La Recámara del Infierno - Tom Franklin - E-Book

La Recámara del Infierno E-Book

Tom Franklin

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Beschreibung

«Y el misterio supone poder. Lo que más aterra a la gente es lo que no conoce. Si mantienes a la gente en la oscuridad, controlas la oscuridad.» TOOCH BEDSOLE, fundador de La Recámara del Infierno Alabama, 1897. Billy Waite, el sheriff del condado de Clarke, sexagenario y con treinta y tantos años de servicio a sus espaldas, harto de cabalgar por riscos y caminos y conducir hombres a la horca, ya no está para muchos trotes (su caballo tampoco). A lo único que aspira es a entregar la placa y ver la vida pasar desde su porche, en compañía de un buen cigarro y una botella de bourbon. Pero la jubilación va a tener que esperar. En los últimos días, todo se ha desquiciado. Asesinatos, edificios incendiados, gente amenazada, masacres de ganado, buhoneros desaparecidos y cercas derribadas. Se habla con temor de una banda de forajidos encapuchados. Los de la ciudad sospechan, muy convenientemente, de los aparceros mugrientos de Mitcham Beat, ahogados por las deudas y el descontento, y no dejan de espolear al sheriff para que mueva el culo y tome cartas en el asunto. Así que a Waite no le va a quedar más remedio que volver a descolgar la Marlin Modelo 93, ensillar a King, su viejo alazán patizambo, abrirse paso a batidas por el inhóspito Chaparral del Oso hasta los vastos campos de algodón, y tratar de poner fin a esa ola de terror que ya está empezando a adquirir visos de guerra, lo que, al decir de los más afectados, no es forma de inaugurar un nuevo siglo.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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LA RECÁMARA DEL INFIERNO

LA RECÁMARADEL INFIERNO

Tom Franklin

Traducción de Javier Lucini

Título original:

Hell at the Breech

William Morrow. HarperCollins Publishers, 2003

Primera edición Dirty Works: noviembre 2024

© Tom Franklin, 2003

© 2024 de la traducción: Javier Lucini

© de esta edición: Dirty Works, S. L.

Asturias, 33 - 08012 Barcelona

www.dirtyworkseditorial.com

Traducción: Javier Lucini

Diseño de cubierta: Nacho Reig

Ilustración: © Antonio Jesús Moreno «El Ciento»

Maquetación: Marga Suárez

Correcciones: Fernando Peña Merino

ISBN: 978-84-19288-50-9

eISBN: 978-84-19288-51-6

Depósito legal: B 18961-2024

Impreso en España:

Imprenta Kadmos. P. I. El Tormes

Río Ubierna, 12 – 37003 Salamanca

Para Beth Ann y para Claire

«Y los niños de Mitcham Beat quedaron advertidos de que si alguna vez oían relinchos de caballos y chirrido de cuero bueno, más les valía echar a correr y esconderse.»

The Mitcham War of Clarke County, AlabamaHARVEY H. JACKSON III, en colaboración con JOYCE WHITE BURRAGE y JAMES A. COX

ÍNDICE

NOTA DEL AUTOR

UN SACO DE CACHORROS Septiembre 1897

«ESTABA CON NOSOTROS.» Agosto 1898

I

II

III

IV

V

SOBRE EL FOSO Septiembre 1897 — julio 1898

TRABAJO SUCIO Agosto — octubre 1898

I

II

III

IV

V

VI

EN LA CULATA Noviembre 1898

I

II

III

IV

V

VI

VII

CASCOS Y EL CRUJIDO DEL CUERO BUENO 29 y 30 de noviembre, 1898

CODA

CRISTIANOS 1887 Un relato

AGRADECIMIENTOS

NOTA DEL AUTOR

Si bien es cierto que hubo una «Guerra de Mitcham» en el condado de Clarke, Alabama, en la década de 1890, que existió una banda que se hacía llamar «La Recámara del Infierno» y que se cometieron varios asesinatos, tanto por parte de ciertos miembros de la susodicha banda como de ciertos hombres que se propusieron acabar con ella, el autor se ha tomado grandes libertades a la hora de escribir esta novela. Todos los personajes son fruto de su imaginación y no representan, en modo alguno, a personas vivas ni muertas. A quien le interese saber más de estos sucesos, se le aconseja la lectura del excelente libro The Mitcham War of Clarke County, Alabama, de Harvey H. Jackson III, escrito en colaboración con Joyce White Burrage y James A. Cox.

UN SACO DE CACHORROSSeptiembre 1897

El amanecer emergió de entre los árboles, perfilando primero un tronco, luego un nudo, una hoja, el mundo que el niño se había pasado toda la noche intentando asimilar. ¿Pero qué podía ofrecerle la luz del día más allá de la vana ilusión del conocimiento? En la oscuridad, al menos, uno podía ahorrarse la simulación. A su espalda, en la cabaña en que llevaba viviendo con su hermano William desde la muerte de sus padres, comenzó el ajetreo matinal de la viuda Gates, el entrechocar de los leños en la chimenea al disponerlos en forma de tipi. Debería haber ido y hecho eso por ella.

Su voz dulce y cacareante llegó a sus oídos.

¿Hablaba sola? No, le hablaba a la perra que había tenido cachorros aquella misma noche. Comadrona a tiempo completo, la viuda la había ayudado a parir, limpiando a las crías con un paño húmedo para que la perra pudiera empujar y gemir a sus anchas, la anciana soportando sin inmutarse los mordiscos desganados que le soltaba la perra, aturdida por el dolor. El niño volvió la cabeza para oír mejor, para enterarse de lo que pudiera estar confiándole al animal, pero hablaba demasiado bajito.

«Levántate y entra en la cabaña —pensó—, échale una mano con el desayuno. Compórtate como si nada.»

Pero no. Siguió sentado con los pies en las escaleras mientras la tierra se redefinía a su alrededor, igual que el día anterior y el anterior a ese, y así hasta donde le alcanzaba la memoria, como si todos los amaneceres fuesen indistinguibles. El suelo mutaba y se crispaba con los primeros gorriones; los observó, erguidos sobre sus gráciles patitas, invisibles entre la hojarasca hasta que se movían. Recordó su regreso a casa a pie desde la reunión que había tenido lugar hacía un rato en la tienda, mirando al cielo, buscando entre las ramas el globo blanco de la luna. Qué diferente parecía el mundo de noche, cuando los árboles acechaban sombríos y descomunales, y las aves diurnas se volatilizaban a saber dónde.

Le había empezado a doler la cabeza. Se echó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas, se cubrió las orejas con las manos ahuecadas y cerró los ojos. Estaba en esa postura cuando las piernas de la viuda aparecieron a su lado.

—Macky.

Él se giró y observó sus tobillos entre los barrotes de sus dedos.

—No podía dormir.

—¿Dónde está William?

—No sé.

—Seguirá en la tienda, seguro.

Dejó un saco de arpillera a sus pies, en el suelo del porche. Se movía. En la cabaña, al otro lado de la puerta cerrada, se oyeron unos rasguños. Un gimoteo.

—¿Cuánto hace que estás despierto? —preguntó ella.

Él no podía dejar de mirar el saco.

—No sé.

—No sabes.

—Eso he dicho, abuela.

Con mano veloz, le quitó el sombrero de un revés. Él no hizo amago de recuperarlo.

—A mí no me hables en ese tono, niño, y mucho menos después de...

—Lo siento. —Las mejillas le ardían. Ella nunca le había pegado.

La anciana tendió de nuevo la mano hacia su cabeza, esta vez con dulzura, pero él se puso en pie, se apartó y se quedó en el último escalón, dándole la espalda, con la mirada clavada en el patio recién nacido que se extendía vaporoso ante ellos. Los árboles volvían a ser meros árboles, y los gorriones, gorriones.

—¿Cuántos ha tenido? —preguntó él.

