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Los secretos del oasis ¡Aquel desierto albergaba oscuros secretos! Cuando Jamilah Moreau se había entregado al jeque Salman en París, cinco años antes, había soñado con vestidos de novia y finales felices, mientras que él sólo había actuado movido por el deseo… Ahora, Salman podía tener todo lo que deseara, y tal y como descubrió Jamilah cuando se la llevó a un oasis, ¡la seguía deseando a ella! No obstante, el tiempo los había cambiado y hacer el amor ya no era suficiente. Lo ocurrido en París había tenido consecuencias duraderas para ambos… La elección del sultán Ella no era como el sultán había creído Elegida como esposa para el sultán, Samia no tenía otra opción que aceptar el matrimonio. Y, en contra de sus mejores intenciones, mientras su nuevo esposo la liberaba lentamente de sus galas de novia descubrió que sus inhibiciones desaparecían. A Sadiq le sorprendió la naturaleza apasionada de su esposa. La había elegido por ser tímida y apropiada. Pero descubrió que Samia no lo era en absoluto… ¡Era decidida, exigente y desafiante!
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Seitenzahl: 367
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 479 - julio 2024
© 2011 Abby Green
Los secretos del oasis
Título original: Secrets of the Oasis
© 2011 Abby Green
La elección del sultán
Título original: The Sultan’s Choice
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011 y 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-069-3
Créditos
Los secretos del oasis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
La elección del sultán
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro...
HAY UNA niña delante de la tumba, sola. Su rostro es muy pálido, tiene unos ojos azules enormes y que brillan con las lágrimas que no ha derramado, su pelo es una cascada oscura y brillante que le llega a la cintura. Un chico moreno, guapo, Salman, se separa del grupo y se acerca a ella para darle la mano.
La mira muy serio. Demasiado serio para tener sólo doce años.
–No llores, Jamilah, ahora tienes que ser fuerte.
Ella se limita a mirarlo. Sus padres han muerto en el mismo accidente aéreo que los de ella. Si él puede ser fuerte, ella también. Contiene las lágrimas y asiente brevemente, una vez, y ni siquiera aparta los ojos del chico cuando éste mira hacia donde acaban de enterrar a sus propios padres. Sus manos se mantienen unidas.
Seis años antes, París
Jamilah Moreau tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a dar saltos al ver la torre Eiffel a lo lejos. Hizo una mueca. Sabía que era un tópico, pero estaba en París, en primavera y estaba enamorada. Deseó tirar las bolsas que llevaba en las manos por los aires, reír a carcajadas y levantar el rostro hacia las flores de los árboles.
Tenía ganas de abrazar a todo el mundo. Luchó contra una sonrisa irreprimible. Siempre había pensado que la gente exageraba cuando hablaba de lo romántico que era París, pero en esos momentos sabía por qué. Había que estar enamorado para darse cuenta. No era de extrañar que su padre, francés, y su madre, originaria de Merkazad, se hubiesen enamorado allí.
No era consciente de las miradas que atraían su pelo oscuro, su tez color aceituna y sus brillantes ojos azules, tanto de hombres como de mujeres que pasaban por su lado. Le latía con tanta rapidez el corazón, estaba tan emocionada, que sabía que tenía que tranquilizarse, pero sólo le apetecía abrir los brazos y gritarle al mundo: ¡Estoy enamorada de Salman al Saqr y él también me quiere a mí!
Sólo de pensarlo apresuró el paso y le remordió la conciencia. En realidad, él no le había dicho que la amase. Ni siquiera cuando ella le había dicho que lo quería esa mañana, estando con él en la cama, tan feliz y saciada que no había podido seguir conteniéndose. Hacía días que quería decírselo.
Tres semanas. Hacía tres semanas que se lo había encontrado por la calle. Ella acababa de salir de la universidad, después de terminar los exámenes finales. Prácticamente había crecido con él, pero habían estado años sin verse y la reacción al encontrarse con el amor de su vida había sido sísmica. Estaba todavía más guapo de lo habitual. Porque se había convertido en un hombre. Alto, fuerte y poderoso.
Salman la había abrazado con fuerza y la había mirado con los ojos brillantes y, luego, de repente, había fruncido el ceño, había entrecerrado los ojos y le había dicho con incredulidad:
–¿Jamilah?
Ella había asentido, con el corazón acelerado y una ola de calor recorriéndole el cuerpo. Había soñado tanto tiempo con que Salman la mirase así…
Habían ido a tomarse un café. Y después, cuando había llegado la hora de separarse, Jamilah se había sentido como si le hubiesen estado arrancando el corazón. Entonces, Salman le había preguntado:
–¿Quieres cenar conmigo esta noche?
Y aquél había sido el principio de las tres semanas más mágicas de su vida. Le había dicho que sí en seguida. Demasiado pronto. Hizo una mueca al darse cuenta de la realidad. Tenía que haberse mostrado más fría, más sofisticada, pero eso habría sido imposible, después de tantos años idealizándolo. Se había enamorado de él siendo una niña, de adolescente, se había convertido en su obsesión y ya de adulta, lo deseaba.
Ese primer fin de semana, Salman la había llevado a su apartamento y le había hecho el amor por primera vez… y en esos momentos todavía sentía calor en el vientre y se sonrojaba al recordarlo.
