2,99 €
Tras tres años casados, las reglas que habían acordado iban a cambiar... Christos seguía siendo un enigma para Lana tras tres años casados. Claro que tampoco eran una pareja al uso. Ella le había propuesto un matrimonio de conveniencia del que los dos podrían beneficiarse tanto en lo profesional como en lo personal: Lana quería que los hombres dejasen de acosarla, y Christos que las mujeres dejasen de intentar forzarlo a que se comprometiese. Los problemas vinieron cuando a Lana le diagnosticaron una menopausia prematura y descubrió que no le quedaba mucho tiempo si quería tener hijos. Y eso la hizo decidirse a pedirle a Christos lo que este jamás se habría esperado: que le diera un bebé. Ateniéndose a las reglas que habían establecido antes de casarse, había luchado contra la atracción que sentía por ella, y aquella petición amenazaba con sacudir los cimientos de su acuerdo, pero... ¿cómo podría negarse?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 187
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Cathy Williams
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pasión en Bahamas, n.º 3105 - agosto 2024
Título original: Bound by Her Baby Revelation
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410741829
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Lana Smith avanzaba con paso decidido entre los invitados a la fiesta –empresarios de Nueva York, banqueros, abogados y algún que otro famoso de revista–, mientras la música de la orquesta se entremezclaba con las risas y el runrún de las conversaciones. No veía por ningún lado a la persona a la que necesitaba ver urgentemente en ese momento, a su marido.
–¡Lana!
Al oír su nombre, giró la cabeza y vio a Albert yendo hacia ella. Albert, que ya no era tan joven, había sido un chico prodigio en su momento. La empresa de Lana, que ofrecía servicios de publicidad y relaciones públicas, lo había ayudado a reparar su un tanto maltrecha reputación. Cuando llegó junto a ella, se dieron los dos besos de rigor y Lana le sonrió, intentando no parecer tan nerviosa como se sentía. ¿Dónde se había metido Christos? Unas horas antes le había mandado un mensaje diciéndole que estaría allí esa noche. Ella había dudado si acudir al evento o no, porque era el cuarto al que asistía en una semana, pero siempre les resultaba útil a ambos hacer esas pequeñas apariciones juntos en público. Sin embargo, no era ese el motivo por el que lo estaba buscando.
–He visto a tu marido hace un rato –le dijo Albert, y a Lana el corazón le dio un brinco.
–¿Ah, sí? –tomó un sorbo de la copa de agua con gas que sostenía en la mano, esforzándose por que su voz no sonara ansiosa–. Deja que adivine: ¿está «concediendo audiencia» en el bar?
Albert se rio entre dientes.
–¿Cómo lo sabías?
–Porque prefiere tener un público pequeño que le preste toda su atención –contestó ella, aunque no estaba segura de que fuera así.
Aunque llevaban casados tres años, su marido seguía siendo un enigma para ella. Y así quería que siguiese siendo. Aquel matrimonio de conveniencia era ventajoso para ambos, se tenían respeto mutuo y había entre ellos una sana camaradería. Y eso era lo único que había esperado de su unión… hasta ese momento.
–Quizá me pase por allí –le dijo a Albert–. En las últimas semanas hemos sido como dos veleros que se cruzan en la noche –añadió, sonriendo y poniendo los ojos en blanco.
En realidad su relación había sido así durante esos tres años, pero eso era algo que nadie sabía.
–A ver si nos vemos pronto –le dijo Albert mientras ella empezaba a alejarse–. Tengo un amigo que necesita darle un repaso a su imagen. Es joven y brillante, pero muy torpe. En fin, como era yo… Le he mencionado tu empresa.
Lana se volvió y se rio divertida.
–Pues llámame y le haré un hueco –le contestó, echándose la larga melena rubia hacia atrás.
Y siguió caminando con la cabeza alta y una leve sonrisa en los labios mientras saludaba con un asentimiento de cabeza a los invitados a los que conocía. Le había llevado casi diez años llegar a pertenecer a ese selecto «club». Había empezado siendo una humilde administrativa en una de las empresas de relaciones públicas más importantes de la ciudad. Poco a poco había ascendido hasta llegar a asesora, y seis años atrás había puesto en marcha su propia empresa, sobreponiéndose a los duros reveses que había sufrido, tanto en lo profesional como en lo personal.
