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Fingir sin sucumbir… Soy Jen Brown, periodista y Miss Chica del montón, y te invito a compartir conmigo un proyecto de investigación para mi próximo artículo: ¿puede una chica corriente cazar a un millonario de Chelsea si tiene el aspecto adecuado? Ese look supuestamente descuidado y resultón no es cosa de dos minutos… Pero yo tengo un as en la manga con el que pasaré por una más en ese torbellino glamuroso de fiestas elegantes. Cuento con la ayuda de un auténtico millonario, el irresistible Alex Hammond, director de cine. Sus besos ardientes cuentan como ayuda, ¿no?
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Seitenzahl: 201
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Charlotte Phillips. Todos los derechos reservados.
LOS SECRETOS DE LOS FAMOSOS, N.º 2512 - mayo 2013
Título original: Secrets of the Rich & Famous
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3077-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Cómo casarse con un millonario en diez pasos fáciles.
De Jennifer Brown.
¡Si no puedes ganarlo, cásate con el dinero!
Fiestas, champán, emplazamientos exóticos, alta cocina, todo de firma… Este es el mundo de los ricos y famosos, ¿pero es un mundo de pompa y bombo mediático? ¿Se puede atravesar esa lujosa fachada si se siguen unas reglas básicas? ¿Si se lleva la ropa adecuada? ¿O acaso hace falta algo más que unos taconazos de imitación para llevarse a los solteros más codiciados del Reino Unido?
Ningún hombre rico se fijará jamás en una mujer que parezca ir a por su dinero, así que para encajar en un mundo de millonarios hay que parecer uno de ellos. Hay que parecer igual, como si nadaras en la abundancia.
Sígueme los pasos en esta misión secreta para saber si una chica corriente, pero con clase, con un trabajo normal y una hipoteca que pagar, es capaz de reinventarse a sí misma para entrar en el mundo de la jet set y ganar el premio gordo. ¡El corazón de un millonario!
Regla N.º 1: Hay que tener el código postal adecuado, aunque vivas en una choza.
JEN BROWN estaba de pie tras la puerta del dormitorio, rígida como un palo. Sostenía un enorme jarrón con una mano y estaba preparada para estampárselo en la cabeza al intruso en cuanto entrara en la habitación. Al abrirse la puerta, un último pensamiento desfiló por su cabeza antes de que el pánico y los impulsos tomaran el control. No por primera vez en esa semana, deseó estar de vuelta en la casa de su madre en el pueblo, donde se podía dejar la puerta abierta sin correr ningún peligro. Un sistema de alarma de primera y una puerta principal descomunal no parecían ser suficiente para garantizar la seguridad en Chelsea.
Cuando se abrió la puerta y se encendió la luz, Jen salió de su escondite dando un salto. Giró el jarrón con toda su fuerza. Si hubiera sido una película, hubiera dejado inconsciente al intruso con un golpe estruendoso y después hubiera esperado a la policía para que le dieran una palmadita en la espalda. Pero aquello era real. Y en ella no había material de heroína cinematográfica precisamente.
Un segundo antes de poder dar con el jarrón en la cabeza del individuo, antes de tener la oportunidad de asestarle un buen golpe en la espinilla, se encontró volando por los aires y aterrizando en su propia cama. Sus muñecas fueron asidas por dos puños de acero y sujetas con fuerza a ambos lados de su cabeza. El intruso estaba sobre ella.
Jen respiró profundamente y gritó a todo pulmón; tanto así que se sorprendió a sí misma de lo alto que podía gritar.
Al oír el chillido, el individuo reculó un poco. La luz incidió en su rostro y Jen vio quién era. Visto por última vez en la portada de la última edición de su periódico… En persona era más impresionante todavía, pero también estaba mucho más enfadado.
Había estado a punto de partirle la cabeza a uno de los productores más famosos de Gran Bretaña.
–Cálmate. ¡No voy a hacerte daño! –gritó él, sin soltarla.
Ya fuera famoso o no, la había acorralado sobre la cama. Jen tomó el aliento.
–Suelta ese maldito jarrón y te soltaré.