Sacudió la cabeza y siguió andando. En esos momentos iba hacia casa de Salman, para hacerle la cena. En realidad, él no la había invitado esa noche. De hecho, esa mañana había estado muy callado, pero Jamilah confiaba en que, cuando la viese y descubriese las deliciosas provisiones que había comprado, le dedicaría esa sonrisa tan sexy suya y le abriría la puerta de par en par.
Mientras esperaba para cruzar la calle en la que estaba su impresionante edificio del siglo XVIII, Jamilah pensó en lo serio que se ponía Salman a veces, siempre que le mencionaba Merkazad, donde ambos habían nacido, o a su hermano mayor, el jeque Nadim, que gobernaba el país.
Salman siempre había tenido una personalidad oscura, pero que a ella no le había intimidado. Desde que tenía memoria, se había entendido bien con él y nunca se había cuestionado que fuese un solitario y no tuviese el don de gentes de su hermano. No obstante, durante las últimas semanas, Jamilah había aprendido a evitar hablar de Nadim o de Merkazad.
Se suponía que ella iba a volver a su país natal en una semana, pero esa noche iba a decirle a Salman que, si él quería que se quedase en París, lo haría. No era lo que había planeado, pero todo su mundo había cambiado desde que se había encontrado con él.
Llegó a la ornamentada puerta del edificio de Salman, que vivía en el piso más alto, en un impresionante apartamento de planta abierta. El conserje se acercó a saludarla muy sonriente, pero de repente cambió de expresión y le dijo:
–Excusez-moi, mademoiselle, pero ¿la espera el jeque esta noche?
A Jamilah le extrañó que lo llamase jeque; casi se le había olvidado que Salman ocupaba el segundo puesto en la línea sucesoria de su país, después de su hermano Nadim. Merkazad era un pequeño territorio independiente de la península arábiga, perteneciente al país de Al-Omar. Allí era donde había nacido su madre, donde había sido llevada Jamilah después de haber nacido en París. Su padre, de nacionalidad francesa, había sido consejero del padre de Salman.
Jamilah sonrió de oreja a oreja y levantó las bolsas que llevaba en las manos.
–Voy a hacerle la cena.
El conserje le devolvió la sonrisa, pero parecía incómodo y Jamilah sintió un escalofrío mientras subía en el ascensor. Cuando éste se detuvo y las puertas se abrieron, la sensación de desasosiego aumentó, sobre todo al ver que la puerta de su apartamento estaba entreabierta y que, al empujarla, se oía reír al otro lado a una mujer.
Jamilah tardó un par de segundos en entender la escena que tenía delante. Salman estaba con la cabeza inclinada, a punto de besar a una mujer pelirroja, preciosa, que lo estaba abrazando. De repente, Jamilah se sintió acomplejada, con sus vaqueros y su camiseta.
Los vio besarse y que Salman abrazaba a la mujer por la cintura. Tal y como la había abrazado a ella. Jamilah pensó que había debido de hacer un ruido, no fue hasta más tarde cuando se dio cuenta de que había dejado caer las bolsas de la compra.
Salman rompió el beso y miró a su alrededor, pero sin apartar las manos de la otra mujer, que también la estaba mirando, con los ojos verdes brillantes, enfadada por la interrupción.
Jamilah estaba tan sorprendida que no se fijó en el pelo moreno y grueso de Salman, que estaba despeinado, ni en la intensidad con la que le brillaban los ojos, siempre llenos de sombras y secretos. Ni tampoco en la dura línea de su mandíbula ni en sus pómulos perfectamente esculpidos.
Aturdida, se quedó donde estaba y vio cómo Salman le decía algo en voz baja a la otra mujer, que protestó antes de apartarse y recoger su bolso y su abrigo.
Pasó al lado de Jamilah antes de salir, dejando a su paso una nociva nube de perfume, y dijo:
–A plus tard, cheri.
Hasta luego, cariño.
La puerta se cerró a espaldas de Jamilah y ella empezó a reaccionar. Salman la estaba mirando, con los brazos en jarras, vestido con un traje oscuro, camisa blanca y corbata. Era la primera vez que lo veía así vestido y le daba un aire muy severo. Jamilah sabía que era analista de inversiones, pero no le había hablado nunca de su trabajo. Ella se dio cuenta entonces de que, en realidad, no había hablado de nada personal con ella, sólo la había seducido.
Jamilah notó que le empezaban a temblar las piernas, pero antes de que le diese tiempo a hablar, Salman se le adelantó.
–No esperaba verte esta noche. No habíamos quedado.
¡Tampoco habían quedado en que él le desbaratase la vida entera en tan sólo tres semanas! El cerebro aturdido de Jamilah intentó relacionar a aquel extraño distante y frío con el hombre que le había hecho el amor menos de doce horas antes. El mismo hombre que le había susurrado ternezas al oído mientras la penetraba y ella arqueaba la espalda y gritaba de placer, clavándole las uñas en el trasero.
Intentó sacar todas aquellas imágenes de su mente y sintió ganas de llorar.
–Yo… quería darte una sorpresa. Iba a prepararte la cena…
Jamilah bajó la vista y vio la carnicería. Los huevos se habían roto contra el parqué. Una botella de vino que, afortunadamente seguía entera, estaba tumbada. Ella volvió a levantar la cabeza al oír que Salman le decía:
–No puedes venir aquí cuando te apetezca, Jamilah.
Y, de repente, aquello hizo que saliese de dentro de ella algo que no sabía que tenía, como un instinto de supervivencia que la obligó a levantar la barbilla.
–Por supuesto que no habría venido si hubiese sabido que estabas… ocupado –le contestó–. ¿Estabas…? ¿Estabas con ella a la vez que conmigo?