—Siete. Pero el más canijo murió.

Ella tenía el saco en la mano y lo alzó para entregárselo. Él lo agarró; los sintió moverse, se oían sus lloriqueos.

—Ahogarlos es lo más rápido —dijo ella.

—Ya lo sé.

Oyó los pies de la viuda arrastrándose de vuelta a la cabaña con su bastón, y el ruido de la puerta al cerrarse. Las pezuñas frenéticas de la perra repiqueteando contra los tablones del suelo. Cuando se puso en marcha, empezó a ladrar. Apuró el paso olvidándose del sombrero y apartando el saco lo máximo posible, intentando no oírlos ni sentirlos.

Al llegar a la orilla del riachuelo, se arrodilló en la enorme losa de esquisto desde la que William y él lanzaban las cañas de pescar. La corriente transportaba hojas. El riachuelo era profundo, perfecto para tirarse de cabeza y nadar, salvo por las serpientes mocasín y las tortugas mordedoras. Una vez capturaron una tortuga caimán del tamaño de una silla de montar, tiraron de la caña pensando que habían enganchado un tronco. Al momento, la tuvieron en la orilla, mirándolos fijamente, como una roca que hubiese cobrado vida, con su caparazón óseo y dentado color verde musgo y su cabeza del tamaño del puño de un hombre adulto. No paraba de mover el hocico de un lado a otro con la boca abierta, tratando de retroceder, la masa amorfa de la lengua parecía un gusano negro. No podían permitirse el lujo de perder el anzuelo, pero recuperarlo, con la tortuga viva, se les antojaba una hazaña imposible. Tras un breve debate, decidieron volcarla y, con suma precaución, la degollaron, luego la apartaron del agua y la dejaron patas arriba. Cuando regresaron al día siguiente, descubrieron atónitos que seguía viva, agitaba agónicamente las patas retorcidas hacia el cielo y boqueaba.

El fardo latía en el suelo. Le plantó una mano encima y distinguió un cuerpecillo tembloroso a través de la tela, no más grande que un ratón de campo, las patitas, la cola, la cabeza (aún tendría los ojos cerrados, buscando con la boca las cálidas mamas violáceas de su madre). Era la cuarta camada de la perra y, hasta entonces, la anciana se había ocupado siempre de aquella tarea, al principio les contaba que le daba los cachorros a una familia de color, hasta la mañana en que la siguieron hasta el riachuelo y se toparon con la verdad. Entonces les explicó que podían permitirse alimentar a un perro por los servicios que prestaba, pero no el dispendio de sus cachorros.

Bajó los ojos hacia el riachuelo. Desde la superficie lo miró otro Mack Burke. Se sostuvieron la mirada mientras se arremangaban inversamente y empuñaban la boca del saco. Entonces hurtó la mirada y sumergió el fardo, aflojando el agarre para que el agua fría se filtrase más rápido. Esperó dos largos minutos, luego lo soltó, lo asió por debajo y lo retiró del agua, sin mirar las criaturas inertes que se llevó a flote la lenta corriente.

Se incorporó sobre la losa y su reflejo hizo lo propio, se bajaron la manga a la vez, se dieron la vuelta al mismo tiempo y se perdieron de vista. De camino a la cabaña escurrió el saco y, al llegar, lo extendió en el porche para que se secara. Recuperó su sombrero blando y, nada más abrir la puerta, la perra se precipitó junto a su muslo dando tumbos y se lanzó de cabeza al patio, provocando una desbandada de gorriones. La viuda se acercó, con las manos y las muñecas blancas de harina, y juntos miraron a la perra dar vueltas al patio, husmeando entre la hojarasca, ampliando el círculo hasta salirse de los límites del patio y dirigirse al riachuelo. A él no le hizo falta seguirla para saber que su rastreo cesaría en la orilla, que se quedaría allí plantada hasta el día siguiente, hundida hasta los hombros, tiritando, gimoteando, puede que incluso llegando a rescatar a una de las crías ahogadas, a la que transportaría entre sus fauces hasta un escondrijo cálido en mitad del bosque, donde empujaría con el hocico a esa cosa empapada y fría hacia su mama goteante, y esperaría, esperaría y esperaría.

«ESTABA CON NOSOTROS.»Agosto 1898

I

La cosecha del algodón estaba lista, quedaban tres semanas para la recolecta, ahora venían los días de espera en que los hombres se ocupaban del mantenimiento de sus aperos y daban descanso a sus mulas y sus mujeres, y tiempo para recomponerse a sus propios cuerpos.

Un viernes, al anochecer, un granjero llamado Floyd Norris estaba con sus tres hijos al amparo del tejadillo del porche de su cabaña, reparando una correa de arnés y con una pipa apagada entre los dientes. Los chavales lo observaban y, de vez en cuando, les titilaban las manos en un remedo inconsciente de los movimientos del padre. La casa reposaba sobre losas de piedra, y debajo del porche había dos perros flacos de lomo moteado tendidos en idéntica pose, con el largo hocico sobre las pezuñas delanteras. Dentro, la mujer de Norris estaba sentada en un taburete, amamantando a un bebé de cinco meses al que sostenía con un brazo mientras con el otro hacía girar el manubrio de la mantequera. Había una mosca impertinente y, cada vez que se posaba en la cabecita calva del bebé, la espantaba de un manotazo. De pronto, oyó que los perros se ponían a ladrar debajo del porche y, al estirar el cuello para atisbar entre los troncos de la pared, por donde se había desprendido el barro, se le desenganchó el bebé del pezón. En cuanto le entró el berrinche y se puso a sacudir los brazos, le reacomodó la cabeza al pecho y se le crispó la mejilla cuando el crío se reimplantó y reanudó la succión.

Lo que vio por la rendija fue a dos de los encapuchados acercándose por el campo de algodón. Avanzaban con cuidado, procurando no dañar los tallos que les llegaban a la cintura. El bebé había cerrado los ojos y ronroneaba mientras mamaba, la mosca se le había vuelto a posar en la frente. Ella dejó de batir, acercó la cara a la pared y voceó:

—¡Alvin! ¡Alfred! ¡Arnold!

En el porche, los niños miraron a su padre y luego a la pareja encapuchada que venía hacia ellos.

—Adentro —dijo Floyd, dejando a un lado la tenaza y la correa del arnés.

Los niños obedecieron, se levantaron espantando moscas, tenían el cuello sucio de tierra. Una vez dentro, su madre les dijo que se pusieran a jugar junto al hogar, pero que ojito con el caldero que hervía sobre el fuego. No despegó el ojo de la pared.

Los encapuchados superaron la sombra del granero y se detuvieron al borde del sendero que conducía a la cabaña, entre altas hileras de tupido algodón, encarándose a los perros gruñones. Venían con escopetas, aunque no hicieron amago de usarlas. Los monos que vestían eran idénticos al de Norris, pero no llevaban camisa debajo, y tenían los hombros encarnados y pelados por el sol. Uno iba sin calcetines, los tobillos blancos le asomaban por los bajos. Las capuchas eran sacas de tela con inscripciones de letras azules desleídas y desgarrones para los ojos y la boca, anudadas al cuello con un cordel y oscurecidas por el sudor.

Uno de los perros avanzó hacia ellos, de lado, con la cabeza casi a ras del suelo, el maxilar inferior vibrante por los gruñidos y los pelos del lomo erizados. Norris soltó un silbido y los perros giraron bruscamente la cabeza hacia él, se enderezaron y trotaron juntos de vuelta a la cabaña, subieron las escaleras y se plantaron donde les señaló.

—Sienta —dijo, y obedecieron, golpeteando los tablones del suelo con la cola, pero con los pelos del lomo aún erizados.

—A callar —ordenó.

Los encapuchados cruzaron el patio y se detuvieron frente a él, sostenían las escopetas con indolencia, como si hubiesen salido a cazar palomas.

