Los dones de la muerte - Raquel Brune - E-Book

Los dones de la muerte E-Book

Raquel Brune

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Beschreibung

Resurrección, reencarnación y vida eterna. Aquel que logre vencer tres veces a la muerte será digno de sus dones, y Judith aspira a lograr mucho más de lo que se espera de ella. Elías es un nigromante que teme a la muerte... y a todo, en realidad. Por eso, cuando debe abandonar la comodidad de la tienda de antigüedades familiar para participar en una subasta de Londres, sabe que el plan va a salir mal. La muerte está muy presente en su vida, pero lo que a él le inquieta son sus sueños: en ellos siempre experimenta los momentos más dolorosos de las vidas de otras personas. O al menos eso creía hasta que una noche ve algo muy distinto: a alguien que parece intentar comunicarse con él. Una estatua embrujada, una combativa activista y un viejo amigo (¿o enemigo?) de la infancia desbaratarán su tranquilidad y lo acompañarán hasta Grecia, donde los aguarda algo más que el misterio de los dones de la muerte. «Raquel Brune ha encontrado el hechizo perfecto para que no quieras despegarte de este libro: un poco de magia de sombras, un mundo con muchas sorpresas y unos personajes únicos de los que no vas a querer separarte». Iria G. Parente y Selene M. Pascual, autoras de Antihéroes

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© de la obra: Raquel Brune, 2021

© de las ilustraciones: Inma Moya, 2021

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: noviembre de 2021

ISBN: 978-84-18440-41-0

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

LOS DONES DE LA MUERTE

Capítulo 1

A Judith no le molestaba la lluvia. Incluso podría haber disfrutado del sonido irregular de las gotas chocando contra coches y tejados o del olor de la tierra mojada si no fuese otra de las muchas cosas que le recordaban que aún no había logrado el poder que le pertenecía por legítimo derecho. Y eso le ponía de muy mal humor.

La repentina tormenta primaveral la había sorprendido en una tranquila calle de Boston, a las afueras del campus universitario, lejos de cualquier tienda en la que comprar un paraguas. Preguntarse dónde vendían paraguas era una preocupación tan mundana que le daban ganas de gritar por la impotencia. Si hubiese tenido la misma suerte que su estúpido hermano, un par de palabras bien elegidas le habrían bastado para protegerse de la lluvia con su magia.

Pero ella no era una hechicera y el agua fría le mojaba la piel sin piedad.

Su jersey negro y los vaqueros estaban empapados; el agua había calado los botines, y su melena de color castaño oscuro se le pegaba a los pómulos, enrojecidos por el frío. Cualquiera que la viese pensaría que era una muchacha despistada que había olvidado comprobar la predicción del tiempo. Sonrió. Puede que mereciese la pena mojarse, así daría mucha más pena. Y parecería más inofensiva.

Cruzó la calle al reconocer la casita de ladrillo rojo y ventanas negras rodeada de árboles centenarios. Muchas de las construcciones de la zona se parecían, pero el olmo que crecía en el jardín trasero era inconfundible. De haber vivido allí, Judith se habría asegurado de que lo talasen. No se le ocurría nada más desagradable que levantarse cada mañana con el canto de los dichosos pájaros que anidaban en él. Además de que cualquier cosa que te hiciese demasiado reconocible era una debilidad, o al menos lo era si vivías como una repudiada.

Recorrió el caminito de piedra hacia la puerta y subió los escalones del porche. Antes de llamar a la puerta, se aseguró de deshacerse de su sonrisa y de sustituirla por un gesto consternado.

En el interior de la vivienda de estilo colonial, el profesor Ludeña se acababa de servir una copa de vino tinto y colocaba con meticulosidad unas rodajas de queso brie sobre unas tostas de pan de centeno. Se preparaba para sentarse en su mullido sillón mientras devoraba una de esas predecibles novelas de suspense que tanto le gustaban, aunque jamás fuese a admitir delante de sus colegas del campus que Dan Brown y John Grisham le proporcionaban el mismo placer que Tolstói o Proust. Había desconectado internet de su móvil y había apagado su ordenador. Aquel era su plan ideal para un viernes por la noche desde hacía años y no tenía intención de dejar que nadie le interrumpiese.

Escuchó la lluvia golpeando contra los cristales de la ventana y recordó que no había cerrado la ventana del despacho, siempre abarrotado de papeles desordenados y exámenes por corregir. Se apresuró hacia allí con la copa en la mano y, cuando se dispuso a cerrar la ventana, encontró un gato negro tumbado en la repisa, con tal placidez que cualquier extraño habría creído que se trataba de su mascota. Sus conocidos, en cambio, sabían que era un hombre de perros.

—¡Largo de aquí, bicho malo! ¡Fus, fus! Lo que me faltaba por ver —exclamó a la par que hacía aspavientos para intentar deshacerse del felino.

Un gato callejero habría echado a correr en cuanto presintiera a un humano hostil cerca, pero esa extraña criatura se incorporó lentamente y le miró unos segundos con desdén antes de arquear el lomo, erizarse y bufarle. El susto hizo que el profesor Ludeña retrocediera y se vertiese encima una buena parte del contenido de la copa.

—¡Mierda!

Corrió a por un pañuelo para intentar salvar su camisa favorita. Gracias a sus charlas y a sus libros disfrutaba de un estilo de vida holgado, pero no dejaba de ser un profesor que se dedicaba a hablar del arte de la Grecia Antigua. No se podía permitir derrochar el dinero. Cuando volvió al despacho, el gato se había marchado.

—Qué horror, tendré que hablar con gestión para que hagan algo con esas alimañas antes de que se apoderen del campus —dijo para sí mismo.

Apenas había tenido tiempo de acomodarse en su sillón preferido cuando sonó el timbre de la puerta, una y otra vez. Quienquiera que le reclamase lo hacía con ímpetu.

—¿Y ahora qué? —protestó.

Se sintió tentado de fingir que no estaba en casa, pero con todas las luces encendidas y el tocadiscos reproduciendo un vinilo de Yo-Yo Ma dudaba que fuese a convencer a nadie de su ausencia. Se levantó resignado, dejó la copa en la mesa y cruzó el salón hasta la entrada.

Al abrir la puerta se encontró con una muchacha empapada de los pies a la cabeza. Apenas tendría veinte años y, aunque su estatura era media, su rostro alargado y la magnitud de su presencia la hacían parecer mucho más grande de lo que en realidad era. El profesor Ludeña había observado esa paradoja en muchos de sus alumnos, esos que entraban en el aula dispuestos a comerse el mundo y que casi siempre lo lograban. Él también había sido así no hacía tanto. La joven se apresuró a hablar antes de que él decidiese pedirle explicaciones:

—¡Profesor Ludeña! —Pronunció su apellido con un perfecto acento español, el mismo que marcaba cada una de sus palabras en inglés. El profesor tenía ascendencia gallega, pero tras más de tres generaciones su sangre hispana se había diluido mezclada con la irlandesa y polaca de su madre, así que nunca llegó a aprender el idioma de sus abuelos paternos—. ¡Menos mal que está en casa! Llevo todo el día buscándole. Sé que es tarde, pero tengo una duda sobre mi tesis y…

—Me temo que no es el momento, jovencita —dijo con una sonrisa condescendiente. Esas niñas de papá se creían que podían conseguir lo que quisiesen solo por tener una cara bonita, un acento exótico y unos progenitores que pagaban la disparatada matrícula para que sus princesitas contasen con un título estadounidense—. Si tienes alguna duda, solicita una tutoría por correo, como todo el mundo.