Salman negó con la cabeza. Parecía impaciente.
–No.
–Entonces, es evidente que has empezado a verla ahora. Está claro que te has aburrido de mí. Tres semanas deben de ser tu límite.
Jamilah no pudo evitar sentirse destrozada. Sólo podía pensar en que había desnudado su corazón y su alma delante de aquel hombre. Le había dicho con voz ronca que lo amaba, que siempre lo había amado.
Y él había sonreído de medio lado y le había contestado:
–No seas ridícula. Casi no me conoces.
–Te conozco de toda la vida –había replicado ella con orgullo–. Y sé que te amo.
Entonces, él se había apartado y había empezado a responder sólo con monosílabos. Jamilah lo entendió en esos momentos.
–¿Qué esperabas exactamente, Jamilah? –le preguntó él entonces.
Jamilah controló la emoción.
–Nada –le respondió–. Habría sido una estupidez esperar algo, ¿no? Tú ya has pasado página. ¿Ni siquiera me lo ibas a decir?
Salman apretó los labios.
–¿Qué querías que te dijese? Hemos tenido una aventura maravillosa. Tú vas a volver a Merkazad dentro de una semana y, por supuesto, yo voy a seguir con mi vida.
Jamilah se sintió como si estuviese retrocediendo por dentro, como si le hubiesen dado un golpe. Aquel hombre había sido su primer amante, y llamar aventura a lo que habían tenido reducía el regalo de su inocencia a nada.
Salman frunció el ceño y dio un paso al frente.
–¿Vas a volver a Merkazad, verdad? –le preguntó antes de jurar entre dientes en árabe–. ¿No esperarías nada más?
Al parecer, a Jamilah debía de haberle traicionado su expresión, porque lo oyó añadir:
–Yo no te he prometido nada. Nunca he hecho nada que te hiciese esperar nada más, ¿o sí?
Ella negó con la cabeza como si fuese un robot. No, no lo había hecho. Jamilah tuvo que hacer un enorme esfuerzo para mantenerse en pie. Salman no podía saber el daño que le estaba haciendo. Ella había jugado con fuego y se había quemado. Todos los días que había pasado con él habían sido emocionantes, mágicos, pero él no le había prometido nada. En ese momento, Jamilah sólo quería marcharse y hacerse un ovillo, lejos de allí, donde pudiese maldecirse por haber sido tan ingenua. Pero no se podía mover.
Salman observó a la mujer que tenía delante. Hacía tanto tiempo que se había obligado a no sentir emociones que, en esos momentos, casi no las reconoció. Notó un fuerte dolor en el pecho, pero lo hizo retroceder. Durante las tres últimas semanas, había disfrutado como de un sueño y había llegado a pensar que tal vez no estuviese condenado, como había creído siempre. Al encontrarse con Jamilah, al volver a verla, tan guapa, se había abierto algo en su interior. Por un segundo, había tenido la desfachatez de pensar que algo de aquella bondad innata que poseía ella se le había podido contagiar.
Cuando la había visto cruzar la calle unos minutos antes, tan sonriente, se había dado cuenta de que era cierto lo que le había dicho esa mañana, que estaba enamorada de él. Salman había intentado no pensar en ello durante todo el día, había intentado convencerse de que no era cierto, había tratado de ignorar la incómoda sensación de culpa y responsabilidad.
Al verla acercarse a su casa se había sentido como si tuviese entre las manos una delicada mariposa, a la que no podía evitar aplastar, ni siquiera si quería proteger su frágil belleza.
Eloise, su compañera, que lo había acompañado a casa con el pretexto de que le diese un documento, se había acercado a él en el momento perfecto. Su sensualidad, confiada y excesivamente desenvuelta, contrastaba con la sutileza de Jamilah. Él había sabido que tenía que dejarla marchar, y por eso se había asegurado de dejarle claro que lo suyo se había terminado. Sabía que iba a aplastar a la mariposa, pero no tenía elección. No podía ofrecerle nada más que un alma llena de oscuros secretos. Él no podía amar.
Por un momento, se quedó en silencio, la miró hasta hacer que ella se marease. Por un segundo, a Jamilah le pareció ver arrepentimiento en sus ojos. Hasta que éste volvió a hablar y le rompió el corazón en dos.
–Sabía que estabas subiendo. El conserje me ha avisado –le confesó, encogiéndose de hombros–. Podría no haber besado a Eloise, pero he preferido que vieses eso, a que averiguases el tipo de persona que soy en realidad. Jamás debí seducirte. Fue una debilidad hacerlo.
Jamilah leyó entre líneas. Lo que Salman quería decirle era que le había sido demasiado fácil seducirla.
–Deberías marcharte. Supongo que tienes que preparar muchas cosas antes de volver a Merkazad. Créeme, Jamilah, no soy la clase de hombre que puede darte lo que tú quieres. Soy muy retorcido, no un caballero capaz de hacerte vivir un romántico sueño. Lo nuestro se ha terminado. Esta noche voy a salir con Eloise y voy a continuar con mi vida. Y te sugiero que tú hagas lo mismo.
–Pensé que éramos amigos… pensé… –balbució ella, aturdida.
–¿El qué? –replicó Salman–. ¿Que íbamos a ser amigos para toda la vida sólo porque crecimos en el mismo lugar y pasamos tiempo juntos?
Jamilah se dijo a sí misma que lo mejor era no responder a aquello, pero no pudo evitar hacerlo.
