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Tardó poco en pasar del no… al sí. Salir con Leo Marakaios era como bailar con el diablo. Y Margo Ferrars estuvo convencida de que podía seguir sus seductores pasos hasta que él le propuso matrimonio. No era más que un matrimonio de conveniencia, pero ella supo que había llegado el momento de desaparecer. Margo había asumido que renunciar a los maravillosos besos y las expertas caricias de Leo era el precio que debía pagar a cambio de no terminar con el corazón roto. Pero, entonces, descubrió que se había quedado embarazada. Y se sorprendió a sí misma en las oficinas de Marakaios Enterprises para decirle que iba a ser padre y pedirle que se casara con ella.
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Seitenzahl: 193
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Kate Hewitt
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Lazos duraderos, n.º 112 - enero 2016
Título original: The Marakaios Baby
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7666-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
TE casarás conmigo?
La pregunta pareció rebotar en las paredes de la habitación, con un eco que dejó asombrada a Marguerite Ferrars.
Miró al hombre que la había formulado y vio que sonreía y que sus cejas estaban algo arqueadas. Era su amante, Leónidas Marakaios. Sostenía una cajita de terciopelo negro, en cuyo interior brillaba un diamante de muchos quilates.
–¿Margo?
Su voz sonó irónica, como si pensara que guardaba silencio porque la había dejado desconcertada. Y era cierto. Estaba desconcertada; pero también horrorizada, y muerta de miedo.
Margo ni siquiera se había planteado la posibilidad de que el carismático y seductor Leo quisiera casarse con nadie. Además, le estaba pidiendo algo que no le podía dar. Ya había pasado por el trance de amar a una persona, comprometerse con ella y perderla a continuación. Y había sido una experiencia extraordinariamente dolorosa, de noches en vela y lágrimas solitarias. Una experiencia que no quería repetir.
El silencio posterior fue tan largo que empezó a ser incómodo, pero ella no dijo nada. No podía aceptar su ofrecimiento, pero tampoco lo podía rechazar. Leo Marakaios no era hombre que aceptara negativas.
De repente, él frunció el ceño, apartó la mano que sostenía la cajita del diamante y la posó en su regazo.
Margo estaba atrapada. ¿Cómo podía rechazar a un hombre tan increíblemente atractivo como arrogante? Pero no tenía otra opción, así que sacó fuerzas de flaqueza y acertó a decir, nerviosa:
–Leo...
–Me extraña que mi ofrecimiento te sorprenda –dijo él, con una voz que empezaba a perder su fondo cálido.
–Pues no sé por qué. La nuestra no es una relación de las que llevan a...
–¿De las que llevan a qué? –la interrumpió.
Ella notó su decepción y sintió una profunda tristeza. Nunca había querido que las cosas llegaran a ese punto. Pero no se podía casar con él. No podía volver a amar. No se podía arriesgar a vivir otro infierno.
–A alguna parte –respondió.
–Comprendo.
A Margo se le hizo un nudo en la garganta. Era consciente de que Leo merecía una respuesta clara, y de que esa respuesta solo podía ser una negativa. Pero no se atrevía a decirlo.
–Leo, nunca hemos hablado del futuro.
–Puede que no, pero llevamos juntos dos años –replicó él–. Y, obviamente, pensé que lo nuestro iba a alguna parte.
Ella no supo si reír o llorar. La actitud de Leo había cambiado radicalmente en cuestión de segundos. Primero, le había pedido matrimonio; y ahora, la miraba con frialdad y recriminación.
–Sí, ya han pasado dos años –dijo, intentando ser razonable–, pero no tenemos lo que la mayoría de la gente entiende por una relación normal. Nos encontramos en ciudades donde no nos conoce nadie, y nos vemos en restaurantes y hoteles que...
–Es lo que tú querías –le recordó.
–Igual que tú –afirmó ella–. Esto es una aventura, Leo. Nada más y nada menos que una aventura.