Se dispuso a cerrar, pero la joven se lo impidió apoyando una mano en el marco de puerta. Lo último que necesitaba era que le acusasen de ir por ahí lesionando a alumnas, así que no le quedó otra opción que permitirle hablar.

—Por favor, profesor Ludeña, usted es la única persona que puede ayudarme.

Él la miró de nuevo, calada hasta los huesos y apretando una carpeta roja contra su pecho con desesperación. Debía de ser importante si se había tomado las molestias de ir hasta allí un viernes por la noche bajo la lluvia. Y solo él podía ayudarla, había dicho.

—Será un minuto —añadió entonces—. Dicen que usted es capaz de resumir siglos de historia en una sola frase como lo haría un poeta. Sin ningún esfuerzo.

Una chispa de admiración se prendió en la mirada de la joven y Ludeña empezó a derretirse. Sonrió con un aire de falsa modestia.

—Yo no diría tanto…

Puede que detestase a las mimadas que pagaban fortunas por estudiar carreras de humanidades porque sabían que papaíto siempre tendría un puesto reservado para ellas cuando se aburriesen de jugar a ser académicas, pero había tocado su punto débil con mucha maestría, eso tenía que reconocérselo.

—Está bien, pasa. Pero solo un minuto. Y no te sientes, o lo pondrás todo perdido.

—Gracias, profesor. Me está salvando la vida, se lo aseguro.

Él le restó importancia con un gesto de la mano.

—Y quítate los zapatos en la entrada —ordenó mientras volvía a acomodarse en su sillón.

La joven se descalzó apresuradamente, dejó los botines tirados en el recibidor y entró en el cálido salón.

—Se está mucho mejor que en la calle. Tiene una casa de lo más acogedora. Me imagino que no querrá salir nunca de aquí.

Se detuvo frente al profesor y este la examinó. El contraste entre su aspecto desvalido y su presencia dominante se hizo más palpable, pero Ludeña siguió atribuyéndolo a una familia acaudalada.

—A ver, dime: ¿sobre qué trata tu tesis y cuál es esa duda tan importante?

—Verá, estoy estudiando la relación entre la magia y el arte en la Grecia Clásica.

El hombre frunció el ceño y se recostó aún más en su sillón. Tendrían que darle un premio por su paciencia.

—¿Magia? Querrás decir mitología y superstición.

—Claro, por supuesto. A eso me refiero. —La chica sonrió y un escalofrío recorrió la espalda del profesor Ludeña, como si la temperatura de la sala hubiese bajado de repente. Miró las brasas de la chimenea, pero el fuego seguía igual de vivo que cuando lo había encendido hacía un rato—. Verá, sé que usted dirigió una excavación en las afueras de Delfos. ¿Me equivoco?

Ludeña suspiró al recordar los buenos tiempos. Sí, por aquel entonces era un joven recién doctorado lleno de ambición y de un irrefrenable deseo de ver su nombre al lado de las placas que informaban sobre las piezas de los museos. «Descubierta por Ryan Ludeña en 1994», esa era su fantasía, y había comprobado con decepción que no era para tanto una vez cumplida. Casi nadie se paraba a leer las dichosas placas.

—Eso fue hace muchos años. Seguro que tú ni siquiera habías nacido. Pero sí, fue mi primera gran exposición. ¿Qué ocurre con ella?

—Me preguntaba si recuerda que sucediese algo… extraño durante la excavación.

—¿Extraño? ¿Te refieres a alguna maldición como la de Howard Carter y Tutankamón? —preguntó divertido.

Por un momento tuvo la sensación de ver un relámpago de odio en los ojos claros de la joven, aunque desapareció tan rápido que se dijo que tenía que tratarse del vino o quizá de la tenue luz del salón.

—Puede, pero lo que me ha llamado la atención ha sido el inventario. Encontraron varias esculturas de latón, lo habitual en la época en la que están datadas, ¿no es así? Pero también hay algo raro. Una única pieza de mármol que se halló a gran distancia de las demás, en mitad del bosque, a la intemperie. ¿No le pareció llamativo?

—¡Oh! ¡Sí! ¡Claro! —exclamó Ludeña, y se preguntó cómo era posible que, tras haberse olvidado de esa estatua durante décadas, por segunda vez en pocos meses le preguntaran por ella—. No te puedes imaginar la de quebraderos de cabeza que nos dio. No solo el material era inusual, también su estilo artístico nos desconcertó a todos. La única explicación que se nos ocurrió para todas sus anomalías fue que quizá se tratara de una réplica romana de alguna obra que se ha perdido, pero las pruebas de laboratorio nunca fueron concluyentes. Tampoco logramos identificar el origen del mármol, como si no perteneciese a ningún yacimiento documentado. Llegaron a acusarnos de intentar falsificar la pieza, pero ningún arqueólogo sería tan torpe como para cometer tantos errores.

—Entiendo… En realidad —se acercó un paso más y apoyó la mano en el sillón frente a él—, sería muy importante para mi tesis saber quién la esculpió y cuándo.

El hombre no logró retener una carcajada. Era la gota que colmaba el vaso. Pero ¿quién se creía esa mocosa? ¿Acaso no había escuchado lo que le acababa de decir? Su risa no pareció hacerle ni pizca de gracia.

—Si lo descubres, vuelve a contármelo. Todo en torno a esa pieza es un misterio, hasta la forma en que la encontramos fue poco ortodoxa.

—¿Poco ortodoxa? ¿A qué se refiere? —preguntó la joven con una seriedad impropia de alguien de su edad.

Tal vez no fuese buena idea profundizar en los detalles, pero el profesor Ludeña disfrutaba tanto hablando de sus logros profesionales que olvidaba cuándo era el momento de ser discreto.

—Resulta que una de nuestras arqueólogas era sonámbula. Una noche se levantó a dar uno de sus paseos y despertó frente a ella. Juraba que soñó que la llamaba. —Sonrió con ironía. «Eso es lo que pasa cuando dejas a las mujeres a cargo de trabajos que necesitan una mente racional». En otro tiempo hubiese presumido de su ingenio, pero se ahorró decirlo en voz alta por miedo a acabar siendo trending topic en redes sociales. Hoy en día cualquier cosa que dijeses molestaba a alguien. Además de impertinentes, los jóvenes eran unos sensibleros.

—Y usted no la creyó —afirmó ella. Lo que quiera que estuviese pensando era inaccesible detrás de su semblante sereno.

—¡Por supuesto que no! ¿Quién iba a tragarse esas paparruchas? Una estatua que habla y te llama en sueños. Supongo que pretendía llevarse el mérito del descubrimiento, cuando fue mera casualidad. Estaba tan obsesionada con la estatua que se empeñó en que nadie más se acercase; quería restaurarla ella misma, en mitad del bosque. Ridículo. No te vuelvas ambiciosa, jovencita; es el peor atributo que puede tener una académica. Lo importante es la historia, no nuestro ego.

La joven arqueó una ceja y, ante su mirada impotente, dio un paso adelante para después tomar asiento, dejando que el agua de su ropa mojase el cuero granate.

—¿Sabe? Si me hiciese gracia, me reiría —dijo la chica. Ahí estaba, el odio que le había parecido ver en sus ojos se había convertido en un desdén que acaparaba todo su rostro.

—¿Disculpa?