—Disculpa que nos presentemos de esta guisa, Floyd —dijo uno, se le veían los dientes por el agujero de la boca.

El otro guardaba silencio, apenas una leve palpitación a la altura de la nariz. No dejaba de pinzarse la capucha con los dedos.

—¿Qué coño? —dijo Floyd—. Sobran las disculpas. Vivimos tiempos peligrosos. Si no tuviera que ocuparme de estos mozalbetes, me uniría a vosotros.

—Ya sabes por qué hemos venido.

Floyd asintió.

—¿Qué queréis que diga?

—Solo que Lev y William estuvieron aquí contigo toda la tarde. Que trajeron alcohol, empinasteis el codo a base de bien, y os dieron las tantas jugando al dominó en el porche.

—¿Quién ganó? —preguntó Floyd.

—Lev. De la puntuación exacta no te acuerdas.

—Eso puede que debilite un poco la historia. Lev juega como el culo.

Los encapuchados se miraron.

—Tendré que decir también que las fichas las trajeron ellos —dijo Floyd—. Yo no tengo.

El que hablaba se llevó la mano al bolsillo de atrás. Hizo aparecer una caja y se la lanzó a Floyd, que la atrapó al vuelo con una mano.

—Que no se te olvide —dijo el hombre.

—No —dijo Floyd—. Descuida.

El encapuchado asintió, entonces él y su compañero silencioso se dieron media vuelta y desanduvieron sus pasos por el campo de algodón.

Dentro, la mujer se desprendió el bebé con un dedo, se lo llevó al hombro y le dio unas palmaditas en la espalda. No tardó en eructar. Acto seguido, lo dejó en el suelo, donde se quedó embobado mirando el techo, agitando los brazos y pataleando. Les dijo a sus hijos que dejasen de pelearse y salió alisándose el vestido.

—Eran ellos —dijo él, abriendo la caja del dominó. Entre las fichas marfileñas había un dólar de plata. Miró hacia atrás.

—Si dices lo que te han dicho que digas, nos involucrarás a todos en sus fechorías —dijo ella.

—Será mucho peor si nos negamos, mujer. —Se agenció el dólar y se lo guardó por dentro del mono—. Ponte con la cena y mándame a los pequeños.

Ella se sombreó los ojos con una mano para ver a los encapuchados que comenzaban a confundirse a lo lejos con los tallos de algodón. Antes de adentrarse en el bosque que lindaba con el campo, hicieron un alto y miraron hacia la cabaña. Ella sintió que se le helaba la sangre. Pensó en la viuda Gates, de quien se decía que era capaz de distinguir fantasmas y solía ver gente que nadie más veía. Señalaba un campo y decía: «Ahí hay uno».

Los encapuchados ya no estaban, el bosque se los había tragado. —Maldita sea —dijo Floyd—, ¿no me has oído?

Ella le clavó la mirada en la nuca.

—Y ya te puedes ir despidiendo de eso —dijo refiriéndose al dominó, entonces se giró, entró en la cabaña y pasó por encima del bullicioso bebé de vuelta a la mantequera.

II

A lomos de su mula, Joe Anderson entró en la sombra profunda que proyectaba la fronda sobre el terraplén, el animal se hundía en la arena suelta a cada paso. Había caído una buena lluvia, y el mundo parecía rejuvenecido. La hierba se descolgaba desde lo alto del terraplén y los retoños de pino brotaban en ángulo, un trozo de cuerda mecido por el viento delataba por dónde trepaban, columpiándose, los niños. El bosque se alzaba imponente a su alrededor, tan tupido que parecía que el día se había nublado, los cuitlacoches rojizos desataban su escandalera entre los helechos y los gorriones revoloteaban por encima, el terreno parecía rajado, como pintado a brochazos, por la sombra de las agujas de pino.

Detuvo la mula y se quedó un momento parado, enlazándose las riendas con más fuerza en la mano, hasta que los dedos comenzaron a adquirir un tinte carmesí. Miró a la derecha y luego hacia arriba, hacia el borde del terraplén, desde donde lo contemplaban dos tipos acuclillados con las escopetas en reposo. Uno llevaba una capucha blanca, el otro parecía un negro, aunque de aspecto extraño, como a medio cocer.

Solo entonces se le ocurrió echar mano de su calibre doce, que llevaba amarrado a su espalda, en la silla de montar, pero cuando inició el movimiento, el negro movió el cañón de su arma y dijo: «Ojo ahí».

El encapuchado se incorporó y estiró los brazos para equilibrarse mientras se dejaba caer por el terraplén, provocando una pequeña avalancha. Al llegar al fondo, avanzó hasta el camino.

—¿Qué hay, señor Anderson?

Anderson lo miró desde su montura.

—No me hace ninguna gracia que me encañonen —dijo.

El encapuchado alzó la vista hacia su compañero, que seguía acuclillado.

—Dice que no le gusta que lo encañonen.

Sin dejar de mirar a Anderson, el de arriba se inclinó sobre el borde y dejó que se le escurriese un largo tendón de tabaco mascado desde el labio inferior. Sacudió la barbilla y el salivazo se desprendió.

—Dile que desmonte —dijo.

—Ya lo has oído —dijo el encapuchado—. Baja. Y mantén las pezuñas donde pueda verlas.

Cuando descabalgó, acorralado en el terraplén y con las manos en alto, el hombre de la cara oscura se agarró a uno de los arbolillos que afloraban en la pendiente y, produciendo una crepitación de ramas y hojas, cayó, más que descendió, hasta donde estaban. La mula lo había observado todo con aire de aburrimiento, abría y cerraba un ojo, rotaba las orejas. Soltó una dentellada violenta a un tábano, luego dio un par de pasos de tanteo y miró hacia atrás. Nadie intentó detenerla, iba arrastrando las riendas por el suelo, así que dio unos cuantos pasos más a medio trote y, finalmente, desapareció por un recodo del camino.

Los hombres la vieron marcharse, con el vaivén de la culata del calibre doce.

El de la cara oscura volvió a soltar un escupitajo.

—No muy fiable, ¿eh? En cuanto se huele problemas, se larga.

Se notaba que se había tiznado la cara, los ojos destacaban como dos agujeros de un blanco espeluznante en medio de todo aquel negro. El sudor le grababa surcos en las mejillas. El lóbulo de una oreja le brillaba por los bordes.

—¿Lev James? —dijo Anderson entornando los ojos.

El hombre se inclinó hacia él.

—El mismo —susurró—. Me repatea ir encapuchado. Me agobia.

—No tardarás en lucir la capucha del ahorcado —dijo Anderson. Señaló al fondo del camino—. Tendrás que responder de esa mula y ese calibre doce.

—Yo no me pondría tan gallito —dijo James—. Podríamos matarte ahora mismo y nadie nos podría acusar. En lo que concierne al resto del mundo, aquí mi colega y yo estamos en otro sitio, jugando al dominó. —Miró al encapuchado—. ¿Cuántas partidas hemos echado esta tarde?

—Perdí la cuenta.

—¿Y quién ganó?

—Yo.

—Hijo, mejor que le digas a este buen hombre quién ganó de verdad. Vamos a ver, Joe, si tuviera que meterle un balazo a mi colega por mentiroso, ¿estarías dispuesto a jurar que estaba contigo? ¿Serías mi coartada? Podríamos decir que estábamos cazando ardillas. Por supuesto, tendríamos que hacernos con unas cuantas, para darle credibilidad a la cosa. Podría llevarlas esta noche a tu casa, para cenar. Y que tu señora nos las fría. Luego tu hija, la mayor, y yo, podríamos darnos el lote en el porche. —Se puso a hacer gestos obscenos con la lengua y a desternillarse de risa, la capa de hollín se le agrietó en las comisuras de los labios.

Anderson se había quedado lívido.

—Basura de vuestra calaña jamás profanará mi mesa.