–Una aventura de dos años.
Ella se levantó del sofá y caminó hasta el balcón, desde el que se veía la Île de la Cité. La situación no podía ser más inquietante. Era la primera vez que Leo estaba en su piso; la primera vez que rompían la norma de citarse en sitios neutrales para hacer el amor.
Lo habían acordado así. Tenían una relación exclusivamente sexual, y Margo no le podía dar otra cosa. El riesgo de dejarse llevar era demasiado grande. Si se enamoraba, se expondría a la posibilidad de perderlo todo, empezando por su corazón. Y no iba a tropezar otra vez en la misma piedra.
Ni siquiera por Leo.
–Pareces nerviosa... –dijo él.
–Porque no me lo esperaba.
–A decir verdad, yo tampoco –le confesó.
Leo se levantó del mismo sofá adamascado del que ella se acababa de levantar. Su alta y delgada figura llenaba el espacio del minúsculo salón. Parecía el proverbial tigre encerrado en una jaula, y a Margo le pareció que estaba completamente fuera de lugar. Era demasiado grande, demasiado oscuro, demasiado potente.
–Tenía entendido que la mayoría de las mujeres se quieren casar –afirmó él.
Ella se giró y lo miró con enfado.
–Eso es un comentario tan sexista como ridículo. Y, aunque fuera verdad que lo quieren, yo no soy como la mayoría.
–No, no lo eres.
Los ojos de Leo se clavaron en Margo, que se quedó sin aliento.
Siempre había sido así. Se excitaban el uno al otro con cualquier cosa, al instante. Margo se acordó de la primera vez que lo vio, en el bar de un hotel de Milán. Ella se estaba tomando una copa de vino blanco mientras tomaba notas para la reunión que tenía al día siguiente. Él se acercó a la barra y se sentó en el taburete contiguo. No hizo nada más, pero bastó para que se le erizara el vello de la nuca.
Aquella noche, se acostó con él en su habitación. No era algo a lo que estuviera acostumbrada. En sus veintinueve años de vida, solo había tenido dos amantes más, y las dos experiencias habían sido tan lamentables como poco memorables. Pero Leo no era como ellos. La estremecía de un modo que iba más allá de lo puramente físico.
Leo la devolvió a la vida. Llegó a lugares que, hasta entonces, Margo creía muertos o, por lo menos, dormidos. Y, a pesar de ser consciente de que se estaba arriesgando mucho, siguió con él porque la idea de perderlo era peor.
Sin embargo, Leo había roto el hechizo con su propuesta de matrimonio. La había obligado a ver una realidad que no quería, y para la que no estaba en modo alguno preparada. Pedía demasiado.
Y no se lo podía conceder.
Pero, al cabo de unos momentos, cuando avanzó hacia ella con aquel cuerpo ágil y potente que Margo conocía tan bien como el suyo, tuvo la terrible y excitante seguridad de que, esta vez, no iba a hablar de matrimonio.
Nerviosa, se pasó la lengua por los labios. Era como si la sangre le hirviera en las venas. Todo su cuerpo ansiaba su contacto.
–Leo...
–Me sorprendes, Margo.
Ella sacudió la cabeza.
–Eres tú quien me ha sorprendido a mí.
–Sí, eso es obvio. Pero pensé que te alegrarías... –comentó–. ¿Es que no te quieres casar?
Leo lo preguntó con tono de hombre razonable, pero Margo notó un fondo de manipulación en sus ojos que se confirmó al segundo siguiente, cuando le acarició un brazo y le puso la piel de gallina.
–No.
–¿Por qué no?
Leo no rompió el contacto. La siguió acariciando sin apartar la vista de ella.
–Soy una ejecutiva, Leo.
–Pero podrías ser una ejecutiva casada –replicó–. A fin de cuentas, ya no estamos en la Edad Media.
–¿Estás seguro de que podría? ¿Cómo, exactamente?
