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Cuando llegué no sabía nada, pero vi que ella podía enseñármelo todo. Veva está huyendo. Huyendo de sí misma y de todo lo que su controladora familia le ha obligado a ser hasta ahora. Necesita encontrar una identidad que realmente la defina, necesita saber quién habría sido si su vida no hubiera estado dirigida desde el principio. Sin embargo, solo ha conseguido tiempo. Un pacto, un contrato verbal de dos años por el que su padre le concede la oportunidad de conseguir un trabajo digno de su reconocimiento, sin que los hilos que él maneja puedan intervenir en su destino. Pero ella ahora es libre y no está dispuesta a dejar de serlo. El reloj ya está corriendo cuando Ru se cruza en su camino. Una mujer segura, libre y valiente que pondrá patas arriba la vida de Veva con canciones, palomitas y destellos... Y es que con Ru todo parece más fácil, aunque resulte complicado darse cuenta.
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Seitenzahl: 243
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Ángela García Sanjuán
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Los nombres de Veva, n.º 12 - abril 2022
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Elit y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
I.S.B.N.: 978-84-1105-758-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
1. La chica del chicle
2. Rocket Queen
3. El bueno de Jack
4. Faltas de ortografía
5. Pulso emocional
6. Corazón espinado
7. Drama
8. Contando lunares
9. Salir de las trincheras
10. Otra oportunidad
11. El condensador de fluzo
12. Una batseñal y algunos destellos
13. Los espejismos de Ru
14. Peligro de fuga
15. Sin más
16. Orugas
17. Cuando la luna se ríe
18. Mi revelación
19. El resplandor
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
La vida es siempre una cuerda floja o una cama de plumas. Dame la cuerda floja.
Edith Wharton
No es que fuera infeliz, sencillamente pasaba por la vida como si esta fuera un simple trámite. Puede sonar triste, pero Gigi lo tenía muy asumido. Así era como le gustaba llamarse, ese era su verdadero nombre aunque nadie lo utilizara, porque ese era el nombre que le puso la primera persona que llegó a conocerla.
Genoveva. Ese era el nombre que eligieron sus padres; esos con los que ya no hablaba, esos que decidieron todo por ella desde antes de que hubiese algo que decidir.
Geno. Así la llamaban aquellas a las que un día ella llamó amigas; esas que dejaron de invitarla a las fiestas o a cualquier reunión, esas que dejaron de hablarle, de mirarle e incluso de percibir su presencia. Esas que un día le cerraron las puertas del mundo al que, hasta aquel momento, había pertenecido.
Así fue como nació Veva. Más o menos. Fue un proceso largo y lleno de decepciones. No solo con su entorno, sino también con ella misma.
La vida de Veva empezó mucho antes, pero esta historia comienza el día del concierto de Ru. No era nada legendario —a ojos de los demás, claro—puesto que Ru tocaba en un pequeño bar que hacía esquina y lo hacía a cambio de cervezas gratis. Pero para Veva, Ru era todo lo que había soñado ser, incluso antes de saber que podía soñar.
Veréis, cuando naces en el seno de una familia adinerada, influyente y asquerosamente pretenciosa, hay pocas cosas que puedas elegir. Sobre todo, si nunca llegas a conocer que existe mundo más allá del que te muestran. Allí, en aquella gigantesca casa con vistas al mar, todavía se llamaba Genoveva.
El caso es que Ru no tenía nada que ver con el dinero, las pretensiones o la influencia —por mucho que inconscientemente la terminara ejerciendo sobre Veva—y para Veva era como un sol. No del modo que estáis pensando. No el típico sol al que se refieren las personas cuando tratan de definir a alguien, sino un sol ardiente y abrasador que reina sobre todo, da vida a aquellos que le rodean y no teme extinguirse; por eso sigue quemando. Explosión tras explosión, el sol de Ru es aterrador para quien lo contempla sin conocerlo y aniquilador para quien trata de dominarlo, pero para alguien que lo observa con admiración, ese sol no es más que la estrella que guiará sus pasos.
