Lejos en la pradera - Vidal Fernández Solano - E-Book

Lejos en la pradera E-Book

Vidal Fernández Solano

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La confrontación es inminente en el mundo de los Grandes Espíritus. Sícathnajka, el Lobo Osucuro, pretende abrirse camino hasta el mundo de los vivos. La sangre humana inundará la pradera en caso de que así ocurra. Shunmanítu, el Espíritu del Lobo Blanco, llega hasta Pequeña Flor, una niña perteneciente a la tribu de los Nube Clara, para tratar de impedirlo. A través de una serie de sueños futuros y visiones que la niña a penas puede interpretar, Pequeña Flor deberá, acompañada por una variopinta comitiva, llegar hasta la aldea de los hostiles Serpiente de Cascabel a fin de evitar la ceremonia que llevará al gemelo oscuro a la consecución de su propósito. "Lejos en la pradera" es la tercera, y última, novela del autor dentro del universo Hazard. Constituye, junto con "Molobo" y "En lo profundo del bosque", un viaje lleno de fantasía, intriga y horror.

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LEJOS EN LA PRADERA

LEJOS

EN LA

PRADERA

Vidal Fernández Solano

Primera edición. Septiembre 2022

© Vidal Fernández Solano

© Editorial Esqueleto Negro

© Diseño de portada DG Angélica McHarrell

www.mcharrell.com

www.esqueletonegro.es

[email protected]

ISBN Digital 978-84-126011-5-2

Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

ÍNDICE

Preludio

Abuela

Primer interludio

Comienzo

Regalo de bodas

Segundo interludio

Un sueño y una pesadilla

La reunión de los clanes

Garza

El Soñador

Tercer interludio

Cruce de caminos

Cuarto interludio

La Montaña Sagrada

Quinto interludio

Acecho

El futuro (I)

Último amanecer

El futuro (II)

En la cueva

El viaje

Cruce de caminos

Una idea terrible

Historias

Destino

Cuestión de tiempo

La ceremonia

Huida

Epílogo

"Una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son."

Calderón de la Barca - La vida es sueño.

Preludio

El filo argénteo del aullido escindió el aire helado en medio de la noche.

Si bien se encontraba fuera de su campo de visión, la silueta lobuna se recortaba en lo alto del peñasco contra el firmamento, limpia y oscura. Su fuerza y su valor clamaban desde allí, la llamaban, o quizás no; quizás no era sino una advertencia.

La luna clara y llena se erguía alta en un cielo helado y sin nubes. Una leve brisa septentrional cortaba el cutis para que nadie pudiese olvidar que se acercaba el solsticio de invierno. Pequeña Flor, sin embargo, corría ajena a todo ello, azotada por una maleza que semejaba enorme comparada con su corta estatura. A duras penas se escuchaba nada aparte de su propio resuello y el latido de un corazón desbocado, a pesar de lo cual sabía que no debía parar, no debía detenerse. Quizás aún podría llegar a tiempo de detenerlos, de impedir la liberación del horror. De no ser así, su sombra ya no desaparecería jamás.

Sin aliento se detuvo para escuchar una vez más. Lo único que conseguía distinguir eran las sombras de los troncos, ramas retorcidas y amenazadoras, brazos que pretendían detener su carrera en pos de un imposible. Le escocían la cara y los brazos, arañados por el latigazo de la vegetación reseca y espinosa. El dolor de sus pies desnudos y sajados resultaba insoportable, aunque desfallecer no se encontraba entre sus propósitos. Apenas recordaba cómo había llegado hasta los bosques ella sola, una niña tan joven. Extraviada tan lejos de su hogar, de la cabaña donde moraba junto a sus padres y su abuela.

«Te trajo él. Haz memoria. Él dijo que habías de ser tú y no otra. La Portadora del Sueño».

El aullido se repitió, más cercano en esta ocasión. En contra de lo que dictaba el pinchazo en el pecho retomó su carrera, sin saber muy bien qué dirección llevaba, convencida sin embargo de su correcta orientación. Sí, sabía a dónde dirigirse. No, ignoraba de qué manera había adquirido dicho conocimiento.

Al límite de sus fuerzas, pensó que sería incapaz de moverse de allí, de dar un paso más, de seguir con su cometido. Expresó un pensamiento en voz alta, como si alguien pudiese escucharla.

—Vamos, no es hora de asustarse. El Soñador te advirtió. Él depositó su confianza y su misión en ti.

«Un paso más, pequeña». Eso habría dicho su abuela. Eso dijo, al menos, cuando se encaminaron hacia la Montaña Sagrada. Su abuela, que la miraba con extraños ojos, como si supiese todo lo que había dentro de ella, como si pudiese absorber el conocimiento ancestral que le había sido confiado.

Si bien no era consciente de en qué dirección dirigía sus pasos, una revelación cayó sobre su pensamiento, tan bruscamente que casi la hizo tambalearse: un poco más adelante estaba su destino. Y no solo eso: además percibió, con toda la seguridad, que la estaban esperando, sabían que ella tenía que llegar. Un violento escalofrío sacudió su cuerpo infantil de arriba abajo. Unas cuantas lunas habían transcurrido desde el momento que cambió su vida. Sabía, y eso se lo había comunicado el propio Sapo Hablador, que había más, que una parte del Sueño aún estaba por desvelar, y también sabía que le iba a gustar bien poco aquella parte venidera. Ni a ella, ni a su gente. Solo comprendía que, llevados por la desesperación, habían iniciado algo terrible, imposible de controlar, mortal para ellos mismos. Y a ella le correspondía enmendarlo, impedir que se llevase a cabo, antes de que muchas personas muriesen. Por supuesto que no era responsable de nada, apenas una mera espectadora. Una muy especial, sí, pero apenas una niña, con todas las limitaciones que eso conlleva.