–No te entiendo..
–Vives en Grecia, y en mitad de ninguna parte –le recordó–. Yo no podría trabajar en Villa Marakaios.
Él la miró con algo parecido a una expresión de triunfo. Pero fue un destello breve, que se apagó en un encogimiento de hombros.
–Podrías volar cuando hiciera falta. El vuelo de Atenas a París solo dura unas cuantas horas –dijo.
–¿Volar? ¿Me estás tomando el pelo?
–Oh, vamos, Margo... Si ese es el problema, estoy seguro de que podemos encontrar alguna solución.
Él lo dijo con actitud desafiante, y Margo supo lo que estaba haciendo. Leónidas era un hombre tan poderoso como persuasivo. Era el presidente de Marakaios Enterprises, una empresa que había empezado con unos cuantos olivares y se había convertido en una multinacional valorada en muchos miles de millones de dólares.
Leo estaba acostumbrado a salirse con la suya. Y ahora la quería a ella. Así que se dedicaba a atacar sus defensas, despreciar sus argumentos y crearle dudas.
Pero había algo peor: empezaba sentirse tentada.
Se apartó de Leo y le dio la espalda para respirar hondo sin que él se diera cuenta de lo alterada que estaba. En el cristal del balcón se reflejaba una mujer de ojos grandes, cara demasiado pálida y una larga melena de cabello castaño que le llegaba casi a la cintura.
Leo se había presentado sin previo aviso, y la había descubierto en chándal, con una camiseta desgastada, sin peinar y sin maquillaje. Era la primera vez que la veía en esas condiciones. Margo siempre se había asegurado de ofrecerle la imagen que quería dar: la de una mujer sexy, chic, ejecutiva, algo distante y algo fría. Pero ahora no estaban en la habitación de un hotel. No había tenido ocasión de prepararse.
–Margo, sé sincera conmigo –insistió Leo–. Dime la verdadera razón.
Ella respiró hondo, sintiéndose más vulnerable que nunca. Ni siquiera tenía la opción de ocultarse tras la máscara del maquillaje y la armadura de la ropa de diseño que se ponía cada vez que se encontraban.
–Ya te lo he dicho, Leo. No quiero ni el matrimonio ni lo que implica. No quiero ser un ama de casa. Me moriría de aburrimiento.
Margo se giró hacia él y casi se sobresaltó al ver la expresión de sus ojos. Era evidente que no lo había engañado.
–No te estoy pidiendo que te conviertas en un ama casa –replicó–. ¿Por quién me has tomado? No quiero que cambies tu forma de ser.
–Oh, Leo... Ni siquiera me conoces. Crees que sí, pero no es verdad.
Leo dio un paso hacia Margo, que se estremeció. Sin darse cuenta, lo había desafiado otra vez. Y, por supuesto, él iba a aceptar el desafío.
–¿Estás segura de eso?
–No me refiero al sexo –contestó.
Él arqueó una ceja.
–En ese caso, ¿qué es lo que no conozco? Dímelo.
–No es fácil.
–No lo es porque no quieres que lo sea. Pero te conozco, Margo. Sé que los pies se te quedan fríos por la noche y que los pones entre mis piernas para que entren en calor. Sé que te encanta el malvavisco, aunque juras y perjuras que no tomas dulces.
Margo estuvo a punto de reír, sorprendida. Efectivamente, adoraba el malvavisco. Era su pequeño secreto; una especie de rebeldía ante un mundo de mujeres perfectamente delgadas que, por lo visto, se tenían que alimentar de hojas de lechuga.
–¿Cómo sabes que me gusta?
Él se encogió de hombros.
–Lo sé porque, en cierta ocasión, vi que llevabas unos cuantos en el bolso.
Ella frunció el ceño.
–No deberías mirar mis cosas.
–Y no las miro. Abrí el bolso porque me pediste que sacara tus gafas de leer –se defendió.