—Sé que van a exponer la obra en Londres y que le escribieron para pedir más información sobre la escultura hace unos meses. También sé que les aseguró que usted la descubrió tras «semanas de duro trabajo bajo el sol». ¿Excavó usted un solo centímetro de tierra o eso también es mentira?

El profesor Ludeña sintió cómo la camisa comenzaba a asfixiarle al mismo tiempo que su rostro se encendía.

—Cómo te atreves…

—Usted se conforma con robarle el mérito a otra persona para que le den una palmadita en la espalda y un billete en primera clase, cuando ha tenido a su alcance uno de los dones más codiciados por la humanidad. Y ni siquiera se ha enterado.

Se levantó de golpe, airado por la arrogancia de aquella muchacha estúpida. ¿Acaso sabía quién era él? ¿El poder que tenía en la universidad? Podía conseguir que le suspendieran todas las asignaturas con hacer un par de llamadas.

—No tolero que me hables así en mi propia cas… —Enmudeció al sentir cómo algo rozaba su pierna. Al bajar la mirada vio a ese condenado gato negro restregándose contra él. Si Ludeña hubiese sabido algo de gatos, se habría dado cuenta de que ahora le pertenecía.

—¿Qué te parece, Styx, le perdonamos por su ignorancia o le damos una lección?

El felino respondió con un maullido perezoso.

Ludeña pensaba encargarse de que la chica no volviese a pisar una clase, sí. Se aseguraría de arruinar las pocas posibilidades que tenía de trabajar como arqueóloga. Haría que todos pusiesen su nombre en la lista negra.

Su nombre. Algo le golpeó el pecho cuando se dio cuenta de que no sabía ni cómo se llamaba la joven. Aun así, no se dejaría amedrentar por sus amenazas baratas.

—Estás muy confundida si piensas que me intimida una cría consentida como tú. ¿Magia y arte? ¿Se puede ser más ridícula? No sabes con quién te estás metiendo. Lárgate de mi casa, ahora. Y llévate a tu sucio gato contigo si quieres acabar el semestre. —Intentó darle una patada al animal, pero Styx se apresuró a saltar hasta los brazos de su ama, desde donde le bufó mostrando todos los dientes.

Judith acarició a su fiel amigo entre las orejas.

—Se equivoca, profesor. Sé exactamente quién es. Sus notas no eran las más altas de su promoción, su trabajo académico puede declararse, siendo generosos, como mediocre y las calificaciones de su entrevista estaban muy por detrás de los candidatos mejor valorados. Y no obstante, fue usted quien consiguió la financiación para la excavación. ¿Cómo es posible? —Suspiró y se agachó para depositar al felino en el suelo. Cuando volvió a incorporarse, ya no parecía una muchacha desamparada, sino una mujer que lo tenía todo bajo control—. No se moleste en responder, es una pregunta retórica. Tampoco pretendo ponerle en un aprieto. Soy mayorcita, ya he aprendido cómo funciona el mundo a estas alturas: el suyo, el mío, todos los que hay. Son mundos mal repartidos, donde el azar de nacer aquí o allá, ser hijo de este o aquel, conocer a la persona adecuada lo puede cambiar todo. ¿No te parece absurdo? Yo, por ejemplo, si hubiese nacido varón o si mi madre hubiese sido una bruja, tendría poder para lograr cuanto desease. Pero ¿sabe qué? No es tan terrible. Prefiero ganarme mi propia magia en lugar de ser como usted. ¿Valió la pena prometerse con la hija del decano? Supongo que tuvo suerte de que decidiese fugarse con aquel ortodoncista una semana antes de la boda.

El rojo que teñía de ira el semblante de Ludeña se transformó en una palidez sepulcral.

—¿Cómo te has enterado de eso? Fue hace treinta años.

—Hoy en día todo está en un ordenador… o en la nube. —Jugueteó con el anillo plateado en su dedo índice, una pieza delicada, fabricada especialmente para ella, en la que brillaba un enorme rubí—. Solo hace falta saber dónde buscar.

—Vete de mi casa antes de que llame a la policía.

—¿La policía? —repitió Judith divertida mientras sacaba el móvil del bolsillo interior de su americana negra. Se lo lanzó sin previo aviso y el hombre apenas logró atraparlo en el aire un instante antes de que le golpease en la cara—. Adelante, llámeles. Y ya que está, cuénteles cómo pretendía embaucar al British Museum para que le pagasen una tarifa indecente por dar varias charlas hablando sobre su insólito hallazgo.

—Malnacida… Te vas a arrepentir de esto. —Alzó la mano en el aire para agarrarla del brazo, pero no logró acercarse lo suficiente. En ese momento, un chillido ensordecedor reventó las ventanas de la casa colonial en pedazos y la onda expansiva hizo caer al profesor Ludeña contra la horrenda moqueta beige que recubría el salón. Gimió al caer de bruces contra el suelo.

Aún no se había recuperado del todo cuando una figura de aspecto fantasmal le alzó en el aire.

—¿Qui…, quién eres? —preguntó al ver la extraña criatura de rostro y cabellos blancos como la cal. Aunque quizá la pregunta más acertada habría sido: «¿Qué eres?».

Mientras Ludeña se recomponía del susto, Judith había rebuscado en su escritorio hasta dar con su portátil. Negó con la cabeza por la incredulidad al comprobar que ni siquiera tenía contraseña. Demasiado fácil. Pero necesitaría algo de ayuda. Se ajustó el anillo, cerró los ojos y dejó que la magia del rubí abandonase su refugio hasta introducirse en la pantalla, en forma de pequeños relámpagos de luz escarlata que se colaban entre las teclas. Una vez dentro, la consciencia de Judith solo tuvo que dejarse llevar por la nube y la red hasta que en el escritorio del ordenador apareció el archivo que buscaba.

—Esto es lo que vamos a hacer —dijo cuando regresó al salón. Llevaba el portátil en las manos y lo giró para que Ludeña pudiese ver la pantalla—: usted les explicará a los del British Museum, muy amablemente, que no puede cumplir con su compromiso y que enviará a una becaria en su lugar. —Le mostró el contrato surgido de la nada y una ficha de personal con su foto y un nombre falso. La magia del anillo era limitada pero poderosa. Esa misma ficha, junto a su contrato correspondiente, se encontraba ahora en todos los sistemas de la universidad. Cualquiera que intentase comprobar su tapadera descubriría que era auténtica o, al menos, que lo parecía.

Ludeña la miró con ese horror al que empezaba a acostumbrarse, el de un pobre desdichado que no tenía ni idea de qué estaba ocurriendo. Ni de por qué a él.

—¿Por qué iba a hacer eso? No tiene ningún sen…

La pálida criatura se inclinó hacia él y apoyó la bota mojada contra su pecho, apretando lo suficiente para que Ludeña comprendiese el mensaje.

—Le aconsejo que pida un aumento de sueldo, profesor —dijo Judith. Tiró el portátil contra el suelo, con tanta fuerza que se rompió por la mitad—. Tiene que comprarse un ordenador nuevo y, además, pagarle a su becaria un viaje a Londres. No soy una eminencia como usted, así que dudo que los de British quieran hacerse cargo de mis dietas. Pero me temo que tengo gustos caros.

