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tEl verano está en camino en la elegante ciudad universitaria de Lund, en el sur de Suecia, y las vacaciones están a la vuelta de la esquina para los muchos estudiantes de la ciudad. Sin embargo, una sombra oscura mancha los resplandecientes días de principios de verano: en el parque Stadsparken se encuentra a una niña que ha recibido una brutal paliza. No muy lejos de allí, un chico también aparece con evidentes signos de violencia. Ambas víctimas tienen algo en común: alguien les ha colocado en la mano la misma flor, una lila blanca.La inspectora de policía Sara Vallén será la encargada del caso, pero pronto se verá apartada al comprobarse que su hijo es el principal sospechoso. Si quiere exculpar a su hijo, Sara deberá poner en marcha su propia investigación privada.Lila Blanca es el primer libro de la serie sobre la investigadora Sara Vallén y sus compañeros del cuerpo de policía de Lund.-
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Seitenzahl: 375
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Cecilia Sahlström
Translated by Olga Vizán Gagamro
Saga
Lila blanca
Translated by Olga Vizán Gagamro
Original title: Vit Syren
Original language: Swedish
Copyright ©2017, 2023 Cecilia Sahlström and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728223345
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Caminaba por la avenida Gyllenkrok, cruzando el parque, en dirección a la sala de conciertos Mejeriet. Avanzaba con el paso desgarbado propio de un adolescente cuyo cuerpo todavía no ha alcanzado la madurez. Entre esta y la infancia estaba la juventud, poseedora de una mezcla de determinación e incertidumbre. Aún no sabía dónde estaba la frontera entre ser un niño y un hombre, pero en cualquier caso estaba totalmente convencido de su propia grandeza y de su personalidad única.
Llevaba zapatos nuevos, de un blanco deslumbrante. Iba tarareando una melodía, y en conjunto mostraba una imagen entre la armonía y la más absoluta felicidad.
El sol se asomaba por el este, iluminando el horizonte con tonos rosados y rojizos, pero sobre la cabeza del muchacho, el cielo todavía era azul oscuro.
Abandonó el sendero, saltó por encima de un charco y se metió entre la vegetación. Las hojas de los arbustos formaban una red densa y misteriosa. El niño, personificado en la forma de andar del muchacho, se adentró en la espesura sin prisa y con toda confianza.
Había claros entre los árboles y arbustos por todas partes. «Ese sería un buen sitio para sentarse con la novia», pensó, dejando escapar un suspiro. El verano era estupendo. Las vacaciones estaban a la vuelta de la esquina.
Llevaba el pelo casi cortado al rape. Era oscuro, casi negro, y áspero como el de una cabra. La luz del sol naciente resaltaba en el cuero cabelludo una línea irregular blanca. Una vez, hacía mucho tiempo, se había caído de un árbol. Se acarició con un gesto mecánico la cicatriz; era suave y no tenía pelo.
El chico se detuvo e interrumpió bruscamente el tarareo. Había visto algo blanco y brillante por el rabillo del ojo; algo que no parecía formar parte de la vegetación.
Se volvió hacia la izquierda y vio un pie. Sí, aquello era un pie. Era inconfundible. De repente sintió náuseas, pero se obligó a volver la cabeza una vez más en dirección a la pequeña oquedad abierta entre los arbustos de rododendros.
El chico titubeó por un momento; con cautela avanzó un par de pasos hacia el hueco y se agachó para ver mejor bajo el denso follaje.
Ante él yacía una chica desnuda, acurrucada en posición fetal salvo por la pierna izquierda, que estaba extendida.
El pecho de la chica se elevaba y se hundía con un ritmo lento.
El muchacho la observó con más atención mientras buscaba frenéticamente su teléfono móvil. De su boca brotaba un líquido casi negro que le manchaba la piel. «Sangre —pensó—, debe de ser sangre». Marcó el 112 con dedos temblorosos.
—Contesta, contesta. —Respiraba con dificultad.
—112, Central de Policía, al habla Stefan.
El muchacho escuchó la amable voz masculina, tranquila y un poco apagada. Inhaló profundamente en busca de aire.
—Hay una chica desnuda tirada en el suelo del parque, cerca de Mejeriet.
—Entendido. ¿Puedes indicarme con más exactitud dónde estás? —La voz parecía notablemente tranquila.
—Justo entre el dique y el sendero de Mejeriet. Daos prisa, respira muy despacio y con dificultad y le sale sangre de la boca, mucha sangre.
Johannes no dejaba de mirar el reloj una y otra vez. No se atrevía a tocar a la chica. Esta seguía respirando despacio, pero aparte de eso, él no veía ningún otro movimiento.
De repente, Johannes captó una sombra por el rabillo del ojo.
Se inclinó hacia adelante con los ojos entrecerrados, aguzando la mirada. Entre el denso follaje se perfilaba una forma oscura. Johannes se quedó petrificado.
Corría. Sentía el cuerpo ligero, y sus pensamientos eran claros y lúcidos.
«En zigzag —pensó—. Hay que confundirlos». Su cuerpo se movía con agilidad entre arbustos y pérgolas. Avanzó por los caminos señalizados, y después por el césped, entre los árboles, a través de los arbustos y de nuevo por los senderos. Corría como si el suelo que pisaba fuera de brasas incandescentes.
Al llegar al parque acuático dio la vuelta y corrió hacia Svanegatan, continuando por ese camino igual de ligero y silencioso. Después giró a la izquierda, en dirección a Grönegatan.
Su respiración le resonaba dentro de la cabeza. ¿Se oiría igual de fuerte desde fuera? «¿Qué se había creído? ¿Que iba a escaparse? ¿Que tendría alguna posibilidad?». Pensaba en ella y el corazón le latía con fuerza; tenía casi la sensación de estar asfixiándose. «No era más que una puta —pensó—. La flor, la lila». Estaba orgulloso de aquella idea. Olía tan bien que ocultaba el hedor del cadáver. Nadie entendería lo que había hecho por ella: salvarla de las garras del diablo.
