Tú barman y yo Robin - Ángela G. Sanjuán - E-Book

Tú barman y yo Robin E-Book

Ángela G. Sanjuán

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Beschreibung

«Era imposible que pudiera volver a mirar a alguien a los ojos sin pensar en todo lo que me había hecho sentir otra mirada antes. Todo lo bueno y todo lo malo. Y queremos lo bueno. Siempre lo queremos».   Robin es una chica independiente, siempre lo ha sido. Un pisucho destartalado en la zona este de Gotherdam, su fiel grupo de amigos y el pulmón de su vida: el teatro. Nunca ha necesitado nada más. Pero se propuso encontrar lo que se supone que toda persona ha de buscar en su vida: el amor. Y lo único que descubrió es que era demasiado complicado. Ahora intenta salvarse, explorar la rama del amor que la conducirá hasta sí misma. Sin embargo, el camino será tortuoso. Un sendero lúgubre y espinoso que desgarrará, poco a poco, heridas que ya creía cicatrizadas... Una partida en la que habrá payasos que la usen de comodín hasta que ella recuerde el as que guarda bajo la manga. Y entre callejones oscuros y gigantes de hierro, Bruce..., el misterioso Bruce. - El amor narcisista, manipulador y egoísta se pone en contraste con otro mucho más comprensivo, sano y real. - Una novela muy entretenida, de ritmo ágil y con guiños al cómic de Batman de DC que cualquier fan encontrará entrañables. - Se trata la manipulación emocional en la pareja, las secuelas del maltrato y el crecimiento personal de la protagonista. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporáneo, histórico, policiaco, fantasía… ¡Elige tu románce favorito! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Ángela García Sanjuán

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Tú barman y yo Robin, n.º 394 - agosto 2024

Todosslos derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 9788410628946

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Citas

1

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Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

A Andrea, por lo de siempre y por lo que todavía no nos ha pasado.

Por ser mi paracaídas en el vuelo y en la caída

 

 

 

 

 

 

«Los amores son como los imperios: cuando desaparece la idea sobre la cual han sido construidos, perecen ellos también».

MILAN KUNDERA, La insoportable levedad del ser

 

 

 

 

«Si nuestro afecto es recíproco, nuestros corazones se entenderán».

JANE AUSTEN, Persuasión

1

 

Little Moth – Chloe Moriondo

Ahora

 

 

 

 

Corren tiempos oscuros para el amor. No puedo evitar pensar en esa frase con voz de ministro de magia, pero que suene dramática no hace que sea menos cierta.

Tengo que confesar que nunca me ha importado demasiado tener pareja, no les veo sentido a los dramas románticos y, a estas alturas, sigo sin estar segura de si me ha llegado a gustar alguien realmente. He tenido mis historias, por supuesto, incluso han podido llegar a ser intensas, pero ese no es el tema…

El caso es que, aunque no me he pasado la vida esperando tener novio, sí es cierto que siempre esperé que, de alguna manera, un día llegara la persona con la que compartirlo todo. Pero el tiempo pasa, la vida avanza y…, bueno, sigo estando sola.

Siempre he defendido lo importante que es saber estarlo, disfrutar de tu tiempo, saber lo que quieres y apreciar lo que tienes. Es el único modo de evitar caer en los brazos de una relación abusiva, dependiente y tóxica. Este último concepto se utiliza tanto actualmente que casi ha perdido todo su veneno, pero sigue siendo importante tenerlo en consideración.

Sin embargo, disfrutar de tu soledad no te exime de tener tus propias metas. Y en ese punto me encuentro. Desde hace poco más de un año me propuse tener pareja, buscarla en serio. Va a sonar como lo menos romántico del mundo, pero era un objetivo con su correspondiente estrategia. El tema es que no ha ido muy bien… Es más, casi se podría decir que empiezo a dudar de mi «amabilidad». No me refiero al término que estáis pensando, el concepto que tenéis en mente —aunque coincida con el que contempla el diccionario— no tiene nada que ver con el que propongo. Desde hace un tiempo pienso en si soy alguien con las características necesarias para ser amada, es decir, si soy «amable». La primera vez que me planteé la pregunta me resultó rematadamente estúpida, fue un pensamiento intrusivo y fugaz que deseché tan rápido como llegó. Sin embargo, pareció quedarse en una especie de planta de reciclaje habilitada en mi memoria y regresa cada cierto tiempo, cada vez más decidido a instaurarse. El hecho de que ya me cueste ignorarlo significa algo terrorífico, algo que no hubiera ocurrido de no haberme tomado en serio eso de «tener pareja». He depositado tanto esfuerzo en encontrarla, en moldearme para encajar con personas que cumplían casi todos los requisitos, que, cuando me he parado a pensar, resulta que la que ya no encaja aquí soy yo. He perdido mi molde. Poco a poco, lo he ido convirtiendo en algo un poco menos intenso, un poco menos firme, un poco menos espontáneo, menos genuino y, desde luego, menos valioso. Ese último es el que duele. Quizá sea porque es el que te abre los ojos. Ya no me quiero, no me valoro.