Ru tenía más en común con Veva de lo que ellas mismas eran capaces de reconocer. Y no solo por el odio que Rutilia sentía hacia su nombre. El sueño de Ru era dedicarse a la música. No. Corrijo. Su sueño era vivir de ella. Pero también a alguien tan valiente como Ru le habían metido en la cabeza que no lograría jamás vivir de eso, que se dejara de «tonterías», que buscara un «trabajo de verdad». En fin, que dejara de soñar como si no fuera libre para elegir.
Aquella tarde, mientras veía a Ru preparar las cosas para el concierto, Veva sonreía desde la barra recordando la primera vez que se conocieron. Un día desastroso que terminó con el mejor de los regalos.
Se había largado de casa por fin, no era la primera vez que lo intentaba, pero escaparse de un padre como el suyo no era tarea sencilla. Siempre acababa metida en un internado de renombre de algún país del norte de Europa, o de «vacaciones» en Estados Unidos en la escuela de verano para señoritas que dirigía la mujer de su tío. Al principio, Veva lo veía como una muestra de lo mucho que se preocupaban sus padres por su futuro, y le costó reconocer hasta qué punto habían cruzado la línea provocándole una infelicidad perpetua. Pero cuando conoció a Mike empezó a abrir los ojos, y quizá también el corazón. Aunque esa es otra historia.
El tercer intento de fuga fue el definitivo. La verdad es que no fue un plan de escape al uso, hacía mucho que se había dado cuenta de que ese tipo de «huidas» solo la conducían de vuelta a una prisión aún mayor. Así que se sirvió de todo cuanto había aprendido en aquella universidad llena de estudiantes petulantes y soberbios que, por otro lado, eran el tipo de personas con las que se había relacionado durante la mayor parte de su vida. Ya tenía veintitrés años, había acabado la carrera tal como prometió a su padre, cuatro años de filología inglesa que cada vez le parecían más y más insignificantes. Se las ingenió para convencerle de que dejarla ir en busca de su propio sino sería mucho más instructivo que conseguirle un puesto de trabajo en el negocio familiar. La verdad es que nunca hubiese logrado resultados de no ser por la ayuda de la única persona de su familia que seguía confiando en ella, su abuela Montse. Tenía un plazo de dos años para obtener resultados y sorprender a sus padres encontrando un trabajo digno de su reconocimiento.
Bien. No le preocupaba demasiado no conseguirlo, su objetivo real era disfrutar de esa pseudolibertad adquirida durante el tiempo que pudiese hasta convertirla en una libertad real y absoluta. Así fue como terminó en el rellano de aquel edificio de un barrio marginal, con su ridícula maleta de Louis Vuitton y empapada porque se había perdido bajo la lluvia mientras buscaba el condenado apartamento del anuncio.
No era un anuncio muy atrayente, pero era lo único que se podía permitir en aquel momento. Tenía que empezar de cero, sin ayudas. Era algo que se había prometido a sí misma. Sin embargo, Montse no podía consentir que su nieta se marchara sin un mínimo de dinero para conseguir un lugar agradable en el que vivir.
Tres mil euros en efectivo de los que se desprendió antes incluso de salir de casa dejándolos en el bolso de Loli, la señora de la limpieza que preparaba las mejores magdalenas del mundo. Solo se quedó con quinientos euros. Pensó que era algo justo, una cantidad adecuada por la que no se sentiría tan culpable como para reprocharse nada a sí misma.
La puerta del piso era verde, antigua y parecía de papel. Casi no hacía falta llamar para que le abrieran, estaba segura de que podría hacerlo ella misma con un ligero puntapié. Sin embargo, llamó.
El timbre era espantoso. Una vibración, una estruendosa y molesta vibración, que no pasaría desapercibida ni en el despegue de un Boeing 747. La puerta se abrió un poco dejando ver el rostro redondo de una mujer. Unos mofletes mulliditos se apoyaron en el marco de la puerta y unos ojos brillantes y curiosos examinaron a Veva de arriba abajo. Se detuvieron en su maleta. Veva ignoró el pinchacito de vergüenza que sintió al percatarse y esperó a que terminara de analizarla. Su frente se escondía detrás de un descuidado flequillo negro que corría peligro de enredarse con la cadena que había echada para mayor seguridad. Se echó ligeramente hacia atrás y la miró por fin a los ojos.