–Era más que eso… Lo nuestro era diferente. Hablabas conmigo, pasabas tiempo conmigo, mientras que no lo hacías con nadie más… Estas tres últimas semanas… Pensé que lo que siempre habíamos compartido estaba transformándose en algo…
Salman la hizo callar con su fría mirada.
–Durante años, me estuviste siguiendo como un cachorro y yo no tuve el valor de decirte que me dejases en paz. Estas tres últimas semanas sólo hemos tenido sexo. Te has convertido en una mujer muy bella y te he deseado. Ni más ni menos.
Eso era todo.
–No me digas nada más. He entendido el mensaje. Es evidente que ya no tienes corazón. Eres un desgraciado.
–Sí, lo soy –admitió él.
Jamilah consiguió por fin moverse, se dio la vuelta para marcharse y tropezó con las bolsas que se le habían caído al suelo. Ni siquiera intentó recogerlas.
Estaba en la puerta cuando le oyó decir a Salman con cinismo:
–Saluda a mi querido hermano y a Merkazad de mi parte. No pretendo ir a verlos en mucho tiempo.
Jamilah abrió la puerta y salió. No miró atrás ni una sola vez.
Un año antes
La celebración del cumpleaños del sultán de Al-Omar era tan fastuosa como siempre. Tenía lugar en el palacio Hussein, en el corazón de la magnífica metrópolis de B’harani, en la costa de la península arábiga, a unas dos horas de la montañosa Merkazad.
Uno de los asesores del sultán llevaba años detrás de Jamilah que, por fin, había cedido y había decidido asistir ese año a la fiesta. En esos momentos tenía un nudo en el estómago porque sabía que, si había aceptado la invitación, era porque Salman iba a estar allí.
Todos los años, los periódicos sensacionalistas lo sacaban con alguna belleza nueva. Salman siempre asistía a la fiesta solo, pero se marchaba bien acompañado.
Su acompañante se había alejado de ella un momento y Jamilah estaba sola en el salón de baile. Era la primera noche de celebraciones, así que se suponía que sólo estaban allí los familiares y los amigos más íntimos del sultán, pero había alrededor de doscientas personas en la habitación.
Jamilah notó que le picaba la piel y se arrepintió de haber tomado una decisión tan precipitada. Lo había hecho porque, desde que había visto por última vez a Salman en París, no había podido sacárselo de la cabeza, y hasta había empezado a soñar con él. Soñaba con que ella tenía seis años y estaba delante de la tumba de sus padres, entonces Salman se acercaba y le daba la mano, transmitiéndole una fuerza tan palpable que no podía olvidarse de ella.
Sabía que era ridículo, pero se había enamorado de él en ese momento y a pesar de saber que ese amor infantil jamás se convertiría en un amor adulto, no podía evitar que se le encogiese el corazón cada vez que lo recordaba.
No podía seguir así y esperaba que yendo a la fiesta y viendo a Salman comportarse como un playboy, sentiría asco y conseguiría seguir con su vida.
Se había imaginado saludándolo con practicada sorpresa. Le preguntaría cómo estaba y fingiría aburrirse mientras escuchaba su respuesta. Después se alejaría y lo habría olvidado. Y él se quedaría seguro de que su breve aventura no significaba nada para ella.
Pero no había ocurrido así. Estaba saliendo del salón de baile, distraída, mirando su bolso, cuando había visto a un hombre alto, fuerte y moreno vestido de esmoquin. Había estado a punto de llamarlo pensando que se trataba del hermano de Salman, Nadim. Los dos eran igual de altos y fuertes. Entonces, Jamilah se había dado cuenta de su error, pero no había podido evitar dar un grito ahogado.
Él había fruncido el ceño al verla y la había recorrido de los pies a la cabeza con la mirada.
–Jamilah… por fin nos encontramos. Me preguntaba si estarías evitándome.
Ella había recordado inmediatamente aquella fatídica tarde en París, en su apartamento. Y había luchado por guardar la compostura, agradecida de ir vestida con un traje de diseñador y de estar muy bien maquillada. Se había obligado a andar hacia él por el pasillo vacío para pasar por su lado sin pararse, pero Salman la había agarrado del brazo para detenerla.
Ella lo había mirado, con su traicionero corazón acelerado.
–No seas ridículo, Salman. ¿Por qué iba a querer evitarte?
Una voz en su interior había respondido: «Porque te rompió el corazón y jamás has podido olvidarlo».
–Porque es la primera vez que te veo en la fiesta de cumpleaños del sultán –le respondió él, mirándola con dureza.
Jamilah se había zafado de él.
–Esto no es precisamente lo mío, pero, aunque no sea asunto tuyo, he venido porque he sido invitada por…
–Ah, Jamilah, aquí estás. Te estaba buscando.
Aliviada, Jamilah había visto acercarse a su acompañante. Lo había dejado acercarse y que le pusiese el brazo alrededor de los hombros para dejar claro que estaba con él. Y a ella, por una vez, no le había importado. Luego había balbucido algo en dirección a Salman y se había dejado alejar de allí, dejando a éste a sus espaldas.
En ese momento se encontraba entre la multitud que se había reunido después de la cena, una cena que a ella le había costado mucho tragar, consciente de la intensa mirada de Salman desde el otro lado de la mesa.
Aliviada, vio a su acompañante con el jeque Nadim y la acompañante de éste, Iseult, una chica irlandesa que había ido a trabajar a los establos de Nadim después de que éste hubiese comprado la granja de ganado de sus padres en Irlanda.
