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Finales de los años setenta. Chabot, una pequeña localidad rural del sur de Mississippi. Larry es un adolescente solitario y triste que se pasa todo el día encerrado en su cuarto leyendo libros de Stephen King. Su padre, dueño del taller en la carretera 11, dice que es un negado para la mecánica. Una mañana, camino del colegio, recogen en la carretera a una mujer negra y a su hijo, Silas, que, desde hace unos días, viven como refugiados en una cabaña de caza en mitad del bosque. Los dos adolescentes, pese a tenerlo todo en contra, clase, raza y modo de vida, forjan un fuerte vínculo de amistad. Sus vidas cambian la noche en que Cindy Walker desaparece y nunca vuelve a saberse de ella. Más de veinte años después, Larry, condenado al ostracismo, lleva una existencia solitaria a cargo del viejo taller de su padre. Silas ha regresado después de una prolongada ausencia y se ha convertido en el alguacil del pueblo. Cada uno lleva su vida como buenamente puede. Silas ve a Larry de vez en cuando al pasar con el coche por delante del taller de camino a cualquier otra parte. Procura que sus miradas no se crucen. Pero los dos viejos «amigos» se verán obligados a retomar el contacto y a confrontar un doloroso pasado. Los buitres han hallado en el río el cadáver descompuesto de un conocido camello de poca monta y acaba de desaparecer otra chica.
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Seitenzahl: 526
Veröffentlichungsjahr: 2022
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TOM FRANKLIN (1963) nació y se crió en Dickinson, una comunidad no incorporada del condado de Clarke, en la zona central del sur de Alabama, no muy lejos de Monroeville, hogar de Harper Lee. Alguien le dijo una vez que un pueblo es donde para el tren. En Dickinson no paraba. Apenas 300 habitantes y dos iglesias baptistas, una para negros y otra para blancos. Muchos rifles y cazadores furtivos. Mal sitio si no te gusta matar. Algo parecido al villorrio de Faulkner. Infancia de jugar en la espesura y tratar de huir con la imaginación de las cosas que sangran: cómics de Marvel y DC. Espacio: 1999 y Galáctica Estrella de Combate. Edgar Rice Burroughs y Conan el Bárbaro. Familia muy devota, pentecostales que manifiestan su fe con curaciones milagrosas y hablando en lenguas desconocidas, «todo menos la manipulación de serpientes». Franklin recuerda que para protegerse del pecado, tuvo que arrojar a las llamas su preciada colección de libros de Tarzán. En el colegio y en el instituto, malas notas. Pésimo en álgebra. Stephen King. Luego trabajos duros. Operador de maquinaria pesada en una fábrica de arena. Inspector de residuos tóxicos en una planta química. «Trabajar años como una mula para dueños millonarios de fábricas en Detroit, mal pagado, sudando, respirando polvo de sílice, junto a hombres de espaldas arruinadas que heredaron el trabajo de sus padres y que jamás consideraron la posibilidad de ir a la universidad, hombres muy dados al insulto racista». De noche empleado en el depósito de cadáveres de un hospital, de día asistiendo a clases de escritura creativa en la Universidad del Sur de Alabama. En 1998 conoce a su esposa, la poeta Beth Ann Fennelly. Al año siguiente gana el prestigioso premio Edgar Award por el relato «Furtivos» y publica su primer libro. James Franco ha comprado los derechos para adaptar al cine tres de sus obras. El tren sigue sin parar en Dickinson.
LETRA TORCIDA,LETRA TORCIDA
LETRA TORCIDA,LETRA TORCIDA
Tom Franklin
Traducción Javier Lucini
Título original:
Crooked Letter, Crooked Letter
Harper Collins Publishers, 2010
Primera edición Dirty Works: Marzo 2021
Segunda edición Dirty Works: Septiembre 2021
© Tom Franklin, 2010
© 2020 de la traducción: Javier Lucini
© de esta edición: Dirty Works S.L.
Asturias, 33 - 08012 Barcelona
www.dirtyworkseditorial.com
Traducción: Javier Lucini (gracias a Tomás Cobos González,por declarar que aquella noche estuve en su casa,y a Susie Wolf, por todo el taller y las piezas de repuesto)
Diseño de cubierta: Nacho Reig
Ilustración: © Antonio Jesús Moreno «El Ciento»
Maquetación y correcciones: Marga Suárez
ISBN: 978-84-19288-22-6
Producción del ePub: booqlab
Para Jeff Frankliny a la memoria deJulie Fennelly Trudo
«M, i, letra torcida, letra torcida, i,letra torcida, letra torcida, i, joroba, joroba, i».
Así se les enseña a los niños del Sur a deletrear MISSISSIPPI
La niña de los Rutherford llevaba ocho días desaparecida cuando Larry Ott regresó a su casa y se encontró a un monstruo esperándolo dentro.
La noche anterior había tronado sobre buena parte del sureste, riadas en los telediarios, árboles partidos por la mitad e imágenes de casas prefabricadas retorcidas y hechas pedazos. Larry, de cuarenta y un años y soltero, vivía solo en la zona rural de Mississippi, en la casa que había heredado de sus padres, aunque no acababa de hacerse a la idea. Actuaba más bien como una especie de guardés, mantenía las habitaciones limpias, atendía el correo y pagaba las facturas, encendía el televisor a las horas adecuadas y sonreía con las risas enlatadas, se ponía manos a la obra con su pedido del McDonald’s o del Kentucky Fried Chicken ante cualquier cosa que le ofreciesen los canales y luego iba a sentarse al porche mientras el día acababa de desangrarse desde los árboles del otro extremo del campo y se instalaba la noche, siempre distinta, siempre la misma.
Septiembre no había hecho más que empezar. Aquella mañana estaba de pie en el porche, con una taza de café en la mano, ya sudando un poco mientras contemplaba el resplandeciente patio delantero, el camino de acceso embarrado, la valla de alambre de espino, el campo verde y empapado que se extendía más allá, apuñalado por cardos, varas de oro, salvia azul y, en los extremos más alejados, donde empezaba el bosque, arbustos de madreselva. Había un kilómetro y medio hasta el vecino más cercano y otro más hasta la tienda del cruce, cerrada desde hacía años.
Al borde del porche, varios helechos colgaban del alero y el carrillón de viento de su madre se había enredado entre las hojas de uno de ellos como una marioneta abandonada. Dejó el café en la barandilla y se acercó a desenmarañar los delgados tubos del carrillón.
Detrás de la casa, hizo rodar las puertas del granero sobre las ruedas de cortacésped instaladas en la base. Retiró la lata de sardinas quemada del tubo de escape del tractor y la colgó de un clavo en la pared antes de subirse. Una vez acomodado en el asiento metálico, hundió un pie en el embrague y el otro en el freno, dejó el viejo Ford en punto muerto y giró la llave de contacto. El tractor, como todo lo demás, había pertenecido a su padre, un modelo 8-N con el capó curvo y los guardabarros pintados de gris y el motor y la carrocería color rojo fuego. El motor prendió y Larry lo revolucionó un par de veces tiñendo el aire de un agradable humo azulado. Retrocedió alzando el elevador y empezó a bambolearse sobre el asiento en el momento en que las enormes ruedas, lastradas con sesenta litros de agua, se pusieron a rodar sobre el terreno. El tractor se abrió paso entre las malas hierbas y las flores silvestres, espantando saltamontes empapados, abejorros, mariposas y libélulas o «médicos serpiente»1, como las llamaba su madre. El Ford proyectaba su sombra alargada hacia la valla del fondo, giró y se dispuso a bordear el campo, la alheña estaba podada a lo largo de la alambrada de púas, los árboles se erguían altos y frondosos, el extremo sur aún seguía en sombra, fresco y cubierto de rocío. Larry desbrozaba dos veces al mes de marzo a julio, pero cuando brotaban las flores silvestres de otoño, las dejaba crecer. Los colibríes migratorios pasaban por allí en septiembre, revoloteaban alrededor de la salvia azul, que parecía encantarles, y se ahuyentaban entre sí, disputándose las flores.