—¿Qué quieres? —dijo mascando chicle una desconocida y escasamente interesada Ru.
—Vengo por el anuncio. Por la habitación que alquiláis. —Veva hablaba algo trabada por los nervios—. He llamado antes, he hablado con Benja. Es aquí, ¿no?
La puerta se cerró.
El corazón de Veva palpitó fuerte y acelerado con la idea de que podía haberse equivocado. Apenas fueron unos segundos, pero Dios sabe que se le hicieron eternos hasta que Ru despasó la cadena y decidió dejarla entrar.
Llevaba todo el día deambulando por una ciudad que no conocía, sola, sin la seguridad que hasta entonces le había conferido el abrigo de su familia, y lo más importante, sin ningún plan más allá que el de buscarse la vida. Pensó que sería emocionante, pero la verdad era que estaba acojonada.
El tal Benja no le había comentado que él no vivía allí. Se suponía que estaría esperándola para enseñarle el piso, pero en esa diminuta casa solo estaban Ru, una chica llamada Marta que casi nunca salía de su habitación —según comentó la propia Ru— y el pequeño Chupito, un gato que entraba a través del patio de luces cada vez que se le antojaba y al que decidieron llamar así después de que, en una de las fiestas de Ru, se bebiera el último culín de tequila que alguien había dejado olvidado sobre la encimera de la cocina.
La verdad es que Veva ya había pagado por aquella habitación. Un error de novata. Vio unas fotos por internet que no estaban mal –—aunque no se correspondían para nada con la realidad—, un precio que tampoco le disgustó y que se podía permitir, y un tipo elocuente y embaucador que supo cómo llevársela a su terreno. Aunque no se percató de cómo era Benja hasta que le preguntó a Ru por él. Su respuesta fue una carcajada larga e intensa que hizo sentir bastante incómoda a la recién llegada inquilina. Él no vivía allí, cosa que le había dado a entender. Por lo visto, era el sobrino de la vecina de los dueños del piso y se encargaba de alquilarlo llevándose una abusiva comisión por el trámite. Ese fue el segundo «chiste» que Veva le contó a Ru.
—¿¡Quinientos pavos!? —exclamó incrédula entre risas.
Ru no podía parar de reírse. De hecho, casi se atraganta con el chicle. Y Veva comenzaba a sentirse como una auténtica estúpida. Quizá tener la vida planificada y solucionada no era tan malo después de todo.
—No me puedo creer que hayas pagado esa barbaridad por este cuchitril —dijo Ru algo más calmada. Se percató de lo ridícula que se sentía su nueva compañera y dejó de reírse.
—¿Cuánto pagas tú? —preguntó Veva curiosa.
—Doscientos. —La chica se tumbó cobre la nueva cama de Veva—. Y ya me parece demasiado…
Tenía los brazos extendidos, las piernas le colgaban desde el borde de la cama y miraba al techo mientras hacía pompas con el chicle. Veva se detuvo a observarla, nunca había visto a nadie así. No desde que conoció a Mike. Ru era una chica bajita, tenía el pelo corto y el flequillo casi le cubría los ojos, sus manos eran diminutas y su nariz de lo más respingona, aunque nada de eso fue lo que llamó la atención de Veva. La chica del chicle parecía ser bastante simpática, pero no el tipo de simpatía que agradaría a una madre como la de Veva, sino más bien, del tipo que te hace sentir que aunque la realidad sea una mierda todo depende de la actitud con que la vivas. El buen rollo de Ru terminaría contagiando a Veva, pero en ese momento solo quería que se largara de su habitación para poder llorar tranquila. Aunque con puertas como aquellas, la intimidad no fuera algo que se pudiera conseguir en aquel piso.
Ru se dio cuenta de que Veva la observaba.
—Lo siento. Habrás tenido un día de mierda —dijo levantándose de la cama de un brinco.
Se dirigió hacia la puerta de la habitación y Veva se apartó para dejarla pasar. Antes de salir, la miró con una sonrisa torcida, quizá por la amargura que destilaba la frase que dijo después.