Jamilah se acercó a ellos, que la miraron preocupados porque estaba muy pálida. Se sentía mareada.
–¿Qué te pasa, Jamilah? –le preguntó Iseult.
Ella sonrió.
–Nada.
Pero sabía que había palidecido al ver que Salman se acercaba hacia allí con el ceño fruncido. ¿Cómo había podido pensar que aquello sería buena idea?
Jamilah se disculpó en un susurro y se dirigió hacia las puertas abiertas del patio, donde, afortunadamente, había poca gente. Se apoyó en la barandilla de piedra y respiró hondo, pero todo su cuerpo reaccionó al notar que lo tenía detrás.
Se giró muy despacio y vio que el patio se había quedado vacío.
–Déjame tranquila, Salman –le pidió con voz temblorosa.
–Si querías que te dejase tranquila, debías haberte quedado en Merkazad –replicó él con brusquedad.
Jamilah hizo una mueca al reconocer que aquello era verdad. Cómo había podido pensar que soportaría aquello…
–Ah, sí, porque tú nunca vienes a casa.
–Exacto –admitió él con los ojos brillantes.
Durante unos segundos, ninguno de los dos dijo nada y luego, Salman dio un paso al frente. A Jamilah le dio un vuelco el corazón y se fijó en que alguien había cerrado las puertas del patio.
–Eres todavía más guapa de lo que recordaba –le dijo él con voz profunda.
Jamilah se olvidó de escapar de allí y lo fulminó con la mirada. Su piropo cayó en oídos sordos. Había un brillo depredador en sus ojos que a Jamilah no le gustó. No tenía ningún derecho sobre ella. El rostro de Salman estaba entre las sombras, así que no podía ver su expresión.
–La última vez que me viste me dijiste que era muy bella, Salman… ¿o no te acuerdas de cómo me explicaste por qué te habías acostado conmigo?
–Sin duda, eras muy bella entonces, pero ahora hay una madurez en tu belleza…
La nostalgia de su voz pilló a Jamilah desprevenida.
Se obligó a sonreír.
–Deberías ser capaz de reconocer el cinismo en mis palabras, Salman. Al fin y al cabo, eres el rey de los cínicos, ¿no? Siempre llegas a la fiesta del sultán con las manos vacías y te marchas con la mujer más bella del lugar. ¿Sigues teniendo la norma de no estar con ninguna más de tres semanas, o sólo me la aplicaste a mí? Dime, ¿cuánto tiempo te duró Eloise?
–Para.
–¿Por qué?
Salman se acercó más, salió de entre las sombras y entonces fue cuando Jamilah vio la crudeza de su rostro y estuvo a punto de olvidarse de todo.
–Pensé que ya lo habrías superado.
Jamilah rió con amargura.
–¿Superarlo? –repitió, cruzando los dedos detrás de la espalda–. Te he olvidado hace mucho tiempo y no tengo nada de qué hablar contigo, así que, si no te importa, imagino que mi acompañante me estará buscando.
–Ese hombre no está hecho para ti. Es un mequetrefe, una marioneta del sultán. ¿Qué estás haciendo con él?
–¿Y a ti qué te importa? Es perfecto –le espetó ella, intentando rodearlo para marcharse.
Salman la agarró del brazo.
–Dime, ¿gritas su nombre extasiada? ¿Le clavas las uñas en la espalda y le ruegas que no pare jamás?
No le hizo falta añadir si también le decía que lo amaba. Jamilah no pudo evitar recordar y casi no se dio cuenta de cómo Salman volvía a ponerla delante de él. Tampoco fue consciente de la intensidad de su mirada, ni de cómo gemía justo antes de besarla.
Sólo salió de su aturdimiento al notar cómo los labios calientes de Salman sellaban los suyos, obligándola a abrirlos para meterle la lengua dentro de la boca. Jamilah no pudo defenderse. El deseo hizo que ardiese por dentro.
Era increíble, cómo su cuerpo recordaba las caricias de Salman, lo mucho que las deseaba. Le gustó sentir sus manos en la espalda, agarrándola por el trasero. Salman la apretó contra él, haciéndole notar su erección y ella no pudo evitar arquear el cuerpo contra el suyo, deseando más. Como si no hubiese pasado el tiempo.
Entonces Salman la apretó todavía más contra él y Jamilah vio en su mente a la mujer pelirroja, entre sus brazos, haciendo el amor con él.
De repente, se apartó de él, horrorizada por su debilidad.
–Mantente alejado de mí, Salman. No hay nada entre nosotros. Nada. Nunca lo ha habido. Tú mismo lo dijiste. Fue sólo una aventura y yo ya no estoy en el mercado para nadie.
Se dio la media vuelta y atravesó las puertas, rezando porque Salman no volviese a detenerla. Entonces, se giró y le dijo:
–Tuviste tu oportunidad y no tendrás otra. Y, para tu información, he gritado muchos otros nombres, extasiada, después del tuyo, así que no pienses que lo que ocurrió entre nosotros fue algo especial.
Salman la vio volver a la fiesta y, por un momento, una ola de desesperación lo sacudió. Volver a verla había despertado muchas emociones en él, emociones que no había sentido desde la última vez que habían estado juntos. Se apoyó en la pared. De repente, le temblaban las piernas.
Besarla, abrazarla, había sido embriagador.
