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Luna de miel griega Un matrimonio muy conveniente: por el bien del niño. Finn Delaney era un tipo muy guapo; un irlandés alto y moreno que la londinense Catherine Walker encontraba irresistible. Entre ellos había surgido una pasión irrefrenable... y semanas después Catherine había descubierto que estaba embarazada. No se imaginó que el millonario Finn le hiciera una proposición de matrimonio, pero no se hacía la menor ilusión de que fuera por amor; no, aquello no era más que el típico matrimonio de conveniencia. Sin embargo, no le disgustaba nada tener que compartir su lecho... Perlas de amor Ella solo quería que su marido la amara. Alex Constantin aceptó aquel matrimonio de conveniencia con Tatiana Beaufort porque se sentía intrigado por aquella mujer bella e ingenua. Pero la noche de bodas Tatiana le pidió un año antes de consumar su unión... Hasta entonces dormirían en camas separadas. Un año después, el deseo estaba haciéndose irresistible y Tattie se sintió tentada cuando su guapísimo y enigmático marido le sugirió que se convirtieran en amantes de una vez por todas. Pero ella estaba empeñada en no convertirse en una verdadera esposa hasta que él no estuviera locamente enamorado de ella.
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Seitenzahl: 287
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Editado por Harlequin Ibérica.
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© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 88 - julio 2024
© 2002 Sharon Kendrick
Luna de miel griega
Título original: Finn’s Pregnant Bride
© 2002 Lindsay Armstrong
Perlas de amor
Título original: The Constantin Marriage
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto
de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con
personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o
situaciones son pura coincidencia.
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los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-050-1
Créditos
Luna de miel griega
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Perlas de amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Si te ha gustado este libro…
CATHERINE no se fijó en la persona que estaba sentada allí. Estaba demasiado ocupada sonriendo al camarero con una de sus mejores sonrisas; así no permitiría que la expresión de su rostro mostrara el temor de que su novio se hubiera enamorado de otra mujer.
–Kalispera, Nico.
–Kalispera, despinis Walker –dijo el camarero al verla–. ¿Ha tenido un buen día?
–¡Umm! –exclamó ella–. Hice la excursión en barco hasta las cuevas, tal y como me recomendó.
–Mi hermano…, ¿la ha cuidado bien?
–Oh, sí. Me ha cuidado muy bien –el hermano de Nico se había interesado por algo más aparte de que Catherine disfrutara de la excursión, y ella había pasado la mayor parte del tiempo lo más alejada posible del timón–. ¿La mesa de siempre? –le preguntó con una sonrisa, porque Nico se había esforzado en reservarle la mejor mesa del local todos los días, una que tenía vistas al mar.
–Me temo que esta noche es imposible, despinis. La mesa está ocupada. Ha venido un hombre de Irlandia.
Catherine percibió mucho respeto en su tono de voz. Miró al hombre sorprendida y repitió:
–¿De Irlandia?
–Irlanda –le tradujo el camarero–. Llegó esta misma tarde y pidió sentarse a su mesa para la cena.
Era ridículo que Catherine se sintiera decepcionada, pero así era como se sentía. Durante todas las vacaciones se había sentado a la mesa que había al final del pantalán de madera, tan cerca del mar que se podía ver cómo el agua mojaba las columnas que lo soportaban y cómo la espuma se tornaba plateada. La belleza del lugar era tan intensa que Catherine casi se olvidaba de su vida en Inglaterra, de Peter, y del ajetreado trabajo que la esperaba a su regreso.
–¿Cómo ha podido hacerlo? Mañana es mi último día –se quejó.
–Puede hacer cualquier cosa. Es un buen amigo de kirios Kollitsis.
Kirios Kollitsis era un magnate de unos setenta años que vivía en la isla y a quien pertenecían los tres hoteles y la mitad de las tiendas que había en la ciudad.
–Puedo ofrecerle la mesa contigua –dijo Nico–. También tiene muy buenas vistas.
Ella sonrió dejándole claro que no era culpa suya. Era ridículo crearse rutinas con tanta facilidad, ni siquiera una temporal, y sobre todo después de ver cómo la vida le había cambiado por completo después de que Peter se hubiera marchado y encontrado al amor de su vida en tan solo una noche. De modo que había dejado a Catherine preguntándose qué había significado para él la relación de tres años que habían mantenido.
–Sería maravilloso. Gracias, Nico.