Sus ojos verde oscuro estaban a unos pocos centímetros de distancia. El aroma ligeramente asilvestrado de su carísimo aftershave le inundaba los sentidos. Una pared de músculo duro le oprimía el cuerpo.
Jen forcejeó un poco, trató de mover las piernas para darle una patada, pero no pudo moverse ni un milímetro. Esos ojos que la taladraban no mostraban más que determinación. Podía sentir su aliento cálido sobre los labios. ¿Dejar el jarrón? Jen lo pensó durante una fracción de segundo. Si tenía las manos libres, podía agarrar otra cosa y asestarle un golpe con ello. El lugar estaba lleno de pequeños objetos de adorno minimalista. Tenía mucho para elegir.
–Suéltame primero –le dijo. Su corazón latía sin control, como si acabara de correr una contrarreloj. Le sostuvo la mirada con testarudez.
Él no hizo movimiento alguno, pero su tono de voz sonó algo más razonable.
–Has intentado romperme la cabeza con eso. Suelta el jarrón y después quizá quieras decirme qué demonios haces en mi casa.
Jen sintió miedo al oír esas últimas palabras.
Debería haber sabido que la única persona que podía burlar semejante sistema de seguridad era aquella que lo había instalado. Y, si hubiera sido de día, tal vez se hubiera dignado a escuchar la voz del sentido común y no hubiera convertido la situación en el argumento de una película. No era de extrañar que la agencia encargada de la casa mantuviera en secreto los datos del propietario. Podía imaginarse una larga cola de mujeres que bien podía dar la vuelta a la esquina para conseguir el papel. Hubiera sido el sueño de toda acosadora.
Durante los días anteriores se había hecho una idea del dueño de aquel apartamento tan bonito. Claramente tenía que ser alguien con mucho dinero. En Chelsea no se podía alquilar ni una chabola. Era un sitio privilegiado para los ricos y famosos y vedado al resto de los mortales. Tenía que ser un hombre. Toda la decoración y el mobiliario eran muy masculinos. Ladrillo visto, sofás de cuero negro, apliques muy caros, enormes pantallas planas de televisión… No había ni un solo rincón descuidado.
Y soltero…
Definitivamente había un exceso de piezas de arte en las que se exponía el cuerpo femenino. Al pasar por delante del enorme cuadro que estaba en el pasillo Jen no pudo evitar recordar que sus pechos eran más bien pequeños y que sus curvas… Más bien no tenía ninguna. Era evidente que las únicas mujeres que pasaban por ese apartamento eran invitadas de una noche que no tenían nada que decir acerca de la decoración. De eso estaba segura. Se dio la enhorabuena a sí misma por sus capacidades de deducción. Se había equivocado de profesión. Debería haber sido policía en vez de dedicarse al periodismo.
Alexander Hammond. Productor de cine. Ganador de numerosos premios. Un playboy millonario.
Dejó caer el jarrón. La pieza golpeó el suelo con un ruido seco y rodó unos metros. Él siguió el movimiento con la mirada. La expresión de su rostro era poco menos que colérica. Un segundo más tarde Jen era libre. Le soltó las muñecas y se puso en pie. Se alisó la chaqueta de su impecable traje hecho a medida. Llevaba una inmaculada camisa blanca debajo, abierta en el cuello, sin corbata. Tenía el pelo muy corto y una fina barba de unas horas le cubría la barbilla, realzando el bronceado de su piel. Era moreno, y parecía que acababa de salir de un anuncio de aftershave, uno de esos filmados en blanco y negro en los que el protagonista aparece de camino a casa al amanecer, con una copa de champán en una mano y la otra sobre la espalda de la mujer perfecta.
De repente Jen fue consciente de su propio aspecto. Le miró, boquiabierta, desde su posición sobre la cama. Un calor intenso le abrasó las mejillas. Apartó la vista rápidamente y se concentró en la tarea de ponerse en pie con la mayor dignidad posible. Desafortunadamente, al incorporarse no pudo evitar verse en el espejo de la pared. Tenía el pelo pegado a un lado de la cara y el cuello, y por el otro lado su melena se había convertido en un nido de pájaros.
Horrible.