Al llegar al corral de las gallinas, metió la marcha atrás y retrocedió haciendo bajar el enganche del remolque. Examinó el cielo y sacudió la cabeza. Más nubes acumulándose por encima de los árboles distantes y lluvia en la atmósfera. En el cuarto de aperos, con ayuda de un cazo, vertió pienso y maíz en una lechera de plástico con la boca ensanchada. Los gránulos marrones y el polvoriento maíz amarillo desprendieron su leve olor terroso. Acto seguido, añadió un poco de grava, piedrecitas molidas para facilitar la digestión de los pollos. El corral original, que su padre había construido como regalo del Día de la Madre en algún momento perdido en la memoria de Larry, se extendía a lo largo de seis metros por el lado izquierdo exterior del granero e incorporaba un cuarto por dentro que se había habilitado como gallinero. El corral nuevo era diferente. Larry siempre había lamentado que las gallinas tuvieran que pasarse toda la vida encerradas en aquel espacio tan diminuto, tragando polvo en las estaciones secas y embarradas en época de lluvias, sobre todo cuando el campo que rodeaba la casa, algo más de dos hectáreas, no hacía más que llenarse de maleza y convocar bichos, un festín que era una lástima que los pollos no pudiesen aprovechar. Intentó dejar un par de gallinas en libertad, experimentos, con la esperanza de que no se alejaran mucho y utilizaran el gallinero para pernoctar, pero la primera se dirigió directa al bosque, se coló por debajo de la cerca y nunca más se supo de ella. La siguiente, nada más salir, fue víctima de un lince. Larry lo meditó y, al final, se le ocurrió una idea. Durante un fin de semana estival, construyó una jaula desplazable que le llegaba a la altura de la cabeza, con el suelo abierto y un juego de ruedas de cortacésped en la parte de atrás. Desmanteló la valla de su padre e instaló una nueva que ajustó a la puerta exterior del gallinero de tal manera que, cuando las gallinas salieran, entrasen en la jaula. Por las mañanas trababa la puerta interior y, si el tiempo lo permitía, se servía del tractor para arrastrar la jaula hasta el campo, cada día a una zona de hierba distinta, para que las gallinas dispusiesen de alimento fresco (insectos, vegetación) y que los excrementos que iban dejando no arruinasen la hierba, sino que la fertilizasen. A las gallinas les gustaba, no había más que verlas, y las yemas de los huevos que ponían eran prácticamente el doble de amarillas que antes, y el doble de ricas.
Salió con el pienso. Sobre los árboles situados más al norte se cernían los nubarrones como montañas ondulantes, el viento ya había empezado a alzarse y el carrillón repiqueteaba desde el porche. Pensó que lo mejor sería dejarlas dentro, así que volvió a entrar, descorrió el pestillo de madera y accedió al gallinero, con su hedor a excrementos y a polvo caliente. Cerró la puerta tras de sí, se le llenaron los zapatos de plumas. Aquel día había cuatro recelosas gallinas pardas aposentadas en las cajas de madera contrachapada, hundidas en pinocha.
–Buenos días, señoras –dijo, acto seguido abrió el grifo que había encima del viejo neumático seccionado por la mitad como un dónut rebanado en dos y, mientras se llenaba de agua, se agachó para deslizarse por la puerta que daba a la jaula con las gallinas que no estaban empollando siguiéndolo como si se hubiesen quedado atrapadas en su estela; el tractor aguardaba al ralentí al otro lado de la alambrada. Derramó el pienso de la jarra en el suelo y se quedó un momento observando cómo lo picoteaban con sus sacudidas robóticas, cloqueando, escarbando y meneando la cabeza entre excrementos moteados y plumas húmedas. Volvió al gallinero, espantó a las gallinas que estaban empollando, recogió los huevos marrones salpicados de heces y los metió en un cubo.
–Que tengan un buen día, señoras –dijo cerrando la espita del grifo antes de salir, volver a echar el pestillo de la puerta y colgar la lechera en su clavo–. Dejaremos el paseo para mañana, a ver si hay suerte.
De vuelta en la casa, se sonó la nariz, se lavó las manos y se rasuró frente al espejo del cuarto de baño, el del recibidor. Golpeó la navaja contra el borde del lavabo, los pelos se esparcieron alrededor del desagüe, más grises que negros, y entendió que, si dejaba de afeitarse, le saldría una barba tan gris como la que se solía dejar su padre, hacía treinta o treinta y cinco años, durante las temporadas de caza. Larry había sido regordete de niño, pero ahora tenía el rostro enjuto y llevaba el pelo corto y alborotado, porque se lo cortaba él mismo, lo llevaba haciendo desde antes incluso de que su madre ingresara en River Acres, una residencia de ancianos que, pese a su nombre, no estaba cerca de ningún río y estaba llena sobre todo de negros, tanto en la plantilla como entre los residentes. Él hubiera preferido algo mejor, pero no podía permitirse otra cosa. Se roció las mejillas con agua caliente y descubrió su reflejo pasando una toalla por el espejo empañado.
Allí estaba. Todo un mecánico, pero solo en teoría. Al frente de un taller de dos compartimentos en la carretera 11 Norte, un ruinoso edificio blanco de bloques de hormigón con adornos verdes. Conducía la camioneta Ford roja de su padre, un modelo de principios de los años setenta con la plataforma forrada de tablas, un vehículo con más de treinta años, apenas noventa mil kilómetros, su seis cilindros original y, salvo por unos cuantos parabrisas y algún que otro faro que había tenido que reponer, casi todas las piezas de fábrica. Tenía estribos y una caja de herramientas en la parte de atrás con llaves inglesas, llaves de tubo y trinquetes, por si tenía que acudir a alguna avería en la carretera. En la ventanilla trasera de la cabina había un soporte para rifles que sostenía un paraguas; desde el 11 de septiembre estaba prohibido exhibir armas de fuego. Pero incluso ya antes de aquello, debido a su pasado, a Larry no se le permitía tenerlas.
En su habitación, abarrotada de libros de bolsillo, se caló la gorra del uniforme y se puso el pantalón verde caqui y la camisa de algodón a juego que llevaba su nombre, LARRY, cosido en un óvalo sobre el bolsillo, la de manga corta en esa época del año. Calzaba zapatos de trabajo negros con puntera de acero, una costumbre de su padre, también mecánico. Pasó por la sartén doscientos cincuenta gramos de beicon, revolvió en la grasa los huevos que había recogido esa misma mañana, se abrió una Coca-Cola y desayunó viendo las noticias. La niña de los Rutherford seguía desaparecida. Once muchachos caídos en Bagdad. Los resultados de la liga de fútbol de institutos.
Desenganchó el móvil del cargador, ninguna llamada, se lo metió en el bolsillo delantero del pantalón, cogió la novela que se estaba leyendo, cerró la puerta a sus espaldas, bajó con cuidado los escalones mojados y chapoteó sobre la hierba hasta la camioneta. Se subió, arrancó, dio marcha atrás y salió con la lluvia ya repiqueteando contra el parabrisas. Al final del largo camino de acceso, se detuvo junto al buzón, un destartalado cascarón negro instalado sobre un poste medio vencido, con la puerta y la bandera roja de metal arrancadas desde hacía tiempo. Bajó la ventanilla para ver si le había llegado algo. Un paquete. Lo sacó, uno de sus clubes de lectura. Varios catálogos. La factura del teléfono. Dejó el correo en el asiento de al lado, metió primera y salió a la carretera. En nada llegaría al taller, subiría el portón de la fachada, sacaría el cubo de la basura, abriría las puertas de atrás y colocaría ahí en medio el ventilador para que circulara el aire. Se quedaría un rato frente a los surtidores de gasolina, por si asomaba algún coche, con la esperanza de que alguno de los mexicanos del motel de enfrente necesitase que le revisara los frenos o lo que fuera. Luego entraría en la oficina, dejaría la puerta abierta, daría la vuelta al cartel de CERRADO, cogería una Coca-Cola de la máquina del rincón y la destaparía con el abridor. Se sentaría detrás de su mesa, desde donde podía ver la carretera a través de la ventana, uno o dos coches cada media hora. Abriría el cajón inferior del lado izquierdo para apoyar los pies y se dispondría a abrir el paquete, a ver cuáles eran los «libros del mes».