James se acercó y lo miró fijamente a los ojos, casi pegando su nariz a la suya.

—No estés tan seguro. Lo mismo hago que te desnudes y te dejo seco de un tiro, luego me visto con tus trapos, le echo un lazo a tu mula, me planto en tu casa y no solo profano tu mesa, sino que me pongo tibio también con tu mujer y tus hijas.

Le hundió el cañón de la escopeta bajo el mentón y lo obligó a estirar el cuello hasta que pareció que miraba al cielo. Lo hizo retroceder hasta la pared del terraplén, le cayó tierra en los hombros y en el pelo, y, sonriente, empezó a registrarle los bolsillos del pantalón, rezagándose en los genitales.

—Oye —le dijo a su socio—, tienes que venir a palpar esto, este tío la tiene minúscula. No más larga que tu meñique. Ni más gorda.

El encapuchado soltó una risotada extraña y retumbante.

James extrajo un reloj del bolsillo de Anderson, chascó la leontina y se lo guardó en su pantalón. También dio con una navaja, un portamonedas y dos arandelas de metal que lanzó al camino como si fuesen guijarros para hacer cabrillas. Luego se apartó, palmeándose los bolsillos.

Sobre sus cabezas, las nubes pasaron por delante del sol, la tierra se oscureció, las sombras de los hombres desfallecieron hasta desaparecer, fue un cambio tan abrupto que los tres interrumpieron lo que estaban haciendo para contemplar el cielo. Una bandada de cuervos empezó a convocarse en las ramas desnudas de un roble muerto, sus graznidos ganaban fuerza a medida que iban convergiendo en espiral desde el cielo, como un tornado a la inversa, tintando el árbol de negro.

—¿Qué queréis? —dijo Anderson—. Si lo que pretendéis es matarme, por Dios, hacedlo ya de una vez. No pienso postrarme.

—¿Ves? —dijo James—. Te lo dije. Aquí mi colega se apostó diez centavos a que acabarías postrándote, y yo me la jugué a que no.

Anderson bajó las manos y las entrelazó a la altura del pecho en pose de orante.

—Ey, Will —le dijo James a su socio—. Lo estás viendo, ¿no? No solo no se postra, sino que encima va y baja las manos.

El encapuchado no contestó. Estaba observando el árbol invadido de cuervos, los rezagados se infiltraban en los espacios por los que aún se adivinaba el cielo, un chaparrón incesante de córvidos abatiéndose desde las alturas.

—Joven Burke —Anderson se dirigió al encapuchado—, si eres tú el que se oculta detrás de esa máscara, te pido que pongas fin a estos insultos, me devuelvas mis cosas y me dejes ir a por mi mula. Te educaron en la fe cristiana, ¿qué estás haciendo en compañía de esta basura?

James disparó sin apuntar. Los cuervos alzaron el vuelo en estampida, desbaratando por un momento la forma del árbol. La camisa de Anderson se infló y se combó, se giró hacia la derecha, con el brazo en alto. Se miró el costado, el brazo le había empezado a temblar. Gimió y pegó los hombros a la pared del terraplén, provocando otro desprendimiento de arena que le abultó el bolsillo de la camisa. Los cuervos trazaban círculos en las alturas y graznaban a un volumen insufrible. Anderson se dejó caer. Una vez sentado en el suelo soltó una bocanada de aire.

De pronto, la luz se intensificó, sus sombras manaron de sus pies y se alargaron hacia el este, el bosque se tornó de un verde más claro. James bajó la escopeta, tiró del cerrojo y extrajo el casquillo humeante. Lo olisqueó, lo toqueteó con un dedo y se lo guardó en el bolsillo del chaquetón. Recargó, deslizó el cerrojo hacia delante, se acercó a Anderson, se arrodilló ante él y fijó la vista en sus ojos cerrados.

—Creo que se está haciendo el muerto.

Cogió un puñado de arena y se lo metió a traición en la boca; movió los labios, tenía los dientes ensangrentados.

—Hay que joderse —dijo James, agitando una mano delante de la cara del cultivador.

Anderson abrió los ojos, húmedos y más azules que antes. Miró el árbol del que habían huido los cuervos, con los labios brillantes de arena.

William Burke se quitó la capucha y echó un vistazo a la curva por donde había desaparecido la mula.

—No irás a disparar más, ¿verdad, Lev? La siguiente granja está ahí mismo.

—No.

James apoyó su arma contra la pared del terraplén y se tanteó los bolsillos en busca de la navaja. Empujó la frente de Anderson hacia atrás, exponiendo su garganta. Abrió la navaja con una sola mano.

—Espero, por tu propio bien, que la tengas afilada a conciencia —le dijo a Anderson, y deslizó la hoja entre la nuez de Adán y la barbilla, abriendo un tajo brillante del que empezó a borbotear sangre. La pechera de la camisa de Anderson se tiñó de rojo enseguida. James lo miró a los ojos, ahora abiertos como platos, y Anderson le devolvió la mirada, el pecho se le contrajo y le sonó un gorgoteo por dentro. Alzó un brazo y arremetió sin fuerza contra James. Cuando se le apagaron los ojos, James hundió la hoja de la navaja en la arena un par de veces y, una vez limpia, volvió a guardársela.

III

Billy Waite, el sheriff del condado de Clarke, estaba sentado en el porche delantero de su casa pelando una gruesa manzana verde; a su lado, sobre la barandilla, reposaba un Corona Habana humeante y, junto al puro, sus grandes pies doloridos; las punteras lustradas de las botas reflejaban el blanco resplandor de la luna. Al otro extremo del porche, las cadenas del balancín rechinaban placenteramente. Era el momento de la noche hogareña que más disfrutaba, con su mujer ya roque en la cama y él, por fin, solo. También era la época del año que más le gustaba, un clima plácido que pedía manga larga, pero no más, el aire frío hacía que se te estremeciese el cuero cabelludo, pero no hasta el punto de ponerte a tiritar.

Lo que le había dado por pensar aquella noche era algo que ya llevaba tiempo rondándole por la cabeza: sus treinta y tantos años de servicio como agente del orden lo habían alejado tan a menudo de su familia que había acabado por sentirse irremisiblemente distanciado de todos ellos, sobre todo de su mujer. Sue Alma podía pasarse todo el día cotorreando de trivialidades sin decir una sola cosa que tuviera la más mínima enjundia, o al menos algo a lo que él pudiera encontrarle un sentido. La delicadeza del bordado blanco de la colcha. Que la masa de la tarta tenía demasiada harina. Él sabía, porque en el hogar era un hombre distinto, tanto en la mesa de la cena como en la cama, que ella no entendía verdaderamente quién era él en el fondo, no conocía a la persona que cabalgaba por las veredas y los caminos clavando avisos de desahucio, que había matado a seis hombres bajo el amparo de su placa, herido a siete más y conducido a otros doce a la horca, y que podía recitar de corrido sus nombres completos y fechas de defunción cuando las horas se le hacían eternas a lomos de su caballo, o cuando el sueño se le antojaba un lujo exclusivo de la juventud. Claro que la ignorancia de Sue Alma en lo referente a su verdadero ser, era culpa de él, porque él mismo era quien había decidido no hablarle nunca de esa otra vida que vivía, de sangre y sufrimiento, de explorar los desfiladeros oscuros e inabarcables que atravesaban los corazones de algunos hombres. Incluyendo el suyo. Porque, a decir verdad, ¿cuándo era más feliz? ¿En el porche de su casa o ahí fuera, en su montura?

Ahora que su mandato de sheriff tocaba a su fin, que su viejo cuerpo sexagenario se resentía, se preguntaba qué se dirían los dos desconocidos que convivían en aquella casa una vez entregara la placa. Porque la semana anterior, al cruzar la calle, se le había ocurrido (y el pensamiento lo dejó petrificado) que si Sue Alma no conocía a su verdadero yo, lo más posible era que él tampoco conociera el de ella, la personalidad que componía de puertas adentro, entre el tintineo de la vajilla y los cubiertos, y el gramófono de manivela.