Se detuvo en un portal y subió el escalón del descansillo. «Despistados», pensó. Dio un gran salto hacia la derecha y aterrizó a medio camino entre la puerta por la que acababa de pasar y la siguiente. Se deslizó a lo largo de la pared de la casa, pegado a los marcos de las ventanas, y fue avanzando de puntillas hasta el siguiente portal. Al llegar a este se quitó los zapatos. Durante un momento se quedó pensativo. Luego, conteniendo la respiración, se coló silenciosamente por la puerta. Incluso logró cerrarla sin hacer ruido. No era la primera vez. El patio estaba en silencio; los ojos negros de las ventanas lo miraban con recelo.
Llamó con suavidad a una de las puertas.
—¿Qué tal? Pasa.
Entró en el apartamento sin hacer ruido. Estaba totalmente cubierto de sangre. Se desnudó por completo y se metió en la ducha.
Cuando salió, estaba solo. Se puso un chándal que había encima de la cama.
Malva Gran, la comandante de servicio aquella noche, se esforzaba por limpiar el asiento trasero del coche patrulla. Fyllot Råttan había vomitado allí por culpa de Peter Matsson, que había conducido como un idiota. Mientras ella limpiaba, Peter se dedicaba a comer salchichas con puré de patatas como si nada hubiera pasado. Sonreía felizmente ante el enfado de Malva.
Al principio, Malva se había sentido atraída hacia él, ya que era guapo y fuerte, pero poco a poco fue cambiando de opinión. Peter era un búfalo presumido, con una tendencia bastante notable a la agresividad. El desgraciado que se topara con Peter Matsson cuando estaba de mal humor podía acabar llevándose más de un golpe.
Malva estaba secando el último aclarado del asiento cuando sonó la radio:
—Tres, nueve, diez; de siete, cero.
—Tres, nueve, diez; estacionamiento, adelante —respondió Matsson con desgana.
—Diríjanse de inmediato a la entrada del parque con Mejeriet. Allí se encuentra un chaval que se llama... —El operador guardó silencio, pero continuó un instante después—: Johannes. En marcha, tres, nueve, diez; adelante.
Sin pensarlo, Malva reaccionó al instante ante la seriedad del operador, y Peter Matsson abandonó el plato de salchichas. Saltaron dentro del coche mientras Malva tiraba los trapos manchados de vómito.
Las sirenas y las luces azules estaban encendidas, y Malva sintió cómo se le aceleraba el pulso de inmediato. Miró a Matsson, que mostraba los mismos signos del golpe de adrenalina. Cuando había que actuar, era rápido; a pesar de la antipatía que sentía, Malva no podía negarlo.
Malva llamó al centro de operaciones y comunicó que habían llegado. Cogió su móvil de la guantera con un movimiento rápido y se apeó sin dilación.
«El camino entre Mejeriet y el dique», pensó, pero allí no había nadie ni se oía nada. La luz no se había abierto paso entre la penumbra bajo los árboles; el sol estaba todavía demasiado bajo. No se veía ninguna persona.
—¡Hola! —gritó Malva—. ¡¿Hola?! ¿Hay alguien ahí?
Peter estaba justo detrás de ella.
—¿Qué demonios es esto? —Sonaba casi decepcionado.
—No tengo ni idea. —Malva le hizo callar—. ¿Has oído? —Un ruido. Parecían gemidos—. Vamos por allí. —Señaló hacia uno de los caminos.
En el suelo, un poco más adelante de donde estaban, había alguien tendido. Malva se acercó a él con rapidez. Era un muchacho.
Se oyó el sonido inconfundible de la sirena de una ambulancia. La luz azul del coche de policía parpadeaba sirviéndole de guía.
—¡Está vivo! —exclamó Malva.
—Lo vi y me tiró al suelo... —susurró el muchacho. Señaló hacia un rododendro—. Ella está ahí.
Peter Matsson y Malva Gran se dirigieron rápidamente hacia el hueco entre los arbustos.
—¡Oh, Dios mío! —se le escapó a Malva—. ¡Dios mío!
Peter se acuclilló junto a la cabeza de la niña.
—¡Maldita sea! Esto ya es demasiado.
Sintió su pulso lento y su respiración superficial, pero no sabía qué hacer.
Entonces se oyó el sonido del clic de la cámara del móvil de Malva y el flash iluminó el hueco. La escena era grotesca. Malva Gran se resguardó tras la cámara.
Los paramédicos se acercaron corriendo y enseguida se llevaron la niña a la ambulancia, pero iban negando con la cabeza. «Parece que no hay nada que hacer», pensó Malva.
—De siete, cero, a todas las patrullas en Lund.
Stefan, en el centro de operaciones, localizó las cinco de patrullas disponibles.
—De siete, cero, a todas las patrullas en Lund. Cambiamos al canal 60. Todas al canal 60. Recibido, adelante.
«Probablemente ya sea demasiado tarde», pensó Malva Gran cuando hubo distribuido todas las patrullas. El parque estaba abierto por todos los lados y había múltiples vías posibles para desaparecer rápido.
Johannes seguía sentado en el suelo. Sostenía una flor en la mano, una lila blanca. La flor desprendía un aroma intenso. Peter se puso en cuclillas a su lado.
—Era muy alto, parecía enorme; creo que tenía las manos grandes... Estaba muy oscuro. No lo tengo claro. Creo que medía… No lo sé. Era muy grande —dijo Johannes—. En cualquier caso, era más grande que yo —continuó. Se estaba esforzando de verdad.
—¿De dónde sacaste la lila? —preguntó Peter.
—No lo sé, debió de dejarla el que me golpeó.
—¿Dónde te golpeó?
—En el estómago, hasta que me quedé sin aliento. Después no recuerdo nada más.
Malva vio que Johannes estaba tiritando y fue al coche a buscar una manta. «Es del shock», pensó.
—Siete, cero; de tres, nueve, diez, ¿me reciben?
—Aquí siete, cero; te recibo. —Era la voz de Stefan.