Pero cuatro horas más tarde estaba de camino a casa. Había recibido una llamada en el móvil. Su madre decía que se había levantado con buen pie y se preguntaba si podría llevarle el almuerzo.
–Sí, señora –dijo él.
Aparte de la comida, quiso llevar el álbum de fotos; una de las enfermeras, la agradable, le había dicho que ese tipo de cosas la ayudaban a refrescar la memoria, a mantenerse más tiempo en contacto con la realidad. Si se daba prisa podría recoger el álbum, pasarse por el Kentucky Fried Chicken y llegar a la residencia antes del mediodía.
Le pisó fuerte, algo muy poco prudente por su parte. La policía local conocía su camioneta y lo tenían bajo estrecha vigilancia, casi siempre aparcaban junto a las vías del tren por las que pasaba a diario. Recibía pocas visitas, más allá de los adolescentes que iban a armar jaleo a medianoche y se ponían a dar vueltas en su patio, dando bocinazos y lanzando botellas de cerveza o petardos. Y de Wallace Stringfellow, por supuesto, que era su único amigo. Pero las visitas ocasionales siempre le resultaban desconcertantes, como la de ayer, la de Roy French, el inspector jefe del condado de Gerald, con una orden de registro en la mano. «Lo entiendes, ¿verdad?», decía siempre French, dándole golpecitos en el pecho con el papel. «Tengo que descartar todas las posibilidades. Eres lo que llamamos una persona de interés». Larry asentía, se hacía a un lado sin leer la orden y le cedía el paso, se sentaba en el porche delantero mientras French revisaba los cajones del dormitorio, el cuarto de la lavadora junto a la cocina, los armarios, el desván, se ponía a cuatro patas para dirigir el haz de la linterna por debajo de la casa y husmeaba en el granero asustando a las gallinas. «Entiéndeme», solía repetirle French al marcharse.
Y Larry lo entendía. Si la desaparecida hubiese sido su hija, él también se habría presentado ante su puerta. Iría a todas partes. Sabía que lo peor tenía que ser la espera, no poder hacer nada mientras tu hija seguía perdida en el bosque o encerrada en el armario de alguien, colgada de la barra con su propio sujetador rojo.
Por supuesto que lo entendía.
Aparcó la camioneta delante del porche, se bajó y dejó la puerta abierta. Nunca se ponía el cinturón de seguridad, igual que sus padres. Subió a toda prisa los peldaños, abrió la puerta mosquitera y la aguantó con el pie mientras buscaba la llave, giró la cerradura, entró en la estancia y vio una caja de zapatos abierta sobre la mesa.
Se le congeló el pecho. Se giró y vio la cara del monstruo, reconoció enseguida la máscara, era la que había tenido desde que era pequeño, la que su madre había detestado y su padre ridiculizado, una máscara gris de zombi llena de tajos sanguinolentos, remiendos de pelo encrespado y un ojo de plástico que pendía de unas hebras ensangrentadas. Quien la llevaba puesta debía de haberla encontrado en el escondite del armario de Larry que a French siempre se le había pasado por alto.
–¿Qué...? –dijo Larry.
El hombre de la máscara le interrumpió alzando la voz:
–Todo el mundo sabe lo que has hecho.
Le apuntó con una pistola.
Larry abrió las manos y dio un paso atrás cuando el hombre se le acercó empuñando el arma.
–Espera –dijo Larry.
Pero no le dio tiempo a decir que él no había secuestrado a la chica de los Rutherford la semana anterior, como tampoco a Cindy Walker hacía veinticinco años, porque el hombre siguió acercándose y le hundió el cañón en el pecho. Larry, por un momento, pudo distinguir los ojos humanos de la cara del monstruo, vio algo que le resultó familiar. Luego oyó el disparo.
Cuando abrió los ojos, estaba tendido en el suelo de cara al techo. Le pitaban los oídos. El vientre le palpitaba bajo la camisa y se había mordido el labio. Giró la cabeza, el monstruo le pareció más pequeño que antes, estaba apoyado en la pared junto a la puerta, como si le costase respirar. Llevaba guantes de jardinería de algodón blanco y le temblaban las manos, tanto la que sostenía la pistola como la otra.
–Muérete –dijo entre dientes.
Larry no sentía dolor, solo la sangre, el corazón latiéndole a toda pastilla, bombeando sin parar una sangre pulmonar de un rojo brillante que se podía oler. Algo estaba ardiendo. Tenía el brazo izquierdo inerte, pero se llevó la mano derecha al pecho, que seguía subiendo y bajando, y no pudo evitar que la sangre se le escurriese a borbotones entre los dedos y le resbalase por las costillas encharcándole la camisa. Notaba un regusto a cobre en la lengua. Tenía frío, sueño y mucha sed. Pensó en su madre. En su padre. En Cindy Walker en mitad del bosque.
El hombre apoyado en la pared se había puesto de cuclillas y lo contemplaba desde detrás de la máscara con ojos refulgentes, y Larry sintió por él una extraña indulgencia, porque al fin y al cabo todos los monstruos eran unos incomprendidos. El hombre se pasó la pistola a la otra mano, se tocó la máscara sangrienta como si se hubiese olvidado de que la llevaba puesta y se dejó un churrete rojo en la mejilla gris, una mancha de sangre real entre la sangre pintada. Llevaba los calcetines bien estirados por encima de los zapatos, unos viejos vaqueros azules deshilachados en las rodillas y una salpicadura de sangre brillante en la manga de la camisa.
Larry notaba un zumbido de crótalo dentro de la cabeza y por la cara, y se oyó a sí mismo susurrar algo parecido a: «Silencio».
El hombre de la máscara sacudió la cabeza y volvió a cambiarse la pistola de mano, ahora los dos guantes estaban manchados de rojo.
–Muérete –volvió a decir.
Y por Larry no hubo problema.
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1 En algunas regiones rurales del Sur de Estados Unidos se cree que las libélulas anuncian la presencia de serpientes, de ahí el nombre. (N. del T)
Su nombre era Silas Jones, pero la gente lo llamaba 32, por su número del equipo de béisbol, o alguacil, por su profesión. Era el único representante de las fuerzas del orden de Chabot, Mississippi, con una población, uno más, uno menos, de quinientos habitantes, al volante de un viejo Jeep con luz rotativa de quita y pon, con licencia para tres armas de fuego y un táser, poseedor de una placa que solía llevar colgada al cuello con un cordón. Aquel día, martes, después de la ronda vespertina, la placa yacía en el asiento del copiloto. Atajando por una carretera secundaria de vuelta al pueblo, miró por la ventanilla y vio que el cielo, al este, se había plagado de buitres. Docenas de manchas oscuras recortadas contra nubes aún más oscuras, como en esas fotografías de la Segunda Guerra Mundial que había visto de cargas antiaéreas estallando alrededor de bombarderos.