Sin contar con esos viejos pantalones cortos de color gris y esa camiseta larga que se había puesto para dormir…
Trató de compensar su aspecto miserable con algo de actitud. Se puso erguida y le miró a la cara con un gesto desafiante. Después de todo, era él quien se había equivocado. Había un contrato de dos días sobre la mesa de la cocina que legitimaba su derecho a estar allí.
–Me pagas para que esté aquí.
De repente se sorprendió a sí misma deslizando una mano sobre la maraña de pelo que tenía a un lado de la cara. Cruzó los brazos rápidamente. ¿Qué sentido tenía? Hacía falta mucho más que un buen cepillo de pelo para convertir a una chica de pueblo en la clase de mujer capaz de impresionar a Alex Hammond.
–¿Qué?
–¿Executivehousesitters.com? Estoy aquí para darle ese extra en seguridad doméstica.
Le observó con atención. Él puso los ojos en blanco. Por fin había caído en la cuenta.
–¿Y ese extra consistía en dejarme inconsciente con mi propio jarrón? ¿Eso es lo mejor que se te ocurrió para cuidar la casa?
Una disculpa era mucho pedir. Típico. Todo giraba en torno a él. Daba igual que le hubiera dado un susto de muerte.
–¿Y qué esperabas? ¿Qué hacías por aquí si se supone que estabas fuera del país de forma indefinida? –Jen podía oír la exasperación en su propia voz–. No soy un guarda de seguridad, ¿sabes? Solo estoy aquí para que parezca que hay alguien en la casa. Eso es todo.
Él levantó una mano. Quiso hacer un gesto conciliador. Era evidente que también había percibido ese tono de voz tan temperamental.
–Te me echaste encima en un abrir y cerrar de ojos. No tuve tiempo de pensar. En cuanto entré por la puerta supe que había alguien, así que di por sentado que tenía que ser un ladrón –se inclinó sobre la cama y recogió el jarrón. Lo volvió a poner sobre la cómoda–. Menos mal que solo eres la cuidadora de la casa. Mi asistente se encargó de contratar el servicio. Seguro que se le olvidó cancelarlo.
–¿Cancelarlo? –a Jen se le cayó el alma a los pies.
Él la miró.
–Evidentemente debe de haber habido algún malentendido. Me ha surgido algo y tengo que quedarme.
Era cierto. Le había surgido algo. Jen había visto las noticias y ya sabía lo que eso significaba. Tendría que salir por la puerta tal y como había entrado, y volvería a su trabajo de siempre en Littleford Gazette. La gaceta estaba muy bien para ser un periódico local, pero no quería pasarse toda la vida informando sobre concursos de lanzamiento de katiuskas y vandalismo en los estanques de los patos. Tenía grandes planes y todo empezaba allí, en ese apartamento de Chelsea en el que jugaba a ser una ricachona.
Había conseguido una beca en Gossip!, una famosa revista femenina de gran tirada, y llevaba tres meses trabajando allí, tras haberse tomado un año sabático en el periódico local. Se había empleado a fondo durante ese tiempo. Había absorbido toda la información que se encontraba en su camino y se mantenía con lo mínimo en un estudio de Hackney. Lo estaba pasando tan bien… Al término de los tres meses, había conseguido venderle una idea para un artículo al jefe de contenidos y le habían dado luz verde. Se trataba de un monográfico de la vida de los millonarios desde el punto de vista de una chica corriente, pero la idea tenía una vuelta de tuerca. El artículo sería su trampolín para conseguir un trabajo permanente, un trabajo que podría cambiarle la vida. Solo tenía que conseguir un buen material.
Llevaba años sintiendo una gran curiosidad por la vida de los ricos y famosos. No hubiera podido ser de otra manera, no obstante, con un padre que cumplía los dos requisitos. Desafortunadamente, su padre tenía severas carencias en otras facetas, sobre todo en lo concerniente a ejercer sus funciones como progenitor, aunque quizá reservara esas habilidades para sus hijos legítimos. Conseguir un artículo en el que se retratara ese mundo de opulencia tan lejano para la mayoría de la gente había sido la elección más fácil para ella. Llevaba toda la vida preguntándose cómo hubiera sido su vida si las circunstancias de su nacimiento hubieran sido diferentes, y por fin tenía la oportunidad de averiguarlo. Además, ya era hora de dar un paso adelante en su carrera.