Familiar. Y necesario. Tan necesario como respirar. Era como si no hubiese pasado el tiempo. La deseaba casi desesperadamente. Y con aquello en mente, volvió a erguirse. Ya la había seducido y la había rechazado después. No tenía derecho a desearla otra vez. Nunca deseaba a ninguna mujer después de haberla tenido. ¿Por qué iba a ser aquélla distinta?
Apretó los labios y volvió a la fiesta. Esperaba que fuese verdad, lo de que había tenido muchos otros amantes después de él, porque eso significaba que su impacto en ella había sido mínimo, y que podía ignorar el hecho de haber creído ver vulnerabilidad y dolor en sus increíbles ojos azules.
Jamilah sabía que lo que le había dicho a Salman antes de marcharse había sido todo mentira, pero le había hecho sentirse bien por un instante. Después de aquello, se había marchado de la fiesta y una hora después ya estaba con la cara lavada y de camino a Merkazad subida en su todoterreno.
Al final tuvo que detenerse en el arcén de la autovía ya que las lágrimas le impedían ver la carretera. Apoyó la cabeza en el volante y admitió que había sido muy ingenua al pensar que podría marcharse tan tranquila después de haber visto a Salman y, todavía peor, después de haberlo besado. A pesar de estar segura de que para él sólo había sido un cruel experimento para ver que seguía deseándolo.
En cierto modo, Jamilah jamás había podido creer que se hubiese convertido en un extraño, tan cruel y distante, aquel día.
Intentó no permitir que su cerebro fuese por ahí. No quería justificar el comportamiento de Salman. Era frío y despiadado, siempre lo había sido, pero su ingenuidad no le había permitido verlo antes.
Jamilah se había preguntado muchas veces si los catastróficos acontecimientos que habían tenido lugar en Merkazad tenían algo que ver con el aislamiento y la oscuridad de Salman. Años antes de que Merkazad hubiese sido invadido por un ejército de Al-Omar, que se había opuesto a su independencia, Salman, su hermano y sus padres habían estado tres largos meses encerrados en los sótanos del castillo. Había sido una época muy difícil para todo el país, y debía de haber sido una experiencia traumática para Nadim y Salman, pero, por entonces, ella había tenido sólo dos años, así que no podía recordar los detalles.
Años después de su liberación, ella siempre había podido pasar tiempo con Salman, aunque éste no hubiese permitido ni siquiera a su hermano y a sus padres acercarse. Él no le había hablado mucho, pero siempre la había escuchado. Y jamás la había hecho sentirse incómoda. Hasta la había buscado antes de marcharse de Merkazad para siempre. Aquel día, le había tocado la mejilla con un dedo y la había mirado con tanta tristeza que Jamilah había deseado reconfortarlo, pero él se había limitado a decirle:
–Ya nos veremos, niña.
Ése era el vínculo que ella creía que había cobrado vida durante aquellas tres semanas en París. No obstante, si creía lo que Salman le había dicho entonces, ¿y por qué no iba a creerlo?, había sido sólo una cruel ilusión. Tenía que convencerse a sí misma de que el comportamiento de Salman no tenía justificación, y después de aquella noche, tenía que dejar de estar obsesionada con él.
Actualidad
El jeque Salman bin Kalid al Saqr observó las sombras de las aspas del helicóptero en las montañas que había a sus pies y, al mirar a lo lejos, vio por fin los minaretes y el perfil de Merkazad, y el castillo, hacia donde iba. Su casa y lugar de nacimiento. Volvía por primera vez en diez años. Y se sentía aturdido por dentro.
Todavía recordaba el día en que se había marchado, y la virulenta discusión que había tenido con su hermano mayor, Nadim, como si hubiese sido el día anterior. Ambos en el estudio de su hermano, desde el que éste dirigía el país desde la temprana edad de los veintiún años. A Salman siempre le había dado miedo que su hermano tuviese tanta responsabilidad porque siempre había sabido que él no sería capaz de soportarla.
No por falta de capacidad, sino porque con sólo ocho años ya se había sentido responsable de su pueblo y, aunque jamás había hablado de ello, había decidido sacar para siempre de su corazón a Merkazad y a cualquier persona que tuviese algo que ver con el país.
Como para contradecirlo, apareció en su mente la imagen de Jamilah, la similitud que siempre había sentido con ella, el hecho de que, durante mucho tiempo, hubiese sido la única persona a la que le había permitido estar cerca de él y, en París, la facilidad con la que se había dejado seducir por ella para vivir de manera más indulgente que nunca. Y luego, cómo le había dicho que aquello no había significado nada para él, que aquel vínculo especial era sólo imaginación de ella. Le picó la piel sólo de recordarlo e intentó olvidarse de aquello y volver a pensar en aquel momento que había pasado con su hermano.
–¡Ésta es tu casa, Salman! –le había gritado Nadim–. Te necesito aquí conmigo. Necesitamos gobernar juntos para ser fuertes.
Salman todavía recordaba lo muerto que se había sentido por dentro, tan alejado de la pasión de su hermano. Había sabido que aquél sería su último día en Merkazad. Era un hombre libre. Desde que había tenido ocho años, desde la horrible época de su encarcelamiento, se había sentido siglos mayor que Nadim.
–Hermano, ahora éste es tu país, no el mío. Voy a forjar mi propia vida. Una vida en la que no podrás darme órdenes. No tienes derecho a hacerlo.