Pisó el freno, cambió de marcha, viró en tres puntos y enfiló por un caminito de tierra. Avanzó buscando el rastro de un perro o de un ciervo atropellado por un coche o un quad, pero lo único que encontró fue una tortuga de caja plantada al borde del camino, como un casco mojado. Podría tratarse de algo en las inmediaciones del arroyo, a poco menos de dos kilómetros montaña abajo, oculto entre los árboles. Cambió a primera, se metió en el barro, patinó y dio unos cuantos bandazos hasta que el Jeep se afianzó en las roderas. A partir de ahí, dejó el volante a su aire hasta que el camino comenzó a trazar una curva alrededor del desvío que penetraba en el bosque y tuvo que iniciar el lento proceso de frenar sobre el barro. Cuando se detuvo estaba frente a un portalón de aluminio con un cartel amarillo de PROHIBIDO CAZAR, distintivo de la Compañía Maderera Rutherford. En esa parte del condado (y en el de al lado), aquellos carteles estaban por todas partes, la acaudalada familia Rutherford era la propietaria del aserradero de Chabot y de miles de hectáreas destinadas a la explotación maderera. A veces, los altos cargos, siempre blancos, iban a cazar venados de cola blanca o pavos en parcelas exclusivas. Pero allí, en aquellas hectáreas, lo que había era, sobre todo, pinos taeda listos para ser talados, algunos con marcas de corte naranjas y otros con banderines rojos grapados.
Al bajarse del coche se le empañaron las gafas de sol. Se las quitó, se las enganchó al cuello de la camisa, se estiró, inspiró el aire caliente dejado por la lluvia y, a solas al borde de un muro de bosque, a kilómetros de cualquier parte, escuchó los chillidos de los arrendajos azules. Si quisiera, podría abrir fuego con su 45 y nada ni nadie en el mundo lo oiría, salvo algún ciervo o los mapaches. Mucho menos Tina Rutherford, la universitaria blanca de diecinueve años a la que esperaba y no esperaba encontrar bajo aquel nubarrón de buitres. Hija del propietario del aserradero, se había marchado de casa al final del verano rumbo al norte, a Oxford, a Ole Miss, la Universidad de Mississippi, donde cursaba el tercer año. Pasaron dos días antes de que su madre, preocupada, la llamara por teléfono. Cuando sus compañeras de piso confirmaron que aún no había llegado, se emitió una denuncia de desaparición. Ahora la estaban buscando todos los policías del estado, especialmente los de la zona: olvídense de todo lo demás y encuentren a esa chica.
Silas rebuscó en su manojo de llaves hasta dar con la de la etiqueta verde, abrió la verja, pasó con el coche, se detuvo al otro lado, se bajó, cerró el portalón y volvió a poner el candado.
De vuelta en el Jeep, bajó la ventanilla y se adentró entre pinos idénticos, las altas y húmedas dulcamaras que crecían en mitad del camino cepillaban el capó como los rodillos de un túnel de lavado. En las zonas donde el terreno se vencía, los árboles habían inclinado airosamente el tronco como brazos con el codo flexionado. Traqueteó y derrapó deseando a medias quedarse atascado. Dado que en su jurisdicción rural buena parte del trabajo implicaba meterse por caminos de tierra, no dejaba de solicitar al Ayuntamiento de Chabot un Bronco nuevo. Pero como tampoco dejaba de recibir negativas, tenía que conformarse con aquella vieja chatarra que, en otra vida, había sido un vehículo de Correos; aún podía leerse un desvaído SERVICIO POSTAL DE EE.UU. en la pequeña compuerta trasera.
La radio crepitó: «¿Vienes o qué, 32?».
Voncille. Si Silas era la fuerza policial de Chabot, ella era el Ayuntamiento.
–Imposible, señora Voncille –dijo él–. Hay algo que tengo que comprobar antes por aquí.
Ella suspiró. Si él no se presentaba a su hora, tendría que ser ella la que se pusiera el chaleco naranja para dirigir el tráfico en la entrada del aserradero durante el primer cambio de turno.
–Esta me la debes –dijo ella–. Me acabo de arreglar el pelo.
Mensaje recibido, se prendió la radio al cinturón y negó con la cabeza ante la perspectiva de lo que se disponía a hacer con sus botas de cuero buenas.
Redujo la velocidad a ocho kilómetros por hora. Cuando frenó al final del camino, al pie de la montaña, el Jeep siguió deslizándose por su propio tobogán de barro. Giró solo, él lo acompañó con el volante y al momento logró detenerlo. Agarró el sombrero vaquero del asiento de al lado, se bajó, presionó la puerta contra los árboles para colarse entre los troncos y descendió la pendiente clavando los talones en la húmeda hojarasca; en un momento perdió pie y tuvo que agarrarse a una enredadera que hizo que se le viniera encima lo equivalente a un cubo de agua. El terreno allí abajo era más bonito, al ser demasiado escarpado para la tala, había otros árboles, aparte de pinos. Los troncos estaban ennegrecidos por la lluvia, algunos decorados con estantes de hongos o cubiertos de musgo. A medida que descendía, el aire se volvía más fresco y, al llegar al fondo, se sacudió los hombros y escurrió el agua acumulada en el sombrero, ahora el trópico de la montaña quedaba a sus espaldas, con su olor a lluvia y a gusanos, el goteo de los árboles, el aire cargado, como si acabara de caer un rayo, las ardillas lanzándose a través de las zonas de cielo visibles, el tamborileo de un pájaro carpintero unos cuantos valles más allá y el chillido de un picomarfil.
Se abrió paso a lo largo de la orilla, importunando a las ranas toro entre las espadañas y los juncos. Pensó que el arroyo Cane era más bien un cenagal. Apenas se movía, lo único que agitaba sus aguas de color mora eran las estelas de las ranas, las burbujas que emergían del fondo y el blup-blup de los peces. Entre las hojas flotantes y las ramas negras, en los recodos y los meandros, se acumulaban botellas de alcohol y latas de cerveza descoloridas, con sus correspondientes reflejos, y se preguntó quién demonios querría ir hasta allí a tirar basura. Volvió a abanicarse la cara, los insectos, como aviones de juguete, se propulsaban enloquecidos desde las altas ramas. Se dijo que podía tratarse de un lince. Que había bajado a morir al arroyo. El viejo instinto: si estás herido, dirígete al agua.
Pensó en su madre, muerta ocho años atrás. La época en que los dos vivían en una cabaña de caza situada en la propiedad de un hombre blanco. Sin agua, sin electricidad, sin gas. Llevaban menos de una semana ocupándola ilegalmente cuando, justo al anochecer, se les presentó en el porche un gato al que le faltaba una oreja y tenía el escroto del tamaño de una nuez. Lo espantaron, pero por la mañana se lo volvieron a encontrar tendido en los escalones con un ratón espasmódico entre sus fauces. «Ay, Señor –dijo su madre–, este gato está solicitando un puesto de trabajo». Lo contrataron en el acto y el animal se acabó instalando en la cama de su madre donde, según ella, le calentaba los pies. Unos meses más tarde, abandonaron la cabaña y el gato se mudó con ellos. Disfrutarían de su compañía durante años pero luego, justo antes de que él se fuera a cursar su último año a Oxford, el gato desapareció. En el momento en que Silas se dio cuenta, su madre le informó de que ya hacía casi un mes que se había largado.
–¿A dónde?
–Se ha ido, sin más, cariño –dijo ella.
–¿Sin más?
Su madre estaba lavando la ropa en el fregadero, todavía llevaba en la cabeza la redecilla del trabajo.
–Para morir, Silas –le dijo–. Cuando a un animal le llega la hora, se va para morir.
Al avanzar, el sotobosque empezó a despejarse, el aire se volvió más cálido, más húmedo y, de pronto, los árboles desplegaron sus brazos hacia el alto cielo blanco, un estallido de troncos incandescentes, bancales de setas humeantes y nubes de jejenes, hojas empapadas, relucientes como espejos, y el entramado resplandeciente de una telaraña. Un mosquito le pasó zumbando junto a la oreja, Silas se puso a darse manotazos en los brazos y en el cuello, aceleró el paso, las hojas se le pegaban a las botas, notó una cierta aspereza en el aire, al momento, el olor dulzón de la podredumbre.
A unos cincuenta metros por delante, algo empezó a tambalearse hacia él. Se detuvo y se llevó el pulgar al cierre rápido de la pistola mientras otras cosas empezaron también a moverse, el suelo de tierra se removía y cobraba vida. Pero aquella cosa se desvió y alzó el vuelo batiendo las alas, no era más que un buitre, con las garras suspendidas, y al momento le siguieron otros, aleteando con sus cuerpos lanosos sobre el agua o alejándose con torpeza por la orilla.