Se permitió un instante para lamerse las heridas, para recordar esos años, cuando había sido aún joven e impresionable, cuando había acabado con el corazón destrozado por culpa de un hombre. Lo único que tenía que «agradecerle» a Anthony Greaves era que, si no le hubiera roto el corazón y pisoteado su orgullo, tal vez nunca hubiera montado su propia empresa.
Casarse tres años atrás con Christos, el más famoso y enigmático inversor en tecnología de Nueva York, había sido la guinda del pastel. Con ese matrimonio había asegurado su éxito tanto en los negocios como en el engranaje social. Y no era que necesitase a un hombre a su lado para conseguir eso, por supuesto, pero había comprendido que tenía que ser pragmática.
Y de eso se trataba. Le explicaría su plan a Christos en los mismos términos en que le había planteado su matrimonio de conveniencia. Tan sencillo como eso. Sin embargo, por el modo en que se le encogió el estómago y se le aceleró el pulso, temía que no fuera a ser sencillo ni tan simple como querría que fuese.
Porque lo cierto era que, a pesar de que llevaban tres años casados, no podía decir que conociera de verdad a su marido, ni cómo reaccionaría a la propuesta que estaba a punto de hacerle. Lo que sí sabía era que, a pesar de su carácter bromista y de su afabilidad, tenía una voluntad de acero. Si había conseguido hacerse con un negocio tras otro en aquella ciudad, llevando a cabo las inversiones más arriesgadas hasta hacerse multimillonario, no había sido solo gracias a su encanto personal, aunque de eso tenía a raudales.
Al llegar a las puertas abiertas del salón de baile, Lana se detuvo, inspiró para calmarse e irguió la espalda. El modelo que había escogido para la velada era un sencillo vestido de tubo en satén azul pálido. Le daba un aire sofisticado y algo distante, que era precisamente la imagen que había intentado transmitir desde que había acabado con el corazón destrozado a los veintitrés años y había tenido que recomponer los pedazos.
Se encaminó hacia el bar, un rincón que rezumaba masculinidad con sus sillones de cuero, la barra de madera de caoba y las botellas de licor alineadas en los estantes de la pared.
Localizó a Christos de inmediato, como si su mirada hubiese sido atraída por su magnetismo. Tenía carisma incluso despatarrado en un sillón, como en ese momento, con un vaso de whisky en la mano. Llevaba el oscuro cabello algo largo y despeinado, y con su físico atlético y su más de metro ochenta destacaba entre el resto de los hombres allí presentes.
Sus ojos verdes a menudo parecían mirar el mundo con indiferencia, pero Lana sabía que a Christos no se le escapaba un solo detalle. Probablemente abandonaría aquel evento social con varios soplos útiles para sus negocios, o incluso un posible acuerdo a medio cerrar.
Se detuvo a unos metros y esperó a que la viera. Una cosa que le gustaba de Christos era que no se andaba con jueguecitos mezquinos. No fingió no haberla visto por un ego estúpido, como tantos hombres habrían hecho, como Anthony había hecho más de una vez, mirándola de reojo con malicia mientras flirteaba con alguna otra mujer.
No, Christos se irguió en cuanto la vio, y cuando posó sus ojos sobre ella sintió como la recorría una ola inesperada de calor. Hacía tiempo que había aprendido a reprimir la reacción natural de su cuerpo a esa mirada. El sexo no entraba en los términos del acuerdo de su matrimonio por conveniencia, y por una muy buena razón.
Y eso no iba a cambiar, a pesar de la propuesta que estaba a punto de hacerle. Los nervios volvieron a atenazarle el estómago. ¿Tenía el valor suficiente para proponérselo? Había tenido tres días para pensar sobre ello, para digerirlo, para lamentarse y aceptar la realidad. Tres días para sopesar los pros y los contras, para intentar no ponerse sentimental aunque aquella fuera una decisión tomada con el corazón, a pesar de que la experiencia le hubiera enseñado que era algo que no debía hacer jamás.
–¡Ah, Lana! –la saludó él levantando la mano.
Los labios de Lana se arquearon en una sonrisa, y respondió con un asentimiento de cabeza.
–Lo siento, caballeros, pero el deber me llama –se excusó Christos con sus contertulios, levantándose del sillón.