Margo sacudió la cabeza, pero solo porque ese tipo de detalles personales demostraban que su relación era más íntima de lo que le habría gustado creer. Se había convencido de que la elegante y flemática Marguerite Ferrars se mantenía a una distancia tan prudencial como segura de Leónidas Marakaios. Y se había engañado a sí misma. Sin darse cuenta, había permitido que los sentimientos abrieran una brecha en su muralla.
Una muralla que corría peligro de derrumbarse.
Durante un segundo, estuvo a punto de aceptar su ofrecimiento. A punto de aceptar una vida que nunca había deseado. A punto de aceptar una felicidad que llevaba implícita el riesgo inaceptable de que le rompieran el corazón. A punto de dejarse seducir por las palabras y las promesas de Leo.
Pero solo fue eso, un segundo de duda.
–Olvídalo –dijo–. No me voy a casar contigo.
–¿Es tu última palabra?
Ella asintió.
–Lo es.
–¿Y no te parece que merezco algún tipo de explicación?
–No particularmente –respondió, intentando fingir indiferencia.
Leo la miró de arriba abajo y dijo:
–¿Sabes una cosa? Creo que me estás ocultando algo.
Ella soltó una carcajada irónica.
–Sí, ya lo sé...
–¿Qué significa eso?
Margo respondió con rapidez, espoleada por la indignación y el miedo.
–Que eres capaz de buscar cualquier excusa con tal de no admitir que te estoy rechazando. No lo puedes soportar. Tú, el hombre que ha poseído a la mitad de las mujeres europeas...
–No, no tanto. Solo al cuarenta por ciento –ironizó.
Ella sonrió a su pesar, pero no dio su brazo a torcer.
–Estás convencido de que ninguna mujer se puede resistir a tus encantos.
–Tú no te resististe... –le recordó.
–Porque quería una aventura. Sexo sin complicaciones.
–Nunca dijimos que lo nuestro fuera...
–Por supuesto que lo dijimos –lo interrumpió–. ¿O es que ya no te acuerdas de nuestra primera conversación? Establecimos una serie de normas.
El apretó los labios, consciente de que Margo estaba en lo cierto.
Aquella conversación había sido una especie de retorcido baile de palabras, con referencias veladas a otros lugares y otras personas y afirmaciones cuidadosas sobre lo que debía y no debía ser una relación. Y habían dejado bien claro que ni él ni ella pretendían otra cosa que divertirse un poco.
–Jamás habría imaginado que querrías casarte conmigo –continuó.
Leo se encogió de hombros.
–Ni yo.
Ella lo miró a los ojos. Siempre había pensado que hablaban el mismo lenguaje, y que ninguno de los dos creía en los cuentos de hadas. Pero, al parecer, había cometido un error.
–En cualquier caso, esa no era tu actitud cuando nos conocimos. Entonces no estabas interesado en las relaciones serias.
–La gente cambia, Margo. Tengo treinta y dos años, y tú tienes veintinueve... Edad suficiente para plantearse la posibilidad de tener una familia.
Margo se sintió como si hubiera estado sentada y alguien le hubiera quitado la silla de repente, empujándola al vacío.
–Puede que sea suficiente, pero no estoy en ese caso. No quiero tener hijos.
Él frunció el ceño.
–¿Nunca?
–Nunca.
Leo la miró durante unos momentos y, a continuación, afirmó:
–Estás asustada.
–Deja de decirme lo que siento o dejo de sentir –replicó, alzando la voz–. No estoy asustada. Sencillamente, no quiero lo que me ofreces. No me quiero casar contigo. No estoy enamorada de ti.
Él se puso tenso, como si sus palabras le hubieran hecho daño. Pero se encogió de hombros una vez más.
–Yo tampoco estoy enamorado de ti.
–¿No? ¿Y por qué me has propuesto matrimonio?