La mondadura de la manzana ya casi rozaba los tablones del suelo, una serpentina ininterrumpida, una proeza de la que se sentía muy orgulloso y con la que, en realidad, disfrutaba más que con la ingesta de la manzana, que al final no era más que masticar y tragar. Lo mismo podía decirse del puro, que había encendido con muy buena maña, pero al que solo hacía caso cuando amenazaba con apagarse y había que reanimarlo con unas caladas en las que ponía toda la fuerza de sus pulmones. Eso lo mantenía despierto, y para él no existía nada equiparable a aquellos pequeños placeres de control, una peladura de casi un metro de longitud y un buen puro llegado desde La Habana y resucitado a bocanadas de entre los muertos.

¿Era Sue Alma siquiera consciente del valor que tenían aquellas cosas para él? ¿O, en el caso de que le preguntaran, se limitaría a hacer un gesto displicente con la mano y diría: «A Billy es que le pirran las manzanas y los cigarros»?

Un poco más abajo, en el camino, un perro comenzó a ladrar; era el chucho que el cazurro de la tienda de piensos tenía siempre amarrado al poste del porche. Al momento, se le unió la pareja de sabuesos de la misma camada del director de la funeraria. En un idioma tan nítido como el inglés, previnieron a Waite de que alguien se acercaba. A caballo.

Siguió pelando la manzana, sin prisa, esperando terminar antes de que llegase la visita (siempre era a él a quien venían a ver), la mondadura ya había alcanzado el suelo. Bajó los pies de la barandilla, se fijó en que el puro había dejado de humear y giró la cabeza hacia la puerta mosquitera. Su hijo había crecido y había volado, ahora trabajaba de leñador en el condado vecino, donde cualquiera con dos dedos de frente podía sacarse un dinerillo si ponía suficiente empeño y no se gastaba el jornal en tabernas y mujeres. Por un momento, Waite extrañó al muchacho, quien, nada más oír a los perros, ya se habría calzado las botas, sin calcetines, y se habría reunido con su padre en el porche, con el pelo negro desgreñado y un revólver oculto en el hueco de la espalda, sin decir ni mu, a la espera.

Waite siempre deseó que Johnny-Earl quisiera ser su ayudante —el cargo lo designaba él mismo—, era un chico duro, independiente, de instinto agudo, leal y juicioso. Sin embargo, a Waite le llevó un tiempo entender que lo que habría sacado a Johnny-Earl de la cama, lo que le habría hecho armarse y plantarse en el porche junto a él, no era el amor a la justicia o la paz, sino el amor a su padre. El temor a perderle. En esos momentos en que Waite se ponía a mondar manzanas mientras contemplaba cómo se iban consumiendo sus puros y encontraba la calma, o cuando se escudaba detrás de un árbol, sin perder la sangre fría, mientras algún forajido chiflado trufaba de postas los matorrales que lo rodeaban apestando el aire de cordita, lo que Johnny-Earl experimentaba era pavor. Waite había intentado transmitirle, por muy empecinado que estuviese el muchacho en marcharse, que ese nerviosismo era precisamente lo que necesitaba un buen ayudante del sheriff. Se trataba de una herramienta tan tangible como el revólver o la cachiporra. La temeridad, le dijo, era la principal causa de muerte de los agentes del orden. Los más inteligentes, los que seguían vivos, eran los cautelosos, los tipos que lidiaban a diario con el miedo, del mismo modo que al cargar un arma.

Pero, incluso ya al decírselo, Waite sabía de antemano que era una argumentación perdida. Y su hijo también. Así que, hacía dos veranos, al cumplir los diecinueve, el tirón de su propia voluntad se reveló más fuerte que el de su padre y Johnny-Earl, tragándose su sentimiento de culpa, se subió al tren resoplante que partía de Whatley con dos amigos y un paquete de las famosas galletas de almendra de Sue Alma.

El visitante estaba más cerca, Waite oyó al caballo. Los perros, ya aburridos del acontecimiento, enmudecieron y se quedaron a la espera de la siguiente novedad que viniera a renovar sus ladridos. La mondadura cayó entera entre sus botas y Waite se puso en pie, dejó la manzana y la navaja sobre la barandilla, al lado del puro apagado con sus dos centímetros de ceniza. Cogió el Smith & Wesson que estaba en la mesa, debajo de una servilleta de tela, y cruzó los brazos, ocultando el revólver.

—¿Está usted seguro de que no es un cuento? —preguntó Waite. Había insuflado vida al puro, lo sostenía entre dos dedos y contemplaba el humo que se elevaba por encima de la barandilla—. En Mitcham Beat los rumores vuelan como mechones de pelo en una pelea de mujeres.

—No —dijo Ernest McCorquodale, abanicándose las mejillas con un periódico. Se había sentado al otro extremo del porche después de enlazar las riendas del caballo a la barandilla; había recorrido los quince kilómetros que había desde Coffeeville, donde regentaba una tienda—. Me lo contó uno de los granjeros a los que concedo préstamos. Un buen cristiano, de toda confianza. Vino a pagarme la mensualidad y me dijo que todo el mundo estaba al corriente de lo de Anderson. Le tendieron una emboscada a plena luz del día, ni a diez kilómetros de aquí. Esa pobre gente no tiene ni idea de qué hacer al respecto.

A Waite no le imponía la estampa santurrona que componía el mentón de McCorquodale con los labios pinzados, y le ofendía que el tendero se hubiese presentado en su casa para transmitirle esas noticias. ¿A cuántos granjeros harapientos había desahuciado en los últimos dos o tres años? Waite, en cumplimiento de su deber, se había recorrido a caballo más de la mitad del condado entregando citaciones selladas, las familias hambrientas lo miraban con sus caras churretosas y el progenitor de cada maldita prole, al recibir el papel, casi siempre le preguntaba qué ponía, porque eran analfabetos. A McCorquodale no parecía importarle una mierda que no tuvieran dónde caerse muertos.

—¿Ese buen cristiano tiene un nombre? —preguntó Waite.

McCorquodale dejó de abanicarse.

—Me hizo jurar que no lo mencionase. Si se enteran, lo matan.

—Bueno, Ernest, yo no voy a ir por ahí aireando sus secretos.

McCorquodale desvió la mirada hacia el patio.

—Es que le di mi palabra.

—¿Y no le dijo si el juez de paz de por allí tiene alguna idea acerca de quién pudo matarlo? Esa gente del campo suele actuar con bastante premura. Para cuando yo llegue ya se habrán ocupado de todo.

McCorquodale bufó.

—Es muy probable que el juez de paz sea uno de ellos.

Waite sacudió la ceniza del puro. Le habían llegado los rumores que corrían acerca de Mitcham Beat: una banda de forajidos encapuchados que asaltaban a la gente y quemaban casas y graneros. Y ahuyentaban a los negros. El juez de paz, Tom Hill, no había sido capaz de poner fin a la ola de violencia, por lo que Waite había estado aguardando el momento en que no le quedaría más remedio que tomar cartas en el asunto.

—El hecho es que la cosa se ha desmadrado —dijo McCorquodale—. Y como ciudadano contribuyente y cristiano, tengo derecho a exigir que se haga algo.

—Bien que le gusta soltar esa palabra, ¿eh?

—¿Qué palabra?

—«Cristiano» —dijo Waite—. En estos tiempos me temo que se llega más lejos siendo «contribuyente».

El tendero se puso en pie.

—Bueno, que pase una buena noche, sheriff, espero que mis palabras no hayan caído en saco roto, de lo contrario... —No concluyó la frase, dejó que la amenaza flotase en el aire como un aro de humo.

