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En "Los Anteojos", de Edgar Allan Poe, Un joven vanidoso, que descuida su necesidad de usar gafas, se enamora a primera vista. Más tarde descubre que la mujer de la que se enamoró no es lo que esperaba, revelando una mordaz ironía sobre la percepción y la realidad.
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En "Los Anteojos", de Edgar Allan Poe, Un joven vanidoso, que descuida su necesidad de usar gafas, se enamora a primera vista. Más tarde descubre que la mujer de la que se enamoró no es lo que esperaba, revelando una mordaz ironía sobre la percepción y la realidad.
Amor, Ilusión, Ironía
Este texto es una obra de dominio público y refleja las normas, valores y perspectivas de su época. Algunos lectores pueden encontrar partes de este contenido ofensivas o perturbadoras, dada la evolución de las normas sociales y de nuestra comprensión colectiva de las cuestiones de igualdad, derechos humanos y respeto mutuo. Pedimos a los lectores que se acerquen a este material comprendiendo la época histórica en que fue escrito, reconociendo que puede contener lenguaje, ideas o descripciones incompatibles con las normas éticas y morales actuales.
Los nombres de lenguas extranjeras se conservarán en su forma original, sin traducción.
Hace muchos años, estaba de moda ridiculizar la idea del "amor a primera vista"; pero los que piensan, no menos que los que sienten profundamente, siempre han defendido su existencia. Los descubrimientos modernos, en efecto, en lo que puede llamarse magnetismo ético o magnetoestética, hacen probable que el más natural, y, en consecuencia, el más verdadero e intenso de los afectos humanos sean los que surgen en el corazón como por simpatía eléctrica; en una palabra, que los más brillantes y duraderos de los grilletes psíquicos son los que se remachan con una mirada. La confesión que estoy a punto de hacer añadirá otro a los ya casi innumerables ejemplos de la verdad de la posición.
Mi historia requiere que sea algo minucioso. Todavía soy muy joven, no he cumplido los veintidós años. Actualmente me llamo Simpson, un nombre muy corriente y bastante plebeyo. Digo "en la actualidad", porque hace poco que me llamo así, ya que adopté este apellido el año pasado para recibir una cuantiosa herencia que me dejó un pariente lejano, Adolphus Simpson, Esq. El legado estaba condicionado a que yo adoptara el nombre del testador, el apellido, no el nombre de pila; mi nombre de pila es Napoleón Bonaparte o, mejor dicho, éstos son mi nombre y mi segundo apellido.
Asumí el nombre de Simpson con cierta reticencia, ya que, en mi verdadero patronímico, Froissart, sentía un orgullo muy perdonable, creyendo que podía trazar una descendencia del inmortal autor de las "Crónicas". A propósito de nombres, puedo mencionar una singular coincidencia de sonido en los nombres de algunos de mis predecesores inmediatos. Mi padre era Monsieur Froissart, de París. Su esposa -mi madre, con la que se casó a los quince años- era Mademoiselle Croissart, hija mayor de Croissart, el banquero, cuya esposa, que sólo tenía dieciséis años cuando se casó, era la hija mayor de un tal Victor Voissart. Monsieur Voissart, muy singularmente, se había casado con una dama de nombre similar: Mademoiselle Moissart. También ella era una niña cuando se casó, y su madre, Madame Moissart, sólo tenía catorce años cuando fue llevada al altar. Estos matrimonios precoces son habituales en Francia. Aquí, sin embargo, están Moissart, Voissart, Croissart y Froissart, todos en línea directa de descendencia. Mi propio nombre, sin embargo, como he dicho, se convirtió en Simpson, por ley de la Legislatura, y con tanta repugnancia por mi parte, que, en un momento dado, realmente dudé en aceptar el legado con la inútil y molesta condición adjunta.
En cuanto a dotaciones personales, no soy en absoluto deficiente. Al contrario, creo que estoy bien hecho y poseo lo que nueve décimas partes del mundo llamarían un rostro apuesto. Mido un metro setenta y cinco. Mi pelo es negro y rizado. Mi nariz es suficientemente buena. Mis ojos son grandes y grises; y aunque, de hecho, son débiles en un grado muy inconveniente, todavía ningún defecto en este sentido podría sospecharse de su apariencia. La debilidad en sí, sin embargo, siempre me ha molestado mucho, y he recurrido a todos los remedios, excepto el uso de gafas. Siendo joven y bien parecido, naturalmente me disgustan, y me he negado resueltamente a usarlas. No conozco nada, en efecto, que desfigure tanto el semblante de una persona joven, o que imprima a cada rasgo un aire de recato, cuando no de mojigatería y de edad. Un anteojo, por otro lado, tiene un sabor de franca elegancia y afectación. Hasta ahora me las he arreglado lo mejor que he podido sin ninguna de las dos cosas. Pero algo demasiado de estos detalles meramente personales, que, después de todo, son de poca importancia. Me contentaré con decir, además, que mi temperamento es sanguíneo, temerario, ardiente, entusiasta, y que toda mi vida he sido un devoto admirador de las mujeres.
Una noche del invierno pasado entré en un palco del teatro P--, en compañía de un amigo, el señor Talbot. Era una noche de ópera, y los billetes presentaban una atracción muy rara, de modo que la sala estaba excesivamente llena. Sin embargo, llegamos a tiempo de conseguir los asientos delanteros que nos habían reservado y en los que, con algunas dificultades, nos abrimos paso a codazos.
Durante dos horas mi compañero, que era un fanático de la música, prestó toda su atención al escenario; y, mientras tanto, yo me entretuve observando al público, que consistía, en su mayor parte, en la élite de la ciudad. Una vez satisfecho con este punto, estaba a punto de volver mis ojos a la “prima donna”, cuando fueron detenidos y clavados por una figura en uno de los palcos privados que había escapado a mi observación.