Sinceramente, me encuentro en medio del camino, entre lo que fui y lo que soy. Pero ahora mismo es como si solo fuera una sombra de lo que debería ser, de lo que seré. Es como si estuviera en esa bifurcación a partir de la cual, según el camino que escojas, te convertirás en un ser o en otro. Y siento que he dado unos cuantos pasos equivocados; siento que he estado cerca de esa oscuridad que me atormenta los domingos por la tarde, cuando la esclavitud de la rutina otea en el horizonte y el cielo, por azul que sea, parece más gris.

Así que, en vista del daño que me he hecho a mí misma con ese plan para conseguir algo que no depende de mí, ni de cómo sea o cómo actúe, me he propuesto algo diferente; algo que me encamine en la dirección adecuada, algo que me lleve de regreso a la esencia que tanto echo de menos y me presente a esa versión de mí misma que ha logrado convertir todo ese pozo de culpa e inseguridad en aprendizaje.

He decidido salvarme.

2

 

Go Your Own Way – Fleetwood Mac

Entonces

 

 

 

 

Habíamos quedado a las siete en las escaleras del museo. Bien, eran las siete y diez y acababa de mandar ese mensaje trampa que tu amigo nunca cree, pero a ti te calma la conciencia: estoy llegando.

Sentía vibrar el móvil dentro del bolso. Estaba segura de que era James riéndose de mi mentira, pero prefería no verlo. Confiaba en que Ivana hiciera gala de su habitual puntualidad y lo entretuviera lo suficiente como para que no reparara en que yo todavía no había llegado.

El once pasaba cada veinte minutos, aproximadamente. Lo cual no era demasiado si tenía que esperar al siguiente autobús, pero cuando ya llevas un retraso considerable es mejor no jugar con la suerte. Así que corrí. Corrí en pleno julio, corrí en el verano más abrasador que recuerdo, corrí en plena era de ebullición global. Corrí y llegué a la parada con la suficiente ventaja como para echar un vistazo al móvil y comprobar que Bárbara acababa de salir de la ducha y llegaría aún más tarde que yo. Espero no sonar muy cruel si confieso que me sentí aliviada. Si finalmente había juicio por tardona aquel día, sería ella la que tuviera que sentarse en el banquillo de los acusados.

Cuando por fin subí al bus, se me aceleró el corazón al vislumbrar un sitio libre junto a la puerta de bajada. Era mi favorito. Y, además, era tan inusual encontrarlo desocupado —sobre todo en el once— que empecé a pensar que quizá fuera mi día de suerte.

La ciudad era grande, aunque sus edificios —salvando la zona centro— no eran demasiado altos, hecho por el cual solía preguntarme dónde se metía esa cantidad ingente de personas con las que me cruzaba cada día. Era imposible que hubiera suficientes casas para todos. El cielo casi siempre estaba gris, pero cuando salía el sol… Era impresionante pasear por la calle, coger la bici o recorrer los canales. Poseía una dualidad que siempre me había maravillado.

El autobús se movía más despacio de lo habitual, el tráfico estaba siendo una auténtica pesadilla y yo empezaba a plantearme la posibilidad de bajar y caminar los treinta minutos que me separaban de mis amigos. Pero entonces, al otro lado del cristal, de pie y aferrado a una de las barandillas del número quince, me encontré con una sonrisa demasiado familiar.

—¡Bruce! —exclamé ignorando el hecho de que casi todas las personas del autobús se habían girado para mirar a la chica que le gritaba a la ventana.

Él sonrió aún más.