Capítulo 2

Vivía para escuchar el sonido de risas como esa. Desinhibidas, honestas, libres. Cuando nobles y plebeyos hablaban de las hazañas amorosas del Embaucador de Florencia, en las calles y tabernas de la ciudad siempre se malinterpretaban sus verdaderas intenciones. No eran los placeres carnales los que arrastraban al Embaucador cada noche a las camas de sus conquistas, tampoco eran sus cuerpos desnudos lo que ansiaba, no, sino las miradas cómplices, el roce de sus manos (tímido al principio y voraz en el clímax). Era la forma en que ellas sonreían cuando se olvidaban de las estrictas normas de conducta que las volvían santas virginales en las fiestas y cenas de la alta sociedad y esclavas en el matrimonio. Durante esos instantes en los que charlaban y se buscaban entre las sábanas, dejaban atrás el papel que interpretaban y se permitían ser ellas mismas. Aquello era lo que tanto ansiaba, un ápice de verdad en un mundo de mentiras.

Primero sus padres y sus esposos después. Les dictaban qué decir, qué comer, cómo vestir y en qué labores femeninas ocupar su tiempo. Pero, por una noche, lo que sucedía en sus alcobas era el fruto de sus decisiones.

Sus labios acariciaron el lóbulo de la oreja de la condesa, que dejó escapar una carcajada pícara. La hermosa risa concluyó con un suspiro de anhelo cuando su boca descendió por aquel pálido cuello. Su mano comenzaba a deslizarse con la destreza de la práctica hacia los lazos que sostenían su corsé cuando el estruendo de una puerta abriéndose con brusquedad extinguió la magia del momento con un golpe de realidad. Oyeron el grito de una de las criadas y una docena de pasos subiendo a toda velocidad por las escaleras. La condesa se incorporó sin poder disimular el terror en sus ojos. La joven risueña y alegre había desaparecido y dado paso a una esposa con miedo de un marido celoso mucho más viejo y poderoso que ella.

—No es posible —musitó la condesa—. Dijo que no volvería hasta el amanecer, lo juro. Yo no sabía…

La tranquilizó tomando sus manos entre las suyas y se acercó a su rostro para depositar un beso cándido, casi casto, en aquella piel de porcelana.

—Parece que nos han tendido una trampa, querida mía. —Dejó ir esos dedos que jamás habían conocido otra labor que no fuese el bordado y se puso en pie para colocarse la capa sobre los hombros y dirigirse hacia la ventana. No tenía tiempo que perder—. Dirán que os he embrujado con mis trucos y vos debéis asegurarles que así ha sido.

—¡Jamás! No podría permitir que os acusasen de herejía por mi culpa, no me lo perdonaría nunca.

Se ajustó el sombrero sobre la cabeza con un suspiro. La lealtad de la condesa le resultó conmovedora, pero no dejaba de ser una insensatez. Lo único bueno de la infamia que perseguía al Embaucador allá donde iba era que protegía a sus víctimas.

—No permitáis que el sentimentalismo os quite algo más valioso que mi buen nombre. La vida siempre será nuestro bien más preciado: disfrutadla tanto como podáis, es lo único que os pido que hagáis por mí.

La puerta de los aposentos se abrió con tanta fuerza que el enajenado hombre que apareció al otro lado estuvo a punto de chocar de bruces cuando esta rebotó.

El Embaucador sonrió con burla, ocultando el resto de su rostro al inclinar el sombrero.

—¡Conde! No esperaba veros esta noche. Hace un tiempo de lo más agradable, ¿no es cierto? Ideal para dar un paseo. ¿Queréis acompañarme?

—¡Malnacido, desgraciado! —exclamó, sacando de su cinto una fina y elegante espada que seguramente no había sido usada jamás. La apuntó hacia el invasor que había osado usurpar su lecho y el Embaucador se echó a reír.

Se dejó caer de espaldas desde una altura que debería haber matado o herido de gravedad a cualquier hombre corriente. El conde corrió para asomarse al balcón seguido de sus secuaces y el Embaucador se despidió con una reverencia antes de echar a correr por las callejuelas florentinas en dirección al río Arno. Eran unos necios si creían que unos cuantos corrientes podían darle caza con tanta facilidad. Siguió avanzando hacia el puente que conducía a la otra orilla, con la certeza de que había vuelto a salirse con la suya, pero el destino tenía otras cartas preparadas para el mujeriego más celebre de la ciudad.

Un látigo de sombras surgido de la nada se enroscó en torno a su pierna e hizo que cayese de bruces contra los adoquines. Contuvo un gemido al sentir el impacto en todo su cuerpo. No tuvo tiempo para incorporarse. La misma sombra que había dado caza al Embaucador le giró en el suelo y comenzó a envolver su torso, estrechándole los brazos contra el cuerpo. Se dispuso a pronunciar un conjuro, pero las sombras fueron más rápidas y amordazaron los labios que hacía unos segundos trazaban las líneas de la silueta de la condesa.

—No, no, no. Nada de hechizos esta noche —dijo un hombre que vestía de negro de los pies a la cabeza y cubría sus manos con guantes oscuros.

Un nigromante.

«Traidor», quiso decirle, pero las sombras engulleron el sonido de su voz.

Junto al nigromante, un anciano de aspecto frágil pero cruel, como si los prejuicios y el odio le hubiesen carcomido la carne y acentuado las arrugas en un permanente gesto de desprecio, le observaba de la misma forma en que se mira una mosca que se posa en tu comida. La enorme cruz que pendía de su pecho y la sotana roja le delataban como un hombre de fe, aunque sabía lo suficiente sobre ese hombre como para que el odio fuese recíproco. Al Inquisidor no le importaba en absoluto la palabra divina, ni el bien y el mal, solo aniquilar a quienes consideraba sus enemigos.

—Por fin ha llegado tu hora, monstruo. No podrás seguir burlándote del Señor con tus artes oscuras. —Se acercó a su trofeo y le quitó el sombrero con un brusco movimiento. Los largos mechones de su melena castaña y ondulada cayeron sobre su rostro angelical—. Bruja —soltó con desprecio.

La hechicera no vaciló, le sostuvo la mirada desafiante, consciente de lo que vendría a continuación. Podrían probar todos sus sucios trucos en ella, pero jamás lograrían que renunciase a lo que era.

Pusieron una capucha sobre su rostro para que no distinguiera adónde la conducían y, de paso, evitar que engañase a alguien más con su belleza.

Cuando el mundo se volvió oscuro para el Embaucador, Elías abrió los ojos.

«Respira hondo», se dijo, empapado de sudor.

No estaba en Florencia y tampoco era una bruja del Renacimiento: era un nigromante que acababa de despertar en su cama, segura y confortable, en una época mucho más pacífica para los practicantes de magia. Tras unos segundos, consiguió que su respiración se regulase y los latidos agitados de su corazón volviesen a la normalidad en lugar de martillearle el pecho y los oídos. La primera vez que Elías escuchó los latidos en su cabeza, creyó que estaba a punto de morir de verdad, pero ya sabía que solo era un engaño de su cuerpo.

Inspiró hondo y soltó el aire poco a poco.

Estaba harto de aquellos sueños.

Bastante angustioso era ya convertirse en otra persona cada vez que se quedaba dormido, pero… ¿por qué casi siempre tenían que soñar con los momentos más tormentosos de sus vidas?

Miró el despertador que reposaba en la mesa y vio que eran algo más de las cinco de la mañana. Enterró el rostro entre las manos con un resoplido exasperado. Siempre que despertaba así, le era imposible volver a dormirse. Si volvía a cerrar los ojos y se quedaba a solas con su mente, no podría dejar de pensar en esa bruja a la que llamaban el Embaucador y en su destino. ¿La quemarían en la hoguera? Lo cierto era que no estaba al tanto de los métodos de la Inquisición italiana en esa época. Puede que hubiesen optado por ajusticiamientos más humanos, como el garrote vil o la horca. También cabía la posibilidad de que no hubiese sobrevivido a las cruentas y retorcidas torturas de los inquisidores.