—Aunque, ¿qué día no lo es?
Las primeras horas de aquel contrato verbal de independencia que Veva había firmado con su padre fueron íntegramente destinadas a llorar. Lloró como si no hubiera un mañana. Lloró hasta que se le hincharon los ojos y le empezó a doler la garganta. No. Todavía lloró más. Lloró hasta que se sintió como la niñata malcriada que pretendía demostrar que no era.
Contra todo pronóstico, sus lágrimas fueron interrumpidas por Ru, que por alguna razón, sentía la necesidad de ayudarla.
Llamó a la puerta con cuidado. Dos tímidos golpecitos con los que pretendía entrar en la habitación sin resultar molesta. Veva se secó las lágrimas con los puños del jersey y luego la invitó a entrar.
Ru pasó y cerró la puerta tras ella. Luego se sentó en el suelo frente a la cama y se quedó contemplando a Veva por unos instantes.
—Oye, no quiero meterme donde no me llaman, así que, si ves que lo estoy haciendo, me mandas a la mierda, ¿vale? Total, está al otro lado de esta pared… —bromeó refiriéndose a su habitación. Y la verdad es que funcionó, puesto que Veva esbozó su primera sonrisa—. Mira, no sé cuál es tu situación, no sé de dónde vienes ni qué es lo que te ha traído aquí, supongo que es mucho rollo para contármelo a las tres de la mañana y sin cerveza. —Veva volvió a sonreír—. Pero de momento, sé que te han timado. Quinientos pavos por una habitación de mierda, sin ver el piso, sin contrato, y lo que es peor, sin conocernos. —Ahora Veva soltó una sutil risita—. No sé si lo necesitas, pero tengo un colega que acaba de abrir un bar aquí abajo. No es gran cosa, pero busca camareras y no paga del todo mal. —Veva se quedó en silencio, hecho que Ru interpretó como un indicio claro y previo a la negativa, por lo que hizo el amago de levantarse—. Bueno, claro, suponiendo que busques curro. —Se rio nerviosa—. Olvídalo, volveré a meterme en mis asuntos.
Un rubor extraño ascendió por las mejillas de Ru, ¿era vergüenza?
—No, no… Tranquila —contestó Veva antes de que Ru se marchara—. En realidad, te lo agradezco. Es solo que… no… —Estaba nerviosa, se sentía insegura—. No he trabajado nunca.
Pronunciar aquella frase en voz alta le avergonzó, le hizo sentir justo igual que cuando hablaba con Mike sobre el tema. Y en aquel entonces, apenas tenían dieciocho años.
—Pero ¿quieres empezar? —preguntó Ru, que no parecía ver el problema.
Veva solo tuvo valentía suficiente para encogerse de hombros. Y, aunque cualquier otra persona lo hubiese interpretado como desinterés, la respuesta de Ru fue como si la hubiera agarrado por los brazos y hubiese empezado a sacudirla.
A partir del día siguiente, Veva aprendería a poner cañas, servir cubatas, manejarse con la bandeja e incluso lidiar con la clientela. Aunque eso, definitivamente, le llevó mucho más tiempo. Si es que realmente lo llegó a dominar.
Mientras servía las cuatro pintas que le había encargado su compañera, Veva observaba a Ru afinando su guitarra. Un viejo instrumento de su bisabuela del que se había podido adueñar porque nadie en la familia sabía tocarlo. Tampoco tenían interés en aprender a hacerlo.
Habían pasado trece meses. Trece meses de trabajo, de juergas nocturnas, de charlas interminables con Ru, de desequilibrios emocionales, de gente nueva, de gente gilipollas… pero sobre todo, trece meses de libertad. Quedaban once.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, como si por primera vez en mucho tiempo hubiera recordado el lugar del que provenía. Como si acabara de caer en que el contrato al que estaba atada no contaba con prórroga alguna. Como si esa vida tan aparentemente sencilla que estaba experimentando fuese un sueño del que no tardaría demasiado en despertar…
Pero respiró hondo, sacudió la cabeza, sirvió la última pinta y fue a servirlas. Y así, con ese servicio, el primero de los recuerdos de su vida pasada llegó para que no olvidara quién era en realidad.