«Suena bien —pensó Malva—, suena tranquilo».
—Necesitamos que vengan los investigadores forenses y el inspector de guardia, cambio.
—Está bien, tres, nueve, diez; enviamos un perro. El inspector de servicio te llamará enseguida.
La inspectora Sara Vallén había tenido un día de trabajo largo y duro. Últimamente se había visto obligada a resolver todos los asuntos por sí sola, porque su mentor estaba de baja por enfermedad. Estaba muerta de cansancio.
Aquella noche le tocaba estar de guardia, pero rara vez la llamaban en mitad de la noche. A consecuencia del cansancio, los pensamientos vagaban por su mente, y le dolía la mandíbula por culpa de la tensión concentrada. Se tomó una pastilla para la alergia, que la aletargaba un poco, y finalmente se quedó dormida cerca de las dos de la madrugada.
Estaba en una sala con una puerta abierta. Detrás de la puerta aguardaba su padre con un hacha. Había una serpiente enroscada, y ella estaba petrificada. De repente, su padre dio un salto y golpeó a la serpiente una y otra vez con el mango del hacha. La serpiente se acercaba a ella, insensible a los insistentes golpazos; de su lengua afilada colgaban dos cascabeles que tintineaban cuando siseaba. Se apretó desesperadamente contra la pared mientras el sonido continuaba y se hacía cada vez más apremiante, hasta que al final se despertó sobresaltada.
—Vallén —respondió jadeante, todavía asustada por la pesadilla.
—Hola —dijo una voz—. Aquí el agente de guardia Kjell Stigsson.
—¿Sí?
Sara se irguió hasta quedar sentada en la cama, se estremeció ligeramente y se puso alerta de inmediato.
—Una chica ha sufrido un ataque violento en el parque de Lund. Por lo que sé, resultó gravemente herida. Quizá no sobreviva.
—¿En el parque? No está lejos. Llamo a los forenses y en menos de una hora estarán ahí. Yo llegaré en diez minutos.
—De acuerdo. También irá un equipo canino —informó Stigsson—. Según un transeúnte que pasaba por allí y vio a la chica, el presunto criminal abandonó el lugar. Esperemos que sobreviva. ¡Ojalá tenga suerte!
Sara ya estaba vistiéndose. Cuando estaba de guardia, siempre preparaba la ropa colocándola en un orden lógico para vestirse con rapidez: sujetador deportivo, sudadera, pantalón, y las zapatillas en el suelo debajo de la silla. En otras facetas de su vida era una persona desordenada; por ejemplo, tenía toda la ropa amontonada de cualquier manera en el armario. Pero era como si existiesen dos versiones de ella misma: Sara, la policía, y Sara en la vida privada.
Sara Vallén subió a su coche, un viejo y destartalado SAAB 900, y llamó a Jörgen Berg y Rita Anker.
—Voy en dirección al parque, y un poco más rápido que de costumbre. Os informo mientras conduzco —dijo Sara en la conversación a tres con sus compañeros.
Sara había tenido que formar su propio equipo de delitos graves y, por razones lógicas, eligió a sus antiguos compañeros del Departamento de Investigación Criminal de la región. Todos estaban un poco perdidos en sus nuevas funciones, ya que habían pasado de ser un equipo que durante muchos años había trabajado unido a dispersarse por diferentes departamentos policiales locales. Ya nada era como antes. La nueva situación generó inseguridad, pero Sara sabía exactamente qué hacer.
—No estoy lejos —dijo Rita, que vivía en Grönegatan.
—Yo ya estoy vestido —afirmó Jörgen—. He visto que se tarda un cuarto de hora en llegar. Salgo de Dalby en tres minutos.
Sara les contó lo poco que sabía.
—Nos vemos allí —añadió finalmente. Se despidieron al unísono y Sara repitió el mismo procedimiento con sus compañeros Jonny Svensson y Torsten Venngren, ambos pertenecientes a la policía local de Malmö. Tras eso, el coche se sumió en el silencio.
Una preocupación repentina invadió a Sara. «¿Estaban las niñas en casa?». No lo había comprobado. Tragó saliva. «¿Y si fuera alguna de ellas?», se le pasó por la cabeza. Volvió a coger el teléfono y marcó el número de uno de los móviles de sus hijas. Respondió la voz de una niña soñolienta. Sara se tranquilizó cuando su hija le confirmó enfadada que tanto ella como su hermana gemela estaban en casa.
Sara pisó el acelerador.
Detuvo el coche con un fuerte frenazo delante de la valla del parque y corrió hacia la luz azul intermitente que vio cerca de Mejeriet.
La comandante de patrulla, una guapa mujer joven con el pelo oscuro recogido en una cola de caballo, se dirigió hacia ella. A pesar de lo dramático de la situación, parecía tranquila.
Malva le tendió la mano.
—Malva Gran —se presentó.
—Sara Vallén, jefa de operaciones.
—Te enseñaré la escena del crimen —dijo Malva—. Es posible que tengamos un sospechoso. Ha sido detenido para interrogarlo, por orden del fiscal de guardia. Un investigador le tomará declaración primero, luego el fiscal decidirá qué hacer.
—De acuerdo. ¿Tenéis alguna identificación de la chica? —Sara adoptó un tono profesional para ocultar su preocupación por que la víctima pudiera ser alguien a quien sus hijas conocieran.
—No, todavía no. La ambulancia tuvo que llevársela de inmediato. Sangraba de una forma inconcebible… Le habían cortado la lengua.
Sara Vallén hizo una mueca de disgusto.
—¿De qué clase de perturbado estamos hablando? —preguntó—. ¡Es repugnante!
—Sí, ha sido terrible —respondió Malva Gran—. No fue toda la lengua, pero sí un buen trozo.
—Qué asco de mundo —declaró la inspectora con severidad.
A pesar de haber trabajado durante muchos años en delitos graves con lesiones, no pudo evitar sentirse horrorizada ante la idea de un rostro deformado por la desmesurada violencia.
—La lengua estaba a su lado.