Por fin la vegetación dio muestras de empezar a clarear. Justo donde se suponía que debía ser más densa, pero entraba dentro de la lógica: un lugar perdido en medio de un inmenso bosque, tan remoto como para que nadie se atreviese a buscarlo siquiera, aún si hubiese algún hombre o mujer que sospechase de su existencia.

Tropezó con una raíz y cayó de rodillas, desgarrando otro pedazo más de su anatomía. Solo al levantarse se dio cuenta de que delante de ella ya no había árboles. Había llegado. En aquel pequeño claro, una gota en medio del Gran Agua, habían prendido una hoguera. DE un rápido vistazo barrió la escena: un brujo, cubierto con una piel de lobo rematada por las fauces del propietario original, que asomaban por encima de la cabeza del hombre mágico. Un gran guerrero, desconocido para ella, atado a un árbol, parecía dormido. Murmuraba en sueños, o puede que delirase deliraba. Quizás le habían dado algún brebaje como los que preparaba la abuela. De lo contrario estaría gritando de dolor a causa de las terribles heridas que habían infligido en su pecho, y que sangraban profusamente. Había alguna sombra más allí, aunque no podía atisbar a quién pertenecían.

En esa reunión, sin embargo, faltaba el invitado especial, y Pequeña Flor lo sabía. Ignoraba cómo debía proceder, qué debía hacer a continuación. Ya había alcanzado su destino, ¿y ahora qué?

Poco tardó en saberlo. El brujo se percató de su presencia, dijo algo dirigido a alguien que ella no supo identificar y detuvo sus cánticos mientras se aproximaba a la pequeña. Esta hizo intento de recular, pero entonces el hombre se detuvo de súbito. Abrieron mucho los ojos, llenos de espanto, y empezaron a retroceder. El invitado especial había hecho aparición, por fin.

Ahora sí, su aliento se derramó sobre Pequeña Flor, que quedó paralizada. Intentó reunir algo de valor: no había cruzado el bosque para quedarse parada, así que determinó enfrentarse a lo que fuese. Apretó lo puños y empezó a girarse.

Lo que encontró frente a sí superó sus expectativas. Aquellos ojos amarillos contenían tanta maldad que casi producía un dolor físico.

Despertó, gritando y revolviéndose bajo las mantas de piel de ciervo. La abuela, que dormía a su lado, despertó también. La aferró po0r lo hombros y la sacudió para eliminar los retazos de la pesadilla.

—¡Despierta, pequeña, es solo un sueño!

La niña paseó la vista por las paredes de madera de la choza, desorientada, hasta que se situó. Se abrazó a su abuela llorando desconsolada. Caña Cantarina la apretó contra su cuerpo, tratando de ofrecer un poco de refugio a la niña.

—Ya pasó, tranquila. Ahora hay que seguir durmiendo, falta mucho aún para que amanezca. Ven acércate a mí, así estaremos las dos calentitas. Nada te pasará a mi lado.

Pequeña Flor obedeció, segura de que iba a resultarle difícil conciliar el sueño. La abuela tenía un poco de razón: aquella noche nada malo iba a suceder. Pero se equivocaba en el resto: había sido un sueño, pero también algo más.

1

Abuela

Años antes de nacer Pequeña Flor, un niño esquelético correteaba por todas partes sin vigilancia. Sus padres habían muerto a causa de una epidemia de fiebres y vivía con un primo de su madre que le alimentaba y le daba un techo bajo el que dormir, aunque apenas se preocupaba mucho más del pequeño. Nadie recordaba su nombre verdadero hasta que un día, un grupo de mujeres cargadas con cestas de ropa se acercaron a la ribera del río en una zona llena de juncos y espadañas, donde gustaban de chismorrear a sus anchas sin ser observadas. Allí encontraron al pequeño, hablando solo, o al menos eso pensaron en un primer instante. Al acercarse y preguntarle, el crío señaló un piedra cercana. Sobre ella tomaba el sol un sapo con la mayor tranquilidad del mundo.

—Hablo con él.

Desde ese día todo el mundo le llamó Sapo Hablador. Antes incluso de pedir un sueño, ya había dado mucho que hablar entre sus convecinos.