Finn Delaney bebió un poco de su copa de anís griego y contempló la puesta de sol, permitiendo que su cuerpo liberara parte de la tensión acumulada mientras trataba de conseguir una buena negociación. Era la primera vez que el éxito lo hacía sentirse vacío. Tenía otro millón en el banco, de acuerdo, pero seguía sintiéndose de la misma manera.
Apenas se había secado la tinta del contrato cuando se dejó llevar por los impulsos y tomó el primer vuelo que lo llevaría a la isla griega que conocía tan bien. Su secretaria había arqueado las cejas al oír sus palabras.
–¿Y qué pasa con tu agenda, Finn? –le preguntó–. La tienes a tope.
–Cancela todas mis citas –había contestado él.
–¿Cancelarlas? –repitió asombrada–. De acuerdo, tú eres el jefe.
Sí, él era el jefe, y tenía que pagar un precio por ello. La soledad iba unida al poder. Había pocas personas que hablaran con Finn sin concertar una cita previa. Pero a él le gustaba esa soledad y la posibilidad de controlar su propia vida. Ese control desaparecía en el momento en que permitía que otra persona entrara en su vida.
Levantó la copa de anís y miró el líquido que contenía, recordando los años pasados. Aquella isla lo había recibido con los brazos abiertos cuando no era más que Finn, o kirios Delaney.
En Dublín lo llamaban la Cuchilla por cómo se desenvolvía en el mundo de los negocios, y la mayoría de sus amigos y rivales no lo habrían reconocido aquella noche.
Había sustituido el traje por unos vaqueros desgastados y una camisa blanca de algodón. Llevaba los tres botones del cuello desabrochados dejando al descubierto su pecho musculoso y bronceado, y su cabello negro necesitaba un corte.
Hacía una noche estupenda y la luna estaba perfecta. Finn suspiró al pensar cómo, a veces, el éxito le impedía disfrutar de una imagen tan placentera como aquella.
–Acompáñeme, despinis Walker –Finn oyó que decía el camarero. Al sentir el ruido de unos pasos acercándose se volvió para mirar y, al ver a la mujer que entraba en el restaurante, sintió que le daba un vuelco el corazón. Dejó la copa de anís sobre la mesa y miró a Catherine de arriba abajo. Era más que preciosa. Pero las mujeres preciosas abundaban en su entorno, así que… ¿qué tenía aquella para que le resultara diferente?
Una larga melena oscura caía sobre sus hombros y hacía que pareciera una brujilla irresistible. Tenía un rostro delicado y lucía un bonito vestido de tela vaporosa.
Ella lo miró como si allí no hubiera nadie y Finn sintió una pizca de curiosidad. Se pasaba la vida rechazando a mujeres que luchaban por atrapar a uno de los solteros más solicitados de Irlanda.
Cuando se sentó a la mesa contigua a la suya, Finn aprovechó para observarla de cerca. Tenía un perfil muy atractivo. Una nariz pequeña, y unos labios que parecían pétalos de rosa. Su piel tenía un brillo dorado, y sus piernas eran esbeltas.
Sintió cómo se le aceleraba el corazón. ¿Sería que la luz de la luna y la cálida brisa hacían que deseara llevar consigo a aquella mujer para deleitarse con los mejores placeres de la vida? ¿Sería que el embrujo de la isla había hecho que experimentara de nuevo los ardientes deseos de un adolescente?
Catherine notó que aquel hombre la miraba intensamente y sintió que le estaban invadiendo su espacio. Miró la carta sin fijarse en los platos que ofrecía, puesto que sabía muy bien qué era lo que le apetecía cenar.
–Kalispera –la saludó Finn con una media sonrisa. Catherine continuó leyendo el menú. «Sin duda es irlandés», pensó para sí–. Buenas tardes –tradujo él.
Catherine levantó la vista y se volvió para mirarlo. Al instante, deseó no haberlo hecho, porque no estaba preparada para encontrarse con los ojos más bonitos que había visto jamás. Eran de color azul oscuro, como el mar en el que se había bañado aquella misma tarde, y estaban rodeados por unas pestañas espesas que no ocultaban el brillo de su mirada.
Tenía el típico rostro irlandés, y una boca seductora que se curvó ligeramente mientras él esperaba una respuesta.
–¿Está hablando conmigo? –preguntó ella con frialdad.
Finn miró el resto de las mesas vacías que había a su alrededor y dijo:
–No tengo la costumbre de hablar solo.