—Entonces ¿tenemos localizada la escena del crimen?
—Eso parece, pero no puedo afirmarlo con certeza. Es lo que opinan los forenses —aseveró Malva.
Sara asintió.
—La chica tenía una lila en la mano —prosiguió Malva—. Resultaba un tanto inquietante, como si fuera una señal de algo. Es difícil de interpretar, tanto lo de la lengua como lo de la lila...
—Sí, desde luego que lo es. Probablemente oculte un mensaje —respondió Sara.
Acompañó a Malva hasta el cruce, un buen tramo más allá del arbusto de rododendros donde habían encontrado a la adolescente. Estaban acordonando la zona y reinaba un silencio tenso. El único ruido que rompía ese silencio era el chisporroteo ocasional de las radios.
—En cualquier caso, el chico que la encontró también tenía una lila —dijo Malva, apartando la mirada. Parpadeaba y parecía asustada. Contuvo el aliento y finalmente concluyó—: Se llama Johannes Vallén.
Sara sintió que el suelo cedía bajo ella. Quería estar en cualquier lugar que no fuera aquel. Se recompuso rápidamente y asentó bien los pies, buscando apoyo.
—Es imposible —dijo sin más, y se apartó de Malva con brusquedad.
—Estamos trabajando en esto como si no supiéramos nada —gritó Malva tras ella.
—Por supuesto —respondió Sara—. Es imposible que mi hijo hiciera algo así. ¿Lo entiendes?
Malva observó a la jefa de operaciones con respeto. Admiraba la fuerza que mostraba Sara Vallén, pero no podía evitar pensar que podía ser la madre de un criminal extremadamente violento. Apretó los puños y decidió que lo más importante era ser objetiva.
Virro olfateaba el arbusto de rododendro. Le ceñía el pecho un arnés desde el que salía la larga correa que empuñaba su guía. El perro mantenía la cabeza bastante apartada del suelo, lo que indicaba que el rastro estaba fresco, pero no debía de ser muy claro porque el animal husmeaba de un lado a otro. Fredrik, el guía, murmuraba entre dientes; había pisado el rastro demasiada gente. Llevó al perro un poco más lejos del arbusto, hasta un lugar por el que parecía que alguien había pasado corriendo. Había marcas claras de pisadas en la grava.
Virro olisqueó algo y echó a andar. Había acercado la cabeza al suelo.
No estaba claro cuánto tiempo hacía que el perpetrador había huido de allí, pero la nariz del perro mostraba claramente que todavía existía un rastro. Fredrik lo siguió. El rastro se adentraba en el césped, apuntando hacia Svanegatan. El perro, haciendo su trabajo, se detuvo por un momento, olfateó y continuó. El guía lo siguió en silencio.
El rastro se desvió de nuevo hacia la grava, en dirección al parque acuático. El perro se detuvo nuevamente y olisqueó un poco más antes de proseguir. La pista parecía zigzaguear y el perro tenía que trabajar duro. Los diferentes materiales de las superficies hacían que a Virro le resultara aún más difícil encontrar el rastro, pero en aquel momento estaba claro que se dirigía hacia Svanegatan.
El equipo que el guía canino llevaba sujeto a la cintura hacía un poco de ruido mientras caminaba, pero, por lo demás, solo se oía el jadeo del perro. De repente, Virro se detuvo, olfateó de nuevo, giró rápidamente y aceleró el paso por el sendero que iba hacia Högevallsbadet. Poco después empezó a correr con el hocico a una distancia considerable del suelo, por el parque acuático y hacia la derecha en dirección a Svanegatan.
«El asfalto nos perjudica —pensó Fredrik—. El rastro no tardará en disiparse». Sin embargo, Virro parecía haber retomado la pista; acercó aún más la nariz a la carretera y continuó ávidamente hasta llegar a Grönegatan. El perro se detuvo a poca distancia de un portal y olfateó alrededor durante unos instantes, pero parecía confundido. Llegados a ese punto, el rastro parecía ser demasiado débil y el perro no era capaz de encontrarlo de nuevo. Jadeaba y miraba fijamente a su dueño. Luego olisqueó la pared junto a otro portal, levantó la pata y orinó. Fredrik empujó la puerta, pero estaba cerrada; había tenido una idea repentina que desapareció con la misma rapidez. Por desgracia, Virro había perdido la pista. Lástima. El guía estaba acostumbrado a que aquello sucediera, y sabía que tanto él como su perro seguían dando lo mejor de sí mismos. Su trabajo era así: unas veces se gana y otras se pierde.
El guía canino llamó a la comandante de patrulla.
—Siete, tres, diez a tres, nueve, diez.
—Adelante —respondió ella.
—El perro ha perdido el rastro. Estamos en Grönegatan, no demasiado lejos.
—Recibido.
—Tiene diecisiete años y está a punto de empezar las vacaciones de verano, ¿te das cuenta de que no puedes imponerle un toque de queda? Además, no es ningún asesino, Göran, es un error. He solicitado la asistencia de un abogado —dijo antes de que le colgara el teléfono—. Mi exmarido —dijo disculpándose a Malva, que estaba de pie junto a ella.
Malva se giró hacia la jefa de operaciones, que negaba con la cabeza. Toda su conducta indicaba que se había distanciado de los acontecimientos. Una vez más, Malva pensó en la fuerza de Sara Vallén.
—Está claro que el verdadero autor pudo desaparecer en pocos minutos —aseguró Sara.
Hablaba deprisa y con un marcado acento de Estocolmo. Además, había empezado a mostrar un tic: sus párpados se quedaban a medio camino en el parpadeo. Sabía que su actitud parecía arrogante, pero no podía evitarlo; le sucedía automáticamente cuando tenía que enfrentarse a algo que le resultaba difícil encajar.
Johannes se atravesaba entre sus emociones y su pensamiento racional. Una voz interior argumentaba enfáticamente que era imposible que el amable y alegre Johannes pudiera hacer algo tan terrible. Otra le clavaba en el corazón puñaladas de incertidumbre, aunque supiera que el muchacho no tenía nada que ver con el crimen. Eso último estaba fuera de discusión.