Un grupo de cuatro chavales se encontraba en la última mesa de la zona desde la que se podía ver el escenario. Cuatro chicos jóvenes que rondarían la edad de Veva. Sirvió las cervezas sin prestar demasiada atención a quiénes eran, sobre todo porque no creía que los conociera. De hecho, solo uno de ellos había formado parte de su pasado y no del que no quería recordar precisamente.
—¿Geno? —preguntó extrañado el último de los chicos.
Al principio, Veva no obedeció al que, en otro tiempo, fue el nombre por el que la conocían sus amigos. Pero el chaval insistió. Estaba seguro de que se trataba de ella.
—Geno, ¿eres tú? —Se levantó de la silla.
Veva se quedó mirándolo sorprendida, como si hubieran descubierto el peor de sus secretos, como si la hubieran pillado cometiendo el más espantoso de todos los crímenes. Pero, en realidad, solo había sido reconocida por un viejo amigo.
—¿Samu? —preguntó con un finísimo hilo de voz.
Habló bajito. No porque tuviera miedo de equivocarse, sino porque seguía impresionada por haberlo encontrado allí.
Samu era el mejor amigo de Mike. Uno de los chicos que conoció en aquella fiesta en la playa cuando todavía no era consciente de que existía un mundo más allá del suyo. El mundo real.
No tenía mucho trabajo aquel día, pero la verdad era que Mike agradecía tener algo de descanso después de una semana como aquella. Fue como si todo el mundo se hubiese vuelto loco por tatuarse, ¡y al mismo tiempo!
Pero no se podía quejar, lo cierto era que no le iba nada mal.
En apenas seis años, había conseguido crecer muchísimo con respecto a su trabajo. Lo que empezó siendo un hobbie, se terminó convirtiendo en su modo de vida cuando decidió tomárselo en serio. Dibujar cada día, cada hora, cada minuto, cada jodido segundo… Pero nunca se habría visto capaz de llegar tan lejos si no hubiera sido por ella, la mujer —prácticamente niña en aquel entonces—que había sabido reconocer su valía.
Seis años habían pasado desde que se conocieron, cuatro desde que no se veían, y todavía se sorprendía pensando en ella. Le habría gustado ver el estudio, habría sonreído como solo ella sabía hacerlo; sus ojos lo habrían escudriñado todo embriagados de emoción, y luego, lo habría abrazado apretando su pecho contra el de él hasta que ambos corazones latieran a la vez. Era lo que ella solía llamar «un abrazo de verdad».
Estaba todo limpio. Todo recogido. Solo tenía que coger el casco y podría irse a casa. Pero tenía que suceder. Estaba claro que algo tenía que suceder. Pensar en ella siempre despertaba el motor de la casualidad.
El móvil vibró. No pensaba ni mirarlo, esperaría a llegar a casa y estar tranquilo para leer los malditos mensajes, pero, ¿y si era algo importante? ¿Y si su madre necesitaba algo? ¿Y si se trataba de Coral?
Estaba a punto de cerrar el estudio cuando decidió meter la mano en el bolsillo de la cazadora y coger el móvil. No, no era Coral. No, no era su madre. Y sí, sí era importante.
«¿A que no sabes a quién acabo de ver?», rezaba un mensaje de Samu.
El cabrón estaba desatado desde que lo había dejado con Diana y seguro que era una de sus mil historias por contar. Tenía tantos asuntos entre manos que, para Mike, empezaba a resultar difícil recordar los nombres de cada uno de ellos. Pero el nombre que le dio no era un nombre que fuese capaz de olvidar. Y no porque no lo hubiera intentado.
«A tu Gigi».
«¿Qué cojones acaba de pasar?», se preguntó Mike.
Fue como un viaje en el tiempo. Su cabeza no estaba con él, se había perdido en un viejo recuerdo que había tratado de encerrar en el lugar más recóndito de su alma. Pero un desenfrenado palpitar lo liberó. Su corazón no pudo contenerse y recordó aquella tarde en la playa.
