo se compusiese de una extraña sustancia plateada en la que se entrelazaban mil colores, todos ellos opacados por el intenso rojo.

Si Timmy hubiese tenido una vida justa y feliz, su alma habría partido en paz. Si su muerte hubiese sido apacible a pesar de sus asuntos pendientes, habría dejado el rastro de un fantasma tras de sí. Pero al unir una vida repleta de dolor y rabia con una muerte agónica, el resultado era el ser que los tres hombres observaban ante sí. Una criatura formada por la esencia de una emoción pura: la ira.

Y cualquier excusa era buena para darle rienda suelta.

Otra característica de los espectros, se dijo Engels, era que por lo general no destacaban por su inteligencia. «Dales un blanco y ni siquiera recordarán su nombre».

—Timmy, estos señores quieren saber si has acabado tus tareas —dijo Engels, y la luz roja que emanaba del cuerpo del espectro se tornó tan brillante que casi resultaba cegadora.

Los esbirros de su tío no aguardaron un instante más. Arrojaron sus sombras contra el espectro. Una persona viva se habría horrorizado al ver la repugnante araña y el feroz jabalí abalanzándose sobre ella, pero para un espectro el miedo y el dolor eran emociones de las que la muerte le había liberado. Las sombras se deshicieron ante el roce de la intensa luz. Ni siquiera llegaron a tocar al espectro antes de desvanecerse en el aire.

—Estoy cansado —masculló el espectro, primero con una débil y titilante voz—. Estoy cansado, mamá. —El recuerdo de su progenitora hizo que encogiese los hombros y apretase los puños de rabia.

Cualquier espectro resultaba amenazador, pero había algo especialmente perturbador en saber que un niño inocente podía convertirse en un monstruo como ese por culpa de los adultos.

El hombre araña intentó alzar una barrera protectora entre ellos y el ser. Habría funcionado si el espectro no fuese más poderoso que él. Utilizar el rostro de un niño tenía la ventaja de que sus enemigos tendían a infravalorar la magnitud de su rabia.

—Si no acabas tus tareas, estos señores van a castigarte —dijo Engels, añadiendo algo más de leña a la hoguera para que el fuego se descontrolase.

Cuanto antes acabase con ellos, antes podría buscar a los Vega y presentarse como era debido.

—¡ESTOY CANSADO, MAMÁ! —gritó el espectro, y se lanzó contra los nigromantes.

Capítulo 3