–Porque, en materia de relaciones personales, hay cosas más importantes que el amor. Cosas más sólidas.
–¿Como por ejemplo?
–Los objetivos comunes.
–¡Qué romántico eres! –dijo con sarcasmo.
–¿Quieres que sea romántico? ¿Serviría de algo?
Ella sacudió la cabeza.
–No.
–En tal caso, me alegro de no haberte llevado a cenar al Gavroche, porque consideré la posibilidad de declararme allí, en público.
–Yo también me alegro.
Leo dio otro paso adelante, y se detuvo tan cerca que Margo notaba su aliento. Si se hubiera dejado llevar por lo que sentía, se habría abalanzado sobre él y lo habría besado. Pero sacó fuerzas de flaqueza y se contuvo.
–Entonces, ¿esto es todo? –preguntó él, mirándola con intensidad–. ¿Esto es una despedida?
–Sí.
Margo lo dijo con firmeza, pero Leo notó que no estaba tan convencida como intentaba aparentar, y le pasó un dedo por los labios.
–¿Estás completamente segura?
–Sí –repitió.
Leo bajó la mano, la cerró sobre uno de sus senos y le acarició el pezón con el pulgar. Ella se estremeció sin poder evitarlo. Siempre le había provocado ese efecto. Desde el principio. Una simple caricia, y se rendía a él.
–Pues no lo pareces... –dijo en voz baja.
Margo tuvo que hacer un esfuerzo para poder hablar. Lo deseaba tanto que no le salían las palabras.
–Es atracción sexual, Leo. Nada más.
–Sin embargo, el sexo es una fuerza muy poderosa...
Él le acarició la cintura y, acto seguido, las caderas.
–Pero no es suficiente –replicó ella.
–¿Ah, no? –la desafió.
–En absoluto.
–¿Qué quieres entonces? ¿Amor?
–Aunque lo quisiera, no lo buscaría en ti.
Leo se quedó rígido, y Margo hurgó en la herida a sabiendas de que le iba a hacer daño y de que, seguramente, no querría volver a saber nada de ella. Pero era la única forma de escapar. La única forma de impedir que destrozara sus defensas.
–No estoy enamorada de ti, y no lo estaré nunca –prosiguió, implacable–. Sinceramente, solo has sido un divertimento para mí, una forma de pasar el rato.
Él apartó la mano de sus caderas y ella soltó una carcajada que pretendía ser sarcástica.
–No me puedo creer que me hayas ofrecido el matrimonio. Es tan divertido...
–¿Divertido? –preguntó Leo, atónito.
–Sí, porque tenía intención de romper contigo la semana que viene, cuando nos encontráramos en Roma. Estoy saliendo con otro hombre.
Leo guardó silencio durante unos tensos segundos y, a continuación, dijo:
–¿Desde cuándo?
Ella se encogió de hombros.
–Desde hace un par de meses.
–¿Un par de meses?
–No manteníamos una relación exclusiva, Leo.
–¿Cómo? –preguntó, sin salir de su asombro–. Yo siempre te he sido fiel...
Margo se encogió de hombros una vez más.
–No lo dudo, pero nunca te pedí que lo fueras.
Margo no podía creer que lo estuviera engañando tan fácilmente. ¿Cómo era posible que no notara el temblor de su cuerpo? Su interpretación de mujer fría e implacable dejaba mucho que desear; pero, por lo visto, estaba funcionando.
–Vaya... Parece que esto es una despedida de verdad...
–En efecto.
Él sonrió de repente y, antes de que Margo pudiera reaccionar, la tomó entre sus brazos y la besó. Para ella fue tan inesperado como el delicioso escalofrío de placer que recorrió todo su cuerpo, mientras su mente intentaba resistirse. Pero nunca había podido resistirse a Leo, y esta vez fue peor, porque estaba implacablemente decidido a seducirla.