Era un día como otro cualquiera, aunque en aquella ocasión se habían estirado un poco y habían buscado una calita bastante más bonita que la playa a la que iban siempre. Samu iría de paquete, como de costumbre, aunque al menos, aquella tarde, había pagado él las litronas. A Mike le tocaba apoquinar con la gasolina. También Izan e Íker los acompañarían. Sería un día de los buenos. Los cuatro bebiendo, fumando y recordando viejos tiempos.
Íker era el que había elegido la playa. Su madre daba clases en un colegio pijo que había cerca de allí y a él le pareció un buen lugar para que chavales de barrio como ellos fueran a explorar. Izan llevaría su moto, sabía que si no lo hacía él, su hermano la cogería sin permiso, y estaba harto de pelearse con Samu por eso.
La tarde empezó tranquila. Un porro entre los cuatro y después de hablar sobre la mierda del curro o de alguna que otra tía empezaron a rular uno de los litros. Mike no quiso beber, no quería coger la moto colocado, aunque le fue difícil resistirse ante la insistencia de sus colegas.
No serían más de las siete cuando todo empezó. Un par de coches aparecieron con la música a todo trapo. Eran el tipo de coche que, aparcados junto a sus motos, las hacían parecer ridículas bicis para niños. Del descapotable salieron tres chicas y un chaval, y del todoterreno cuatro chicos y otra chavala.
Los cuatro se quedaron mirando desde lejos a la gente con la que iban a tener que compartir la playa. Íker volvió a sentarse, dio un trago al litro y se secó los labios con el dorso de la mano. No parecía agradarle su nueva compañía.
—Menuda mierda —dijo sin más.
—¿Qué pasa? —preguntó Samu sentándose a su lado y cogiendo el relevo con la cerveza.
—Pues que no vamos a estar tranquilos —contestó.
—¿Por qué? —preguntó Mike.
Él era un auténtico extraño entre su grupo de amigos. No solía meterse en jaleos ni tenía problemas con la gente. Después de todo, sabía lo difícil que era encajar, y más si en el camino te encontrabas con personas que te lo ponían aún más complicado. Cuando era pequeño, apenas sabía hablar español, su familia era búlgara y se mudaron a España al morir su padre. En el colegio se rieron de él. Lo trataron como un bicho raro y se esforzó como nunca para lograr dominar el idioma sin que nadie notara en su acento que «no era de aquí». Conoció a Samu y a Izan casi a la vez, los tres jugaban en el parque y el pequeño de los hermanos escogió a Mike como candidato a portero, ya que ninguno de los dos quería serlo. Así fue como hizo sus primeros amigos en el barrio. Luego, en el instituto, conocería a Íker y comenzaría a crecer su popularidad gracias a su entrenada habilidad para relacionarse con la gente.
—Son los pijos esos del colegio de mi madre. —Íker estaba asqueado.
—Bueno, no te rayes —dijo Samu pasando del tema y dando otro trago a la cerveza.
La verdad es que el grupo de «pijos» no parecía haberse dado ni cuenta de que ellos estaban allí. Tenían la música puesta en un altavoz portátil que, pese a lo pequeño que era, resonaba por toda la cala. Estaban bailando, riéndose y bebiendo de botellas que parecían de todo menos litronas. Y tanto Mike como Izan no podían parar de mirarlos.
—¿Por qué no nos acercamos? —propuso Mike.
—¿Qué? ¿Para qué? —dijo Íker—. ¿Qué se te ha perdido en Pijolandia?
—Yo no lo veo mala idea —comentó Izan secundando la propuesta de Mike.
—Vamos a ver… —Samu se levantó, estiró el cuello, se puso la mano en la frente a modo de visera para que le tapara el sol y entrecerró los ojos para agudizar la vista—. A ver… a ver… ¿Qué es lo que habrán visto Michael e Izan para estar tan interesados?
La verdad era que Mike no había visto nada —todavía— pero Izan sí tenía un motivo claro para acercarse. Un motivo de cabello negro y rizado, ojos tan azules como las aguas más cristalinas que bañan la orilla de la isla más virgen del mundo y altura suficiente como para no pasar desapercibida desde la lejanía.