Apuró de un trago lo que le quedaba en el vaso y fue hasta la barra para entregárselo al barman con una sonrisa y un «gracias». Era otra cosa que le gustaba a Lana de él, que siempre era amable con todo el mundo; hasta con los empleados más humildes.
Christos se dirigió hacia ella y se detuvo lo bastante cerca como para que le llegaran el olor de su aftershave y el calor de su cuerpo. El estómago se le contrajo de nuevo, tanto por los nervios como por una punzada repentina de deseo que, como siempre, se esforzó por reprimir. No necesitaba esa clase de complicaciones.
–¿Querías hablar conmigo? –le preguntó él, mirándola con una ligera preocupación.
–¿Cómo lo sabías?
Christos enarcó las cejas.
–Porque cuando estamos en un evento solo vienes a buscarme cuando quieres algo de mí.
Lana se sintió algo avergonzada al oírle decir eso. Sabía que Christos no lo había dicho de un modo mezquino, pero era la verdad.
–Bueno, por algo lo llaman matrimonio de «conveniencia» –le contestó bajando la voz para que nadie más la oyera.
–Lo tengo muy presente, querida –replicó él en un tono jocoso, sin resentimiento ni malicia.
Christos siempre se había tomado con mucha calma todo el asunto de su «matrimonio». De hecho, se había mostrado impertérrito cuando le había propuesto la idea en un evento como aquel, tres años atrás. Lo había hecho dejándose llevar por un impulso, pensando que la idea le chocaría, o que tal vez le haría gracia, pero Christos se había limitado a enarcar las cejas y le había pedido que le explicara su propuesta con más detalle.
–¿Quieres que nos vean hablando juntos? –le preguntó él–. ¿O es una conversación privada?
–Privada –contestó Lana. De repente se notaba seca la garganta.
–Comprendo. Pero creo que aun así deberíamos pasearnos un poco por el salón para mantener las apariencias, ¿no te parece? Ya hace dos semanas que no nos dejamos ver juntos en público; no queremos que la gente hable –le dijo él, ofreciéndole su brazo.
Lana entrelazó el suyo con el de él.
–No sé si eso importa mucho, después de tres años –contestó mientras se alejaban del bar–. Supongo que a estas alturas todo el mundo nos verá como una pareja consolidada.
–Ah, pero a la gente siempre le gusta especular –replicó él, inclinándose para hacer como que le estaba susurrando algo íntimo al oído.
Su cálido aliento le hizo cosquillas en el cuello, y Lana no pudo evitar tensarse mientras intentaba ignorar el escalofrío de placer que le recorrió la espalda.
A Christos no le pasó desapercibido lo tensa que se había puesto Lana. Su encantadora esposa a menudo estaba tensa, y aunque se esforzaba por disimularlo, esa noche las pequeñas grietas en su armadura se hacían evidentes. Al menos para él. Dudaba que nadie más en aquella fiesta pudiese ver más allá de la imagen de dama de hielo que exhibía ante el mundo. Ya se aseguraba ella de que así fuera, igual que había hecho todo lo posible para que él tampoco viese más allá de esa fachada. Y aunque al principio casi lo había convencido de que era tal y como se mostraba en público, de vez en cuando, como en ese momento, resultaba tan obvio que estaba esforzándose por mantener esa pose, que no podía evitar preguntarse qué había detrás de esa sonrisa distante y esa mirada de acero.
¿Quizá incluso abrigaba la esperanza de que hubiese algo dulce y cálido? No, se dijo con firmeza. Tal vez Lana creyera que había sido ella quien había dictado las condiciones de su matrimonio, pero había sido él quien les había dado el visto bueno. No habría accedido a nada a lo que no hubiera estado dispuesto, y uno de los puntos esenciales de su «matrimonio» era que las emociones no tenían cabida en él.
Habían recorrido buena parte del salón de baile cuando decidió que sentía demasiada curiosidad como para seguir esperando. Tomó dos copas de champán de un camarero que estaba a su lado, pero cuando le fue a dar una a Lana, ella sacudió la cabeza.
–No, gracias –le dijo, levantando la copa que tenía en la mano.
Christos la miró y enarcó una ceja.
–¿Agua con gas?
–Quiero mantener la cabeza despejada.