Waite lo siguió con la mirada, McCorquodale se montó en su caballo, volvió al camino y desapareció en la oscuridad reactivando el recital de los perros, solo entonces miró a la puerta, echó mano a la botella que estaba detrás de la silla, la destapó y le dio un buen tiento, luego otro más. Saldría al amanecer.

La luz azulada que precedía al alba lo encontró junto a su esposa, que roncaba suavemente, sentado al borde de la cama, casi sin haber pegado ojo, esperando a que se le distendiese la zona lumbar; el dolor le llegaba hasta los talones. Luego en calcetines ante el inodoro, esperando a que remitiera el chorro de orina nocturna. Y, por último, buscando sus gafas de leer por los estantes abarrotados de polvos de talco y aguas de colonia de Alma para, al final, irse sin ellas, dejándole a su mujer una nota escrita a vuelapluma que casi ni él mismo era capaz de descifrar. Se había despertado con resaca y dolor de cabeza, y se tomó unos polvos para atajarlo.

En el porche recuperó el puro, a medio fumar, de la víspera, descapulló la ceniza fría, se lo metió en el bolsillo del chaquetón y, con su Marlin Modelo 1893, bajó despacio los peldaños resbaladizos y se dirigió por la hierba del pastizal al establo donde King, su caballo capón de ocho años, relinchaba y soltaba vaharadas blancas y ardientes por los ollares. Waite le dio unas zanahorias, le cepilló el pelaje y le peinó la crin, luego le echó al lomo una manta de fieltro, lo ensilló, lo embridó y, por último, amarró a la silla el saco de dormir, una alforja y una funda de cuero de color castaño rojizo en la que deslizó la carabina.

Llevaba un mes sin salir, desde que rastreó a un bígamo hasta el condado de Washington, y tenía que reconocer que sentaba bien salir al amanecer con la promesa de un día cálido, las botas húmedas de rocío y los pájaros tempraneros entonando sus notas jubilosas.

Aún persistían unas cuantas estrellas cuando pasó por delante del casoplón de su primo Oscar York, el juez testamentario, y le sorprendió encontrárselo allí, bajando la escalinata entre las columnas, con un fusil. Obviamente, había estado esperando en las sombras del porche.

—Buenos días, Billy.

Waite detuvo el caballo. Las ventanas de las otras casas del camino estaban iluminadas, la gente ya estaba empezando a salir para evacuar de las verandas la lluvia acumulada durante la noche, un gallo cacareaba en alguna parte. Waite estiró las piernas apoyándose en los estribos y miró desde arriba a su primo.

—¿Qué hace tan temprano aquí fuera, señor juez?

—Pues me disponía a hacerte una visita.

Waite miró por encima del hombro de Oscar y frunció el ceño.

—No sé ni por qué me molesto en ir a mi oficina.

—¿Adónde vas?

—Un asuntillo. ¿Y ese Winchester?

Oscar escudriñó el camino en ambos sentidos. Se acercó a su primo de tal manera que el caballo quedara entre él y los árboles que bordeaban el otro lado del camino, y acarició a King por debajo de la mandíbula.

—Están asesinando a gente, es para protegerme.

—Eso está ocurriendo lejos, en el campo, Osk. Esos tipos no están tan locos como para traer sus fechorías a la ciudad.

—Quince kilómetros no es tan lejos, Billy. Y a Anderson lo pillaron mucho más cerca. No pienso correr riesgos. —Miró hacia los árboles—. Ernest me dijo que anoche se pasó a verte. Lo tengo en la habitación de invitados. En tu vida habrás oído unos ronquidos semejantes.

—Sí. Se pasó. A eso de las nueve y media, hay que joderse.

—Así que doy por hecho que te diriges allí.

Waite se retrepó en la silla.

—No me gusta que me digan cómo tengo que hacer mi trabajo, Oscar. Ni siquiera tú.

—Nadie te está diciendo nada que tú ya no sepas. La verdad es que esos tipos se han desatado desde lo de Arch Bedsole. Y todo el mundo anda diciendo lo mismo, Billy. Votantes, me refiero. Que eres demasiado viejo para hacerte cargo tú solo de una banda como esa.

Waite entrelazó las manos sobre el borrén delantero, a la espera.

—¿No crees que ya va siendo hora de que nombres a un ayudante, alguien «oficial» que te cubra las espaldas? —preguntó Oscar.

—Déjame adivinar. Ya tienes un candidato.

—Bueno. ¿Qué me dices de Ardy Grant? Ya hace cerca de un mes que volvió a casa y anda buscando trabajo. Y en lo que se refiere a disparar... Ese zopenco es capaz de volarle la cabeza a un mosquito con un revólver.

—Hace falta mucho más que saber disparar —dijo Waite—. Y no me fío de ese muchacho. —Hincó las espuelas en las costillas del caballo y Oscar se apartó. Se quedó con su fusil en medio del camino.

A los pocos minutos, Waite dejó atrás la ciudad de Grove Hill, sede del condado, que empezaba a desperezarse. El griterío de los trabajadores, el estrépito de las persianas de los escaparates, el percutir de los tacones sobre el entarimado de los porches, los relinchos y resoplidos de los caballos hambrientos en el establo y el traqueteo de los carros en la calle ancha..., todo eso se difuminó cuando el camino se volvió más angosto y empinado, y los árboles lo cubrieron, dificultándole la vista con su rumoroso follaje.

Una vez dejada atrás la herrumbre matinal, los huesos de Waite dejaron de quejarse y, a pesar de lo temprano de la hora, se encendió el puro mediado. King irguió la cabeza y empezó a apurar las zancadas, chapoteando en un charco. Dejando a su paso penachos de humo azulado que se fundían con la bruma, pasaron por delante de la desmotadora de algodón, donde el operario ya estaba montando las escalas mientras dos tipos batallaban con una mula tozuda. Un aparcero de elevada estatura al que Waite conocía lo saludó con una llave inglesa. Un kilómetro más adelante se cruzó con un carromato cargado de algodón en rama tirado por una mula y conducido por un negro; Waite apartó a King del camino para ceder el paso, sobre el algodón iban sentados un par de críos somnolientos, uno iba chupándose el pulgar. Saludó con la mano a los niños, y reanudó la marcha.

Mitcham Beat, su destino, a quince kilómetros de camino malo al este de Grove Hill, era el distrito electoral que englobaba buena parte de las tierras de labranza de la periferia y el villorrio de New Prospect, compuesto por poco más que una tienda en un cruce de caminos con una herrería que rara vez se utilizaba a un lado y, al otro, un cobertizo que hacía las veces de almacén. También contaba con una cancha de croquet, donde la gente se reunía cuando el trabajo les daba tregua. En total, el distrito contaría con unos doscientos votantes, en su mayoría blancos, en su mayoría algodoneros, todos pobres.

Waite llevaba un año sin acercarse por allí; el trayecto le ponía de los nervios y era un calvario para su viejo esqueleto; con toda franqueza, hubiera preferido pasarse el resto de su vida sin preocuparse de ese lugar, pero algo en su sangre le decía que, tarde o temprano, volvería, porque los parajes que frecuentaba en sueños solían ser los de Mitcham Beat.