Se le revolvió el estómago de solo pensarlo.

La mayoría de la gente daba por hecho que su afición por la historia era una cuestión hereditaria, algo que le habían inculcado desde niño en el hogar de los Baena, y en gran parte era cierto, aunque el verdadero motivo por el que siempre estaba buscando información era porque no se quitaba de la cabeza a las personas cuyas vidas atisbaba cada noche.

Podría haber pedido ayuda, pero no se atrevía a confesárselo a nadie. Elías presumía de su falta total de talento para la magia porque le permitía vivir tranquilo y en paz, sin que nadie mostrase el más mínimo interés por él, y quería que siguiese así.

Prefería no pensar en qué haría la Hermandad Nigromante si se enteraba de que cada noche acudían a él fragmentos de las vidas de otras personas. Seguramente intentarían estudiarle como si se tratase de una especie recién descubierta hasta averiguar si podía serles de alguna utilidad. Era cierto que la Hermandad había cambiado mucho en los últimos años, desde que su último líder asumió el mando e inició una nueva era de paz y colaboración con las brujas y todas las criaturas mágicas, pero seguían teniendo una mentalidad pragmática.

Si Elías era de provecho, se encargarían de sacarle partido. Y para eso prefería seguir siendo invisible. Por lo que a él respectaba, esos recuerdos solo se trataban de un peculiar trastorno del sueño que le dejaba de regalo unas ojeras bien marcadas.

Se puso en pie y subió las persianas del cuarto para que entrase la luz de las farolas, que lo tiñó todo de ese tono violáceo de la madrugada madrileña. Hizo la cama, escogió unos pantalones oscuros con una camisa clara y un sencillo chaleco de punto y se encaminó hacia la ducha con la esperanza de que el agua fría le ayudase a lavar los recuerdos del último sueño.

Cuando su madre se levantó un par de horas después, encontró a su hijo ultimando los detalles de un suculento desayuno: tortitas de avena con fruta, crema de avellanas casera y café recién hecho, que embriagaba toda la cocina con su olor. Elías no era especialmente diestro con las manos, pero cocinar era una de las tareas intrascendentes que le ayudaban a desconectar su mente. El resto del tiempo contaba con la ayuda de los libros.

En lugar de alegrarse por el manjar desplegado ante ella, su madre frunció el ceño con preocupación mientras tomaba asiento en la mesita rectangular de la pequeña cocina.

—¿Te has pasado la noche en vela otra vez? —Alargó la mano para acariciarle el pelo revuelto y Elías la rehuyó fingiendo que iba a coger el bote de sirope. Le incomodaba que le tocasen cuando estaba nervioso, que era casi siempre.

—Solo llevo un rato despierto —mintió—. Anda, come las tortitas antes de que se enfríen. No están igual de ricas si se quedan frías.

Su madre torció el labio, en absoluto convencida con su vaga explicación. Mariam Anwar no era el tipo de mujer que dejaba estar las cosas, por no hablar de que sus años de profesora de instituto le habían hecho desarrollar un sexto sentido a la hora de detectar mentiras.

—Son los libros, demasiada lectura. Te vas a dormir con mil ideas en la cabeza y te inquietan la mente y el espíritu. Tu abuela me lo decía siempre: «Ese chico va a quedarse tonto de tanto leer».

—Tienes razón, debería jugar a videojuegos violentos antes de irme a la cama como un chico decente de mi edad —replicó él mientras servía un segundo plato, con mucha más fruta que tortitas, y lo dejaba en el lugar donde solía sentarse su padre—. ¿También les dices eso a tus alumnos?

Mariam le apuntó con el cuchillo.

—No te burles de mí, muchachito. Porque seas un buen niño no te voy a consentir que me hables así.

Elías sonrió.

—Algún día admitirás la suerte que has tenido al tocarte un hijo como yo. Podría haber salido hecho un fiestero, como Ismael. Y en lugar de irme de botellón, te preparo tortitas.

—Para que engorde y no me quepan mis vaqueros preferidos —se quejó, y a pesar de ello, cortó un buen trozo y se lo llevó a la boca con un gesto de placer—. En fin, qué se le va a hacer.

—Pero si siempre llevas vestidos. —Elías se rio y su madre le guiñó un ojo.

Su familia era algo complicada, pero se querían más que muchas familias normales. Mariam no era la primera esposa de su padre. La pareja se había conocido cuando Abraham Baena viajó al sur de Egipto en busca de una pieza para su próxima subasta. El vendedor era un nigromante de mente cerrada, chapado a la antigua, que se negó a vender su preciado tesoro a alguien a quien no había podido mirar a los ojos en persona y estrecharle la mano. Abraham también prefería ver la mercancía de cerca antes de sellar el trato.

Así fue como el hombre conoció a una mujer hermosa, y bastante más joven que él, que compartía su pasión por la magia y la historia. Mariam era la hija de un nigromante, de modo que no necesitaba guardar secretos con ella ni intentar explicarle una realidad que no podría comprender para protegerla de sus peligros, como le sucedió con su primera esposa. Se enamoraron locamente, se casaron antes incluso de salir de Egipto, y nueve meses más tarde nació Elías.

Era el menor de cuatro hermanos. Cuando cumplió los cinco años, todos ellos ya se habían independizado, así que prácticamente se había criado como un hijo único, salvo porque se había aburrido incluso más de lo normal. Para evitar que descubriese su naturaleza mágica ante otros niños, sus padres se turnaban a la hora de educarle en casa, aunque Elías sospechaba que se debía a que advirtieron enseguida que su pequeño no iba a encajar con el resto de nigromantes. Cada vez que las familias de la Hermandad se reunían, los hijos de otros hechiceros revelaban rápido un enorme afán por demostrar que eran tan poderosos como sus progenitores, superiores a los humanos corrientes y dignos de ser respetados. Mientras los demás jugaban y peleaban entre ellos, al pequeño Elías le interesaban mucho más los insectos y animalillos que merodeaban por el jardín e intentar averiguar a qué olía cada flor. Una vez tuvo un amigo al que no le molestaba que se pasase horas y horas enseñándole lo que había descubierto, pero también llegó un punto en el que se dieron cuenta de lo diferentes que eran. En ocasiones creía que lo echaba de menos; otras, que lo que añoraba era tener tanta complicidad con alguien.

No podía reprocharles a sus padres y a sus hermanos, siempre pendientes de cuidar de ese delicado y sensible chiquillo, que a veces olvidasen que ya se había convertido en un joven hecho y derecho.

Le dio un largo trago su café para apurarlo y se despidió de su madre con un beso en la mejilla.

—Me voy a ir adelantando —anunció mientras guardaba una manzana en la bandolera por si le entraba hambre a media mañana.

—¿Tan pronto? ¿Preparas un festín y no desayunas con nosotros? —protestó su madre.

—Ya he desayunado. Además, aún tienen que llegar un par de obras, y más me vale que la tienda esté abierta cuando lleguen.

—De acuerdo, pero ni se te ocurra sacarlas de las cajas o tu padre se enfurecerá. Sabes que es su parte favorita.

—¿Cómo voy a saber si han traído el paquete correcto sin abrirlo? —respondió con una sonrisa pícara. También era su parte favorita. No dormir tenía que ofrecer alguna ventaja.