Supongo que se percató de mi situación porque, aunque no lo hubiera oído de todos modos, no leí que sus labios pronunciaran mi nombre. En lugar de eso, agitó discretamente la mano y me preguntó qué tal estaba. Sé que solo movió los labios porque ninguno de los que le acompañaban en el autobús lo había mirado como sí habían hecho conmigo los del once.

Estaba claro que solo yo quedaría como una loca aquella tarde.

Intentamos comunicarnos por medio de gestos, aunque cuando pasamos del: «¿Qué tal?», «Muy bien, ¿y tú?», «Bien también»; conversar se volvió complicado. Pero él era un chico con recursos.

Vi que su mano volvió a agitarse, era un movimiento demasiado familiar como para no reconocerlo al instante. No sabría argumentarlo, pero jugar a piedra, papel o tijera a través del cristal fue una de las experiencias más divertidas de mi vida. Aunque apenas durara unos segundos.

Mi autobús se puso en marcha sin haber podido zanjar el campeonato, estábamos empatados uno a uno y tuvimos que dejarlo en la mejor parte. Expresé mi tristeza trazando una pequeña línea con el índice que descendía desde mi ojo a través de la mejilla. Nuestras habilidades comunicativas debían de estar mejorando, porque Bruce me entendió. No escuché su risa, pero sé que se le escapó porque una señora que viajaba junto a él lo miró del mismo modo que me habían mirado a mí al gritar su nombre.

Al final fuimos dos locos.

3

 

El Día de Huki Huki – La La Love You & Dani Dicostas

Entonces

 

 

 

 

Mis amigos estaban en el nuevo sitio favorito de James. Descubría un local cada dos meses —aproximadamente— y lo explotábamos hasta que se aburría de él. Esperaba encontrarlos a ambos con un par de cervezas, riéndose mientras planeaban citarnos a Bárbara y a mí al menos una hora antes la próxima vez. Y era justo lo que estaban haciendo, solo que no estaban solos.

Me acerqué con el ceño fruncido, estoy segura de ello.

Sabía que la chica sentada junto a Ivy era Selina, su novia, y que la que estaba frente a ella era Harleen, una amiga de Sel; sin embargo, no tenía ni idea de quién era el chico que los acompañaba.

Lo examiné ligeramente a medida que me acercaba. Tanto como era capaz de examinar a alguien, puesto que vivía con el miedo constante a ser descubierta. En aquella época estaba decidida a encontrar el amor, seguía con mi plan y todo eso, pero, por alguna razón que desconozco, lo que sentí al ver a aquel chico fue alivio. Alivio porque pensé que no me gustaría, que no tendría que poner mi plan en práctica con él.

Las presentaciones fueron rápidas. Siempre lo eran si James estaba presente. Además, estaba segura de que ya habían oído hablar de mí en los casi treinta minutos de retraso que acumulé.

Jack.

Se llamaba Jack.

Miré a Ivy al instante y agradecí que Bárbara no hubiera llegado todavía, porque con ella hubiera sido imposible aguantar la risa.

No podía llamarse de otro modo…

Hacía apenas un par de días, en una de nuestras meriendas mensuales e hipercalóricas, les había estado hablando a las chicas de mi vida sexual. Bueno, de la ausencia de esta. La verdad era que mi plan tenía sus lagunas: había pasado por alto el hecho de que se me daba de pena ligar; me había resultado indiferente durante demasiado tiempo.

—¿Seis meses? —había preguntado Bárbara escandalizada.

—Y subiendo… —añadí resignada.

—¿Qué hay del plan? —insistió ella.

—Sigue activo. Aunque todo lo demás, incluida mi vida sexual, esté como Jack Dawson.

Ambas fruncieron el ceño. Me miraban de ese modo que, aunque debería avergonzarme que se hubiera vuelto habitual, no lo hacía. Era el modo en que mirarías a un loco, solo que ellas me miraban a mí y, además, lo hacían sin miedo.

—Congelada.

Se miraron y tres, dos, uno… Se echaron a reír. Y yo me uní a ellas durante los maravillosos segundos que nuestras carcajadas llenaron la cafetería.

Me obligué a volver al presente antes de que se notara que me faltaba un tornillo. Era demasiado pronto y aquellas personas, demasiado desconocidas. El chico no me quitaba el ojo de encima, podía sentir cómo me observaba incluso cuando no le estaba mirando. Sabía que lo hacía. No sé, era como si pudiera notarlo.