A un lado de la balanza estaba la posibilidad de conseguir un trabajo bueno en una revista femenina de prestigio, vivir en Londres, hacer realidad su sueño… Y al otro lado estaba su trabajo en la gaceta, informando sobre concursos de perros…
No había duda.
Tenía que hacer todo lo que estuviera en su mano para triunfar con ese artículo, y nadie se iba a interponer en su camino, aunque fuera Alex Hammond, aunque tuviera que jugar sucio. La única ventaja de tener un padre millonario era que no se sentía intimidada por los tipos con poder y dinero. Los tipos guapos con poder y dinero eran un poquito más inquietantes, no obstante.
–Es muy tarde para solucionar el problema ahora –dijo él–. Puedes quedarte el resto de la noche. Puedes recoger tus cosas por la mañana y marcharte. Llamaré a mi asistente para que lo arregle todo con la agencia. No tienes que preocuparte por nada. Seguro que te encontrarán otra cosa rápido.
Hablaba como si le estuviera haciendo un gran favor y, para darle más énfasis, esbozó una media sonrisa triunfal. Jen se abrazó a sí misma con un gesto defensivo. Que aquella sonrisa funcionara con todas las mujeres del mundo no significaba que fuera a funcionar con ella. No lo iba a permitir. Él se había movido hacia la puerta. Estaba de espaldas. No tenía por qué esperar una respuesta. Su palabra siempre era la ley. Qué amable había sido al permitirle que se quedara durante el resto de la noche… Unas cuantas horas más en realidad. Un amargo sabor a desprecio inundó la boca de Jen. Y después llegó el pánico. ¿Cómo iba a terminar el artículo si la echaban de la casa? Tenía que quedarse en ese apartamento a toda costa.
–Creo que no lo entiendes –le dijo, tratando de que no se le notara la desesperación–. Tengo un contrato. Tienes que avisarme con un mes de antelación para que abandone la casa.
Él se detuvo junto a la puerta. Ella esperó. Él se volvió. Tenía el ceño fruncido.
–Esto de cuidar casas… No es unilateral, ¿sabes? –añadió ella–. Yo todavía tengo un alquiler que pagar. Estoy aquí hasta Año Nuevo. Incluso he puesto el árbol de Navidad. No puedes entrar así como así y echarme de buenas a primeras. Me da igual quién seas.
Una frialdad aterradora invadió esos ojos verdes. Alex Hammond ladeó ligeramente la cabeza, dejándole claro que la había entendido a la perfección.
–Entiendo. Evidentemente te compensaré por las molestias, si es eso lo que te preocupa.
¿Acaso pensaba que iba a por su dinero? Jen sacudió la cabeza, molesta.
–No quiero tu dinero.
¿Por qué se había sorprendido tanto? Conocía muy bien a esa clase de hombre. Llevaba toda la vida conociéndola. Y no iba a someterse ni por un segundo a esa idea prepotente y ofensiva según la cual podían ir por la vida comprándolo todo y a todos. ¿Qué se creía Alex Hammond? ¿Que un hombre como él podía entender lo importante que era para ella ese empleo?
Se sentó en la cama. Él la miró.
–Hablamos en la cocina –dijo.
Alex Hammond revisó el contrato que estaba encima de la mesa de la cocina. Parecía que ella tenía razón. Dos minutos más tarde entró la chica, descalza, atándose una bata alrededor del cuerpo. Era una bata corta, y Alex no pudo evitar fijarse en esas piernas largas y en el pelo alborotado. Parecía que había estado haciendo otra cosa en vez de dormir. Sintió una chispa de algo caliente por dentro. Si hubiera descubierto a una mujer semidesnuda en su apartamento un par de semanas antes, probablemente hubiera encontrado la forma de hacerla regresar a la cama y de darle la mejor noche de su vida. Pero eso no era una opción en ese momento. A partir de esa semana, tenía que ser un hombre completamente distinto. Pero esa clase de decisión iba a ser mucho más fácil de sobrellevar sin esa chica bajo el mismo techo.