Christos encogió un hombro y devolvió la copa a la bandeja del camarero. Cada vez sentía más curiosidad por saber de qué quería hablarle, porque estaba claro que se trataba de algo importante.
¿Querría el divorcio? Una de las condiciones de su acuerdo había sido que cualquiera de los dos podría ponerle fin cuando lo consideraran oportuno: cuando ya no les reportara ningún beneficio, o si se enamoraban de otra persona.
¿Podría ser que Lana se hubiese enamorado? La idea le produjo un cierto desagrado. No, imposible, se dijo. Si así fuera, lo sabría. Conocía a Lana mucho mejor de lo que ella pensaba. La condujo hasta una de las salas aledañas, una de esas salas impersonales que se alquilaban para reuniones de negocios o pequeñas celebraciones.
En la que entraron estaba vacía, pero debía haber sido utilizada para una reunión unas horas antes, porque había un caballete con una pizarra blanca en la que habían escrito con rotulador: Tres puntos de partida.
Lana también se había fijado en la pizarra y, cuando sus ojos se encontraron, compartieron una sonrisa. Los dos habían estado en muchas de esas reuniones interminables. Christos apuró su copa de champán y la dejó en una mesita antes de dirigirse hacia la pizarra.
–¿Ya tienes pensados tus tres puntos de partida? –le preguntó.
Tomó el rotulador que había en la estrecha repisa del caballete y le quitó el capuchón, como si fuera a escribirlos en la pizarra.
Para su sorpresa, Lana dio un respingo y lo miró desconcertada.
–¿Có-cómo?
Se la veía con la guardia baja, como distraída, algo muy inusual en ella.
–Tres puntos de partida con respecto a lo que sea que quieres proponerme.
–¿Cómo sabes que voy a proponerte algo? –le preguntó Lana, en un tono ligeramente entrecortado.
Christos se volvió hacia ella.
–Lo sé porque has venido al bar a buscarme, querías que habláramos en privado y estás nerviosa –le respondió con una media sonrisa.
Ella se rio entre dientes.
–Bien visto.
–Se hace lo que se puede –bromeó él.
Ella se quedó mirándolo un momento, y Christos no pudo evitar admirar una vez más su deslumbrante belleza. Alta, grácil, esbelta… El cabello rubio le llegaba a la mitad de la espalda, sus ojos eran de un azul claro y su rostro podría haber sido el de una estatua griega, quizá de la diosa Atenea, más que de Afrodita. Había demasiado carácter en sus facciones como para reducirlas a la de una belleza insípida. Y eso por no hablar de sus curvas, voluptuosas pero elegantes. Pero si su belleza lo fascinaba, también el empuje que tenía como empresaria. Había levantado su negocio a partir de cero en seis años y se había esforzado mucho para hacer de su empresa una de las más importantes del sector en la ciudad de Nueva York.
–Bueno, ¿y de qué quiere que hablemos, señora Diakos? –le preguntó, dejando el rotulador de nuevo en la repisa del caballete.
Por un momento pensó que Lana iba a protestar por cómo la había llamado –había decidido mantener su apellido de soltera, Smith, por motivos profesionales–, pero en vez de eso sacudió la cabeza y contestó:
–Lo cierto es que… sí tengo algo que proponerte.
Christos se cruzó de brazos y ladeó la cabeza.
–Ajá… justo como pensaba, ¿eh?
–Pero en realidad es algo que no te afectaría demasiado.
–Eso lo hace aún más intrigante. Supongo que no irás a pedirme que solicitemos una tarjeta de crédito conjunta, ¿no?
Ella arrugó la nariz con desdén. No en vano había sido ella quien había insistido en que firmaran un acuerdo prematrimonial de separación de bienes.
–No.
–¿Quieres que te dé mi contraseña de Netflix?
Lana puso los ojos en blanco, pero era evidente que estaba reprimiendo una sonrisilla. Siempre le había gustado hacerla reír.
–Christos… –lo increpó.
–Pues menos mal que no es eso, porque como vivimos en casas separadas es algo que está estrictamente prohibido.
Para su satisfacción, las comisuras de los labios de Lana se arquearon.
–Está bien, ya me dejo de bromas –añadió él–. ¿De qué se trata?
Sentía verdadera curiosidad. ¿Por qué estaba tan nerviosa? No se había mostrado tan insegura ni siquiera cuando le había propuesto que se casaran, en otra fiesta parecida a aquella.