Sara miró hacia el parque y vio que Rita Anker y Jörgen Berg se acercaban corriendo. Poco después oyó que un vehículo se detenía un poco más allá del coche patrulla, y aparecieron Jonny Svensson y Torsten Venngren.
Sara les explicó lo que había sucedido. Al principio dudó, pero acabó contándoles que su hijo era el único sospechoso del crimen. Sus compañeros de trabajo la miraron con incredulidad.
—Entonces no deberías ser la jefa de operaciones —dijo Jonny Svensson.
—Por ahora no tenemos a nadie más, pero pronto se solucionará el problema. Johannes no lo ha hecho. Punto final. —Sara los miró de forma arisca. No era el momento de discutir, todos se dieron cuenta de ello rápidamente.
Jonny agachó la cabeza malhumorado, pero cedió. Encendió un cigarrillo y se dijo a sí mismo que, de todas formas, discutir no tenía sentido. Era una de las cosas que había aprendido a lo largo de los años.
Pasaron juntos por encima de la cinta policial y caminaron con cuidado por los laterales hasta llegar a la escena del crimen. Malva los acompañaba. Sara se volvió hacia ella.
—Asegúrate de mantener las balizas y manda a alguien a Grönegatan —dijo, sorprendiéndose a sí misma de que le saliera la voz.
Hizo un gesto disuasorio hacia Malva, que acababa de enviar el mensaje sobre Grönegatan.
—Por lo demás, me arreglo con mi propia gente.
Señaló a Rita y Jörgen. Rita se puso nerviosa y quiso irse de inmediato. Jörgen obedeció, como de costumbre, y los dos desaparecieron rápidamente del lugar.
Luego asintió hacia Jonny y Torsten.
—Vosotros dos tomáis las vías de Svanegatan y Gyllenkrok.
Cuando los demás se fueron, los dos investigadores forenses se acercaron a Sara. Ella señaló hacia la escena del crimen.
—Qué bien que estéis aquí. Por desgracia, ha pasado mucha gente por ahí dentro, pero hay una serie de huellas que se diferencian bastante de las demás. En la parte delantera están un poco más separadas, como si el agresor hubiera corrido.
Los forenses asintieron, no del todo ajenos a la situación.
—También podemos estar seguros de que hay huellas de pisadas tanto de la policía como de la los paramédicos, puesto que es imposible evitarlo —continuó.
—¿Existe alguna información más que sea relevante? —preguntó Ove Ovesson, el forense jefe.
—Sí: el perro perdió el rastro en una puerta en Grönegatan.
—Debemos acordonar la zona lo antes posible —dijo su compañero, Bengt Karlsson—. Pueden aparecer huellas de interés para la investigación.
Los forenses entraron en el área con cuidado. Karlsson instaló una cámara en un trípode y comenzó a fotografiar el lugar desde todos los ángulos.
Sus monos blancos parecían nubes entre todo el verdor.
Los pensamientos daban vueltas y vueltas en la cabeza de Sara. Lo de Johannes era demencial. Se sobresaltó cuando Ove Ovesson, la Sombra, se acercó de forma sigilosa por detrás de ella. Su apodo estaba bien justificado.
—Hemos encontrado bastantes pruebas —dijo—. Es cierto que la escena del crimen está al aire libre y, como sabes, mucha gente ha pasado por aquí. Además, es probable que tengamos que tomar las huellas de las pisadas de los paramédicos y de los policías que han estado aquí, exactamente como indicaste.
Sara asintió.
—De eso nos encargamos nosotros mismos —dijo ella con voz baja y firme.
Su punto fuerte era que siempre sabía con exactitud cómo proceder, tanto en el trabajo técnico como en el práctico. De todas formas, le resultaba más fácil mantenerse centrada cuando se ocupaba de los aspectos prácticos.
—El médico forense le hará un reconocimiento a la chica, por supuesto.
Sara captó la atención de Malva Gran.
—¿Sabemos algo del personal que tienes en la zona acordonada o de los que están haciendo ronda puerta a puerta?
—Estamos en contacto —dijo Malva—, pero por ahora no hay ninguna novedad. Por cierto, tanto mi compañero como yo ya hemos inspeccionado entre los arbustos.
—Vale, asegúrate también de tomar las huellas de sus pisadas —dijo Ovesson—. Ya veo que tus pies son demasiado pequeños, así que no hace falta que generemos trabajo innecesario. ¿Tu compañero fuma?
Todo el mundo sabía que Ovesson detestaba a los fumadores, particularmente a los agentes fumadores, pues a menudo eran una fuente de problemas. Encontraba colillas en todas partes, y, lo peor de todo, en las escenas del crimen.
—No, no fuma.
—De acuerdo, entonces no hace falta que os tomen muestra de ADN, me basta con las huellas de vuestras pisadas.
Sara se giró hacia el asistente de la comandante de patrulla. Sin decir nada, miró hacia abajo constatando el gran tamaño de sus pies.
—Asegúrate de dejarles las huellas de tus pisadas —dijo, señalando hacia uno de los peritos.
La orden llegó como un latigazo más que como una petición amistosa. Peter Matsson asintió y, como de costumbre, no protestó, a pesar de que tenía la vaga sensación de que acababa de quedar mal frente a la comandante de patrulla.
Se sacudió ligeramente y fue a firmar el protocolo de actuación que acababa de redactar. Había escrito gran cantidad de informes de aquel tipo durante sus años como policía. Gracias a esos informes se podían seguir punto por punto las decisiones tomadas y las tareas llevadas a cabo. Sabía que era importante hacerlo todo bien desde el principio, ya que era difícil reconstruirlo con posterioridad. Además, el documento sería incluido en la investigación preliminar y era posible que alguien lo examinara a fondo. Por eso también restó importancia a la decisión de que sus zapatos fueran incluidos en la investigación preliminar. Una sonrisa torcida apareció en sus labios.
El guía canino regresó.