—La verdad es que Pijolandia parece interesante —concluyó Samu.
Pero mientras ellos los observaban, dos personas al otro extremo de la playa también se dieron cuenta de que no estaban solos. Lejos de detenerse a curiosear con los demás, esos dos, un chico y una chica, corrieron hacia donde se encontraban Mike y el resto.
—¡Coño, que vienen! —gritó Samu espantado, y volvió a sentarse junto a Íker.
El acto de cobardía de Samu provocó el cachondeo del resto, que sabían que en el fondo su amigo era un tipo muy tímido.
La chica llegó primero, también era alta, su piel era negra y brillante, oscura como la noche, y su cabeza estaba poblada por millares de rizos diminutos.
—Hola —dijo sonriente—, me llamo Diana. Este es mi hermano Jacobo. —Señaló al chico que acababa de llegar.
—Pero me llaman Cobo —corrigió a su hermana.
Tanto Samu como Íker permanecieron en silencio. No se esperaban un recibimiento tan agradable por parte de aquellos «pijos de mierda».
Diana era como se la veía. Su sonrisa la delataba continuamente y Cobo no era muy diferente, parecía sentirse cómodo. Como si le diera igual quiénes fueran ellos, pero no porque no le importara, sino porque sabía que se iban a llevar bien. Era lo que siempre le ocurría.
En cuanto vio la cerveza, les pidió un trago.
—Gracias. El champán no me va —dijo cogiendo el litro que le ofreció Mike.
—¿Sois de por aquí? —preguntó Diana tratando de ser amable.
La verdad era que aquella pregunta dio comienzo a una serie de relaciones personales que les marcarían para siempre. «Por aquí» era una zona muy amplia y ellos sí formaban parte de ella, así que se limitaron a asentir y, tras una divertida charla y alguna que otra calada con la que se ganaron del todo la simpatía de Cobo, aceptaron la invitación de los hermanos a unirse a su grupo.
A medida que se acercaban al resto, más y más miradas iban deteniéndose a observarles. Como si se aproximara algún tipo de animal exótico que no hubieran visto nunca, y lo que a ellos les preocupaba era que uno de esos pijos se decidiera a darles caza.
Cuando ya casi habían llegado y estaban lo suficientemente cerca como para oírlos, pero no tanto como para discernir con claridad sus palabras, Mike escuchó algo que rezó por que no hubiera oído ninguno de sus amigos, mucho más irascible.
«Ya está otra vez Diana con sus obras de caridad».
No fue un comentario agradable. También Mike hubiera deseado no escucharlo, pero lo hizo, y automáticamente, despreció al tipo que lo había hecho. Un chaval de ojos verdes, labios carnosos y un tupé tan alto como su asqueroso ego. Lo llamaron Rubén.
La decisión de Mike fue no echar más leña al fuego. Pero el chico no se calló. Las pullitas y los comentarios hirientes por lo bajini fueron la tónica de la tarde. Aunque ninguno de los chicos dejó que les afectara. No del todo al menos. Tenían demasiadas distracciones como para concentrarse en aquello.
Las miradas de Izan y Mike se dirigieron a la belleza de ojos azules, una morena llamada Coral que fue increíblemente simpática con todos ellos. Luego estaba Diana, que se entretenía enseñando a Samu a descorchar una botella de champán. Había dos chicas más no tan llamativas. A una la llamaban Lina, era una chica amable que se mantenía al lado de Coral todo el tiempo, y la otra se dedicaba a escoger la música junto con Cobo y otro de los chicos.
Así fue como conoció a Geno. Aunque para él siempre sería Gigi, pero no todavía. La chica tenía el pelo largo, liso y castaño, sus ojos eran marrones y nada destacaba en ella especialmente, pero decidió acercarse a Mike aquella tarde. Como si algo la hubiera empujado a hacerlo. Como si alguien hubiese decidido que debían conocerse. Como si ella estuviese buscando algo y supiera que Mike podía tenerlo. Y es que ciertamente fue justo eso lo que ocurrió.
—¿Tienes algo Guns N’ Roses? —preguntó Geno por sorpresa.