Los Nube Clara se dedicaban al comercio desde hacía tantas generaciones que el origen de su vocación se había perdido en la memoria de la tribu. El poblado que los acogía se hallaba cerca del Padre Agua, cuyo cauce se iba haciendo más y más grande a medida que discurría hacia el sur. Mucho más allá, sus aguas se mezclaban con las del Gran Agua del sur, y en ese momento la anchura del río era inmensa; casi no se vislumbraba la orilla opuesta. Con muy poca frecuencia los mercaderes Nube Clara se aventuraban tan lejos. Rumores y leyendas se mezclaban con la realidad sobre las gentes y las criaturas que poblaban esos remotos confines: hasta el norte había llegado el eco de que el Gran Agua del sur tenía sabor salado, imposible de beber sin ponerse enfermo. Mocasín de Agua, el más próspero de los mercaderes de la tribu, relataba historias increíbles acerca de criaturas asombrosas: enormes y peligrosos lagartos llamados cocodrilos, tiburones —cuyos dientes eran piezas codiciadas para la confección de collares y amuletos— delfines y otras aún más asombrosas. Niños y mayores celebraban su regreso y escuchaban absortos sus historias alrededor del fuego en la casa común, deseosos de poder acosarle a preguntas sobre lo que había visto y traído de sus viajes.

—No hay que ser impacientes —dictaminaba el joven, encantado de ser el centro de atención—, si esta noche no podemos terminar mañana proseguiremos.

Un coro de quejas seguía a estas palabras, si bien Mocasín de Agua era tan buen narrador como comerciante. Sus viajes daban para un buen número de veladas durante las cuales la casa común se convertía en una pìña de almas, unos y otros apretujados y ávidos de emociones.

El mercader había quedado huérfano de niño, igual que el Soñador, y como él fue adoptado y criado —y cuidado y educado, en este caso— por un familiar emparentado con Montaña Azul, jefe de la tribu, quien se encontraba a punto de convertirse, además, en el Anciano que representaba al Clan de la Tierra. En él se agrupaban varias de las tribus vecinas, cuyos lazos se reforzaban mediante pactos y matrimonios acordados por las mujeres de los jefes. Estas se ocupaban, además, de organizar las cosechas de quenopodio, chayote o arándanos. Decidían qué terrenos había que desbrozar cada temporada y cómo roturar los cultivos. Cierto que los jefes tribales habían de dar el visto bueno a tales decisiones, pero en la realidad el proceso era automático y ellas eran las que llevaban las riendas.

De entre todos los hijos de Montaña Azul y Caña Cantarina, la que había heredado, sin duda, todo lo mejor de su estirpe había sido Agua Plateada. Ya en edad de pensar en un marido y una familia propia, solía llamar la atención de los solteros en la tribu por su cabello largo y sedoso, peinado en una larguísima trenza que adornaba con flores, cuentas, conchas y demás. Era una joven delgada, con una piel bronceada y unos profundos ojos negros.

Sobre ella se posaron un día —en medio de los relatos de sus correrías— los ojos de Mocasín de Agua. Y también los de Sapo Hablador, antes de verse trastornado por la Visión que le fue concedida, y mucho antes de que los acontecimientos empezaran su deriva hacia la debacle. Aún vivían tiempos de paz y de tranquilidad hasta el día en que Mocasín de Agua se detuviera, buscando reposo, en el poblado de los Serpiente de Cascabel. Es posible que, entre unas y otras circunstancias, ahí pudiera situarse el comienzo de la tragedia que habría de sobrevenir con el tiempo.

Mientras dibujaba formas en la arena húmeda, cerca de la orilla, Pequeña Flor era observada por su abuela, al día siguiente de la pesadilla. Caña Cantarina, además de ejercer las funciones de matriarca del clan y de encargarse de recolectar hierbas para confeccionar medicinas y filtros, poseía un percepción muy especial. A pesar de que durante la noche se había limitado a abrazar a su nieta cuando despertó tiritando y espantada, al levantarse había notado un cambio, un matiz imperceptible casi. Su pequeña no era la misma que se había acostado la noche anterior. Ese día apenas abrió la boca para despedirse antes de ir a jugar, cuando de normal el parloteo conseguía levantar dolor de cabeza a los adultos de la casa. Y, por añadidura, no había corrido junto a los otros niños.

La anciana había notado cómo un vacío se apoderaba de su barriga a medida que el sol se elevaba sobre las colinas. Una sensación de que algo no iba bien, de que la realidad se había torcido. Las lunas que habían transcurrido desde su viaje a la Montaña Sagrada las había pasado inquieta, temerosa de que algo similar a aquel episodio pudiese suceder. El devenir de los días había conseguido restituir la tranquilidad en ella.

Su pequeña, la razón de su vida, había abandonado la inocencia en territorio de los Pato Silbón. Una falsa sensación de engañosa tranquilidad se había instalado en su vida. Tras los incidentes de aquel viaje, durante las siguientes semanas, Pequeña Flor se vio aquejada de una enfermedad que ni siquiera pudieron aplacar las ofrendas o los rituales.

—No está con nosotros —afirmó el chamán—. Ha quedado atrapada en el mundo de los muertos. Volverá si ellos lo permiten. De lo contrario, se reunirá con los ancestros.

Día y noche la abuela permaneció junto al lecho de la niña, sintiéndose responsable por haber permitido el viaje. Su hija, Agua Plateada, insistía en relevarla.

—Yo la cuidaré, madre. No hay mucho que se pueda hacer. Ya oíste al chamán.

Pero ella se resistía a aceptar siquiera la posibilidad. Algo había sucedido allí arriba, algo muy grave. Temió perderla, si bien eso no llegó a suceder. Un día la niña regresó. Le costó reponerse, pero eso hizo. Caña Cantarina dio por sentado que todo había terminado allí, en aquella funesta expedición.