—¿De qué te ríes? —le dijo a Peter.
—Ah, de nada en especial… Solo de la jefa de operaciones, que es una mujer muy intensa.
—¿Sí? Pues he oído decir que es muy buena y tremendamente competente —apuntó el guía canino, comedido.
Matsson apretó los labios y el guía canino se sintió satisfecho. Matsson era un cretino, todos sus compañeros lo sabían, y el guía no era una excepción. Se dio la vuelta y se dirigió hacia Malva Gran.
Sara se giró hacia Ove Ovesson, consciente de que había muchas preguntas que necesitaban respuesta y de que no las obtendría todas en ese momento. Aun así, no pudo evitar preguntar.
—¿Hay algún indicio de pelea?
—Bueno, en principio, no. Aunque sí de cierto movimiento en la zona, como es obvio. Tengo la sensación de que fue derribada bastante rápido. No estoy totalmente seguro, pero eso parece. Ya veremos si la chica tiene alguna herida defensiva. Por otra parte, no encontramos ni armas blancas ni de fuego en la zona.
—¡Qué bien!—dijo Sara, sintiendo un pequeño destello de esperanza.
—¿Bien? —Ove Ovesson la miró inquisitivamente—. ¿Qué pasa?
—Solo se lo he mencionado a las personas que investigan el caso, pero el chico que la encontró es mi hijo. Lo han detenido para interrogarlo como sospechoso, supongo. —Le temblaba un poco el labio.
—Pero ¿qué dices? —exclamó Ovesson.
—Sé que es imposible. Por eso me alegro de que no hayamos encontrado armas, ya que se habrían reforzado las sospechas que existen ahora mismo. Antes de que hayamos obtenido el ADN, quiero decir.
—Sí, puede que tengas razón —dijo Ove pensativo, no del todo convencido de que el razonamiento fuera correcto. Sin embargo, lo dejó correr—. ¿De verdad vas a quedarte aquí?
—Sí, el padre de Johannes está con él. Me reuniré con ellos más tarde y me aseguraré de conseguir a otra jefa de operaciones, pero hasta entonces, me ocuparé yo.
—¿De verdad tengo que encargarme yo del interrogatorio de Johannes, aunque sea compañero de su madre? —preguntó Torsten Venngren cuando regresó de Svanegatan. Jonny Svensson había recibido ayuda de otro compañero.
—Sí, ya no trabajamos en el mismo sitio —dijo Sara Vallén—. Y, de momento, soy la jefa de operaciones —agregó.
Sabía que parecía más determinada y menos afectada de lo que se sentía. Se tambaleaba de aquí para allá, su corazón latía con más fuerza de lo habitual y le dolía el estómago a causa del miedo. Aun así, podía pensar racionalmente. La psicóloga le había dicho una vez, hacía mucho tiempo, que su mejor defensa era la racionalidad. Ese día le agradecía a su estrella de la suerte eso mismo. Torsten era el único en quien confiaba plenamente; tenía la capacidad de hacer que las personas se sinceraran y lo conseguía sin ser ofensivo o irrespetuoso ni una sola vez. Eso era lo que lo convertía en el mejor interrogador que jamás había conocido.
—De acuerdo, te llamo en cuanto sepa algo más. Verás que todo se arregla —dijo sonriendo con preocupación.
«Mi querido Torsten», pensó Sara, pero se limitó a asentir y volvió a lo suyo.
Los inspectores Jörgen Berg y Rita Anker llamaron a la puerta de Grönegatan. Por experiencia sabían que la rapidez era crucial en ese tipo de actuaciones. Cintas blanquiazules colgaban frente a la puerta del edificio donde se había detenido el perro policía. En la calle había un policía uniformado. Ni Jörgen ni Rita entraron, no podían acceder antes de que llegaran los investigadores forenses. De todos modos, nadie podía salir porque no había puertas traseras, les dijo el policía uniformado.
Los casos que no se solucionaban durante las primeras semanas corrían el riesgo de quedarse sin resolver y archivarse como «casos sobreseídos». Los juzgados estaban llenos de ese tipo de casos. Jörgen y Rita trabajaban infatigablemente, Rita más rápido que Jörgen, pero ambos sentían la presión e intentaban apresurarse. La calle se empezó a llenar de gente, la mayoría recién levantada y en bata, excepto una persona que estaba completamente vestida, con pantalones deportivos y una camiseta de un material sedoso. «Salía a correr». Explicó que entraba a trabajar temprano y aprovechaba para entrenar antes.
—Está claro que es la hora perfecta para salir a correr —señaló. Rita observó al hombre de la puerta de entrada con escepticismo. Tensaba los músculos de la parte superior de los brazos e hinchaba el pecho. No estaba segura de si era consciente o inconscientemente, pero le desagradaba de forma instintiva.
—¿No has visto pasar a nadie por aquí? —preguntó Rita—. Tienes ventanas que dan a la calle.
—¡Oh, no, no, no!, es demasiado temprano —respondió el hombre—. ¿Ha pasado algo?
La pregunta estaba justificada, pero el impulso de Rita fue de no contestarla. Jörgen Berg, sin embargo, miraba abiertamente y con interés al hombre de la puerta, que no le parecía sospechoso. Rita trató de llamar la atención de Berg, pero este parecía más interesado en la exhibición de músculos del hombre que en ella.
—Una chica ha sido herida y se sospecha que el presunto agresor ha huido hacia Grönegatan —dijo.
Rita pellizcó a Jörgen en el costado. Este se giró rápidamente, con una mirada de enfado, y se soltó del agarre de Rita.
—¡Qué horrible! —respondió el hombre, y Rita lo examinó a fondo. Sus ojos de policía se clavaron en el molesto hombre complaciente. Nada en su rostro coincidía con lo que decía. Por un instante, vio una sonrisa que desapareció de forma fugaz. ¿O estaba equivocada? Lo miró de nuevo, pero lo que pensó que era una sonrisa dejo de serlo. Las campanas de alarma sonaban vagamente en su cabeza.