Tenía la piel morena, la nariz grande y los labios perfectos. Sentí un tirón en la tripa cuando me descubrí estudiando su boca. Pero lo que más destacaba de él era el mechón de pelo verde que le cruzaba la cabeza surfeando su tupé.

Lo vi reírse.

—¿Te gusta? —preguntó mientras se pasaba la mano por el pelo.

Creo que sonreí.

—Es llamativo —fui sincera.

Vi la mirada que Harleen le dedicó a su amigo. Fue una mirada cómplice, de esas que entienden los que se conocen bien, de las que hablan e incluso bromean. Supe entonces, como seguramente todos en aquella mesa, que le había gustado a Jack.

Se me daban bien aquellas situaciones, sentía que tenía el control puesto que él, en principio, no me gustaba a mí. Siempre había necesitado algo más para fijarme en alguien. No sé… Era como si el físico solo cobrara importancia cuando ya había desarrollado un vínculo, como si mi atracción hacia alguien surgiera a raíz de conocerle, como si la pregunta «¿Te gusta?» dependiera de un millar de variables que tenía que estudiar detenidamente.

Pero Jack no debía de ser como yo.

A Jack le brillaban los ojos y no era por la cerveza.

Reparé entonces en la sed que tenía. Mis ojos, al contrario que los de Jack, brillaban en busca de la camarera, pero no fueron capaces de cruzarse con los de ella en ninguno de los diez minutos que me pasé siguiéndola con la mirada. Eran dos aquella tarde y el bar estaba lleno hasta los topes. Ignoraba si solían ser más o aquella era una circunstancia habitual, pero deduje pronto que, si quería mi cerveza, tendría que levantarme y pedírsela al chico que atendía tras la barra.

Arrastré la silla para levantarme.

—¿Dónde vas? —preguntó rápidamente Harleen cuando apenas había despegado el culo de la silla.

—A pedir —respondí y entonces me di cuenta de que la situación requería algo más de cortesía—. ¿Queréis algo?

—Sí, claro, para bebérnoslo dentro de un mes —bromeó ella.

Era de ese tipo de personas que no se andaban por las ramas, era directa e incluso me resultaba algo agresiva en su forma de hablar. Su tono de voz era alto, no tenía ningún tacto y debo reconocer que me costó encajar con ella al principio. La primera vez que Sel me la presentó, recuerdo que no tenía del todo claro si le caía bien, muchas veces no estaba segura de lo que pretendía; tan pronto podía pensar que se estaba metiendo conmigo como todo lo contrario. A veces, incluso, me dio la impresión de que le gustaba.

—¿Has visto cómo está la barra? —continuó—. Si vas ahora, tardarás media hora en pedirlas y las traerán media hora más tarde. Para entonces espero estar ya con una hamburguesa entre manos.

Resoplé.

—¿Y qué propones?

—Quieres cerveza, ¿no?

Asentí. Continuaba de pie entre la silla y la mesa.

Ella desvió la mirada hacia su amigo.

—¿Qué dices, Jack? ¿Le damos cerveza a la chica?

Él no respondió, simplemente cogió el vaso que le habían servido junto a su cerveza —y que no había tocado— y me lo acercó. Luego, entre los dos, lo llenaron hasta poco más de la mitad.

Di un trago.

—No puedo beber de vuestras limosnas eternamente, lo sabéis, ¿no? —bromeé.

—Pero nos vamos a ir pronto, Rob —intervino Sel—. Harleen tiene razón, tardarían demasiado en servirnos y no valdría la pena.

—Habrías podido beberte tu propia cerveza de haber sido puntual —acuñó James.

Detestaba que llegara tarde y, por supuesto, no podía perder la oportunidad de reñirme por ello. Era como si llevara el uniforme por debajo de la piel, siempre alerta, solo se relajaba cuando Bárbara lograba emborracharlo lo suficiente como para que pensara en otras cosas. En ella, probablemente.

—Al menos he llegado —respondí recalcando que Bárbara ni siquiera había hecho acto de presencia.

Pero, tan pronto como mencioné aquello, su brillante melena rubia cruzó el umbral de la puerta. Tenía un pelo precioso, liso, con un color tan característico que creo que ni el mejor peluquero sería capaz de recrearlo.