—¿Estás enferma, niña? —Caña Cantarina se acercó tan sigilosamente como sus ancianos huesos le permitieron, con la intención de espiar lo que la pequeña estaba dibujando con la ramita. Se sintió bastante decepcionada cuando Pequeña Flor no hizo ademán de borrar su obra de arte, consistente en un sol, algo que semejaba una cabaña y unas figuras que se podían identificar como ellos mismos, su familia.

Los ojos negros de la chiquilla se elevaron, cual si escrutaran las verdaderas inquietudes de su abuela.

—No, abuela, estoy dibujando.

—Eso ya lo veo. Lo que no soy capaz de adivinar es el motivo que te lleva a permanecer aquí sola cuando podrías estar retozando con los otros por ahí.

Una nueva mirada, tan llena de sabiduría como impropia de la edad de su dueña.

—En otro momento iré con ellos. Ahora no me apetecía.

—¿No quieres contarme alguna cosa? ¿Te preocupa algún asunto? A lo mejor sr trata de cuestiones que pueden resolver los adultos y no las niñas pequeñas, ¿sabes? Si me dices de qué se trata te sentirás mejor y además puede que el problema se resuelva muy rápido.

Por un momento, Pequeña Flor abrió los labios, como a punto de hablar. En su mente se vio a sí misma diciendo: «Lo que me pasa es que en aquella cueva, junto a Sapo Hablador, compartí su visión, abuela. Estuve rodeada por el mundo de los muertos, los ancestros me advirtieron. Hace un par de manos de días Shunmanitu apareció delante de mí, abuela, y me explicó unas cuantas cosas. Y los sueños comenzaron. No quieras saber de qué tratan, abuela querida, son terribles, y aún no se me ha revelado su significado. No ha venido Primer Hombre para hablarme, nada de eso. No he pedido un Sueño, soy demasiado pequeña. Pero tengo algo, abuela. Y no comprendo el mensaje que me están intentando transmitir. Tampoco sé si los que me tratan de advertir son los espíritus de los ancestros, los del bosque o es el mal que se aproxima el que trae las imágenes a mi mente. Pero tranquila, abuela, ni tú ni los demás podéis verlo, y mucho menos solucionar nada. Al menos, hasta que yo misma sepa qué hacer. Entonces te lo contaré, desde luego. A ti y a los demás. A quien haga falta para evitar el horror que apenas he conseguido vislumbrar».

—No me pasa nada, abuela. Ni me preocupa nada. Sólo que hoy no tenía ganas de correr con los otros niños. ¿Vas a ir a recolectar hierbas para tus bebedizos? ¿Puedo ir contigo?

Caña Cantarina a punto estuvo de acceder, aun sin necesidad de aprovisionarse de hierbas. Sólo por avivar la chispa de ilusión que se había encendido en el rostro de su nieta. Pero ese día los huesos le dolían más que en mucho tiempo. Ya se había preparado una cocción de hierbas, aunque el efecto se estaba demorando. «Eres ya muy vieja, querida. Quizás no tardes mucho ya en reunirte con los ancestros. Por eso el dolor no remite. Puede que sea una señal. Solo eso».

Con gran esfuerzo, la abuela se acomodó sobre una roca grande a pocos pasos. No se veía acuclillada para luego erguirse de nuevo. Con toda seguridad sería incapaz y lo último en su intención era demostrar su inutilidad delante de todos. Por supuesto se desvivirían para ayudarla, si bien se habría convertido, a los ojos de todos, en un fardo inservible. Demasiadas veces lo había presenciado y, si estaba en su mano evitarlo, retrasaría esa situación tanto como pudiera. Quizás algún mal se la llevaría de repente sin tener que soportar semejante humillación.

La abuela dio unos golpecitos en la piedra, a su lado.

—En lugar de eso, puedo contarte una historia. Quizás estés interesada en escuchar una buena, y esta lo es.

La sonrisa que iluminó la faz de la muchachita fue genuina. Dejó lo que estaba haciendo y en dos saltos ya se había acomodado junto a Caña Cantarina, deseando escuchar lo que fuese. Los cuentos de la abuela siempre resultaban interesantes y entretenidísimos. A Pequeña Flor le daban para pensar mucho rato después.

—Lista —dijo la pequeña—, ya puedes empezar.

2

Primer interludio

Al principio todo era luz. Los hombres no habían llegado a la tierra, tampoco las otras criaturas. Solo existían ellos, los gemelos, perfectos en todos los aspectos, con su plumaje iridiscente y luminoso. Vivían en armonía y disfrutaban mientras preparaban su proyecto, su idea sobre aquel mundo nuevo, maravilloso y aún vacío.