Jörgen Berg asintió con tristeza y luego le dio la mano al hombre.
—Gracias por tu tiempo —añadió.
Rita asintió. Después, la puerta se cerró y salieron del portal.
—Parecía inofensivo —afirmó Jörgen.
—Su cara me suena —señaló Rita, pensativa. Pensó en ello por un momento—. Aunque quizá no sea tan extraño, vivimos en la misma calle. La verdad es que no me parece tan inofensivo. Tuve la sensación de que no actuaba con naturalidad, por eso te pellizqué en el costado, para que no dijeras nada. Pero no, tú no te das cuenta de nada y le cuentas todo como si pudiésemos confiar en él. ¿No has aprendido nada después de quince años trabajando como detective?
—Pues no pensé en ello. No hace falta que te enfades tanto.
Jörgen Berg se encogió de hombros y se preguntó si quizá el problema era que nunca entendería a las mujeres. Aunque, en realidad, había más diferencias entre él y algunos compañeros hombres que entre él y Rita.
—¿Cómo era? —preguntó Sara cuándo la informaron por teléfono.
—Musculoso —respondió Rita— y estaba inquieto. Dijo que trabajaba en la construcción y que empezaba temprano en la obra, por eso salía a correr ahora. Si me preguntas, había algo peculiar en él, raro y poco natural.
—¿Puedes afinar un poco más?
—En sentido estricto, no… Quizás había algo raro en sus ojos. En cualquier caso, no había visto ni oído nada.
—Está bien —respondió Sara.
—¿Cómo te sientes? —Rita estaba preocupada por Sara más que por Johannes. Conocía a la familia Vallén y no tenía ninguna duda de la inocencia del chico.
—No estoy preocupada, sé que no es culpable —dijo Sara—. Pero no quiero hablar de eso ahora. Dejémoslo para más tarde.
—¿Qué pensó Jörgen de ese hombre?
—Jörgen no notó nada, así que a lo mejor son imaginaciones mías. —Hizo una pausa—. Aquí viene corriendo, así que en cualquier caso no mentía —dijo Rita, que veía al hombre acercarse a grandes zancadas por la avenida Gyllenkrok. Admitió, aunque de mala gana, que las personas que salen a correr tan temprano por la mañana son admirables.
—Me acercaré al hospital para tratar de identificar a la chica —dijo Sara a Malva por radio.
Sara observó a los forenses y pensó que podía dejarlos trabajar con toda tranquilidad. Junto a ellos había bolsas con ropa y pequeños sobres de papel con hisopos que contenían muestras de esperma y de rastros de sangre. La lila estaba aparte, y la lengua la habían llevado al hospital. Los hombres uniformados con el EPI blanco caminaban en silencio con la mirada clavada en el suelo, buscando más pistas.
Malva respondió con un gesto de asentimiento a Sara sin dejar de escuchar atentamente la emisora de radio.
—Cuando los forenses hayan terminado, puedes levantar el cordón de la escena del crimen —dijo Sara Vallén, y se dirigió hacia su coche.
Sin previo aviso, las lágrimas comenzaron a fluir en cuanto cerró la puerta del vehículo. Apoyada contra el volante, se aferraba con fuerza y lloraba como una niña, desde el fondo de su corazón. Amortiguó un grito para evitar que que nadie la oyera. Después de unos minutos se incorporó, giró el espejo retrovisor hacia su rostro y lo acarició con manos temblorosas. Estaba pálida, y se dio unas palmaditas en las mejillas para recuperar algo de color. Ordenó sus pensamientos y puso en marcha el coche.
—Se trata de un traumatismo muy grave, en realidad, de varios traumatismos, y, por consiguiente, hay muchos médicos involucrados —dijo la enfermera, advirtiendo con seriedad a Sara Vallén.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Sara.
La enfermera suspiró afligida.
—El cirujano y los médicos de urgencias, además del ginecólogo, fueron los primeros que la examinaron, e hicieron todo lo que pudieron para salvarle la vida, junto con los anestesiólogos. Cuando terminaron, vinieron el neurólogo, el ortopeda y el otorrinolaringólogo. Nuestra prioridad número uno era estabilizar a la chica.
—¿Puedo verla? —preguntó la inspectora.
—Bueno, puedes acompañarme y quedarte fuera de la sala de urgencias; tal vez te dejen echar un vistazo.
Sara asintió.
—¿Ha sido identificada?
—No, todavía no —respondió la enfermera—. No hemos tenido tiempo para eso. Además, estaba desnuda y básicamente no teníamos nada que pudiera ayudarnos.
Sara Vallén siguió a la enfermera, que se dirigió rápidamente y con decisión hacia la sala de urgencias. Por una pequeña ventana, Sara pudo ver cómo el personal médico, las enfermeras y los auxiliares de enfermería trabajaban alrededor de la chica. Detrás de la cabeza de esta había una doctora que presionaba lentamente un balón unido a un tubo que salía de la garganta de la niña.
—¿Qué es eso? —preguntó Sara.
—Un reanimador —respondió la enfermera, sonriendo amablemente al ver el gesto interrogante de Sara—. El balón de aire sirve para introducir oxígeno en los pulmones de la chica.
—¿Cuál es el siguiente paso? —Sara sintió que el malestar se instalaba en su cuerpo. Por un instante, había olvidado sus divagaciones sobre Johannes y lo que le estaba pasando. En aquel momento solamente era una policía.
—Va a haber bastante movimiento —respondió la enfermera con la misma amabilidad—. Ya le han hecho una radiografía de la cabeza y los neurólogos están estudiando las imágenes. Tal vez haya que trepanar. Enseguida la trasladaremos al servicio neurointensivo. El ginecólogo ha examinado las lesiones del área genital. Como puedes imaginar, todo esto llevará tiempo. La chica ha sufrido muchos daños.
Sara Vallén hizo un gesto de resignación y se apartó de la ventana.
—¿Está sufriendo?