El hedor se agudizó a medida que se fue aproximando al lugar donde el terreno daba paso a la ciénaga. Más abajo, la mayor parte de los buitres se alineaban en la orilla como cuervos hinchados de esteroides, con aquellos cuellos y cabezas sin plumas, algunos con caras rojas y tumorosas como de gallo, unos cambiando el peso de una garra escamosa a otra, otros con el pico abierto.
Esperó no tener que disparar a ninguno mientras avanzaba chapoteando en el barro y abanicando el aire con la mano. Llevaba ya dos años como representante de la ley en Chabot y aún no había tenido necesidad de disparar a otra cosa que no fuesen dianas. Prácticas de tiro. Nunca de verdad. Ni siquiera a una tortuga sobre un leño.
Otra de aquellas desgarbadas aves se lanzó desde la orilla, pateó la superficie del pantano quebrando su reflejo y batió las alas hasta posarse en una rama baja y nudosa a la que se aferró apretando y aflojando las garras. Se acordó de que alguien, Larry Ott, le había contado que una vez que una bandada de buitres se posaba en un árbol, ese árbol comenzaba a morirse. Podía oler el motivo. Inspiró una bocanada de fetidez y siguió adelante entre las ramas que volvían a cerrarse a su alrededor. Esquivó una enredadera baja, receloso de las serpientes. Mocasines boca de algodón, así las llamaba su madre. Cosas antiguas y malvadas, decía. Grandes y brillantes como el brazo de un varón negro, y la boca blanca como el algodón que recolecta.
Silas se quitó el sombrero. A lo lejos, tres o cuatro bultos envueltos en harapos de tela escocesa, alojados en el agua entre un horizonte de cipreses, rodillas leñosas, una bandada de buitres negros y todas las moscas del mundo. Una sombra enorme le pasó por encima y alzó la vista para comprobar que había más buitres trazando círculos en el cielo, algunos a escasa altura, sin chocarse, como si se atravesaran unos a otros, las plumas de las alas y de la cola plateadas por los rayos del sol en las puntas. Tenía la boca seca.
Aquellas aves madrugadoras llevaban ya un buen rato dale que te pego, y el calor no había sido de gran ayuda. Desde aquella distancia y teniendo en cuenta el grado de descomposición, una identificación sería imposible. Aun así, Silas sacudió la cabeza. Pulsó el botón de la radio.
Fue la tela escocesa, le diría más tarde a French.
Unos días antes, llamaron a Silas desde una zona aislada detrás de un campo de algodón ya crecido al otro lado de la carretera del vertedero. Un viejo Chevy Impala en llamas. El conductor de un camión de la basura que pasaba por allí vio el humo y lo comunicó por radio.
Silas reconoció el coche por la matrícula personalizada, se había carbonizado pero aún podía distinguirse el M&M, el mote de Morton Morrisette. Había jugado de segunda base en el equipo del instituto, cuando Silas ocupaba la posición de parador en corto. Después de graduarse, M&M se pasó doce años trabajando en el aserradero, hasta que se lesionó la espalda; ahora tenía una pequeña pensión por invalidez que, presuntamente, compensaba vendiendo hierba. Como era listo y precavido, y porque además evitaba los estupefacientes, la policía nunca le había molestado. Vigilarlo, sí: French y el inspector del departamento de narcóticos del condado se las ingeniaban para tener bajo vigilancia a todos los camellos, presuntos o declarados, de la zona, pero salvo en caso de violencia o de denuncia, o de que alguien lo delatara, tenían las manos atadas, y M&M llevaba vendiendo su marihuana a lugareños de confianza, tanto negros como blancos, desde principios de los noventa.
En cuanto al vehículo en llamas, Silas llamó a French: para cualquier cosa más grave que una simple agresión, tenía que dar parte al inspector jefe. French se presentó al momento, tomó las riendas y, en menos de veinticuatro horas, dio con una anciana que aseguraba haber visto a un hombre que coincidía con la descripción de un conocido adicto al crack en el coche con M&M. French y el inspector de narcóticos llevaban ya un tiempo vigilando a ese hombre –Charles Deacon– y aprovecharon la ocasión para obtener una orden de arresto. Pero hasta entonces no habían dado con él. Ni tampoco con M&M. Mientras Silas regresaba a sus patrullas, a la caza de intrusos en las tierras de los Rutherford, a poner multas, a dirigir el tráfico y a retirar de la carretera los animales atropellados, French se ocupó del registro de la casa de M&M y dedujo que alguien había disparado a otra persona en el salón, probablemente al propio M&M, y luego se lo había llevado. Aunque habían limpiado el lugar escrupulosamente, encontraron algunas manchas de sangre y extrajeron de la pared una bala del calibre 22, tan aplastada por el impacto que, probablemente, no serviría de nada. En cualquier caso, no dieron con el arma. En cuanto a las drogas, solo encontraron un librillo de papel de fumar Top, ni el menor rastro. A los pocos días, localizaron el sombrero de fieltro a cuadros de M&M enganchado en un árbol cerca de un arroyo a unos cuantos kilómetros de allí, en Dentonville. Pero desde la desaparición de la chica de los Rutherford, todo el mundo había dejado a Deacon en segundo plano y casi se había olvidado de M&M.
Silas estaba sentado en un tronco caído, de espaldas al viento. Incluso desde allí, al borde de la ciénaga, podía ver lo hinchada que estaba la cara de M&M, del tamaño de una almohada, y con la piel más negra que en vida, grotesca y rosácea en las zonas reventadas, los ojos y la lengua devorados, la mayor parte de la carne desgarrada por los buitres, una larga ristra de entrañas serpenteando apaciblemente en el agua.
Silas creyó oler el humo de un cigarrillo y, cuando fue a darse la vuelta, alguien le dio un toque en la espalda.
–Mierda –dijo, a punto de caerse del tronco.
Detrás de él, French dejó su equipo de investigador en el suelo.
–Buu –dijo.
–No tiene gracia, jefe.
French, antiguo guarda de caza y pesca y veterano de Vietnam, se rio mostrándole sus pequeños dientes afilados. Ya rondaba los sesenta, era alto y delgado, detrás de las gafas de sol sus ojos eran de un verde muy claro, pelo rojo y bien rapado, con bigote a juego. Tenía una cuchilla por mentón y unas orejas de soplillo que podía mover indistintamente. Decía que su apodo en Vietnam había sido «Cierva». Llevaba unos vaqueros azules y una camiseta de camuflaje metida por dentro decorada con una Glock de 9mm empuñada por una mano fornida que apuntaba al observador. A la altura del pecho ponía: TIENES DERECHO A PERMANECER EN SILENCIO, PARA SIEMPRE. La pistola que llevaba al cinto era una réplica exacta de la que estaba pintada en la camiseta.
–¿M&M? –dijo.
Silas batió la mano hacia el cadáver.
–Lo que han dejado de él los buitres y los siluros.
–¿Te has acercado?
–Ni de coña.
–Bien.
Lo que más irritaba al inspector jefe, por encima de todo, era que le alterasen la escena de un crimen. Se inclinó para examinarle de cerca la cara y sonrió.
–Si vas a vomitar, que sea río arriba, los siluros se lo comerán.
Silas lo ignoró, alzó la vista hacia lo que los árboles y el revoloteo de los buitres dejaban entrever del cielo. Pensó en M&M, de críos, cada vez que sacabas una chocolatina en el recreo, se te plantaba delante y te pedía un trozo. De no ser por los almuerzos del colegio, él y sus hermanas de ojos enrojecidos se habrían muerto de hambre.
French tomó asiento con un Camel colgado del labio inferior, se quitó las botas, las colocó sobre el tronco una al lado de la otra, se puso un vadeador de pesca y se ajustó los tirantes.