Eso es lo que iban haciendo mientras acordaban los detalles, dispuestos a poblar el mundo, animando las especies una por una, hasta que le tocó el turno al ser humano. Entonces surgió una diferencia entre hermanos. Las cualidades de aquel ser tan especial y diferente a todo lo demás que habían instalado sobre la tierra llenaron la paz entre hermanos de oscuras salpicaduras que acabaron en rencillas. Durante un instante la envidia habitó en el corazón de uno de ellos, que quiso hacer prevalecer su idea de cómo debían de ser los hombres. En ese momento, ambos se separaron y el alma de Noche Negra se quemó, al igual que su plumaje. Los cuervos, criaturas cuyo aspecto era reflejo del de los hermanos, hasta ese momento habían lucido maravillosos e indescriptibles colores en su abrigo de plumas; más se volvieron negros. Y el alma de los hombres, recién llegados a la tierra, también, de igual manera que había sucedido con el hermano que se dejó invadir por la iniquidad. El otro hermano, Cuervo de Muchos Colores, se sintió morir de pena, si bien tuvo que superarla: su misión a partir de ese momento sería cuidar de que los actos de su hermano caído en desgracia no destruyesen la obra que ambos habían elaborado con tanto esfuerzo. Encargó a sus criaturas favoritas, los cuervos, la labor de vigilar el paso entre el mundo de los vivos y el de los muertos, de acompañar a los espíritus en su retorno al Wakan Tanka, el lugar donde nacieron, de impedir que se extraviasen por el camino.

De ese modo apareció Primer Hombre, de corazón tan puro que acabó por convertirse en un Gran Espíritu cuando cruzó la frontera entre ambos mundos. Fue él, desde entonces, quien se hizo cargo de mantener el poder en el mundo, regalando sus dones a unas criaturas nobles y valientes, los lobos. Aun así, hubo de seleccionar a dos hermanos, bien distintos por su naturaleza: Shunmanitu, el Espíritu Luminoso, portador de la equidad y estabilidad además de la fortaleza y la nobleza de espíritu, y Sicathnajka, el Espíritu Oscuro, más flemático y retorcido. Desde entonces, Primer Hombre cuida de que ninguno de ellos prevalezca sobre el otro, pues así debe ser. El mundo desde entonces, oscila entre los dos hermanos, entre la luz y la oscuridad, y así será hasta el final.

Pequeña Flor se espabiló, sin darse cuenta, se había adormecido junto al cálido cuerpo de la abuela. Durante un instante, la miró con ojos muy abiertos.

—Abuela, ¿el final de esa historia es que Cuervo de Muchos Colores cuida de que los hombres no extravíen su camino?

Caña Cantarina sonrió.

—Esa historia aún no han llegado a su final. Los gemelos están en la naturaleza, cada uno como contrapeso del otro. Si miras alrededor, verás personas encantadores, tantas quizás como malas. La naturaleza se manifiesta de ambas maneras, preciosa y cruel a la vez. A veces uno puede desviar el cauce del río, como ocurrió durante el viaje que hicimos a la Montaña Sagrada, pero al final el agua siempre llega al mismo lugar.

Pequeña Flor pensó en lo acertada que estaba la abuela. Ellos habían cambiado el transcurso de los hechos, y así se lo había explicado a los demás en la tribu a su regreso, pero, como decía la abuela, el agua al final encontraba la forma de retomar su camino, y eso era, con toda probabilidad, lo que quiso comunicarle Shunmanitu y ahí estaba la explicación de sus sueños. Todo era una advertencia. El mal que habían retenido pugnaba por aflorar de nuevo y, de alguna manera, ella estaba obligada a impedirlo.

Sin embargo, sólo era una niña. No como las demás, desde luego, pero una niña. Una diminuta criatura en un mundo convulso, rodeada de adultos que tomaban decisiones erróneas, a veces sin saberlo, otras, llenos de ira o envidia. Y no podía consultar a la única persona que la habría comprendido, Sapo Hablador.

—Por eso los cuervos son negros, ¿verdad? —exclamó la pequeña, como si acabase de descubrir algo inusitado—. Por la maldad en el corazón de los hombres.

Caña Cantarina abandonó su apoyo en la roca y decidió volver a sus ocupaciones. Antes de separarse de su nieta, acarició su cabello negro y sedoso.

—Eres una niña muy lista. Mucho más de lo que parece. Y eso a veces me asusta. Nunca abandones tus propósitos, hijita. No permitas que nadie te haga desistir en tu empeño de hacer algo. Encontrarás muchos obstáculos en tu camino. Recuerda siempre estas palabras.

—¿Me llevarás contigo el próximo día que toque recolectar hierbas?

—Puedes darlo por hecho —la abuela sonrió—. Todos mis secretos serán tuyos. Muy pronto, además.

Mientras la abuela se alejaba, Pequeña Flor pensó en una persona con quien sí podía hablar. Carecía de sueños, a diferencia de ella y Sapo Hablador, si bien siempre escuchaba con mucha atención. Y comprendía. Así que decidió que era un día tan estupendo como cualquier otro para hacerle una visita.

El residuo del sueño se negaba a abandonar a Pequeña Flor. Recordaba como los ojos de su espíritu, obligado a permanecer en aquel bosque maldito, se negaron a mirar. Sus oídos inmateriales se negaron a escuchar. Su mente, infantil sobre el mundo de los vivos; sabia en el mundo de los espíritus, quiso resistirse a comprender, más no pudo.

Se negó a contemplar cómo el engendro invocado por su propia gente, tras rozar el mundo de los vivos y apropiarse de una carne y unos huesos que no eran de su propiedad, devoraba y destrozaba. Y consiguió no verlo, aunque en su cerebro aquella sabiduría ancestral le informaba cumplidamente y con todo lujo de detalles de cuanto ella no deseaba.

Se negó a escuchar y de esa manera se ahorró el terrible crujido de los huesos, quebrantados por unas fauces originarias de otro mundo. Dientes, colmillos y muelas desgarrando violentando y asesinando, pues era lo único que sabían hacer.