–Y yo no acostumbro a entablar conversaciones con desconocidos –dijo ella.
–Finn Delaney –él sonrió.
–¿Perdón? –preguntó ella arqueando las cejas.
–Mi nombre es Finn Delaney –repitió él sin dejar de sonreír. Ella no se movió ni dijo nada. No le interesaba entablar conversación sin más–. Por supuesto, no sé cómo se llama usted –insistió él.
–Eso es porque no se lo he dicho –contestó ella.
–¿Y va a decírmelo?
–Depende.
–¿De qué?
–De si le importaría cambiarse de sitio.
–¿Cambiarme adónde?
–Cambiarse de mesa.
–¿Cambiarme de mesa?
–¿Acostumbra a repetirlo todo y convertirlo en una pregunta?
–¿Y usted siempre se comporta de esa manera furiosa con las personas del sexo opuesto?
Estuvo a punto de decirle que estaba harta del sexo opuesto, pero decidió no hacerlo. Lo último que le apetecía hacer era amargarse la noche. Empezaba a acostumbrarse al hecho de que la relación que mantenía con su novio había terminado.
–Si me viera furiosa de verdad, ¡se enteraría!
–Bueno, eso sería muy interesante de ver. No está exultante de cordialidad.
–No. Y es porque se ha sentado en mi mesa. Sé que puede parecerle ridículo, pero me he sentado ahí todas las noches y le tengo cariño al sitio.
–No es para nada ridículo –murmuró él–. Unas vistas como estas no pueden disfrutarse muchas veces en la vida, ni siquiera en el lugar de donde yo procedo.
–Lo sé –ella suspiró con melancolía.
–Siempre puede acompañarme –dijo él–. Y así podremos disfrutar los dos –al verla indecisa, le preguntó–: ¿Por qué no?
«¿Y por qué no?», pensó ella. Llevaba doce días cenando sola y no le vendría mal un poco de compañía. Además, al estar sola no dejaba de pensar en todo lo que podía haber hecho para intentar salvar la relación que tenía con Peter. Aunque sabía que el tiempo y la distancia habían provocado que la relación se deteriorara, no podía evitar arrepentirse de ciertas cosas.
–No muerdo –dijo él al ver una repentina tristeza en su mirada que hacía que se preguntara cuál sería la causa.
Catherine lo miró. Su aspecto tranquilo no ocultaba el fuerte atractivo sexual que desprendía, y que ella reconocía a pesar de encontrarse en un estado de hibernación sentimental. Ese era su trabajo, se había entrenado para calar la verdadera personalidad de las personas.
–Porque no lo conozco –señaló ella.
–¿No es eso motivo suficiente para que me acompañe?
–Pensaba que el motivo era compartir las vistas.
–Sí. Tiene razón. Eso era –dijo él sin dejar de mirarla. Catherine sintió una mezcla de placer y aprensión, pero no fue capaz de comprender por qué.
Quizá era porque él tenía un aspecto peligroso con aquel cabello oscuro, sus ojos azules y su pícara sonrisa. Con esos vaqueros desgastados y la camisa blanca, parecía uno de los pescadores que recogían las redes cada mañana en la playa. Era un hombre al que no volvería a ver. Entonces, ¿por qué no?
–De acuerdo –aceptó ella–. Gracias.
Él esperó hasta que ella se acomodó a su lado e inhaló el aroma a rosas que se desprendía de su cuerpo.
–Todavía no me ha dicho cómo se llama.
–Soy Catherine. Catherine Walker –esperó un instante para ver cómo reaccionaba, pero suponía que Finn Delaney no era un ávido lector de la revista Pizazz! y que, por tanto, no habría leído sus artículos. Así fue, no parecía que Finn la hubiera reconocido. ¿De verdad esperaba que un hombre tan masculino como aquel hojeara una revista de actualidad?
–Encantado de conocerte, Catherine –miró hacia donde el mar se tornaba dorado por el reflejo del sol y después se dirigió a ella otra vez–. Maravilloso, ¿verdad?
–Perfecto –contestó Catherine. Desconcertada por su intensa mirada, tomó la copa de vino y bebió un sorbo–. No es la primera vez que vienes, ¿verdad?
–Has estado investigando acerca de mí, ¿no?
–¿Y por qué diablos iba a hacerlo? El camarero comentó que eras amigo de kirios Kollitsis, eso es todo.