–Ojo con los cocodrilos –dijo Silas.
French aplastó el cigarrillo en el tronco, se guardó la colilla en el bolsillo de la camiseta y se puso unos guantes de látex.
–Volveré –dijo.
Se levantó y se alejó como si fuese un pescador, ni siquiera se detuvo al meter los pies en el pantano, avanzó sin cejar, hundiéndose a cada paso como si estuviese descendiendo por unas escaleras, su estela se fue deshaciendo gradualmente a sus espaldas.
En lo alto, los cuervos también trazaban círculos, Silas llevaba ya un tiempo oyendo sus graznidos, diciéndose lo que quiera que se dijesen.
Cerca del cadáver y hundido hasta la cintura, el jefe se inclinó, aparentemente imperturbable ante el olor o la imagen. Se sacó una cámara digital del bolsillo y empezó a hacer fotografías, chapoteando de un lado a otro para obtener tomas de todos los ángulos. Acto seguido, se quedó un buen rato mirando. Desde el Departamento de Caza y Pesca, había pasado a formar parte del departamento del sheriff y se lo trabajó duro para ir ascendiendo hasta su cargo actual. Se rumoreaba que podría presentarse a sheriff cuando el vigente se jubilara el año próximo.
Al cabo de unos minutos, regresó, se sentó en el tronco, encogió los hombros para bajarse los tirantes y se desprendió del vadeador a sacudidas, flexionando los pies.
–¿Está muy hondo ahí? –preguntó Silas.
French gruñó mientras se volvía a poner las botas.
–Alguien pensó que lo suficiente para deshacerse de un cadáver. Pero, con todo lo que ha llovido, ha salido a flote.
–¿Crees que su sombrero nadó hasta Dentonville?
–¿A contracorriente?
–Entonces alguien te la ha intentado colar.
–Ni lo dudes, campeón. Yo diría que estamos tratando con una inteligencia criminal superior a la media.
–Eso excluye a Deacon.
–Tal vez.
Una vez puestas las botas, French se levantó y tomó unas cuantas fotografías más desde la orilla; sacudió el paquete para extraer otro cigarrillo.
Al momento, las aves volvieron a alborotarse y un par de paramédicos y el forense salieron a trompicones de entre los árboles, dándose palmetazos en los brazos y soltando improperios. Una era Angie, una chica guapa de piel clara, pequeñita y con los pies ligeramente torcidos, con la que Silas llevaba saliendo ya unos meses, cada vez más en serio. Lo que más le gustaba de ella era su boca, siempre un poco fruncida, ladeada, siempre en movimiento, como si se estuviera bebiendo un batido invisible. También se sorbía mucho la nariz a causa de la sinusitis, y por raro que fuera, a él eso le resultaba encantador.
Tab Johnson, su compañero, el conductor de la ambulancia, era un hombre blanco mayor que ella que parecía estar siempre sacudiendo la cabeza; en aquel momento lo estaba haciendo, mientras mascaba uno de sus chicles de nicotina.
Angie se situó detrás de Silas, le rozó la espalda con el hombro y él se inclinó hacia ella pensando en la noche anterior, ella encima y con la cara hundida en su cuello, el lento movimiento de sus caderas y el roce de su aliento en la oreja. Ahora le subió la mano por la columna. Traía el olor a sus sábanas y eso hizo que, de pronto, lo que ella llamaba su «badajo» se le empezara a desperezar dentro de los pantalones. Angie se sorbió la nariz y Silas la miró por encima del hombro.
–¿Vendrás esta noche? –preguntó ella.
–Lo intentaré.
Angie apartó la mano. Llegó el forense, un joven blanco y rechoncho con las gafas en la frente y una camisa vaquera de cuello abotonado. Llevaba ya unos años ejerciendo. Había venido con Angie en la ambulancia y ahora pasó entre los dos con su maletín, le asomaban los faldones de la camisa por detrás, se plantó al borde de la ciénaga y se hizo visera con la mano.
–Lo declaro muerto. Podéis proceder –dijo.
–¡Puaj! –dijo Angie, mirando a Silas–. Ya podrías haberlo encontrado en el segundo turno.
Le sacó la lengua y se dirigió a la orilla, poniéndose una mascarilla quirúrgica y unos guantes de goma que chasquearon entre sus dedos.
En ese momento comenzaban a bajar por la pendiente la reportera que cubría la información policial y un par de ayudantes del sheriff, así que Silas aprovechó la ocasión para darse otra vuelta por los alrededores, con la esperanza de encontrar una colilla flotando o un hilo adherido a una telaraña. Y para evitar ver cómo metían los trozos en la bolsa de cadáveres.
Al cabo de un par de horas, de vuelta en la oficina, se sentó a meditar. Había dejado de ver a M&M cuando este abandonó el instituto y ahora lamentaba no haber seguido en contacto. Lo mismo podría haber hecho algo. Pero ¿a quién pretendía engañar? M&M jamás habría querido relacionarse con un alguacil. Se mostraría educado y punto. Nada de visitas amistosas. De ir a pescar, ni hablamos.
Silas estaba frente a su ordenador, borrando correos electrónicos, pero se detuvo en uno de Shannon Knight, la reportera policial, que llevaba por asunto: «Pregunta adicional». Abrió el correo y tecleó una respuesta. Aun siendo el que había encontrado el cadáver, sabía que Shannon entrevistaría también a French, y que sería a este al que citaría en el periódico.
Silas se recostó en la silla. Compartía el edificio de una sola estancia del ayuntamiento de Chabot con Voncille, la secretaria municipal; su mesa era la de la izquierda, junto a la ventana que daba a los árboles. Ella le dijo que se quedaba la que tenía buenas vistas porque llevaba allí más tiempo que él y el alcalde juntos, además ellos nunca estaban en sus mesas. A Silas no le importó. Salvo cuando se le olvidaba bajar la tapa del váter que compartían, la señora Voncille y él se llevaban bien. Eran los únicos empleados a jornada completa de Chabot, sus prestaciones las cubría el aserradero. Morris Sheffield, el alcalde a tiempo parcial, ocupaba la mesa del fondo; era agente inmobiliario y tenía una oficina en el mismo solar, enfrente. Se dejaba caer por el ayuntamiento una o dos veces al día con la corbata suelta, su BlackBerry y sus mocasines sin calcetines. Silas y él eran bomberos voluntarios y solo se veían en las reuniones mensuales de la oficina y en los incendios ocasionales.
–¿Estás bien, cariño? –preguntó Voncille, haciendo rodar la silla hacia atrás. Su escritorio estaba detrás de la pared de un cubículo que ella misma se había comprado. Tenía los ojos azules y una cara bonita y regordeta, lo miró por encima de sus gafas de lectura. Era blanca, de poco más de cincuenta, divorciada un par de veces. Su tiesa pelambrera de color rojo parecía no haberse visto afectada por su mañana dedicada a dirigir el tráfico.
–Sí, señora –dijo él–. Lo estaré.
–Pobre M&M –dijo ella–. ¿No jugasteis juntos al béisbol?
–En su día nos marcamos unos dobletes que ni el más pintado.
–¿Seguíais hablando? Me refiero a antes.
–La verdad es que no.
Ella se encogió de hombros, entendiéndolo y desaprobándolo al mismo tiempo. ¿Pero a qué otra gente veía él aparte de los demás policías y la gente que arrestaba? Solo a Angie. ¿A quién más necesitaba?