Y la mente que no deseaba comprender resultó permeable al conocimiento. Sabía que aquel no era sino el enviado del Gemelo Oscuro, decidido a imponer su ley sobre la de su hermano. El espíritu eternamente sumido en la negrura de su propia esencia jamás cesaba de intentarlo, mientras Cuervo de Muchos Colores se dedicaba a intentar enmendar las obras de su otra mitad. Pequeña Flor era consciente del motivo de su presencia entre los vivos, sabía que eran el miedo y la ira humanos los que habían propiciado la entrada de ese espíritu maligno y del comienzo de una estela de sangre y muerte. Una única persona podía, quizás, detener todo aquello, evitar el ritual, sortear la presencia de un mal mayor como remedio a uno ínfimo.

Mientras cerraba su percepción, en aquel claro de un bosque negro y perverso, la crudeza de una realidad que imposibilitaba su misión se hizo evidente: a pesar de todo, era apenas una niña. Una criatura invisible en un mundo de adultos, por mucho que ellos supiesen de su poder, de su capacidad de trascender la materia. Volaba de la mano de Primer Hombre, sintiendo el aire helado del norte atravesando sus ropas, y él la conducía a través de las imágenes y escenas adecuadas para hacerle llegar su mensaje: no lo permitas, niña. No dejes libre al enviado de Noche Negra.

«¿Qué puedo hacer yo?»

Su voz casi resultó audible en el mundo de los ancestros. No podía verlos, pero notaba su presencia, su inquietud. Estaban molestos, la responsabilidad última del gran problema era de los vivos, por mucho que el plan original procediese de una mente superior. Se habían olvidado de ellos, dejándose dominar por su propia cobardía, y ahora la niña no podía imaginar de qué manera detener aquello que había sido liberado.

Primer Hombre, que era quién la había arrastrado al mundo de los Sueños, volvió su mirada serena y sonriente hacia ella, infundiendo valor en su espíritu atormentado.

Tú sabes cómo. Quizás no ahora, pero llegarás a resolver el problema.

«Soy una niña. Los niños no gobiernan el mundo.»

¿Necesitas gobernar a unos adultos cegados por su propia miseria? Claro que no. Piensa bien qué hacer. Y ahora, necesito que veas algo más. Nuestro viaje aún no ha terminado.

Sintió cómo se elevaba sobre la floresta, y en ese momento no puedo evitar abrir sus sentidos. Ni en su peor pesadilla podría haber imaginado una escena similar a la que apareció delante de ella. Nada, ni mientras viajaban a la Montaña Sagrada, podía compararse con los restos de aquel banquete macabro, de aquel desastre que era la resulta de una invocación que jamás debería haberse celebrado.

Así es, pequeña, aún no se ha celebrado. Ese es tu destino: evitarlo. Vamos, el tiempo de esta visita se agota.

Tirando de la mano de la niña inmaterial, Primer Hombre la llevó hacia otra de las visiones que le estaban reservadas.

PRIMERA PARTE

3

Comienzo

No fue el caso, pero si alguien, a través de los acontecimientos posteriores, se hubiera preguntado cuándo y por qué comenzó todo, se habría tenido que remontar bastantes lunas antes del regreso de los sueños de Pequeña Flor, si bien más que un regreso fue un cambio de dirección de los mismos. Ella misma llegaría a darse cuenta de la diferencia con el tiempo.

Lo cierto es que hubo dos hechos determinantes. Nada los relacionaba, pues tuvieron lugar en lugares muy lejanos y fueron protagonizados por personas que nada sabían los unos de los otros. Pero si se arrojan dos piedras en lugares distantes de un lago, al final las ondas ocasionadas terminan por cruzarse, y en ese momento se produce una interferencia. El resultado, en el caso de las ondas, es predecible; en el caso de los seres humanos, no hay adivino en el mundo, ni médium, ni soñador, que pueda prever el resultado tras el choque de las ondas, ni siquiera los protagonistas de ellas.

La primera de esas piedras en caer al lago ocurrió al norte, dentro de la tribu de los Nube Clara. Los Observadores de Estrellas del clan de la Tierra no lo vieron venir. Los habitantes de la tribu tampoco, por mucho que llevasen años y años, desde que era apenas un crío, diciendo lo raro que era y meneando la cabeza a uno y otro lado en señal de desaprobación cada vez que Sapo Hablador hacía alguna de las suyas.

El segundo acontecimiento tuvo lugar algo más lejos, en los dominios de los Serpiente de Cascabel, una tribu guerrera, ambiciosa y agresiva, que habitaba unos territorios un poco más al norte de los Nube Clara. Sin embargo, curiosidades del destino, su aportación a la historia que desembocó en los sueños de Pequeña Flor no ocurrió en el septentrión, sino muy, muy lejos. Mucho más al sur, mientras que se dedicaban al intercambio con los Anhinga, tribu pescadora que habitaba los terrenos pantanosos allí donde el invierno no alcanzaba. Su intención distaba mucho de todo aquello que vino después, y en realidad quien arrojó la piedra fue su joven e impetuoso jefe, Puma Sanguinario. Su ansia de poder y su carácter impetuoso y poco reflexivo le llevaron a actuar como lo hizo, pensando solo en su propio beneficio y su gloria personal. Pero era el jefe, y eso le confería la prerrogativa de imponer su voluntad.

