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Encuentro, como profetizaste, mucho de interesante, pero poco de utilidad para la cuestión delicada —la posibilidad de publicación. Los diarios de esta mujer son menos sistemáticos de lo que yo esperaba; no tenía más que la bendita costumbre de anotar y narrar. Resumía, guardaba; parece como si pocas veces dejara pasar una buena historia sin atraparla al vuelo. Me refiero, claro está, más que a las cosas que oía, a las que veía y sentía.
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Henry James
I
Hablábamos de Londres cara a cara con un gran glaciar hirsuto y primevo. La hora y el escenario formaban una de esas impresiones que compensan un poco, en Suiza, por la moderna indignidad del viajar: las promiscuidades y vulgaridades, la estación y el hotel, la paciencia gregaria, la lucha por unas migajas de atención, la reducción a estado numerado. El alto valle se teñía del rosa de la montaña; el aire fresco tenía la limpieza de un mundo nuevo. Había un leve rubor de primera tarde sobre nieves incólumes, y el tintineo fraternizante del ganado oculto a la vista nos llegaba con un olor a siega tibia de sol. El balconado hostal se alzaba en la garganta misma del paso más delicioso del Oberland, y hacía una semana que teníamos buena compañía y buen tiempo. Se consideraba gran fortuna, porque lo uno habría compensado por lo otro si alguna de las dos cosas hubiera sido mala.
El tiempo, ciertamente, habría hecho buena la compañía; pero no estaba sujeto a esa obligación, porque por feliz casualidad teníamos a la fleur des pois: lord y lady Mellifont, Clare Vawdrey, la mayor (en opinión de muchos) de nuestras glorias literarias, y Blanche Adney, la mayor (en opinión de todos) de nuestras glorias teatrales. Los nombro en primer lugar porque eran precisamente los personajes a quienes en el Londres de la época se intentaba «fichar». Se procuraba «reservarlos» con seis semanas de adelanto, y sin embargo en esta ocasión nos habían venido a las manos, todos nos habíamos venido a las manos de todos, sin la menor maniobra. Un lance del juego nos había juntado entre los últimos de agosto, y reconocimos nuestra suerte permaneciendo en ese estado, bajo la protección del barómetro. Cuando acabaran los dorados días —cosa que pronto había de suceder—, descenderíamos por lados opuestos del paso para eclipsarnos tras la cresta de las alturas circundantes. Éramos de la misma congregación general, eran signos del mismo alfabeto las marcas que nos identificaban.
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