Él se relajó de nuevo y recordó un verano de muchos años atrás.
–Así es. Su hijo y yo nos conocimos mientras viajábamos por Europa. Terminamos el viaje aquí, y creo que me enamoré de este sitio.
–Deja que adivine, ¿desde entonces vienes todos los años?
–De un modo u otro, sí. ¿Y tú?
–Es la primera vez –dijo Catherine, y bebió un poco más de vino. No era necesario contarle que se suponía que iba a pasar unas románticas vacaciones para recuperar todo el tiempo que había pasado separada de Peter. Ni que a partir de ese momento estaría separada de él de manera permanente.
–¿Y volverás?
–Lo dudo.
–¿No te ha gustado lo bastante como para repetir?
Ella negó con la cabeza. Sabía que Pondiki representaría una etapa de su vida que preferiría olvidar.
–No me gusta repetir ninguna experiencia. ¿Por qué iba a hacerlo cuando el mundo está lleno de lugares inimaginables?
Hablaba como si tratara de convencerse a sí misma de ello. Para entonces, Nico había regresado.
–¿Ya sabes lo que vas a tomar? –le preguntó Finn.
–Pescado y ensalada –contestó ella–. Es lo mejor que hay en la carta.
–Eres una mujer de costumbres, ¿no? –bromeó él–. La misma mesa y el mismo plato cada noche. ¿Estás buscando cierta estabilidad?
¡Qué perceptivo era!
–La gente siempre se crea rutinas cuando está de vacaciones.
–¿Porque hay algo agradable en la rutina? –aventuró él.
–Algo así –contestó ella.
Catherine pidió la comida en griego y Nico sonrió mientras lo apuntaba. Y entonces, Finn comenzó a hablar con él con mucha fluidez.
–¡Hablas griego! –le dijo ella una vez que el camarero se había marchado.
–¡Como tú!
–Solo hablo lo básico. En los restaurantes, las tiendas y ese tipo de cosas –contestó ella.
–Yo hablo mucho más que eso.
–¡Qué modesto!
–No soy modesto, soy sincero. No lo hablo lo bastante bien como para discutir de filosofía; pero puesto que lo que sé de filosofía podría escribirse en un sello de correos, será mejor que ni lo intente –se fijó en sus ojos verdes y en cómo el vino brillaba sobre sus labios–. Háblame de ti, Catherine Walker.
–Tengo veintiséis años. Vivo en Londres. Si no viviera allí, tendría un perro, pero me parece una crueldad tener animales en una ciudad. Me gusta ir al cine, pasear por el parque, beber cócteles en las tardes de verano… lo normal.
–¿Y qué haces en Londres?
Catherine llevaba años esquivando esa pregunta. La gente siempre preguntaba lo mismo una vez que se enteraba de cuál era su profesión: «¿Has conocido a alguien famoso?». Y aunque Finn Delaney no parecía un hombre predecible, el trabajo era el último tema que Catherine quería tratar.
–Soy relaciones públicas –dijo ella, y en cierto modo era verdad–. ¿Y tú a qué te dedicas?
–Yo vivo y trabajo en Dublín.
–¿De qué?
Finn no había sido muy explícito. Decir que era millonario no estaba bien, aunque fuera verdad.
–Bueno, hago un poco de todo.
–¿Todo dentro de la legalidad? –preguntó ella sin pensar, y él se rio.
–Por supuesto –murmuró él mirándola de una manera que la hizo reír. Descubrió que tenía los labios más sensuales que había visto nunca en una mujer, y se preguntó qué estaría haciendo allí sola. Se fijó en su dedo anular de la mano izquierda. No llevaba anillo. Al ver que Nico se acercaba con la comida, se inclinó hacia delante para disfrutar un instante del aroma a miel y rosas que se desprendía del cuerpo de Catherine–. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
Al sentirlo cerca, Catherine notó que se le aceleraba el corazón y se sorprendió al ver cómo había reaccionado ante su presencia. Se suponía que no debía sentir nada más que el vacío de haber perdido a Peter, así que, ¿cómo era posible que el deseo se estuviera apoderando de ella?
–Mañana es mi último día.
Finn se sintió decepcionado. ¿Esperaba que ella pasara allí el tiempo suficiente como para que tuvieran un romance vacacional?
–¿Y cómo piensas pasarlo? ¿Darás la vuelta a la isla?
Ella negó con la cabeza.
–No, probablemente me quede en la playa holgazaneando.