Había estado corriendo, podía adivinarlo por el brillo que le perlaba la frente. Se detuvo junto a la barra y recorrió el local con la mirada en nuestra busca. Se encontró con la mía. Iba a emprender el paso hacia nuestra mesa cuando algo captó su atención, estábamos lejos y había demasiado jaleo, por lo que no lo escuché, pero sí que lo vi. Me pregunté cómo no lo había visto antes.

Bruce.

Me quedé mirando su espalda mientras se abrazaban. Nunca me había percatado de lo ancha que era. Estaba sentado en la barra y tenía una baraja de cartas en la mano, se puso a jugar con ella mientras conversaba con Bárbara. Ella señaló en nuestra dirección y él se dio la vuelta para mirarnos.

Nos sonreímos.

—¿Quién es ese? —quiso saber Harleen.

—Un amigo de Bar —respondió Ivy como quien no quiere la cosa.

—¡Qué guapa es! —exclamó Harleen de repente—. Es que es guapísima —repitió con más énfasis.

Siempre decía lo mismo cuando venía Bárbara. Aunque solía ser así de efusiva cada vez que le gustaba una chica, que era muy a menudo, por cierto.

James la miró. No dijo nada, pero estaba segura de que no podía estar más de acuerdo con Harleen. Me preguntaba si algún día se lo diría a Bárbara.

Bar se despidió de Bruce y vino hacia la mesa. Ella no fruncía el ceño como yo, todo lo contrario. Bárbara era de esas personas que parecían haber nacido con una sonrisa pegada en la cara.

—¡Ya era hora! —exclamó James.

Ella resopló y sus ojos se abrieron desmesuradamente. Era su cara de: «¡No sabes lo que me ha pasado!»; la conocía demasiado bien como para no reconocerla. Cogió una silla, la acercó a la mesa y se sentó mientras empezaba a relatar la cantidad ingente de contratiempos que habían provocado que llegara tarde aquel día.

Su vida era una película. Una de esas para las que prepararías una tarde de manta y palomitas, una de esas que se alargaría hasta la noche y tendrías que descorchar un par de botellas de vino, una de esas que te mantendría despierta de madrugada rodeada de pañuelos y ahogada por una soga de reflexiones sobre la vida.

Mientras nos lo contaba, crucé un par de miradas con Jack. No entiendo por qué, pero acabé por ponerme nerviosa. Tenía cierta desfachatez a la que yo no sabía hacer frente, era como si pudiera ver a través de mí, como si estuviera estudiando qué botones tenía que apretar para conseguir aquello que quería. Por supuesto, en aquel momento, no entendí nada de eso. Solo me sentí halagada.

Entonces, la camarera trajo la cerveza de Bar.

Todos contemplamos sorprendidos aquel milagro.

Ella enarcó una ceja al percatarse.

—¿Qué ocurre?

—¿Cómo has conseguido que te sirvan tan rápido? —preguntó Harleen incapaz de ocultar la admiración que sentía por ella.

—Ah… —entendió Bar—. Se lo he pedido a mi amigo, el que está en la barra —señaló a Bruce—. Me ha dicho que os habéis visto en el bus, por cierto —dijo desviando la atención hacia mí.

Sonreí al recordarlo.

—Bueno, se podría decir que sí…

Noté como mis amigos se extrañaban ante aquella respuesta.

—¿El rubio de ojos azules? ¿El de los ojos achinados? —intervino Harleen.

Todos asentimos.

—¿No es el colega de Ozzy? —dijo dirigiéndose a Jack.

Él ladeó la cabeza dispuesto a observarlo con mayor atención.

—¿Ozzy? —preguntó Sel con interés—. ¿Ese no es el que organiza esas fiestas tan raras?

—¿Raras? —intervino Jack—. ¡Si son increíbles! ¿Es que nunca habéis ido?

Harleen le dedicó una sonrisa algo condescendiente.

—Estas chicas no van a ese tipo de fiestas…

Entonces, él pareció avergonzarse.

—Entiendo… —dijo mientras me dedicaba una dulce sonrisa—. Pero sí, creo que es colega de Ozzy.

—Yo conozco a Ozzy —comentó Bar antes de dar un trago a su cerveza.

—¿En serio? —se sorprendió Harleen, que siempre andaba atenta a cada palabra que Bar soltaba por la boca.

—Ella conoce a todo el mundo —bromeó Ivy.

—Incluso me ha invitado a alguna de esas fiestas, pero no es mi rollo —añadió.