Se guardó las llaves de la tienda en el bolsillo antes de salir y sacó la bicicleta de la terraza. Lo cierto era que le encantaba su sencilla y anodina vida, aunque las noches estuviesen llena de terrores. O puede que gracias a lo que en ellos presenciaba hubiera aprendido a apreciar su suerte.

Bajó las siete plantas en el ascensor tarareando una canción que se le había pegado e inspiró hondo al llegar a la calle y disfrutar de ese peculiar olor que dejaba el amanecer en las calles, antes de colocarse el casco y subirse en la bici. Estaba listo para el nuevo día, uno igual de aburrido que los demás…

O eso era lo que creía. Porque entonces no era consciente de que lo que le esperaba le iba a sacar de golpe de su preciada rutina.

Capítulo 3

Los transportistas dejaron la voluminosa caja de madera al fondo del local, junto al almacén, tal y como Elías les había indicado. No se trataba del tipo de embalajes que se podían abrir ante corrientes sin magia. Firmó el albarán y esperó a quedarse a solas para comprobar que todo estaba en orden. Utilizó una pequeña escalera plegable para abrir la caja sin dificultad, aunque tuvo que valerse de una palanca para quitar todos los clavos que la mantenían cerrada a cal y canto.

—Vaya… —soltó al advertir que entre las bolitas de porexpán había algo más que protegía su contenido.

Aunque su padre prefería ofrecer y exhibir en el anticuario objetos que compraba a distintos vendedores, también organizaba subastas a comisión para coleccionistas que decidían poner a la venta algunas de sus piezas, y que a veces preferían permanecer en el anonimato. Del vendedor de ese fin de semana Elías solo sabía que los envíos llegaban de París y que debía de tratarse de un nigromante, porque había precintado la caja con un conjuro de sombras.

—Qué ganas de desperdiciar magia —farfulló en voz alta mientras en su mente intentaba dar con las palabras adecuadas en la lengua de la muerte—. Ohm Sishan Yeiam —pronunció, y tras unos segundos en los que creyó que no había funcionado, el manto de sombras opacas que recubría el objeto se disipó.

Elías sintió un cosquilleo en la mano, una especie de escalofrío mucho más profundo que le subió por la espalda mientras las sombras reclamaban un pedacito de su cuerpo a cambio de entregarles su poder, un antiguo acuerdo sellado por los primeros nigromantes. Por suerte para Elías, los pocos hechizos que se atrevía a hacer exigían tan poco poder que solo se había teñido de negro el dedo meñique de la mano izquierda, y la podredumbre apenas se había extendido unos pocos centímetros. Le bastaba con un poco de atención y magia para ocultar esas marcas bajo una ilusión.

Muchos otros hechiceros, en cambio, no corrían el mismo destino.

Había llegado a ver a chicos no mucho mayores que él con todo un brazo anegado por aquella marca maldita. Claro que seguro que ellos creían que el pobre desgraciado era él. La proporción de tu ser que habías entregado a las sombras era proporcional a tu poder y al talento del que gozabas.

Elías se inclinó para introducir las manos entre el porexpán hasta que sintió el frío de la obsidiana rozando sus dedos. Agarró la escultura con fuerza y la sacó de la caja con sumo cuidado. Sintió una descarga de euforia por todo el cuerpo y una sonrisa se apoderó de su rostro.

—Qué preciosidad —murmuró mientras contemplaba la efigie de una serpiente tallada en piedra negra, el áspid que coronaba la sala donde se reunía la Sociedad de la Muerte creada por Cleopatra cuando supo que su destino estaba sellado.

Como la poderosa Roma no la perdonaría por su ambición, en vez de huir para posponer lo inevitable optó por disfrutar de cada día hasta que las legiones estuviesen en las puertas de la tumba que se hizo construir. Había muchos mitos y misterios en torno a la muerte de la mujer más célebre de la historia, pero lo que solo unos pocos sabían era que la faraona había procurado rodearse de hechiceros a su servicio para asegurarse de que su cuerpo no fuese nunca corrompido ni su tumba, todavía una incógnita, saqueada. Aquella escultura era un símbolo de esa unión entre el poder y la magia, y también una especie de talismán. Cuando su final se acercase, el áspid de obsidiana se iluminaría como el sol y la reina sabría qué hacer.

—El peso de la historia entre mis manos. —Rio complacido y bajó los escalones con sumo cuidado para depositarla en el estante más cercano. Elías era proclive a los tropiezos y no quería tentar a la suerte.

Más tarde su padre la llevaría a la parte de atrás de la tienda, donde guardaban los objetos no aptos para corrientes. Una vez que la estatua estuvo a salvo, se frotó las manos satisfecho. Solo los compradores más selectos —y con selectos los Baena se referían a aquellos con dones mágicos— podrían acceder a esa pieza.

Ese sería sin duda el momento más emocionante de la semana.

Después de pasar el plumero por los estantes y armarios para asegurarse de que no había una sola mota de polvo a la vista, se sentó tras el mostrador, un mueble de roble tan antiguo como la mayoría de los artículos allí expuestos. Todos los objetos, ya fuesen grandes espejos barrocos, tocadores de principio de siglo o pequeños adornos de plata para el pelo, eran el tipo de piezas que buscaban los clientes sin magia. Aun así, como no era habitual que entrasen a comprar un jueves a primera hora y Elías prefería mil veces la compañía de los libros a la de la gente, sacó de la bandolera un pesado ejemplar sobre la historia de la Inquisición en el sur de Europa que había tomado prestado de la biblioteca de su padre esa misma mañana y se dispuso a averiguar qué podía haber sido de esa bruja desdichada a la que habían atrapado en su sueño.

No se podía negar que los corrientes eran creativos a la hora de infligir dolor.

«Espero que lograse escapar», se dijo después de un rato de lectura, aunque sospechaba que la mayoría de sus sueños no tenían finales felices.

—Qué horror… —masculló justo antes de rendirse y cerrar el libro. Por una vez, prefería seguir en la ignorancia.

Miró el reloj y comprobó abrumado que solo eran las once. «Nunca lleves un único libro encima», se reprochó.

Su padre le pagaba cuatrocientos euros al mes por vigilar la tienda por las mañanas. «Lo mismo que cobrarías en el Burger King friendo patatas y de pie todo el día, así que no te quejes», le solía decir. Lo cierto era que no le importaba demasiado el dinero. Viviendo con sus padres apenas tenía gastos y no era caprichoso, contaba con todo cuanto necesitaba y por el momento no pensaba en independizarse (¿alquilar por su cuenta algo en Madrid? Buena suerte con eso. Y compartir piso con desconocidos sonaba como su peor pesadilla, así que no, gracias). Tampoco es que su padre pudiese pagarle más. La gente solía creer que tener una tienda de antigüedades y subastar objetos de valor incalculable conllevaba estar forrado, pero no tenían en cuenta los numerosos gastos que implicaba, y normalmente su padre solo se quedaba con una modesta comisión. Si cobrase un porcentaje mayor, seguro que vivirían con más lujos, pero lo que a Abraham Baena le interesaba de verdad era que el mayor número de obras de arte fascinantes pasasen por sus manos para estudiarlas y admirarlas.

Elías sacó el móvil del bolsillo, un modelo desfasado que no tenía intención de renovar, y echó un ojo a sus siempre escasas notificaciones.