Esa voluntad fue la que acabó por torcer las cosas, junto con la desilusión de Sapo Hablador, que le llevó a lanzarse al vacío, en otra de sus atípicas reacciones.

4

Regalo de bodas

En la proa de la canoa que encabezaba el viaje comercial, un oteador escrutaba el horizonte, haciendo sombra sobre sus ojos con la mano. Varios días atrás todos los integrantes de la expedición habían notado la elevación de la temperatura, signo inequívoco de que su destino estaba a escasas jornadas de viaje.

—¿Ves algo ya? —la voz profunda e irritada del guerrero se interrumpió por una bofetada que él mismo se propinó.

—Agua —respondió el oteador—. Más y más agua, el Padre Agua es cada vez más amplio, la vegetación cada vez más profusa en la orillas, la corriente más suave y el avance más lento. Si tú estás impaciente, ni te cuento yo.

—Estos mosquitos me están comiendo vivo —respondió Tres Calaveras, el segundo al mando, hombre de confianza del jefe Puma Sanguinario.

—Eso y este sol implacable. Si no llegamos pronto al poblado Anhinga, me lanzaré al agua y haré el resto del trayecto a nado.

Una bandada de garzas se elevó al paso de las cinco canoas, cada una cargada con una docena de hombres y de la mercancía que traían para negociar el trueque. A Puma Sanguinario no le había hecho demasiada ilusión el encargo del chamán, su propio tío, que era quien decidía, de facto, sobre los asuntos de la tribu. Puma Sanguinario era huérfano, había heredado el cargo cuando su padre enfermó de unas fiebres dos veranos atrás. Un jefe demasiado joven, decían unos; demasiado inexperto, añadían otros. Aunque nadie se atrevía a elevar la voz contra el líder. Se había labrado una fama de guerrero temible y cruel en varias peleas contra tribus vecinas, y el apelativo de sanguinario se lo había ganado a pulso. Así que, más que un cabecilla venerado por sus huestes, era el miedo lo que ataba a su pueblo. Su tío, Aleteo de Invierno, hombre medicina de la tribu, meneaba la cabeza, contrariado, cuando veía cómo se gobernaba su sobrino. «Mal camino llevas», pensaba, «no serviste para aprender mis enseñanzas y tampoco sirves para gobernar a tu pueblo.

El anciano se encerraba en su choza mientras preparaba ungüentos, y veía nubes oscuras en el horizonte. A su tribu le esperaban tiempos tristes, y ese sobrino era el cargado de llamarlos. Así que un día decidió mandarle de viaje. No era tarea para un jefe, aunque al menos el joven vería otros horizontes, trataría con otras tribus diferentes y quizás volviese cambiado y maduro.

—Viajarás al sur, a la tierra de los pantanos. Los Anhinga son una tribu próspera y amigable. Su jefe, Tortuga Gris, es un hombre sabio y amigo mío.

Puma Sanguinario frunció el ceño. No dio una mala contestación a su tío por el respeto que le unía a quién le había dado todo el apoyo tras quedar huérfano, pero nada más lejos de su intención que emprender un viaje de negocios.

—Tenemos ya un mercader. Martín Pescador es el encargado de ese cometido.

Mientras machacaba una mezcla de hierbas secas y grano en el mortero, el chamán levantó un poco la vista de su tarea. Había esperado la reacción. En realidad, había esperado algo peor.

—Cierto. Te repito que quiero que vayas tú. Si se tratase solo de trocar mercancías, se lo habría dicho a él. El hecho de que seas tú el encargado ya debería decirte que hay algo más. Una cuestión demasiado relevante para encargarla a un mercader. Piensa antes de hablar, sobrino. La imprudencia no es una buena compañera.

Puma Sanguinario se acomodó mejor en el banquito donde se había sentado. El polvo que estaba preparando su tío se le estaba metiendo por la nariz y amenazaba con hacerle estornudar. Su enfado crecía como el herbazal en primavera.

—El jefe soy yo, tío. Siempre he respetado tu sabia opinión y eso no va a cambiar, pero creo que debes asumir que ya no soy un muchacho, sino un hombre adulto. Yo gobierno este pueblo. Y tú estás incluido en él.

El chamán tomó un poco de aire antes de hablar. La soberbia del joven jefe no era algo que le hubiera pillado de sorpresa, aunque Puma Sanguinario se estaba excediendo y por mala senda no suele llegarse a buen poblado. Con eso y con todo, era su sobrino y no deseaba nada malo para él. Alguna forma tendría que encontrar de hacerle entrar en razón y llevarle a ser un jefe juicioso, justo y moderado. El bien común de todos los habitantes de la aldea era igual de importante, si no más, que el de su sobrino.

—Por supuesto que eres el jefe. Y como tal deberías escuchar las razones ajenas antes de levantar un prejuicio. Ser jefe y ser equitativo deberían ser rasgos comunes, y sin embargo lo más común es que no coincidan en la misma persona. No me has preguntado el motivo de que quiera que seas tú y no otro el que lidere ese viaje.

Puma Sanguinario detestaba que le diesen lecciones a su edad, henchido del orgullo vacuo del que lo ignora casi todo, a pesar de lo cual, en contra de su costumbre, cedió. Mientras rumiaba cómo domeñar al viejo y su influencia en la tribu, se sometió a su voluntad.