El camino era más o menos tolerable durante unos kilómetros, pero una vez dejabas atrás el puente cubierto que marcaba la entrada al distrito, las cosas cambiaban: primero, tenías que abrirte paso a batidas por los tres kilómetros de inextricable terreno boscoso de lo que se conocía como el Chaparral del Oso; aquel tramo abrupto del camino, más bien sombra de un camino, que discurría paralelo a un riachuelo, se asemejaba más a una caverna, las copas de los árboles y el sotobosque llegaban a ser, por momentos, tan tupidos que apenas se divisaba el cielo, el suelo cautivo en una penumbra perpetua. Las rocas medio desenterradas eran un peligro constante para tu montura, y cada dos por tres tenías que desmontar y deslomarte para apartar un árbol caído. Para más inri, se trataba de terreno sinuoso —lo que explicaba por qué no se talaba ni se plantaba nada—, y algunas de las elevaciones más pronunciadas eran bastante riesgosas si montabas un caballo inexperto. Pero Waite se sentía seguro con King, un alazán de buena planta que había criado desde que era un potrillo; pese a ser ligeramente patizambo, era robusto y de lo más fiable, estaba habituado al estruendo de los disparos, corría como el que más cuando había que hacerlo y gozaba de un temperamento manso. En cualquier caso, aquella travesía podía llevar a cualquier hombre o animal a cagarse en todo lo vivo. Cuando llegaba la época de transportar el algodón, los cultivadores emprendían el camino a Coffeeville dando un rodeo por el sudoeste.

Pero una vez superada la espesura, la tierra embellecía a ojos de Waite: campos y campos de algodón bien cuidado, cápsulas blancas como cejas de senadores. Entre los campos se extendían espacios menos nivelados, incultivables, quebradas profundas y frondosas con robles de agua que se desplegaban en el fondo, y hondonadas atestadas de pinos y otras especies de hoja perenne, las ramas invadidas de hiedra, glicinia, madreselva y musgo español, riachuelos que pulían con sus aguas frescas la superficie de las anchas rocas blancas. Ubicaciones perfectas para destilar whisky. Un cultivador podía cuidar de su plantación y, al pasar por la hondonada donde tuviese el alambique, bajar hasta el fondo y verificar la mezcla.

Lo cual era otro buen motivo para evitar la zona. Waite ni se molestaba en interrumpir la actividad de los contrabandistas, porque él era bebedor de whisky y no le parecían justas las leyes tributarias, pero, de vez en cuando, venían agentes gubernamentales a husmear. Diez años atrás, supuestamente, desapareció uno por allí, pero nunca pudo probarse, no se halló el cadáver. Y tirarles de la lengua a los habitantes de Mitcham Beat era como desarraigar tocones.

Hacía tiempo que el sheriffWaite, con jurisdicción en todo el condado, había renunciado a controlar todos los distritos; seguía llegando gente con cada estación y ya, sin la ayuda de un puto ejército, era imposible. En los años que llevaba luciendo la placa, había tenido muy mala suerte con los ayudantes: borrachos, hombres muy proclives a aceptar sobornos o a amilanarse a la más mínima señal de confrontación. Así que ahora, cuando las cosas se ponían feas, le resultaba más fácil nombrar, con carácter provisional, a un par de tipos de confianza; de este modo, no se llevaba chascos y se ahorraba las insolencias. De todas formas, casi todas las comunidades de la periferia mantenían un cierto orden, contaban con jueces de paz para los asuntos de poca monta. Pero había zonas, como Mitcham Beat, que parecían predestinadas a las pendencias, y, si el terreno no fuese tan condenadamente rico, solo estarían habitadas por criminales.

Hizo parar a King ante el puente cubierto y desmontó con lentitud. Se ajustó la pistolera al cinto. Se encontraba mejor, más liviano, el sol ardía sobre las copas de los árboles que habían quedado atrás. Atento a las serpientes, hizo descender al caballo hasta la orilla del riachuelo, su irrupción espantó a un montón de ranas toro que, como flechas, emprendieron la huida por la hierba. Las patas delanteras de King se hundieron en el barro hasta los espolones cuando metió el hocico en el agua y se puso a beber, sacudiendo la cabeza para ahuyentar a los bichos acuáticos que se deslizaban por la superficie. Waite se quitó el sombrero.

El bosque que se alzaba en la orilla opuesta, donde nacía el Chaparral del Oso, era una maraña lujuriante y hostil de enredaderas, árboles y matorrales, y, sin venir a cuento, Waite se imaginó que si catapultaba un asno o un buey contra ese revoltijo, rebotaría en la espesura y acabaría zambulléndose en el agua. Le pareció que estaba mucho más frondoso que en su último viaje, cuando fue a investigar el asesinato de Arch Bedsole, un tendero que sorprendió a todo el condado con su candidatura para representante del estado.

El padre de Bedsole, que llevaba toda la vida residiendo en Mitcham Beat, conocía a todos los hombres, mujeres, niños y perros de la región y de las proximidades, y hasta que las piernas se le rindieron a raíz de una enfermedad no diagnosticada y su salud se resintió por otras causas aún menos discernibles, él y Arch, avanzando al ritmo de la canción «We’re one of you», se habían recorrido el condado entero, de hacienda en hacienda, en un carro de cuatro ruedas tirado por una mula, soltando pestes de los terratenientes más prominentes de la región, lamentando que solo les preocupase la gente de clase media y alta y no les importara una mierda el llamado hombre pequeño, el cultivador de algodón que bregaba en los campos de sol a sol y cuya producción sostenía toda la economía. Los Bedsole afirmaban que el sistema de arrendamiento de tierras, con el que los cultivadores se servían del crédito que se les proporcionaba en la tienda para financiar sus cosechas y luego reembolsar el adelanto, más los intereses basados en la cantidad de algodón producido, hacía imposible que pudieran salir adelante y, al final de cada temporada, se veían más ahogados por la deuda. Les aseguraban que la cosa ascendería a ocho o nueve centavos por bala, aproximadamente, pero cuando llegaba la cosecha, cuando transportaban el algodón a la desmotadora, el precio solía haberse desplomado a seis o incluso cinco centavos. Los cultivadores, naturalmente, culpaban a la codicia de los comerciantes como McCorquodale, pero Waite sabía que los precios del mercado no los fijaban los acreedores del condado de Clarke, sino que venían ya impuestos desde el norte, desde Nueva York.

Aunque intenta tú explicarle eso a un cultivador cuyas ganancias se han visto reducidas casi a la mitad, cuyos hijos tendrán que pasarse otro invierno descalzos y cuyo sueño de arreglar el tejado tendrá que esperar un año más.

Waite siempre había pensado que el clan de los Bedsole era más afín a la casta de los comerciantes de la ciudad que a aquellos rústicos cultivadores de algodón, pero Ed, Arch y el resto de la familia llevaban viviendo en el campo, al frente de su tienda, desde hacía tanto tiempo que habían acabado ganándose la confianza de los cultivadores. Al frente de su campaña, Arch se había dejado ver arremangándose la camisa y metiéndose en un campo a recolectar algodón con sus propias manos (había que admitir que era un recolector de primera), lo que lo llevó a ganarse el apodo de «el Fanfarrón». También se decía que los Bedsole tenían contactos con destiladores de whisky (o que ellos mismos lo eran), que siempre viajaban con una damajuana de matarratas y que, al irse, solían dejar a los cultivadores unidos «a la causa» con una buena cogorza.

Waite no tenía ni idea de quién habría ganado las elecciones, y nadie lo sabría nunca, porque en agosto del año anterior, a menos de dos kilómetros de su tienda, cuando Bedsole volvía a casa a caballo tras participar en un debate frente al palacio de justicia con el candidato de los ciudadanos (debate del que podía decirse que salió victorioso), alguien le tendió una emboscada. Y a Waite no le constaba que el asesino hubiese sido capturado aún.

Tiró de las riendas y King se resistió —podía seguir bebiendo hasta el Apocalipsis—, pero, al cabo de un rato, cedió y se dejó conducir pendiente arriba de vuelta al camino. Waite montó y se dispuso a mancillar la oscuridad del puente cubierto con el ruido de los cascos, antes de adentrarse en la umbrosa espesura. No estaba particularmente inquieto, nadie esperaba su visita y, por tanto, no creía estar corriendo mucho peligro, pero la verdad era que siempre que uno tomaba aquella ruta se exponía a que le metiesen un tiro.