Tenía un mensaje de su amiga Rosita preguntándole qué tal le había ido la pócima para dormir que le había preparado (y la respuesta era que bien, las primeras semanas, hasta que su cuerpo se acostumbró y dejó de hacer efecto más allá de relajarle un poco los músculos como haría un ibuprofeno). Al cabo de un par de minutos, acabó por aburrirse de las redes sociales y la falta de sueño empezó a hacer de las suyas. Los ojos le pesaban cuando intentaba enfocarlos en las publicaciones de las pocas personas que seguía.

Dejó el teléfono sobre la mesa y bostezó.

Primero apoyó la barbilla sobre la mano y, cuando quiso darse cuenta, tenía la cabeza enterrada entre los brazos, que había apoyado sobre la mesa a modo de almohada. «Solo un par de segunditos. Necesito cerrar los ojos un rato o se me secarán y se pondrán rojos», se convenció. Y en cuestión de un minuto, Elías estaba completamente dormido.

Y como cada vez que visitaba el mundo de los sueños, comenzó una nueva función en la que era el único espectador.

«Cómo no, ¿en quién me he convertido esta vez?», se preguntó.

¿Sería un capitán pirata a punto de ser lanzado a las aguas atestadas de tiburones por su propia tripulación?, ¿una cortesana agonizando por culpa de la tuberculosis a la espera de que su amado contestase su carta de despedida?, ¿una de las esposas de Enrique VIII dándose cuenta de que no iba a darle un heredero varón?

Parpadeó un par de veces para ajustar la vista a la tenue luz del espacio en el que había aparecido y suspiró resignado.

Parpadeó.

Suspiró.

Con su propio cuerpo y no en el de un desconocido ajeno a su control.

Eso era nuevo.

«Espera, ¿estoy soñando de verdad?», se dijo, pero cuando la vio supo que había vuelto a viajar al pasado, solo que esa vez veía el alma que le había invocado con sus propios ojos.

—¿Hola? —inquirió con timidez al distinguir la silueta de una mujer iluminada por las antorchas.

Estaba sentada en lo alto de un elevado taburete de oro, con el mismo orgullo con el que una reina ocuparía su trono. Cubría su cabeza y parte de su cuerpo con una tela púrpura, y llevaba puesto un vestido blanco que se pegaba a las formas de su figura con tanto atrevimiento que cualquiera se hubiese sonrojado, aunque no Elías. Él solo veía ante sí una obra de arte que había cobrado vida, como si estuviese en el interior de un cuadro. Su rostro, de rasgos robustos y cejas revueltas e indómitas, poseía una belleza cruda, como si fuese consciente de su aspecto y no le importase en absoluto, y su piel resplandecía con un brillo cobrizo en la semipenumbra, en un hermoso contraste contra la tela blanca.

—¿Quién…, quién eres? —se atrevió a preguntar. Era la primera vez que tenía la ocasión de hablar con una de las personas que aparecían en sus visiones.

La mujer le miró a los ojos, clavando en él unos iris tan oscuros que reflejaban la luz de las antorchas a su alrededor, como si las llamas ardiesen en su interior. Tenía los párpados entreabiertos, en mitad de un trance no demasiado profundo.

No parecía sorprendida por su presencia.

—Elías…

El nigromante no tuvo tiempo para preguntarle cómo sabía su nombre.

Se incorporó de golpe, sintiendo cómo la silla retrocedía por el brusco movimiento, y distinguió el sonido de una carcajada. Miró de un lado a otro, sobresaltado, hasta que dio con la persona que le había despertado.

—¿Durmiéndote en tu puesto de trabajo, Elías? Como te pille papá, te caerá una buena. Y no sé tú, pero yo no soporto sus discursitos sobre «lo importante que es trabajar mucho y bien».

Le costó unos segundos más comprender que no seguía soñando.

—¡Samuel! —exclamó. Se levantó de un salto, golpeándose la rodilla en el proceso, pero estaba tan acostumbrado a ir chocando con las esquinas que ignoró el dolor y rodeó el mostrador para saludar a su hermano.

Samuel le saludó con uno de sus viriles abrazos, de esos que consistían más en golpear al otro que en una forma de contacto humano.

—¿Qué haces aquí? Creía que estabas en China rastreando el códice de Qianlong. —O al menos eso era lo que había oído. En otras ocasiones, le llamaba cada pocos días para entretenerle con sus aventuras, pero últimamente seguirle la pista a su hermano era más difícil que invocar un espectro de tercer nivel.

—Y lo estaba. Por desgracia, ha habido un… malentendido con los visados. Mientras ponen todo en orden, soy un hombre libre disfrutando de unas merecidas vacaciones. —Sonrió—. Aunque solo por unos días.

Se alejó un poco de Samuel para verle mejor y su ropa desmintió la historia. Samuel solovestía tan elegante cuando tenía asuntos pendientes en la ciudad, así que su visita no se trataba de unas simples vacaciones. Llevaba uno de esos trajes oscuros a medida que tanto gustaban a los nigromantes y una camisa negra. Tan solo las rayas grises de la corbata y un pañuelo en el bolsillo rompían la monocromía. Una de dos: o tenía una reunión de negocios o había hecho algo para cabrear a su padre, algo mucho más grave que una siesta mañanera.

—¿Y has venido a verme en tu día libre? —preguntó suspicaz.

—¿Es que necesito algún motivo para mimar a mi hermanito? Vamos, te invito a comer.

Ante la simple mención de comida, el estómago de Elías rugió y se dio cuenta entonces de que era casi la hora de cerrar. Se había pasado más de una hora durmiendo, lo que explicaba por qué le cosquilleaban las manos y tenía las mejillas acaloradas.

Asintió con la cabeza y se apresuró a cerrar la puerta con llave y bajar el cierre metálico. Debatió durante unos segundos con su hermano adónde ir, hasta que el hombre aceptó dejarse llevar (Elías sabía que cuando Samuel hablaba de comer fuera solía a referirse a pagar sesenta euros por cabeza y dejar que un sommelier le aconsejase sobre el vino para compensar los meses que pasaba comiendo latas de conserva de contenido desconocido y sopas concentradas en sus viajes).

Escogió una cafetería donde también servían comidas a un par de manzanas de allí. Le gustaba aquel rincón porque los platos eran relativamente baratos y sanos, y porque podía comer mirando hacia el Retiro. No había contado con lo fuera de lugar que se vería Samuel rodeado de gente al menos diez años más joven y acostumbrada a sacar una foto de todo lo que comía antes de llevárselo a la boca.

Una vez más, a Elías le golpeó lo diferente que era de todos sus hermanos.

Samuel acababa de cumplir treinta y cinco, y mientras que Elías se sentía muy cómodo con su don de pasar tan desapercibido que a veces parecía invisible, él acababa siempre convirtiéndose en el centro de todas las miradas. Tenía el pelo castaño oscuro ondeando hacia atrás, barba de unos días perfectamente acicalada, penetrantes ojos verdes y una de esas mandíbulas cuadradas por las que suspiran hombres y mujeres; además, era alto, de hombros anchos y la musculatura propia de alguien con un carné de gimnasio muy rentabilizado, pero sin parecer hinchado. Si Samuel no hubiese estudiado historia y lenguas antiguas para trabajar con su padre en el negocio, podría haberse dedicado a ser modelo para esas cubiertas de novelas romántico-eróticas con tipografías muy curvadas sobre hombres con los pectorales al descubierto, la camisa medio rota y un acantilado de fondo pegado con Photoshop. Nadie que los viera juntos podría adivinar que eran familia, aunque durante muchos años el pequeño Elías se había esforzado por imitarle. De hecho, que tuviese tantos cuellos altos en su armario era culpa suya, pero el efecto no resultaba ni remotamente parecido. Samuel parecía sofisticado y misterioso, y Elías…, en fin, la gente solía pensar que tenía un catarro.