—No, ahora no; está sedada. Duerme, a pesar de que estaba inconsciente cuando entró. —La enfermera dio una palmadita en el hombro a Sara—. Estas situaciones son difíciles de manejar, incluso para una oficial de policía o una enfermera experimentada —añadió.
Cuando Sara salió del hospital sintió lo cansada que estaba. No podía ni con su alma, pero al menos podría dormir una hora. «Algo es algo», pensó.
Johannes Vallén estaba sentado en una celda con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos. No entendía nada, absolutamente nada. ¿Qué estaba haciendo allí? Le habían dicho que lo interrogarían porque estaba en el lugar donde encontraron a la chica. Pero, si era un simple testigo, ¿por qué estaba sentado en una celda que apestaba a orina y vómito?
Le dolía el estómago y la nuca. Se mecía de un lado a otro, preso de la ansiedad. De repente sintió un ataque de náuseas y vomitó.
—¡Ayuda! —gritó—. ¡Necesito ayuda!
El guardia que estaba de servicio acudió y abrió la puerta.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—Me duele mucho la cabeza —dijo Johannes. Su ágil cuerpo comenzó a temblar convulsivamente.
El guardia desapareció a la carrera.
Al cabo de un rato, la puerta de la celda se abrió de nuevo y entró un hombre con bata blanca. Observó amablemente a Johannes, se volvió hacia el guardia y le ordenó bruscamente que hiciera limpiar la celda para que al menos se pudiera estar allí.
—Puede que hayas oído hablar de la Declaración Universal de Derechos Humanos —concluyó agriamente el médico. Después examinó a Johannes y le dijo al guardia que pidiera una ambulancia—. Hay que llevar a este chico al hospital para que le hagan una radiografía —fue lo único que dijo.
—Papá —dijo Johannes cuando Göran Vallén entró en la habitación—. No entiendo nada. No he hecho nada, te lo prometo.
—Por supuesto que no has hecho nada —lo consoló Göran, tratando de no mostrar su preocupación.
Torsten Venngren se levantó de una silla junto a la ventana.
—Soy Torsten Venngren, nos hemos visto antes. Enseguida vendrá un abogado —dijo tendiéndole la mano a Göran.
—Pero yo no he hecho nada —dijo Johannes—. Nunca le haría daño a nadie. Odio pelearme y nunca sería capaz de hacer algo así. Ni siquiera sé quién es esa chica.
Johannes apenas podía respirar. Todavía sentía muchas náuseas y le parecía que le iba a explotar la cabeza.
Göran vio el miedo en los ojos de su hijo y lo abrazó con fuerza.
—Todo va a ir bien —susurró al oído del chico. Sus ojos se cruzaron con la mirada preocupada de Torsten Venngren.
El interrogatorio comenzó después de que a Johannes le tomasen muestras de la boca, del interior de sus mejillas. «Son muestras de ADN —dijo Venngren—. No te harán daño».
Johannes habló con libertad mientras Torsten escuchaba atentamente. Contó todo lo que había hecho y dejado de hacer. La abogada estaba sentada en silencio y Göran Vallén, haciendo gala de autocontrol, también. No podía interpretar la intención de las preguntas de Torsten. El policía las formulaba sin mostrar emoción alguna, como el interrogador experimentado que era.
Johannes había estado en casa de su amigo Axel hasta cerca de las dos de la madrugada. Tenían clase al día siguiente, así que Johannes decidió volver a su casa. Sabía que era un poco tarde, pero aun así se fue. Bajó por Grönegatan y después cruzó la avenida de Gyllenkrok, pasando por el dique a lo largo del parque. No vio a nadie en el camino ni oyó nada hasta que cruzó el parque cerca de la sala de conciertos Mejeriet y vio unos pies descalzos que asomaban bajo un arbusto. No sabía cómo explicar por qué tenía sangre en la ropa. Supuso que era porque se había inclinado sobre la chica.
—No sé quién es —dijo—. No vi nada más que a la chica y una sombra al otro lado del arbusto. Después todo se volvió negro.
—¿Qué viste exactamente?
—Vi que sangraba por la boca y que respiraba muy despacio.
—¿Qué color de pelo tenía la adolescente?
—No sé; no lo recuerdo o no lo vi.
—¿Qué hiciste cuando la viste?
—Llamé al 112, y luego alguien me atacó. Lo prometo.
El interrogatorio terminó después de casi una hora. El chico necesitaba descansar.
Torsten salió de la habitación del hospital, sacó su teléfono y llamó al fiscal.
—¿Y...? —dijo el fiscal de guardia cuando Torsten le contó la historia del chico.
—No creo que sea él. Tiene heridas que podrían justificar el ataque, conmoción cerebral y un par de costillas rotas —explicó, con la certeza de que Johannes era inocente. Aunque no había resultado seriamente herido, el chico estaba muy débil y carecía de tendencias agresivas. Solo estaba asustado.
—Está bien —dijo el fiscal—. Pero deberá permanecer bajo custodia hasta que hayamos recibido los resultados de las pruebas. Queda detenido a las 6:22 horas del día de hoy.
El fiscal terminó la conversación dándole unas cuantas instrucciones más. Venngren dejó escapar un profundo suspiro y dijo que se iría a casa a dormir, indicación de que no quería que lo molestaran con nada más.
Aunque estaba muy sorprendido, no protestó por la decisión del fiscal, sino que la anotó en una orden de detención. Se sentía incómodo, aunque sabía que no había nada que decir; tenía que acatar las ordenes del fiscal. Venngren tenía experiencia y sabía que las decisiones de los fiscales de guardia rara vez se podían cuestionar. Sobre todo, en el caso de los crímenes más graves, donde los fiscales preferían ir a lo seguro antes que arriesgarse.
Volvió con el chico y se sentó en la silla con un ruido sordo. Estaba cansado y un poco resignado, y las molestias que tenía en la boca del estómago continuaban.
Miró a la abogada, una mujer joven con el pelo corto y un peinado juvenil. Ella entendió inmediatamente lo que ocurría y agarró el hombro del chico. Parecía que se estaba aferrando a él en vez de darle apoyo.