En aquel momento, Bárbara reparó en la precaria situación en la que me encontraba. Sus cejas se alzaron.

—¿Qué estás bebiendo? ¿Por qué no vas a la barra? Si se lo pides a Bruce seguro que te la sirven en un momento.

No entendía cuál era el superpoder de Bruce en aquel local, pero si lo decía Bar, tenía que ser cierto. Además, una parte de mí tenía ganas de acercarse a él, aunque solo fuera para terminar el juego que habíamos empezado en el bus.

Sentí los ojos de Jack clavándose en mí durante todo el trayecto hacia la barra, pero, sinceramente, había tantísima gente aquella tarde que apenas le di importancia. Me preocupaba bastante más cuánto me costaría llegar hasta allí y en qué condiciones lo haría. Pero después, una vez que hubiera alcanzado mi objetivo de encontrarme con Bruce, todo pasaría. Pues, según Bar, él sería el salvador que me traería paz y cerveza fría.

Lo alcancé casi de milagro.

Estaba concentrado en sus cartas, en un juego que, a priori, parecía un solitario. Tenía que colarme entre la gente, ponerme de perfil para poder pasar y rezar por que a nadie se le ocurriera pensar que me estaba colando. Aunque podría decirse que era justamente eso lo que estaba haciendo.

Los ojos de Bruce se levantaron por un segundo de la pegajosa madera de la barra y se cruzaron con los míos. Él extendió el brazo para ayudarme a llegar, alargué el mío hasta que mis dedos rozaron los suyos, deslizó la mano sobre mi piel, se aferró a mi muñeca y tiró con tanta firmeza como suavidad hasta llevarme junto a él.

Respiré hondo.

—Gracias —dije aliviada.

Él sonrió y volvió a sus cartas.

—Demasiada gente, ¿eh? —comentó—. No sé qué diablos pasa hoy…

—¿Vienes mucho por aquí? ¿Trabajas cerca o algo?

Su sonrisa se amplió y sus ojos rasgados se estiraron más si cabe. Aun así, el azul de su mirada continuaba colándose a través de sus párpados.

—Sí, bastante cerca, la verdad…

Entonces, recogió las cartas que tenía sobre la mesa y comenzó a jugar con la baraja. Me sorprendió ver la habilidad con la que lo hacía, sobre todo, teniendo en cuenta que las cartas habían estado sobre aquella viscosa barra.

—¿Vas a pedir?

—Eso espero, Bar me ha dicho que puedes ayudarme con eso —confesé.

Él sonrió de nuevo girando el cuerpo hacia la barra.

—¿Qué quieres?

—Cerveza negra —respondí.

—¿Para tomar aquí?

Se refería a la barra. Tenía a mis amigos al fondo, al otro lado de aquella marabunta de gente, los busqué entre la multitud antes de responder, como si tuviera que pensarlo.

Él siguió mi mirada con un deje de seriedad en los ojos.

Volvió a observarme.

—¿Te cuesta decidirte? —preguntó divertido—. En ese caso, toma —añadió mientras me ofrecía una de sus cartas—. Por si te hace falta.

Observé el arlequín que me miraba desde aquel trozo de cartón negro, trazado en tinta blanca y con aquella llamativa palabra en rojo decorando su sombrero: Joker.

—Dudo que esto pueda ayudarme en algo, aunque… ¿acaso estás usando este comodín para librarte de terminar nuestra partidita del bus? —le reté.

—¿Insinúas que tengo miedo de perder?

—¿No es así? —bromeé—. Juguemos entonces.

Él se rascó la cabeza algo indeciso.

—Creo que no va a poder ser… —se lamentó con rabia.

Entrecerré los ojos.

—No te tenía por un cobarde.

Él se levantó del taburete, guardó las cartas en uno de los bolsillos de su pantalón y se ajustó la camiseta.

—Tengo que trabajar —dijo mientras se aproximaba peligrosamente a mí, creo que nunca lo había tenido tan cerca—. Pediré tu cerveza, es probable que, para cuando estés de vuelta en tu mesa, ya te la hayan servido. De nada, por cierto. —Sonreí burlona ante la arrogancia de su comentario—. Y, cuando nos volvamos a ver, terminaremos esa partida.

Se dio la vuelta para acercarse a la barra, el chico que la atendía reparó rápidamente en él.