—Dime, pues, cuál es ese motivo.

Aleteo de Invierno decidió guardar para sí la sonrisa que emergía en su rostro, sabedor de que el gesto irritaría a su indómito sobrino.

—Mira a tu alrededor. Somos una tribu pobre. Con el paso de las estaciones hemos ido enemistándonos con la mayoría de las tribus vecinas. No creo que haga falta hacerte saber lo necesario que es establecer lazos; la sangre ha de renovarse y las carencias de un pueblo suelen compensarse con las virtudes del de al lado. Los Anhinga están lejos, pero son receptivos. Y ricos. Necesitamos alianzas, no sólo para guerrear; también para vivir y prosperar. Insisto, echa un ojo a tu pueblo y reflexiona sobre mis palabras.

Puma Sanguinario reflexionó. Pensó en su pueblo, en su territorio y en las tribus vecinas. Lo que vieron los ojos de su mente distaba mucho de las pretensiones del anciano chamán. En seguida formó un plan. Iría al sur, sí, mas no con el encargo de su tío.

Fuera de la choza comenzó a caer una suave llovizna, preludio de la tormenta que se avecinaba. Puma Sanguinario se había propuesto algo más que unas prósperas relaciones entre tribus.

Sapo Hablador, para cuando aconteció el viaje de los Serpiente de Cascabel, ya se había convertido en una sombra que se arrastraba por la aldea, taciturno, sin intercambiar saludos ni palabras con casi nadie. Respondía, y no siempre, con monosílabos cuando le preguntaban al pasar. A veces, sí la pregunta requería una explicación más completa, devolvía un gruñido mientras continuaba su camino, cabizbajo.

Hubo un tiempo diferente en su vida, un tiempo lleno de luz. Su corazón latía con la dicha de cruzar sus pasos con los de ella cada día. Desde que el sol aparecía por encima de las colinas hasta que se ocultaba no hacía sino pensar en aquella melena negra y sedosa que se descolgaba por su espalda, o en el olor a flores que dejaba tras su paso. Una tarde se había acercado a un recodo del río, entre juncos y espadañas, que nadie conocía, o al menos nadie frecuentaba. Sapo Hablador acostumbraba a pasar horas y horas allí, contemplando el lento discurrir del Padre Agua, observando las libélulas en sus vaivenes sobre la superficie, deleitándose cuando alguna tortuga o algún pececillo sorprendían a algún insecto incauto. Era común que las ranas, sobre todo durante la primavera trepasen sobre las hojas de los nenúfares para asolearse. En una de esas ocasiones un batracio insolente y descarado hizo lo mismo, pero muy cerca de donde el joven se hallaba sentado. Sapo Hablador contuvo la respiración para no asustar a la rana, aunque daba la sensación de no estar atemorizada en absoluto. Más bien se la veía curiosa e interesada por ese humano tan peculiar, tanto como él por ella.

—¿Tú también te sientes sola?

La rana ni se movió sobre su atalaya.

—A mí no me importa andar solo por ahí. Los asuntos de la gente del pueblo nada me interesan. Excepto quizás los de una persona, ¿sabes?

Los sacos bajo la boca de la rana se hincharon un poco, más no hizo intención de regresar al agua con sus congéneres.

— Agua Plateada es perfecta.. Si la vieras… es la más bella en todo el pueblo. Cuando se ríe el sol parece brillar con más intensidad. Y lo mejor es, es…

Una mosca inoportuna se acercó demasiado a doña rana, que no desaprovechó la oportunidad para procurarse un piscolabis. Por lo demás, croó un poco y permaneció a la escucha de la perorata con que le estaban obsequiando.

—Guárdame el secreto, ¿vale? —susurró Sapo Hablador con un hilo de voz, más por la posible cercanía de alguno de sus vecinos que por una potencial indiscreción por parte de la inofensiva rana—. Creo que yo también le gusto, fíjate. Estoy preparando una sorpresa para ella, una que no podrá rechazar. Ya, ya sé que tengo que hablar con su madre; conozco bien a Caña Cantarina y sé que no pondrá objeción alguna, es una buena mujer. Y muy sabia, posee el conocimiento y la habilidad de preparar filtros y medicinas. Es muy especial, seguro que me verá con buenos ojos.

La realidad, para desgracia de Sapo Hablador, era bien distinta. No porque su futura suegra le mirase con malos ojos, ni mucho menos. La mujer del jefe observaba al muchacho con gran aflicción, llena de pesar. En efecto, su sabiduría le permitía ver más allá de las apariencias, y aquel muchacho flacucho, despistado y solitario le preocupaba en grado sumo. No por ser de la manera que era él, ni mucho menos, sino porque cuando se cruzaban y él levantaba la mirada, un escalofrío se apoderaba de la mujer. Sapo Hablador era un chico especial. «Raro», decían todos, pero esa no era la cuestión. Caña Cantarina era incapaz de precisar cuál era el problema, pero de una cosa estaba bien segura: algo iba a pasar con él, algo tan grave como importante.

Ni siquiera imaginaba ella que el joven tuviese en mente pedirle a su hija en matrimonio, pero aun así no podía evitar que la inquietud creciese en su interior a medida que las lunas y las primaveras convertían al muchacho en hombre.