Ella no se sentó. Se quedó en la puerta, observándole, recostada contra el picaporte.
–No quiero tu dinero. No se puede comprar a todo el mundo, ¿sabes?
Él se encogió de hombros.
–Según mi propia experiencia, sí que se puede. Es solo cuestión de encontrar el precio adecuado. Dime cuál es el tuyo y podremos saltarnos toda esta parte tan aburrida. Resolvemos el problema y te vas. A todo el mundo le viene bien un dinero extra en esta época del año.
Ella sacudió la cabeza.
–Me quedo aquí. Puedes enviarme un aviso si quieres. De hecho, digamos que eso es lo que acabas de hacer, ¿de acuerdo? Tengo un mes para irme y, al final de ese tiempo, me voy. No hay ningún problema.
Alex no pudo sino admirar su persistencia.
–He mirado el contrato y… –miró su nombre, escrito al principio de la primera hoja–. Eh… Jennifer, y no veo qué problema hay. Me aseguraré de que la agencia te encuentre otro lugar tan bueno como este, y estoy dispuesto a ofrecerte una generosa compensación por el malentendido. ¿Qué parte es la que no te gusta?
–No me voy a otro sitio.
Una bombilla se encendió en la cabeza de Alex al oír esa ligera nota de desesperación en su voz. ¿Era eso? ¿Era una especie de fan obsesiva?
Trató de hablarle con tranquilidad.
–Escucha, Jennifer, sé que el trabajo que hago puede dar pie al fenómeno fan, y yo estoy muy agradecido por ello, pero tienes que entender que me gusta separar la vida privada de lo profesional.
Más bien era una obligación, sobre todo a partir de ese momento. Ella abrió los ojos e hizo una mueca que pretendía ser una media sonrisa.
–¡No se trata de ti! Se trata de esta dirección.
Aquello ya no tenía sentido. De repente Alex se sintió muy cansado, lo cual no era de extrañar después de todo lo que había pasado en los días anteriores. Además, el vuelo desde los Estados Unidos había sido agotador.
–¿Qué pasa con esta dirección que casualmente es la mía?
Ella bajó la vista. Jugueteó con el cinturón de la bata.
–Es una parte importante de mi coartada –dijo–. No puedo cambiarla ahora. Hay muchas cosas en juego. Y tengo el tiempo y los medios limitados.
Esas explicaciones tan crípticas ya empezaban a irritarle.
–¿De qué demonios estás hablando? ¿Coartada?
–Soy periodista.
Aquellas palabras cayeron como piedras en los oídos de Alex. ¿Acababa de volar miles de kilómetros, huyendo del escrutinio de la prensa, para encontrarse con lo mismo en Inglaterra? Hizo un esfuerzo por mantener una expresión impasible y la escuchó hasta el final, aunque quisiera echarla de inmediato y poner el cerrojo.
–¿Qué clase de periodista?
–Estoy trabajando en un artículo para el que tengo que inventarme una nueva identidad. Lo de cuidar casas es una forma barata de conseguir la dirección adecuada en el… –arrugó los labios–. Entorno adecuado. Tengo un presupuesto limitado.
Alex volvió a intentarlo.
–¿Para qué periódico trabajas?
Esos ojos azules miraron hacia otra parte.
–Trabajo por mi cuenta.
Entonces trabajaba en cualquier parte, en todas partes… Alex quiso llevarse las manos a la cabeza. Era hora de zanjar el asunto de una vez y por todas.
–Recoge tus cosas ahora mismo y vete. Me da igual el contrato. Mis abogados se ocuparán de todo a partir de ahora.
Ella levantó la barbilla y le miró de frente, como si se le hubiera ocurrido otro truco para regatear.
–Señor Hammond, debe saber que solo tengo que hacer un par de llamadas y tendrá a un ejército de paparazzi en la puerta de su casa antes del amanecer.
Alex vio auténtica determinación en su mirada y se preparó para recibir la embestida de la rabia. La prensa… Siempre creían que tenían la sartén por el mango.
–¿Me está amenazando, señorita Brown?
