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LOS RELATOS: EL CAÑADON TODO ORO EL PAGANO EL ROJO UN TROZO DE CARNE PARA ENCENDER UN FUEGO LA HUELGA GENERAL LAS MUERTES CONCENTRICAS UN MILLAR DE MUERTES CARA DE LUNA LA LEY DE LA VIDA
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Jack London
LOS RELATOS
LOS RELATOS
EL CAÑADON TODO ORO
EL PAGANO
EL ROJO
UN TROZO DE CARNE
PARA ENCENDER UN FUEGO
LA HUELGA GENERAL
LAS MUERTES CONCENTRICAS
UN MILLAR DE MUERTES
CARA DE LUNA
LA LEY DE LA VIDA
Era el corazón verde del desfiladero, donde las paredes giraban para apartarse del plano rígido, y atenuaban su severidad de líneas, formando un rinconcito abrigado y llenándolo hasta el borde de dulzura y redondez y suavidad. Allí todas las cosas descansaban. Hasta el estrecho arroyo interrumpía su turbulento descenso para formar un tranquilo estanque. Hundido hasta las rodillas en el agua, con la cabeza caída y los ojos entrecerrados, dormitaba un gamo de ramosa cornamenta, de piel rojiza.
A un costado, al borde mismo del estanque, comenzaba un minúsculo prado, una fresca y elástica superficie de verde que se extendía hasta la base del ceñudo muro. Más allá del estanque subía una suave cuesta de tierra, para encontrarse con la pared contraria.
Finas hierbas cubrían la cuesta; hierbas salpicadas de flores, con manchones de color aquí y allá, anaranjado, púrpura y dorado. Abajo, la garganta quedaba cerrada. No había panorama. Las paredes se inclinaban, una hacia la otra, bruscamente, y el desfiladero terminaba en un caos de peñascos, cubiertos de musgo y ocultos por una cortina verde de enredaderas y trepadoras, y ramas de árboles. Arriba se erguían colinas y picos distantes, los grandes pies de las montañas, cubiertas de pinos y remotas. Y mucho más allá, como nubes en el borde del cielo, minaretes coronados de torres blancas, donde las nieves eternas de las sierras reflejaban, austeras, las llamas del sol.
No había polvo en el cañadón. Las hojas y flores eran límpidas y virginales. Las hierbas eran terciopelo verde. Sobre el estanque, tres chopos de Virginia hacían aletear sus níveos copos en el aire tranquilo. En la cuesta, los capullos de los manzanos silvestres de madera color de vino, llenaban el aire de fragancias primaverales, en tanto que las hojas, sabias de experiencia, iniciaban ya su giro vertical, en preparación para la inminente aridez del verano. En los espacios abiertos de la ladera, más allá de las últimas sombras de los manzanos, se posaban los lirios mariposas, como otros tantos vuelos de polillas enjoyadas, detenidas de súbito y al borde de un nuevo y tembloroso vuelo. Aquí y allá el arlequín de los bosques, el madroño, que permitía que se lo viese en el acto de cambiar su tronco de color verde guisante al rojo de granza, volcaba su aroma en el aire, desde grandes racimos de campanillas cerúleas. Las campanillas eran de un blanco cremoso, con forma de lirios del valle y la dulzura del perfume que pertenece a la primavera.
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