—¿Qué hago con esto? —dije poniendo el joker sobre la mesa.

Él la miró sin demasiado interés.

—Guárdatela —sus ojos ascendieron hasta encontrarse con los míos—. Como recordatorio.

4

 

Lo hice, te dejé – Daniel, Me Estás Matando

Ahora

 

 

 

 

Es curioso cómo cambia la vida en apenas un año. Recuerdo como si fuera ayer el día que conocí a Jack, aunque probablemente no estaría pensando en ello de no haber encontrado la carta que Bruce me dio aquel día.

Ni siquiera sabía cómo había sobrevivido tanto tiempo entre mis cosas y lo más curioso era que seguía resistiéndome a tirarla. Estaba allí, desgastada y marcada por el uso que Bruce debió darle en su día, pero parecía brillar en mi cajón de las bragas. Dios, ¿por qué la había guardado allí? O ¿por qué la había guardado a secas?

De vez en cuando, es bueno desprenderse de cosas que ya no utilizamos. En mi caso, sin embargo, puede resultar enfermizo. Me gusta tirar cosas, me gusta vaciar mi vida de elementos que solo sirven para recordarme que soy más vieja, que tengo un pasado, que hay una parte de mí que se ha consumido y jamás volverá.

¿Lo veis? Enferma. Estoy enferma.

No tengo fotografías ni las he tenido jamás. No he sido la típica adolescente que decoraba su habitación con murales en honor a la amistad, ni siquiera tengo más fotos en mi perfil de Instagram que la de una puesta de sol en el campo de mi abuelo. Y lo más triste es que esa foto no está ahí por los colores del cielo ni por el apego que pudiera sentir por mi familia. No, esa foto está ahí porque Carrie me obligó a subirla después de haberme creado un perfil a la fuerza.

Carrie es mi hermana. Carrie es todo lo que está bien en esta vida. Siempre ha sido todo lo perfecto que puede llegar a ser alguien y lo peor —o lo mejor, depende de a quien le preguntes— es que ni siquiera ha pretendido serlo. Quizá sea ese el motivo por el que cualquier mínimo inconveniente acaba frustrándola por completo. Nunca ha tenido que esforzarse. No lo hizo cuando todas sus notas eran sobresalientes ni cuando sus dibujos parecían obra de un Velázquez precoz y amante del rosa. Tampoco se esforzaba para que todos los amigos de nuestros padres elogiaran su belleza cada vez que la veían o para que su sonrisa resultara agradable a ojos de cualquiera. Le salía solo, era como un don.

No puedo negar que, en alguna que otra ocasión, había envidiado aquella capacidad de destacar sin esfuerzo. Cuando Carrie entraba en una sala todo el mundo se giraba a mirarla, sin embargo, cuando entraba yo… Bueno, yo era la hermana de Carrie. Puede parecer estúpido, pero mucha gente me trataba como si aquello fuera un título, un honor, algo que también tenía que agradecerle a ella. Si mi ego me lo hubiera permitido, lo hubiera llevado con orgullo. Pero yo quería mi propio papel, mi propio nombre, puede que por eso me independizara apenas cumplí los dieciocho.

Mi madre no lo aprobó porque, claro, ¿por qué no podía ser como Carrie? Ella había seguido las instrucciones, le habían dado el manual de la vida y se la estaba pasando. Así, sin más. Pero yo era la cruz que tenía que pagar a cambio de haber sido bendecida con otra hija tan perfecta.

Aquella tarde, mientras esperaba a que las galletas que había preparado para saciar mi apetito premenstrual terminaran de hornearse, alguien llamó al timbre con tanto ímpetu que me dio miedo abrir. No es broma. Dudé durante varios minutos si sería mejor fingir no estar en casa que afrontar lo que me trajera la vida aquel día.

Llovía, como siempre. Quizá por eso la persona que llamaba tuviera tantas ganas de que le abriera, quizá por eso no se cansaba de insistir por mucho que me estuviera haciendo la remolona y quizá por eso mantuvo su dedo sobre el botón del timbre el tiempo suficiente como para que aquel ruido infernal me taladrara la cabeza y me decidiera a abrir.

Era Carrie. Estaba empapada, su melena dorada había perdido el brillo y su cabello sedoso se había convertido en los filamentos de una fregona que necesitaba que la escurrieran urgentemente. Tenía cara de haber perdido las instrucciones.