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El argumento de Los periódicos (1903) es la demostración de este hecho y en esta novela corta no hay nada que no pueda ocurrir en la actualidad. A este mérito hay que añadir que además escribiera esta historia con una claridad casi diáfana sin perder un ápice del misterio que suele guardar la profesión de periodismo en cuanto a sus intenciones y las fuentes de información de que dispone.El periodista es un profesional que suele caminar sobre la fina línea que separa lo que se debe decir de lo que se quiere leer, la verdad de los hechos frente a lo sensacional de la noticia. Esa dicotomía la refleja James en esta novela uniendo dos protagonistas que están en momentos muy diferentes dentro de su carrera como periodistas: por un lado, la joven e inexperta Maud, cuyo carácter “era una edición especial, un número extra de esos que salen a la hora de bullicio, que viven su vida entre el estrépito de los vehículos, el ir y venir de las aceras y el griterío de los chicos que vocean las portadas de acuerdo con la dosis exacta de escándalo que conviene propalar a los cuatro vientos”. Que lleve falda sólo supone que su capacidad de emancipación garantiza que dentro de ella lleva continuamente en la cabeza un número de escándalo.
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Henry James
LOS PERIÓDICOS
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
Durante un lapso de tiempo relativamente largo -la densa duración de un invierno londinense, animado (si es que puede usarse esta palabra) por fogonazos y fulgores eléctricos, por tétricas «incandescencias» eléctricas- se encontraron una y otra vez en una cervecería no muy exquisita, una fonda situada en los aledaños del Strand. Siempre hablaban de la «fonda» y de «la hora de la pitanza», que podía ser cualquiera entre la una y las cuatro de la tarde. Siempre hablaban de casi todo, incluso de lo más elevado, de un modo que reflejaba con exactitud -o al menos eso, con respecto a sus circunstancias vitales, pretendían- su distanciamiento, su desdén, su ironía generalizada. Una ironía generalizada que se esforzaban por hacer festiva, cuando menos para ellos mismos, y que en realidad les servía de refugio para la falta de sabor, la falta de servilletas, la falta -harto frecuente- de dinero, y de tantas otras cosas de las que les hubiera gustado gozar. Casi lo único que poseían con toda certeza era su juventud, completa, admirable, poco menos que invulnerable, o, hasta el momento, inatacable; pero no tenían en cuenta su propio talento, que en un principio habían dado por supuesto y después ya no se habían cuestionado por falta de libertad de espíritu, así como ciertamente por alguna razón de tipo ofensivo para hacerlo. Se afanaban en otras cuestiones y en otros cálculos: los asombrosos límites, por ejemplo, de su suerte, o la asombrosa exigüidad del talento de sus amigos. Pero, ante todo, se encontraban en esa fase de la juventud y en ese punto de sus aspiraciones en que el tema de referencia más frecuente es la «suerte», algo tan claro como el agua, o un modo elegante de designar el dinero en gente cuyo refinamiento rivaliza con la carencia de recursos. Porque ella no era más que una joven de las afueras tocada con un canotier, y él un joven desprovisto, en puridad, de justificación para lucir una chistera. Tenían, empero, la sensación de poder gozar, en cierto modo, de la libertad de la ciudad, y la ciudad, aunque sólo hiciera eso, al menos ensanchaba el horizonte del espíritu. Cuando, a veces, se veían forzados a aventurarse fuera del Strand, quejándose de esta obligación profesional, la curiosidad que los acompañaba al regreso era casi siempre mayor que cualquier otra, porque para ellos esa calle -con su alternativa: la más espaciosa Fleet Street- representaba, de manera abrumadora, a los periódicos, y los periódicos constituían, sobre poco más o menos, todo el mobiliario de su conciencia.
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