Voncille reanudó su trabajo y Silas se inclinó hacia delante. Por la ventana situada junto a la mesa, que mantenía abierta con un viejo libro de Stephen King, se veían los demás edificios de Chabot: la inmobiliaria del alcalde Mo, la oficina de correos, un banco que era más bien una cooperativa de crédito para el aserradero, el Hub, que era un establecimiento mezcla de colmado y cafetería, un supermercado IGA y una farmacia, ambos de capa caída por culpa del Wal-Mart de Fulsom. El antepenúltimo local, el Chabot Bus, era un viejo autobús escolar amarillo plantado sobre bloques de piedra que se había transformado en bar, tenía una barra al fondo y varias mesas y sillas de plástico tanto dentro como fuera. Silas solía quedar allí con Angie un par de veces a la semana para beber algo, a última hora de la tarde, cuando ya los parroquianos del aserradero se habían ido a casa. La primera vez que se encontraron allí por casualidad, cerraron el bar y luego se estuvieron dando el lote en el Jeep hasta que, en pleno fragor de la batalla, lo desembragaron y estuvieron a punto de caer rodando por el barranco antes de que a él le diera tiempo a tirar del freno de mano. Desde la fila de ventanas del autobús se veían los dos últimos edificios del pueblo, oficinas vacías con las ventanas cegadas con tablones. Silas hacía la ronda por allí cada noche para impedir que se colasen los vagabundos y los fumadores de crack. También se veía desde allí que Chabot había sido construido al borde de un barranco invadido de kudzu, esa maleza verde serpenteante con la que no había manera de acabar. Alguien seguía arrojando la basura al barranco, lo que hacía que por la noche acudieran los mapaches y los gatos salvajes, manchas de tinta que vagaban entre el follaje, veloces como espíritus.
En Chabot no había cajeros automáticos; el más cercano quedaba a dieciocho kilómetros al norte, en Fulsom. Y los teléfonos móviles funcionaban a veces sí y a veces no. Como el condado de Gerald, donde estaba permitida la venta de alcohol, limitaba con dos condados en los que imperaba la ley seca, el cómputo de conductores ebrios era bastante alto. Fulsom era la sede del condado y, con su Wal-Mart, una localidad boyante en comparación con el reducido repertorio de tiendas de Chabot. El único barbero de Chabot había muerto y su hijo había vuelto al pueblo para desmantelar el local y llevárselo pedazo a pedazo en su camioneta. Ahora el solar estaba vacante, una explosión de flores silvestres y hierbajos, y si querías cortarte el pelo te tenías que ir a Fulsom o apañártelas tú mismo con las tijeras.
Debido al barranco, todos los edificios de Chabot estaban orientados hacia el este, como un pequeño auditorio o un último bastión: por las ventanas frontales del ayuntamiento, al otro lado de la carretera y más allá de las hileras de vagones de tren y camiones cisterna, se alzaba la elevada y estruendosa ciudad del aserradero Rutherford. Tapaba los árboles que crecían detrás y abrasaba el cielo con el humo que despedía, un gigantesco cobertizo de metal detrás de otro, chimeneas con luces rojas parpadeantes, cintas transportadoras con montacargas a sus pies, camiones de troncos, grúas y arrastradoras que pitaban al recular o rechinaban sobre el serrín mientras descortezaban los troncos verdes y flexibles que, una vez cortados y procesados, o tratados con creosota, estarían destinados a la fabricación de postes. El aserradero retumbaba, crujía, chirriaba, arrojaba sus tablones, sus chispazos y su polvareda, y exhalaba sus humos dieciséis horas al día, seis días a la semana. Dos turnos de ocho horas y otro de seis de mantenimiento. Las oficinas ocupaban una estructura de madera de dos plantas situada a cien metros del aserradero, allí, entre contables, comerciales, secretarias y personal administrativo, trabajaban veinticuatro personas. Algunos hasta disponían de vehículo de empresa, enormes todoterrenos Ford F-250.
Silas no. Él no era exactamente un empleado del aserradero, así que le tocó lo que Chabot podía permitirse. Su Jeep, adquirido en una subasta, tenía cerca de treinta años. Contaba con un sistema de aire acondicionado enfisémico y un cilindro de mando con fugas, aparte de una adicción intratable al freón y al líquido de frenos. Por no hablar del aceite. El cuentakilómetros se había atascado en 231.756. Cuando se quejaba de que era un viejo vehículo de Correos, Voncille le decía: «Y da gracias, 32. Puedes darte con un canto en los dientes por que el volante esté en el lado bueno, y con eso me refiero al izquierdo».
Alrededor de la una, French llamó para decir que estaba en el Hub, al otro lado del aparcamiento. Que si quería algo.
–Joder, no –dijo Silas, el jefe se rio y colgó.
Pasados unos minutos, apareció por la puerta principal con una bolsa marrón grasienta y una Coca-Cola, se instaló en la mesa del alcalde Mo, desarrugó el borde superior de la bolsa y sacó un po’boy de ostras2.
–¿Dónde está su alteza?
Silas alzó el mentón.
–Por ahí comprando tierras.
–Roy –dijo Voncille, apoyada en el cubículo, con las fotos de sus hijos clavadas en casi toda la superficie–. No entiendo cómo puedes comer en el mismo lugar todos los días.
–Joder –dijo, masticando–, no me queda otra. He arrestado a alguien en todos los putos antros del condado. Pinches de cocina, lavaplatos, camareras, cocineros, propietarios, socios capitalistas. Marla, la cocinera del Hub, tendrá vía libre para salir de la cárcel cuando quiera, aunque la hayan encerrado por asesinato premeditado, siempre que siga dándome de comer. Porque en algún sitio tendré que zampar.
–¿Y qué pasa con Linda?
–Cuando sale del trabajo lo único que hace es apoltronarse frente a la caja tonta y empaparse de telerrealidad –dijo él sin dejar de masticar.
Tras el último bocado, hizo un gurruño con el envoltorio y lo lanzó a la papelera que había junto al escritorio de Silas. Sorbió ruidosamente el resto de la Coca-Cola, agarró sus Camel y sacó uno.
–Ni se te ocurra encender eso aquí dentro –exclamó Voncille.
French no le hizo caso y sonrió al ver cómo suspiraba y se ponía a grapar con más fuerza.
–Para tu información –le dijo a Silas–. El otro día le hice una visita a Norman Bates.
Silas puso cara de extrañeza.
–¿A quién?
–El de Psicosis –dijo Voncille–. Se refiere a Larry Ott.
French exhaló un rayo de humo.
–Siempre lo hago cuando hay algún desaparecido, sobre todo si se trata de una chica. Ya sabes. Los sospechosos habituales.
Silas frunció el ceño.
–¿Crees que Larry tuvo algo que ver con la chica de los Rutherford?
–¿Larry?
Silas se arrepintió de haberlo dicho.
–Fui con él al colegio, eso es todo. No llegamos a intimar mucho.
–No estaba en el equipo, ¿no? –preguntó Voncille.
–No. Solo leía libros.
–Libros de terror –dijo French–. Tiene la casa abarrotada.
–¿Encontraste algún cuerpo desmembrado?
–No. Me pasaré luego por su negocio. A ver si puedo asustarlo un poco más. Fui esta mañana, pero aún no había abierto.
–¿A qué hora fue eso? –preguntó Silas.
French lo pensó.
–Hará unos veinte minutos.
–¿Y no estaba abierto?
El inspector jefe negó con la cabeza.
Silas se reclinó haciendo crujir la silla y se cruzó de brazos.
–¿Sabes de alguna vez que no haya estado abierto en horario comercial?
–Tampoco pasa nada. Lleva sin tener clientes desde ni se sabe. Lo mismo da que esté abierto o cerrado.
–Sí, pero lo que yo digo es que eso nunca le ha impedido estar allí. De lunes a sábado, puntual como un reloj. Ni siquiera sale a comer, por lo general.
–Vaya, mira quién es el inspector jefe ahora –dijo French, reclinándose en la silla del alcalde. Estiró las piernas y se ajustó la cartuchera del tobillo con el otro pie–. Voncille, ¿has visto la otra película esa de Alfred Hitchcock?
–¿Cuál?
–Los pájaros.
–Hace mucho.