Él estaba sentado en un taburete en la barra del bar, pensando apesadumbrado en la mujer que casi le había tirado su cóctel a la cara cuando él le había dicho –quizá de un modo algo abrupto– que preferiría que dejaran de verse. Nunca había llegado a tener más de tres citas con ninguna mujer; nunca pasaba del punto en que empezase a verse implicado emocionalmente. Era una regla que le había funcionado bien, a pesar del dramatismo de varias de esas mujeres. En ese punto había estado tan harto de las mujeres, que quizá por eso se había abierto a escuchar la propuesta de Lana de un matrimonio de conveniencia.
Ella había aparecido en ese momento, se había sentado a su lado y había pedido un snake bite, un chupito a base de whisky y zumo de lima que había apurado de un trago. Solo ver eso lo había impresionado e intrigado.
–¿Una mala noche? –le había preguntado.
Ella lo había mirado de reojo, con una expresión de hartazgo supremo, a pesar de que, según sus cálculos, no debía haber cumplido aún los treinta.
–Teniendo en cuenta que detesto a media humanidad, sí, se podría decir sí.
Él se había reído al oírle decir eso.
–A mí me pasa lo mismo, solo que yo detesto a la otra mitad. ¿Qué te ha pasado?
–Lo habitual –había respondido ella, haciéndole una señal al camarero para pedirle otra copa–: un baboso que se creía más listo que yo solo por lo que tiene entre las piernas. Se puso condescendiente conmigo y trató de meterme mano. ¿Y a ti?
–Ha faltado poco para que me echaran una bebida a la cara.
–Bueno, por lo menos no te la han echado –había contestado ella en un tono flemático.
Eso lo había hecho reírse de nuevo y se había encontrado pensando en que le caía bien. No había conocido a ninguna mujer como aquella.
Un par de copas después, su poco ortodoxa propuesta de matrimonio –un matrimonio de conveniencia que podría ser ventajoso para ambos– hasta le había parecido sensata. Lana le había dicho que quería un marido para ahuyentar a pretendientes no deseados, a los babosos y a los moscones. Y a él, por su parte, que estaba cansado de tanta mujer convencida de que podía hacerlo cambiar, le había parecido que no era mala idea. Tendría a su lado a alguien con quien se llevaba bien, que no le impondría constantes exigencias, y que resultaría una compañía interesante cuando no tuviese ganas de estar solo.
–¿Y bien? –la instó, al ver que Lana no decía nada–. ¿Cuál es esa propuesta que vas a hacerme?
–Pues verás, es que quiero… –Lana inspiró por la boca, como reuniendo el valor necesario para continuar y lo miró a los ojos con decisión–. Quiero un hijo tuyo.
La expresión de Christos al oírle decir eso no varió ni un ápice. Simplemente se quedó mirándola pensativo mientras ella aguardaba tensa, esperando a ver cuál sería su reacción. Y aunque estuviera deseando hacerlo, no iba a adelantarse a darle explicaciones. No hasta que pudiera calibrar su respuesta a la que, tenía que admitir, parecía una propuesta delirante.
–Vaya, esto sí que es interesante –murmuró él al cabo–. Desde luego es más interesante que una tarjeta de crédito conjunta. Y más aún que compartir Netflix. Mucho más, de hecho.
–Hablo en serio, Christos –le dijo Lana. Y al notar que le temblaba la voz, se obligó a inspirar para calmarse.
–Sí, es evidente –respondió él, ladeando la cabeza–. De hecho, creo que nunca te había visto tan seria. Ni siquiera cuando me propusiste que nos casáramos.
–Porque eso empezó como una broma –replicó Lana.
Y, sin embargo, la idea de un matrimonio de conveniencia le había parecido la solución perfecta. En cuanto a Christos.. La verdad era que nunca había entendido del todo por qué se había presentado en su despacho el día siguiente con un borrador de ese posible acuerdo de matrimonio, dispuesto a discutir todos los detalles. Había intentado sonsacarle, pero la única respuesta que le había dado era que pretendía evitar las complicaciones que le traían las mujeres, siempre obsesionadas con empujarlo a un compromiso que él no deseaba.
–¿Y bien? ¿Vas a desarrollar esa propuesta? –le preguntó Christos.