Los gemelos del metro - Enrique Escalona - E-Book

Los gemelos del metro E-Book

Enrique Escalona

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Beschreibung

Los gemelos Rita y José nacieron en el metro de Ciudad de México y desde entonces viven en esta gran urbe subterránea. Aquí conocen a personalidades emblemáticas que se convierten en parte importante de su vida. Un día, José desaparece y Rita comienza a buscarlo en la inmensa red de pasillos, túneles y escaleras en donde tendrá que enfrentarse con personajes misteriosos y fantásticos para salvarlo. Esta es una historia de hechizos y fantasía en un escenario único.

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Escalona, Enrique

Los gemelos del metro / Enrique Escalona; ilustraciones de Isidro R. Esquivel; traducción de Leopoldo Rodríguez Regueira. – México: Ediciones SM, 2018

Formato digital – (El Barco de Vapor. Naranja)

ISBN: 978-607-24-3200-0

1. Novela mexicana 2. Familia – Literatura infantil 3. Misterio – Literatura infantil

Dewey 863 E83

   

A los que andan por ahí, aunque no los veamosEnrique Escalona

A todos los que nos siguen haciendo faltaIsidro R. Esquivel

 

   

Midnight in the subway She’s on her way home She tries hard not to run But she feels she’s not alone Echoes of footsteps Follow close behind But she dare not turn around Turn around

THE CURE, The Subway Song

UNA EXTRAÑA EN EL TRANSBORDO DE CONSULADO

RITA SUBIÓ AL VAGÓN para ir a la estación donde su hermano había desaparecido. Si ella no lo buscaba de inmediato, nadie más lo haría.

De acuerdo con la policía, una cámara lo registró en el transbordo del metro Consulado, pero de ahí no se le vio salir ni regresar y, como parecía haberse esfumado en los pasillos que comunican las dos líneas del metro, lo mejor era comenzar a buscarlo donde había sido visto por última vez.

Se miró en el reflejo que forma el cristal de la puerta del vagón dentro del túnel y pensó en todas las veces que la habían confundido con su hermano, pues eran gemelos; aunque ella llevaba el cabello más largo, con un corte que le habían hecho gratis en la Escuela de Belleza del metro Allende, y usaba una camisa de franela, mientras que José vestía un suéter gris que le quedaba grande y, durante las mañanas frías, lo jalaba de las mangas para cubrirse las manos.

También pensó que era imposible que su hermano se perdiera pues, al igual que ella, vivía en el metro y conocía bien la mayoría de las estaciones; además, era muy observador y le gustaba explorar los túneles solitarios o echar un vistazo a lo que había detrás de alguna puerta que señalara peligro. Rita temía que esa curiosidad lo hubiera llevado a algún sitio desconocido dentro del metro o, peor aún, de la ciudad en el exterior.

Bajó con un grupo de pasajeros en la estación Consulado y comenzó a buscar el tablón informativo que, según el video que le mostraron, su hermano había leído antes de desaparecer. Tenía anuncios de conciertos, clases de inglés y carteles que buscaban a gente perdida, pero ninguno llamó su atención. Luego se paró debajo de la cámara que lo había grabado la noche anterior, aunque tampoco vio nada raro, por lo que decidió investigar a lo largo del transbordo.

No sabía qué buscar en ese pasillo oscuro que, cuando llovía, se inundaba y hedía a cloaca. Así que avanzó despacio, atisbó todos los resquicios, se asomó tras cada puerta, miró a la gente con atención y cruzó de ida y vuelta la frontera entre la franja color verde agua de la línea cuatro y la amarilla de la cinco, pero no encontró rastro de su hermano.

Regresó por el transbordo y vio una cámara que no había advertido antes. Al examinarla atentamente, notó que la lente estaba cubierta con un papel. Tomó vuelo, brincó, lanzó un manotazo y, tras un par de intentos, logró tirarlo: era un antiguo boleto de metro color rosa, con unas letras rojas que indicaban: CORTESÍA. “¡Qué raro!”, pensó, mientras lo guardaba en la bolsa de su camisa.

Seguía en cuclillas cuando sintió que algo le rozaba la nuca. Se puso de pie y miró alrededor. No había nadie. Sin embargo, una corriente helada atravesó de pronto el pasillo y provocó que varias lámparas se apagaran y se le erizaran los vellos de la espalda. Levantó la mirada y observó a un ave de caza que volaba en silencio; giró a lo ancho del pasillo con las alas extendidas y al final se posó en el piso, justo frente a ella.

Era una lechuza, como la que había soñado la noche anterior, aunque mucho más grande. Estaba cubierta de plumas negras, excepto por la máscara blanca que enmarcaba unos enormes ojos amarillos que parpadeaban a destiempo, uno después del otro, además de un pico ganchudo. Rita sintió una mezcla de miedo y curiosidad por aquella ave que la miraba con interés y balanceaba la cabeza como si la escudriñara.