Había visto a Nadim luchar consigo mismo y advertirle en silencio que no se metiese en aquello. Al marcharse, había visto como su hermano perdía las ganas de pelear. El peso de su historia era demasiado grande. Salman sentía celos cada vez que miraba a su hermano y sabía que su bondad jamás se había visto comprometida, ni arrebatada, ni violada, como le había ocurrido a él cuando le habían arrancado su niñez durante tres meses que le habían parecido tres siglos.
Salman sabía que su hermano se culpaba a sí mismo por no haberlo protegido entonces. Y a pesar de estar convencido de que no tenía sentido, porque Nadim había estado tan indefenso como él, Salman también seguía culpándolo por no haberle evitado los horrores que había tenido que vivir. En cierto modo, quería que su hermano sufriese lo mismo que había sufrido él, y se lo infligía con impunidad, sabiendo lo que hacía a pesar de odiarse por ello al mismo tiempo.
La culpa y las recriminaciones llevaban años bullendo entre ambos y no había sido hasta un año antes, al ver a Nadim en el cumpleaños del sultán de Al-Omar, cuando Salman había notado un pequeño cambio en su interior. Habían hablado sólo durante unos tensos segundos, como hacían siempre que se encontraban una o dos veces al año, pero Salman había sentido una especie de ingravidez desconocida hasta entonces.
Hizo una mueca, sus ojos miraban pero no veían la imagen de su país en todo su rocoso esplendor. El hecho de estar sobrevolándolo, de estar a punto de aterrizar, hablaba por sí solo. Una parte de él seguía sin creer que fuese a pasar un mes en Merkazad, ocupando el lugar de Nadim, mientras éste y su esposa embarazada iban a Irlanda, el país de origen de ésta.
Una ley ridícula y arcaica decía que, si Merkazad estaba un mes sin su jeque, el ejército podría dar un golpe de estado para establecer a un nuevo soberano. Era una ley que se había creado en una época en la que el territorio había sufrido muchos ataques, para proteger a Merkazad de las fuerzas extranjeras.
Era la segunda vez que estaban en aquella situación. La anterior había sido cuando sus padres habían fallecido y se había formado un gobierno provisional hasta que Nadim había cumplido la edad necesaria. Por suerte, el ejército había sido incondicionalmente leal a su padre y a Nadim.
No obstante, Nadim le había confesado a Salman que, desde que se había casado con Iseult, algunas personas se habían sentido decepcionadas porque no hubiese escogido a una esposa de su país. Y le preocupaba que hubiese cierta inestabilidad hasta que naciese su primer heredero, pero si Salman ocupaba su lugar, nadie podría estar en desacuerdo.
Y Salman había accedido, a pesar de haber deseado no hacerlo. En el fondo, siempre había sabido que algún día tendría que volver a casa y enfrentarse a los fantasmas del pasado y, al parecer, el momento había llegado. Así que había achacado su incomprensible decisión a aquello, y no a un latente sentido de la responsabilidad, ni al hecho de que hubiese pasado el tiempo… ni a que no había estado tranquilo desde que había visto a Jamilah un año antes.
Todavía recordaba cómo se le había encogido el estómago nada más verla. En ese momento se había dado cuenta, aliviado, de que siempre que había ido a la fiesta del sultán lo había hecho con la esperanza de verla… y no le había gustado nada la revelación.
Se puso serio. Jamilah siempre estaría fuera de su alcance. Tenía que haberla rechazado en su momento, pero no había sido capaz de resistirse. A pesar de saber que era una mujer demasiado inocente para su frío corazón, la había seducido en París, le había robado la inocencia, demostrándose a sí mismo lo vicioso que era en realidad.
Y, no contento con aquello, le había roto cruelmente el corazón. Se le encogió el estómago al recordar su cara tan pálida aquel día. El increíble dolor de sus maravillosos ojos.
Se aseguró a sí mismo que la había salvado, de él y de otros hombres parecidos. Porque él ya no podía salvarse. Había visto la cara del maligno y eso lo había contaminado para siempre, y contaminaría a cualquiera que se acercase a él, por eso no permitía que nadie se le acercase demasiado.
Y, aun así, había besado a Jamilah en la fiesta del sultán. Su cuerpo cobró vida propia al pensar en ella y Salman cambió de postura, incómodo.
Se obligó a no pensar en que, durante el último año, ninguna mujer había conseguido saciar su insaciable libido, sólo de pensar en Jamilah se excitaba, pero jamás volvería a tocarla. Si tenía la oportunidad de redimir un poquito de su alma, lo haría con aquello.
Salman sabía que Nadim sospechaba que había pasado algo entre ambos y, por supuesto, no le parecía bien. La última vez que habían hablado le había dicho:
–No creo que veas a Jamilah. Vive y trabaja en los establos y está muy ocupada.
Y él había pensado que mucho mejor, porque se estremecía sólo de pensar en los caballos y en los establos, así que no iba a pasarse por allí. Sintió ganas de decirle al piloto que se diese la vuelta, pero se dijo que era lo suficientemente fuerte como para aguantar un mes en su propio país. Tenía que serlo. Había oído historias mucho más duras que la suya. Se lo debía a aquéllos que habían confiado en él contándoselas para que pudiese enfrentarse a su pasado.
Volvió a desear poder refugiarse en las drogas y en el alcohol.
Suspiró al ver con claridad el castillo. Superaría aquello como había superado el resto de etapas de su vida: distrayéndose del dolor.
–Señorita Jamilah…
Salman salió del helicóptero con la camisa medio salida y unos vaqueros desgastados. Parecía… una estrella del rock, no el segundo en la línea sucesoria de Merkazad.