En ese momento, Elías se percató de que los camareros, una chica de su edad y un chico algo más joven, se estaban peleando por ver quién les tomaba nota y se murió de la vergüenza. Samuel, que debía de estar acostumbrado a ese tipo de atención, ni siquiera reparó en ello.

—Cuéntame, hermanito: ¿cómo van tus proyectos? —le preguntó después de pedir una hamburguesa y una cerveza. Elías se decantó por una ensalada de quinoa y un zumo de maracuyá.

—¿Mis proyectos?

—Sí, ya sabes, ¿qué planes tienes para el futuro? No pensarás dejar que papá te siga explotando en la tienda, ¿no? Puedes hacer mucho más por el negocio que limitarte a ser un dependiente.

—Oh, eso.

Los tres hermanos Baena contribuían en la tienda, cada uno a su manera. Ismael, el menor, gestionaba una pequeña sucursal en Barcelona, donde atendía a clientes internacionales (aunque todos sabían que era una excusa para disfrutar del ambiente de la ciudad y pasarse el día en la playa, pero no podían echárselo en cara porque, fuese cual fuese su secreto para trabajar lo mínimo y atraer a los clientes más acaudalados y entusiastas, funcionaba), y Rubén, el mayor, estudió contabilidad y derecho para ayudar en los asuntos administrativos. Era tan aburrido como sonaba. Samuel, por su parte, había combinado sus estudios corrientes con una formación práctica en el arte de la nigromancia para, llegado el caso, suceder a su padre en la búsqueda de reliquias y tesoros por todo el planeta, visitando excavaciones en el desierto y templos perdidos en Tailandia. Aunque en ocasiones también atendía encargos para otras personas, como con su viaje a China. Sí, por si no fuera suficiente con su aspecto y su seguridad para gustar a todo el mundo, Samuel era una especie de Indiana Jones con poderes mágicos.

Por eso parecía costarle mucho entender que no todo el mundo tuviese su camino en la vida tan claro y bien señalizado como él.

—No he querido insistir porque, en fin, siempre te pasa algo, pero tienes ya veintidós años —comentó Samuel.

«Aunque todos me seguís tratando como a un bebé». Elías desvió la mirada. No quería oír otra reprimenda sobre cómo estaba desaprovechando sus habilidades.

—Estoy bien en la tienda. Me gusta y me deja tiempo para estudiar.

—También aprenderías mucho en la universidad… O participando más en la Hermandad.

Elías resopló.

—En la universidad no enseñan nada que me interese y la Hermandad…, no me hagas hablar de todas las razones por las que no quiero ni acercarme.

Cruzó los brazos y se reclinó hacia atrás en su asiento. ¿Por qué no podían dejarle tranquilo? Era una persona responsable, sensata, que no daba problemas a nadie. ¿Por qué les importaba tanto?

—Te guste o no, eres un nigromante.

—También soy capricornio y no dejo que eso domine mi vida. —Se encogió de hombros y guardó silencio mientras le servían la comida—. Cuéntame cosas de China —dijo cuando volvieron a estar a solas. No solo era una forma descarada de cambiar de tema, sino que sentía verdadera curiosidad.

La idea de viajar solo tan lejos, a un lugar donde hablaban un idioma totalmente distinto, le parecía aterradora, pero cuando Samuel le contaba sus aventuras se olvidaba de todo ese miedo y se tornaba emocionante.

Su hermano fingió no darse cuenta de su táctica barata, o puede que tuviese tantas ganas de hablar de su viaje que lo dejó pasar.

—No sé ni por dónde empezar. La comida no se parece en nada a lo que te esperas, pero una vez que le pillas el punto, es imposible dejarla. No sé cómo no he engordado. Supongo que porque al final nos hemos pasado media expedición yendo de un pueblo a otro en bicicleta. No conseguimos localizar el códice, pero hemos comprado de todo. La historia mágica de China es increíble, está llena de misterios: décadas, siglos enteros sobre los que no sabemos casi nada o de los que solo quedan leyendas. Ya sabes que en Occidente hemos usado el más allá para sobrellevar mejor la idea de la muerte… Pues sus chamanes no: ellos nunca se rindieron a la hora de buscar la inmortalidad o de alargar la vida tanto como pudiesen.

Elías asintió y comentó:

—Sí, hechiceros en guerra con la muerte, los Xianren, seres iluminados. Dedicaban la vida entera a desligarse de su cuerpo material mediante dietas estrictas, ejercicios físicos y espirituales y elixires que podían causar la muerte si se preparaban mal.

Samuel se echó a reír y él se sobresaltó. A veces no era consciente de que estaba soltando una retahíla de datos que no solían interesar a nadie hasta que no le interrumpían.

—¿Hay algún tema que no domines, hermanito? Que me lleven las sombras, yo con tu edad solo sabía a qué hora abría la cafetería del campus para bajar a jugar al mus en vez de ir a clase.

Elías se encogió de hombros mientras daba vueltas a la quinoa de su plato.

—No es para tanto. Lo leí en un libro.

—Un libro… —repitió su hermano, pensativo—. Iba a esperar al postre para darte esto, pero no me puedo contener más. —Rebuscó en su bolsa de cuero y sacó un sencillo sobre blanco. Por un instante, Elías creyó que Samuel le estaba dando dinero, pero en cuanto se lo tendió y lo tocó, comprobó que lo que había en su interior era mucho más duro que un mero papel—. Hay mucho más en la vida que los libros —comentó mientras observaba cómo su hermano sacaba dos billetes de avión Adolfo Suárez-Barajas/Heathrow, uno de ida y otro de vuelta.

—¿Qué es esto? —preguntó confuso. Su nombre aparecía en ellos. Y una fecha: faltaban dos días.

—Billetes de avión a Londres en business. —Asintió, complacido consigo mismo.

Elías balbuceó, al borde del pánico, hasta que logró pronunciar una frase del tirón:

—Sé lo que son, a lo que me refiero es… ¿Qué pretendes?

—Hay una nueva exposición en el British: «La misteriosa Grecia». ¿A quién se le ocurrirán esos títulos? El caso es que varios anticuarios han aprovechado la ocasión para organizar una subasta de objetos mágicos de la antigüedad y papá está muy interesado. Pensaba ir yo, pero parece que todo este tema de los visados se va a alargar. —Se encogió de hombros como si no le quedase otra opción y los mantuvo en esa postura tanto tiempo que se delató.

«No es del todo perfecto», pensó Elías. Había algo que su hermano no sabía hacer: mentir. Estaba casi seguro de que no había ningún problema con sus visados.

—Seguro que Ismael o Rubén lo harían mil veces mejor que yo. Pídeselo a ellos —dijo, y dejó los billetes sobre la mesa.

—Ismael está ocupado con sus clientes y Rubén…, ya le conoces, con lo tacaño que es con las cuentas seguro que no comprará una sola pieza. Sería un desperdicio enviarle a él.

—No tengo ni idea de cómo comprar en una subasta.

—Llevas viéndonos hacerlo toda la vida, Elías. Además, ¿qué mejor forma de aprender que con la práctica?

—¿Sin supervisión?

Samuel se encogió de hombros por segunda vez.