–Todos esos buitres y cuervos de esta mañana me la han recordado. Fuimos a verla al autocine, de críos. Cuando terminó, mi hermano pequeño va y me suelta: «¿Sabes qué? Ojalá pasara eso de verdad. Con pájaros como esos, enloquecidos. Nos agenciaríamos unos cascos de fútbol americano, un montón de armas y bien de munición, y saldríamos a la carretera a matar pájaros y a salvar gente».
Silas apenas le prestó atención. Estaba pensando en el mensaje que Larry Ott le había dejado en el contestador, poco después de su regreso al sur de Mississippi.
–Señora Voncille –dijo Silas–. Usted fue al instituto de Fulsom, ¿verdad? ¿Llegó a conocer a Larry Ott?
–La verdad es que no, cielo –dijo–. Solo lo que se decía. Iba unos cuantos cursos por detrás de mí.
El inspector le guiñó un ojo a Silas.
–¿Salió alguna vez con él, Voncille?
–Solo una vez –dijo ella–. Y nunca volví a saber de él.
French resopló.
–Eso habríamos querido.
Silas llevaba diez minutos en la carretera 11, dirección norte, cuando se dio cuenta de que se dirigía al taller de Larry Ott. Era a primera hora de la tarde, por fin había dejado de llover, la carretera estaba llena de charcos humeantes y un perro de raza irreconocible se sacudía el agua de su esponjoso pelaje. Tendría que estar en la 7, vigilando los excesos de velocidad para cumplir con su cuota semanal e incrementar un poco las arcas municipales, pero algo le reconcomía por dentro.
Habían pasado casi dos años desde la primera llamada de Larry. Silas no usaba mucho el teléfono fijo y llevaba un par de días sin percatarse de que el contestador automático estaba parpadeando.
–¿Hola? –dijo la voz cuando pulsó el botón–. ¿Hola? No sé si tengo el número correcto. Estoy buscando a Silas Jones. Perdón si me he equivocado.
Silas se quedó mirando fijamente el teléfono. Ya nadie lo llamaba Silas. Desde que murió su madre.
–¿Silas? –continuó la grabación–. No sé si te acordarás de mí, soy Larry. ¿Larry Ott? Siento molestarte, solo quería... hablar. Mi número es el 633-2046.
Silas no hizo ni siquiera el amago de tomar nota mientras Larry se aclaraba la garganta.
–Vi que habías vuelto –continuó–. Gracias, Silas. Buenas noches.
Nunca le devolvió la llamada. Si lo hubiera llamado al ayuntamiento en vez de a casa, no le habría quedado más remedio que hacerlo.
Pero entonces, en lugar de captar la indirecta, Larry volvió a intentarlo. A las ocho y media, un viernes por la noche, un par de semanas más tarde, Silas se pasó por casa para cambiarse de ropa antes de acudir a una cita. Había quedado a cenar con una chica. Antes de conocer a Angie. Cuando sonó el teléfono, descolgó y dijo: «¿Sí?».
–¿Hola? Eh, ¿Silas?
–Sí.
–Hola.
–¿Quién es?
–Soy Larry. Ott. Perdona si te molesto.
–Pues un poco sí, estaba a punto de salir. –El calor le chorreaba el pecho–. ¿Qué pasa?
Larry dudó.
–Solo quería, bueno, ya sabes, darte la bienvenida y eso. A letra torcida.
–Tengo que irme –dijo Silas y colgó.
Se quedó sentado en la cama durante media hora, con la parte posterior de la camisa pegada a la piel, recordando su infancia con Larry, lo que le hizo a Larry, cómo lo golpeó cuando dijo lo que dijo.
Silas se sentía pegajoso al volante. Desde su marcha, supo que Larry estaba condenado al ostracismo, pero no se enteró de todo lo que había sucedido hasta que regresó al bajo Mississippi.
Avanzó con el Jeep hasta situarse detrás de un camión de troncos y redujo la velocidad, el trapo amarrado al poste más largo revoloteaba ante sus ojos. Las luces traseras estaban bien, la chapa de identificación en regla. Cambió de carril, hundió el pie en el acelerador y el Jeep petardeó. Trasto de mierda. Tocó el claxon al adelantar el camión dejando a su paso un nubarrón de humo negro y el conductor le respondió con su bocina.
French tenía razón, Reparaciones Ottomotive llevaba sin tener un cliente local (en realidad, ningún cliente) desde que el padre de Larry había muerto y Larry se había hecho cargo del negocio. Silas podía dar fe: de camino a Fulsom había pasado por allí infinidad de veces y nunca había visto a nadie que hubiese parado a reparar su vehículo. Solo se veía el de Larry, aquella Ford roja. Aun así, se presentaba a diario en el trabajo, con la esperanza de que alguien de camino a otro lugar, alguien que no estuviera al tanto de su reputación, se detuviera para una puesta a punto o una revisión de frenos, con la compuerta siempre alzada y expectante, como una boca abierta.
Larry era ahora más alto, más delgado. Silas no lo había visto de cerca, pero se le veía la cara más afilada, los labios tensos. Antes, siempre llevaba la boca medio abierta, dando la impresión de que era un poco retrasado. Pero no. Era inteligente. Sabía las cosas más peregrinas. Una vez le contó a Silas que una cobra real podía llegar a alcanzar los cinco metros y levantar la mitad de su cuerpo en el aire. «Imagínatelo», le dijo. Como una gigantesca planta escamosa y oscilante venida de otro tiempo que te devora con la mirada justo antes de matarte.
Silas dejó atrás el Wal-Mart y luego la señal indicadora del distrito comercial de Fulsom. Enseguida la carretera se redujo a dos carriles y los locales comenzaron a escasear; aceras resquebrajadas, malas hierbas, edificios en venta, puertas y ventanas tapiadas. Pasó por delante de lo que antes había sido una oficina de correos. Pasó frente a una tienda de ropa que llevaba tanto tiempo sin clientes que, durante una breve temporada, se convirtió en una tienda retro sin necesidad de cambiar el stock. El edificio situado a su derecha era una antigua RadioShack, con las ventanas reventadas a pedradas o a tiros y el tejado hundido hasta tal punto que el suelo se había hecho añicos y las paredes habían empezado a ceder y a combarse. Los únicos negocios que seguían abiertos en aquella zona eran un motel barato que atendía a los que iban a echar un polvo rápido y a los obreros mexicanos, y el garaje al que se estaba aproximando, el que tenía pintado REPARACIONES OTTOMOTIVE en el lateral con letras verdes descoloridas.
La camioneta de Larry, tal y como había dicho French, no estaba en su lugar habitual, la compuerta del taller estaba cerrada. Silas redujo la velocidad. Puso el intermitente, giró hacia el aparcamiento del garaje y se detuvo junto a los surtidores de gasolina, como si quisiera repostar. Era lo más cerca que había estado del taller desde... bueno, nunca había estado tan cerca. Los dos antiguos surtidores llevaban años sin funcionar y parecían un par de robots en una cita romántica. En los números en relieve pintados de blanco sobre la cinta metálica del lector, figuraban los precios de la última vez que se habían utilizado: 0,32 la normal y 0,41 la de etanol.
Silas apagó el motor con los ojos fijos en el rectángulo de hierba muerta junto al taller donde, salvo durante la temporada que estuvo en el ejército, Larry llevaba aparcando a diario desde que dejó el instituto. La misma camioneta. Recorriendo cada día los mismos kilómetros de ida y vuelta a la misma casa. Las mismas señales de stop, los mismos semáforos. Ahora nada, hierba muerta.
Sabía que dentro del taller había una caja de herramientas roja, un gato hidráulico, camillas de mecánico apoyadas contra la pared y lámparas extensibles que colgaban del techo. De vez en cuando, al pasar en coche, Silas había visto a Larry apoyado en una escoba mirando los coches que iban y venían. Silas no despegaba la vista del frente, como si tuviera un sitio importante al que ir. Otros días, Larry sacaba la caja de herramientas con ruedas para poder observar el tráfico mientras limpiaba las llaves inglesas y los vasos con un trapo. A veces saludaba con la mano.