Juzgó que serían las nueve cuando franqueó la cancela de la propiedad de Tom Hill, una antigua plantación, una finca estupenda delimitada por una cerca de alambre de espino, una rareza en la región, donde la mayoría de la gente instalaba vallas de troncos cruzados. El lugar conservaba exactamente el mismo aspecto que Waite recordaba. Hill criaba ganado y cuando Waite entró al trote había varias Hereford sin cuernos junto a la cerca. Al fondo se veía la casa de dos plantas, pintada con el mismo tono de blanco que la suya, y, más allá de la casa, un granero amplio y varias construcciones anexas que en su día fueron barracones de esclavos.

El año anterior, buscando al asesino de Bedsole, Waite fue a ver a Hill, el juez de paz de Mitcham Beat, que se indignó al identificar en las preguntas del sheriff una velada acusación de su incompetencia. Lo que era, a todas luces, indiscutible. Lo único digno de mención de todo lo que dijo fue que, según un primo de Bedsole, poco antes de morir Arch había dicho que el autor o los autores de la emboscada eran «de la ciudad».

Después de la visita a Hill, Waite trasladó sus pesquisas a las lastimosas haciendas de la región para encontrarse una y otra vez con la misma estampa: bajo el sol ardiente, una mujer embarazada de cabello graso y estropajoso, rodeada de niños con escorbuto, se le quedaba mirando fijamente mientras él, con la camisa empapada de sudor, le hacía señas al marido, que estaba trabajando en el campo, para preguntarle qué sabía acerca del asesinato de Bedsole, a lo que este, escupiendo tabaco, le respondía que no sabía nada o que había oído que había sido uno de la ciudad, y así, de hacienda en hacienda, siempre las mismas malditas respuestas. Tampoco era de extrañar. Aquella gente desconfiaba del representante de la ley de la ciudad, tanto o más que los de la ciudad de cualquiera de ellos.

Waite desmontó, amarró a King a un poste del porche y se sacudió el polvo de las piernas con el sombrero. Se tomó un momento para echarse hacia atrás y distender los lumbares, luego se enderezó, subió las escaleras hasta la puerta principal y llamó, evocando la época, cuarenta años atrás, en la que un sirviente negro habría acudido a recibirle. La ilusión se evaporó cuando la esposa de Hill, rolliza y adusta, abrió la puerta y le convidó a pasar, haciendo callar a las dos niñas con coletas que tenía detrás. La mujer sostenía un libro con cubiertas de tela; puede que fuera la única persona del distrito que podía darse el lujo de leer durante el día. Waite le preguntó si sería posible hablar un momento con Tom acerca de un asunto. Ella le dijo secamente que esperase y desapareció por una puerta de doble batiente, seguida de las dos niñas. Al fondo del recibidor sonaba el tic-tac de un reloj de carrillón octogonal, encastrado en lujoso nogal labrado y posado sobre un velador; Waite no pudo ver la hora que indicaba porque la luz que entraba por una de las altas ventanas incidía directamente sobre la esfera.

—Sheriff —dijo Hill, saliendo de una habitación situada a su espalda.

Waite se dio la vuelta (ninguno amagó el gesto de darse la mano) y siguió a Hill al exterior, bajaron al patio y se dirigieron al granero, donde se había instalado el despacho. Con cuarenta y pocos, el cabello del juez de paz estaba completamente gris, lo mismo que las cejas, y la melena casi le tapaba el cuello de la camisa. Iba en pantuflas y sus pasos producían un sonido ceceante sobre la arena.

En el granero, los caballos relinchaban en sus cubículos de puerta holandesa, y una cabra balaba desde algún rincón oscuro. Waite se cruzó de brazos mientras Hill se subía al bloque que hacía las veces de escalón y desbloqueaba el candado, acto seguido lo siguió al despacho, una estancia angosta y sin techar desde la que se veía el tejado de hojalata del granero, con aperos colgados de ganchos. Muerto de calor en verano y helado en invierno, Hill llevaba sus negocios desde allí, solucionaba controversias, testificaba en actas oficiales y, a veces, casaba a la gente. Hill le indicó a Waite que tomara asiento en una de las sillas que había frente a su mesa de criador de ganado y, a continuación, alzó la ventana acristalada para que entrase un poco de aire. Se sentó, abrió un cajón y sacó un libro de registro, lo desempolvó sobre la pernera del pantalón y lo plantó sobre la mesa.

—Seguro que habrá adivinado por qué estoy aquí —dijo Waite. Cruzó las piernas, se quitó el sombrero y se lo colgó en la puntera de la bota—. No tengo la menor intención de insultarle entrometiéndome de nuevo en su terreno, pero la gente habla y me está presionando. Espero que podamos ayudarnos mutuamente.

Hill tamborileó con los dedos sobre la mesa.

Waite se sacó del bolsillo una libreta y un lápiz, y se irguió en la silla.

—Primero de todo, ¿ha averiguado algo más sobre quién mató a Arch Bedsole?

—No —dijo Hill—. Hasta donde yo sé, los que lo mataron siguen siendo los que lo mataron y el muerto sigue estando muerto.

—¿Aún cree que fue alguien de Grove Hill?

—O de Coffeeville. No ha sucedido nada que me haya hecho cambiar de parecer.

—¿Quién es el que anda por ahí diciendo que fue gente de la ciudad? ¿Su primo?

—Tooch Bedsole. Ahora es el propietario de la tienda de New Prospect.

—¿La tienda de Arch?

—No hay otra. La casa de Tooch se incendió la misma noche que mataron a Arch, así que ahora vive en la tienda. También ha contratado a un mozo.

Waite anotó el nombre de Tooch Bedsole y lo subrayó.

—¿Y usted qué? —preguntó Hill—. ¿Les está preguntando a todos sus colegas dónde estaban esa noche?

—Así es. No me he dejado a ninguno en el tintero. De hecho, muchos estaban conmigo.

Los dos hombres dejaron pasar unos segundos fulminándose con la mirada, hasta que Waite dijo:

—Bueno, entonces pasemos a lo siguiente, me gustaría saber si ha sacado usted algo en claro del asesinato de Anderson.

—Le diré lo que he sacado en claro, sheriff. Nada de nada.

Esperó, pero Hill parecía haber dicho todo lo que tenía intención de decir al respecto.

—¿No ha hablado con nadie?

—Por supuesto. ¿Se cree que no hago mi trabajo?

—Yo no he dicho eso, Hill. No pierda aún los estribos. Tan solo dígame qué ha averiguado.

—Nada. Porque no hay nada que averiguar. No hubo testigos y nadie vio a ningún extraño al que poder interrogar. Hay unos cuantos con los que Anderson no se llevaba bien, así que fui a verlos, pero todos tienen coartada. Coartadas sólidas, además.

—¿Y qué me dice de esa banda que últimamente anda en boca de todo el mundo? Unos que van encapuchados.

—A mí también me tienen frito.

—¿Y bien?

Hill parecía hastiado.

—No sabría decirle si se trata de una banda o si son solo dos o tres individuos. Nadie ha visto nunca a más de dos juntos, así que si se trata de algo organizado, es imposible saber quién es miembro y quién no. —Golpeteó el libro de registro—. He investigado varios sucesos. Incendios. Masacres de ganado. Un pitote que ni le cuento en la iglesia de los negros. Un buhonero desaparecido. Pero cada vez que surge un sospechoso, cuenta siempre con alguien dispuesto a jurar que no pudo ser él.

—Seguro que el que le proporciona la coartada forma parte de la banda. Y que cualquier otra noche podría ser uno de los encapuchados.

—Mire, sheriff, los tipos que los avalan son gente que conozco de toda la vida. Van a misa. Tienen tierras. No estoy dispuesto a llamarlos mentirosos solo porque el granero de Joe Anderson se haya incendiado o alguien se esté metiendo con los negros.

La ventana que tenía Hill a la espalda enmarcaba a un toro ocupado en sacudirse el flanco con el rabo. Waite