Parecía que estuviera a punto de decirle algo cuando el rumor de la ola de pasajeros inundó el pasillo. Al percatarse de que se aproximaban, la lechuza emitió un chirrido, extendió las alas, se elevó cortando el aire con su aleteo y le mostró las garras de manera amenazadora. Rita se ovilló para protegerse del ataque y cerró los ojos por un instante que le pareció tan largo como la espera del próximo tren en un día lluvioso. Sin embargo, sólo sintió a los pasajeros que la esquivaban, y a los menos amables que la empujaban para que se hiciera a un lado.

Se replegó contra la pared y miró con atención en todas direcciones: no quedaba rastro del ave, y Rita corrió para alcanzar a los últimos pasajeros que atravesaron el túnel.

Mientras se integraba al río de gente apresurada, se preguntó si su hermano también se habría encontrado con esa lechuza… Estaba agotada y se alegró cuando el metro apareció en la oscuridad, luminoso y mojado por la tormenta que caía afuera. Se apretujó para permitir el cierre de las puertas y ahí, en medio de aquella masa cansada y ansiosa por llegar a casa, extrañó más que nunca a su hermano.

NACEN GEMELOS EN LA ESTACIÓN CHAPULTEPEC

MÁS DE SIETE MILLONES DE PASAJEROS usan a diario el metro de la Ciudad de México y, con tanta gente yendo y viniendo, de vez en cuando alguien da a luz en sus instalaciones. Así ocurrió con la mamá de Rita y José, quien no llegó al hospital y se bajó en la estación Chapultepec en busca de ayuda. Una anciana llamada Petra la acogió en su tienda de ropa y ahí la atendió una mujer que dijo ser partera. La noticia salió en el periódico con el titular: “Nacen gemelos en la estación Chapultepec”, junto con una foto que mostraba a los recién nacidos cargados por la mujer que había ayudado en el parto.

Doña Petra conservó el recorte del periódico, lo enmarcó y, durante sus primeros años, les contó una y otra vez la historia de su nacimiento, pues ella se encargó de criarlos con cariño:

—Su mamá me dijo que iba por un taxi, pero nunca regresó y, la verdad… yo sabía que no volvería, que a mí me tocaría cuidarlos. Antes de irse me dijo que sus nombres eran Rita y José.

Así, los gemelos crecieron dentro de la inmensa red de túneles, andenes, pasillos, pisos subterráneos, vestíbulos de estaciones y puentes que forman las instalaciones del metro. Para ayudar a la abuela, por las mañanas vendían dulces en los vagones, usando un estribillo para anunciar las bondades de cada producto:

—Sí, mire, damita, caballero. Hoy le traigo un paquete de chicles de sabores surtidos. Para que no llegue a su cita con olor a cebolla. Para que se le quite el mal aliento. Son cuatro chicles de sabor menta, yerbabuena, canela y frambuesa. Cinco pesos le valen, cinco pesos le cuestan.

Y por las tardes iban a aprender a leer y a hacer cuentas a la escuela del Centro de Apoyo a Personas en Situación de Calle del Pasaje Zócalo-Pino Suárez.

La ciudad externa les resultaba ajena y desconocida, llena de indicaciones y direcciones confusas donde se perdían. En cambio, en la ciudad subterránea todo era bastante claro: cada línea tenía un número y un color; cada estación, un dibujo que la distinguía, y se podía llegar a cualquier punto gracias a los mapas que había por todos lados. Además, ahí dentro conocían los mejores lugares para comer a cualquier hora: en las escaleras de Politécnico, desayuno de tamales y atole; tacos de canasta en los torniquetes de Juanacatlán; agua de guayaba a cualquier hora en la juguería de Juárez, y para la cena compraban comida en las tiendas de Deportivo 18 de Marzo o buscaban a uno de los vendedores de pan que se instalaban en todas las estaciones desde el atardecer. Ni siquiera era necesario poner un pie en la calle para comprar los dulces que vendían, pues en la estación Merced hay una salida que da al interior de un mercado donde los compraban a granel. Para divertirse, tenían cibercentros, museos, bibliotecas, espectáculos gratuitos, conciertos, cine y hasta lucha libre, pues en el interior del metro hay una ciudad tan vital como la de afuera.

Cuando doña Petra murió, vivieron días muy difíciles y trataron de arreglárselas como siempre: vendiendo dulces. El problema era dónde dormir y cómo dejar de extrañar a la abuela. Por las mañanas escondían en algún rincón una bolsa con sus cosas y sus cobijas, y por la tarde recorrían las estaciones para localizar un buen lugar donde pasar la noche.

Así estuvieron por algún tiempo, hasta que una de esas tardes bajaron en Norte 45, una estación solitaria y tranquila donde hay dos esculturas prehispánicas que representan a Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, y a Xólotl, el perro xoloitzcuintle: los dioses gemelos del día y de la noche.

—Pues, para ser gemelos, no se parecen —dijo José, contemplando ambas esculturas.

—Mmm, no… aquí dice que uno es patrón de los sabios y otro, de los brujos…

—En eso nos parecemos a ellos: yo soy un sabio y tú, ¡una bruja! —exclamó José, para provocarla.