Al sentir el contacto de su lengua, Margo sintió una riada de sensaciones que avivaron su hambre de él. Era un deseo tan intenso que casi dolía, y tan arrebatador que dejó de luchar y se rindió al instante.
Leo le metió las manos por debajo de la camiseta y se la quitó. Luego, le bajó los pantalones del chándal y la siguió besando mientras ella misma sacaba los pies y pateaba la prenda con desesperación, ansiosa por quedarse desnuda, sin el menor sentimiento de vergüenza o inseguridad.
Entonces, él se desabrochó la camisa y le lanzó una mirada de depredador que, sin embargo, no enfrió su deseo. ¿Esa era su forma de vengarse de ella? ¿Era algún tipo de castigo? ¿O solo intentaba demostrarle que lo deseaba tanto como siempre?
Margo no lo sabía, pero tampoco le importaba. Fuera lo que fuera, estaba decidida a seguir adelante. Porque tenía el convencimiento de que iba a ser la última vez que hiciera el amor con Leónidas Marakaios.
Momentos después, él se despojó de la camisa y ella clavó la mirada en sus abdominales perfectos y en la fina línea de vello oscuro que desaparecía abajo. Acto seguido, se desabrochó el cinturón y se quitó los vaqueros y los calzoncillos.
Ahora estaba tan desnudo como ella, y no menos excitado.
Rápidamente, le apretó la espalda contra el frío cristal del balcón y llevó las manos a sus nalgas. Margo se apoyó en ellas y cerró las piernas alrededor de su cintura. No quería esperar. No quería caricias ni palabras afectuosas. Quería sentirlo dentro y, cuando él la penetró, ella empujó para que llegara hasta el fondo.
Durante unos instantes, se sintió como flotando entre dos mundos, atrapada entre el deseo y la consciencia de lo que hacían. Luego, la tensión y la presión que iban creciendo en su interior formaron una especie de tornado que tomó el control de todo su ser. Y entonces, al borde del momento culminante, él la miró a los ojos y dijo, con firmeza:
–No me olvidarás.
Margo no se lo habría podido discutir. Era cierto. Pero el clímax, que los alcanzó a los dos casi al mismo tiempo, la dejó tan temblorosa y abrumada que ni siquiera fue capaz de hablar cuando él se apartó y se empezó a vestir.
Un minuto más tarde, Leo se dirigió a la salida.
No dijo nada. No volvió la cabeza. Sencillamente, salió de la habitación y la cerró sin hacer ruido.
Margo se deslizó hasta el suelo, sintiendo aún las últimas oleadas de placer.
Parecía imposible, pero Leo se había marchado.
AL llegar a la calle, Leo se llevó una mano al bolsillo, sacó la cajita forrada de terciopelo y la tiró en la papelera más cercana. Era un objeto demasiado valioso para tirarlo, pero no soportaba la idea de llevarlo consigo.
Respiró hondo y se pasó una mano por el pelo, intentando refrenar las emociones que habían estado a punto de hacerle perder el control. Todo el control. Pero Margo había salido para siempre de su vida, y no volvería a pensar en ella.
Además, ni siquiera podía decir que estuviera enamorado. No le había ofrecido el matrimonio por amor, sino porque había tomado la decisión de casarse y Marguerite Ferrars era la mejor candidata. A fin de cuentas, se llevaban muy bien.
Seis meses antes, cuando su hermano Antonios dimitió de su puesto de presidente de Marakaios Enterprises y le dejó la empresa a él, Leo se sintió el hombre más afortunado del mundo. Era lo que siempre había querido. Por fin tenía lo que su padre le había negado una y otra vez en favor de Antonios.
Sin embargo, eso ya no importaba. Su madre había fallecido recientemente, y su padre llevaba diez años muerto. Su familia se reducía ahora a sus hermanas y a Antonios, con quien había hecho las paces. Y, de repente, sintió la necesidad de sentar cabeza, casarse y fundar su propia dinastía.
Pero Margo no quería tener hijos.