El ama de llaves arrugó el rostro y comentó:
–No se parece en nada a su hermano. Es una desgracia para…
–Hana, ya es suficiente.
Todo el personal estaba reunido para hablar de las tareas domésticas del castillo durante la ausencia de Nadim e Iseult, y Jamilah estaba muy nerviosa desde que se había enterado el día anterior de la llegada de Salman en helicóptero.
La otra mujer se puso colorada.
–Lo siento, señorita Jamilah. Por un momento, me he dejado llevar…
Jamilah sonrió con tensión.
–No pasa nada. Sólo estará aquí hasta que Nadim e Iseult regresen… y después todo volverá a la normalidad.
«Sí, claro».
Al ama de llaves se le iluminó el rostro.
–¡Y al año que viene tendremos un bebé en el castillo!
Jamilah quería mucho a Nadim y a Iseult, pero no podía evitar sentir celos de su exultante felicidad.
En realidad, se había sentido aliviada al enterarse de que se marchaban a Irlanda. Ser testigo de su intenso amor le estaba resultando cada vez más difícil, sobre todo, desde que Iseult había anunciado su embarazo seis meses antes.
No obstante, el alivio le había durado muy poco tiempo, hasta que Nadim había comentado con naturalidad que sería Salman quien lo reemplazase durante el tiempo que durase el viaje.
Jamilah se había dado cuenta de que tanto Nadim como Iseult habían estado pendientes de su reacción. No le habían hecho preguntas después de que se comportase de manera tan rara en la fiesta del sultán un año antes, pero había sido evidente que tenía algo que ver con Salman.
En cualquier caso, había conseguido responder:
–Qué bien. Hace tanto tiempo que no viene a casa…
–Podrías marcharte a Francia, si quieres –le había sugerido Nadim–. A echar un vistazo a nuestros establos de allí.
Y ella se había puesto tensa.
–No. De eso nada. No voy a irme a ninguna parte. Aquí hay demasiado trabajo…
También estuvo a punto de contestar que no cuan do Hana le preguntó si iba a ir al castillo a hablar con Salman.
Jamilah sonrió y respondió:
–¿Para qué iba a querer ir yo al castillo, si tú lo tienes todo tan bien organizado? Llámame si me necesitas.
Y, para su alivio, Hana se marchó sola. Jamilah apoyó la espalda en el respaldo de su sillón. Tenía el corazón acelerado.
Un mes.
Un mes entero sin acercarse al castillo ni a Salman. Al menos, en los establos estaba segura. Desde que lo conocía, sentía aversión por los caballos, así que no se acercaría a ellos.
Lo había superado, así que daba igual que estuviese a diez minutos de allí.
El teléfono de Jamilah sonó a las cinco y media de la mañana, justo cuando iba a salir a hacer su primera ronda por los establos, para comprobar que todo estaba en su lugar.
Descolgó en el despacho, que formaba parte de sus habitaciones. Sólo pudo oír un llanto histérico, y luego logró tranquilizar a Hana para que le contase lo que le pasaba.
Enfadada, le dijo:
–Ahora voy.
Salió, se subió a su todoterreno y realizó el trayecto de diez minutos hasta el castillo.
En cuanto se bajó del coche, Hana, que la estaba esperando, empezó a balbucir:
–Toda la noche, todas las noches… música alta, ¡y la comida! Es demasiado… No puedo con tantas exigencias y han empezado a tirar cosas… ¡En la sala de ceremonias! Si Nadim estuviese aquí…
–Organiza a la plantilla para que hagan la limpieza, y llama a Sakmal para que venga con un autobús. Echaré a todos los invitados esta misma mañana.
Una hora después, Jamilah llegaba furiosa hasta los aposentos en los que se había instalado Salman. Acababa de ver todos los destrozos causados por el grupo de amigos europeos de Salman y había visto como al menos cincuenta de ellos, todavía borrachos, se subían a un autobús que les llevaría a Al-Omar y, de allí, a casa.
Abrió la puerta de la suite de Salman de un empujón y la hizo chocar contra la pared. El dolor que sintió dentro casi la hizo doblarse, y eso la enfadó todavía más.
Había dos cuerpos tumbados encima de un sofá. Una botella de champán vacía y copas tiradas. La mujer, joven y rubia, muy maquillada, llevaba un minúsculo vestido de lentejuelas. Parecía borracha, allí tumbada, al lado de Salman, que estaba dormido. Al menos él llevaba todavía los vaqueros puestos.
–Perdone –le dijo la rubia–, ¿quién cree que es?
Jamilah se acercó, intentando no mirar el torso desnudo de Salman, y la levantó agarrándola del brazo.
–¡Ay!
La llevó hasta la puerta, donde dos doncellas esperaban nerviosas.
–Chicas, acompañadla al autobús en cuanto haya recogido sus cosas y decidle a Sakmal que puede marcharse. Creo que ya está todo el mundo.
Jamilah cerró la puerta de un golpe y suspiró profundamente. Luego se giró y vio que Salman no se había movido. Siempre había dormido como un tronco.
Ella lo recorrió con la mirada y pensó que parecía un ángel caído del cielo, pero no lo era.
Apretó la mandíbula para luchar contra el calor que la estaba invadiendo y fue al baño, donde encontró lo que estaba buscando. Luego rezó en silencio porque Nadim y Hana la perdonasen por el daño que iba a hacerle a los muebles y le tiró un cubo lleno de agua helada a Salman.