Ella sacudió la cabeza rápidamente.
–No. Puedes creerme cuando te digo que no tengo ningún interés en tu vida. Estoy trabajando en un proyecto muy específico. No quiero problemas, y tú tampoco.
–Pero no esperarás en serio que me vaya de mi propia casa, ¿no?
Ese era el mejor lugar para pasar desapercibido y decidir cuál sería su próximo movimiento. Pero no podía hacer esas cosas con otra persona bajo el mismo techo.
–No –dijo ella.
Cruzó la estancia y se puso de puntillas para sacar un vaso de una de las estanterías. Con el movimiento se le levantó un poco la bata. Alex apartó la mirada de inmediato.
Fue hasta el dispensador de agua que estaba a un lado de la nevera y llenó el vaso. Actuaba con soltura, como si esa fuera su casa y él fuera el invitado.
–No te supondré ningún problema. Solo tienes que imaginarte que vas a tener a un huésped con el que es muy fácil convivir hasta el día de Año Nuevo. Este sitio es lo bastante grande como para no estorbarnos el uno al otro.
Por alguna razón, la mente de Alex focalizó el dormitorio. De repente vio ese cuerpo exquisito, debajo del suyo propio, sobre la cama…
–¿Y si me niego?
Ella se encogió de hombros.
–Tengo muchas cosas en juego. Una chica tiene que ganarse la vida con algo, y, si me cierras el grifo en este artículo, tendré que encontrar otra cosa igual de lucrativa sobre la que escribir.
La mirada que le lanzó hablaba por sí sola.
Alex ya había oído suficiente.
–Recoge tus cosas –le dijo–. En realidad, no. No recojas tus cosas. Toma lo que necesites para pasar la noche y te vas. Haré que te manden todo lo demás. Puedes recogerlo en la agencia.
Ella no se movió ni un milímetro. De hecho, se acercó más.
–Sois todos iguales. Os creéis que podéis hacer lo que queráis porque tenéis una cuenta bancaria enorme. Tengo derecho a estar aquí.
Alex no estaba tan cansado como para no oír ese tono desesperado que acompañaba al argumento, pero en ese momento le traía sin cuidado.
–No entiendo todo esto –le dijo, haciendo un esfuerzo por mantener la voz calma–. Estoy dispuesto a pagártelo todo, a cubrir cualquier pérdida de sueldo que puedas tener. Podrías empezar el proyecto de nuevo sin perder nada. Un cambio de dirección no supondrá mucha diferencia.
Ella bebió un sorbo de agua. Le temblaban las manos. Sacudió la cabeza.
–No, gracias.
–¿Por qué no?
–Porque ya me he puesto en esta dirección y no pienso echarlo todo abajo ahora. Además, no suelo hacer cosas porque me ofrezcan un dineral. Muchas gracias, pero puedo llegar adonde quiero por mí misma. Tú pasas desapercibido… Es por eso que estás aquí, ¿no? Y yo termino mi artículo. Todo el mundo sale ganando.
Cruzó los brazos. Estaba tan fresca como una flor, preparada para seguir discutiendo toda la noche en caso de ser necesario. De repente Alex sintió que caía la última gota que colmaba el vaso.
–Quédate toda la noche entonces. Te irás a primera hora mañana, sin desayunar ni una taza de café.
Las palabras apenas habían salido de su boca, pero ella ya iba hacia la puerta, lista para tomarle la palabra. Se alejó por el pasillo. Sus pies golpeaban el suelo suavemente en dirección al dormitorio. Alex se quedó mirando el umbral vacío. Era mejor que saboreara su pequeña victoria mientras pudiera, porque no iba a durarle mucho. En cuestión de unas horas, su equipo de abogados resolvería el problema y entonces podría echarla a la calle.
Alex se cambió el móvil de oreja y miró por la ventana de la habitación en dirección a la plaza. Era muy pronto y el tráfico todavía era ligero. Ese par de horas de sueño no le habían puesto de mejor humor. Estaba más ansioso que nunca. Mark Dunn había sido su abogado y amigo durante más de una década. Le había dado consejo legal en muchas ocasiones y confiaba en él a nivel personal y profesional.