–Quizá te acompañe –dijo Finn–. Siempre que no te importe, claro.
«QUIZÁ te acompañe», había dicho Finn.
Catherine se puso un poco de crema protectora en la nariz y un pareo en la cintura cubriendo así su bañador verde. Había quedado con Finn Delaney en la playa y empezaba a preguntarse por qué había aceptado tan rápido. Al sentir que tenía el corazón acelerado, sonrió. ¡Estaba comportándose como una adolescente! Había roto con su novio, de acuerdo, pero eso no significaba que tuviera que comportarse como una monja. No había nada de malo en pasar el rato con un hombre atractivo y carismático. Sobre todo con el poco tiempo que le quedaba para marcharse de la isla. Y, si Finn Delaney le tiraba los tejos, ella lo rechazaría con educación.
Se hizo una coleta y buscó el sombrero para el sol antes de ir a tomar un café. El sol estaba en lo alto del cielo, pero en la terraza había un toldo que daba una buena sombra. Catherine se sentó a una de las mesas y trató de grabar esa imagen en su cabeza porque sabía que al día siguiente estaría lejos de allí.
–Anoche la vi con kirios Finn –le dijo Nico cuando le llevó un plato de higos y un café solo. Todas las mañanas le servía algo nuevo, a pesar de que ella le había dicho que nunca desayunaba.
–Así es –dijo Catherine–. Estuve con él.
–Creo que le ha gustado… le gustan las mujeres bellas.
–Solo conversamos por el hecho de hablar el mismo idioma, eso es todo –dijo ella–. Me marcho esta noche, ¿recuerdas?
–¿Le ha caído bien? –le preguntó Nico.
–¡Apenas lo conozco!
–A las mujeres les gusta Finn Delaney.
–Supongo –dijo Catherine pensando en sus ojos azules, su cabello espeso y su cuerpo musculoso. Quizá no estuviera interesada en él, pero sus cualidades como periodista hacían que no le pasara inadvertido.
–Es un hombre valiente –añadió Nico.
Catherine lo miró. «Valiente» no era una palabra que se utilizara habitualmente.
–¿Y eso?
–El hijo de kirios Kollitsis… estuvo a punto de morir. Y kirios Delaney le salvó la vida.
–¿Cómo?
–Ambos iban en moto por la isla cuando Iannis se chocó. Sangraba mucho –Nico hizo una pausa–. Yo era joven. Lo trajeron aquí. El hombre de Irlanda lo trajo en brazos y esperó a que llegara el médico. Kirios Delaney llevaba una camisa blanca, pero se volvió roja –cerró los ojos para recordar–. Roja y húmeda –Catherine se imaginó la escena con mucha claridad. Al pensar en cómo la camisa ensangrentada se pegaba al torso de Finn Delaney, se estremeció–. Dicen que sin kirios Delaney, Iannis habría muerto. Su padre… nunca lo olvidará.
Catherine asintió. La vida de un hijo valía más que nada en el mundo. Aunque Finn Delaney no hubiera actuado como lo hizo, también habría sido un hombre inolvidable. De pronto, ya no le parecía algo casual el hecho de haber quedado con él en la playa. Debería haberle dicho que no.
Bajó los escalones que llevaban hasta la arena, y cuando llegó al final, se quedó inmóvil.
La playa estaba vacía, excepto por la presencia de Finn. Tenía la espalda muy bronceada y no llevaba más que un pantalón corto de lycra. Catherine se quedó sin habla y tragó saliva.
¿Qué diablos le estaba pasando? Peter lo había sido todo para ella. Su vida. Su futuro. Jamás se había fijado en otro hombre y, sin embargo, sentía que aquel desconocido la había hechizado.
Finn estaba de espaldas a ella contemplando el horizonte, pero debió de sentir su presencia porque se volvió despacio y Catherine se quedó inmóvil. Era como si su mirada penetrante la hubiera convertido en piedra.
–¡Hola! –exclamó él.
–Hola –contestó ella con voz temblorosa.
Finn la observó y se fijó en lo perfecta que era, como si fuera una aparición que pudiera desvanecerse en cualquier momento.
–Acércate –le dijo.
Catherine se acercó despacio y él no dejó de mirarla. El pelo recogido hacía que resaltaran más las delicadas facciones de su rostro. El bañador que llevaba era de un verde más oscuro que sus ojos, y cubría un cuerpo mucho más esbelto del que él se había imaginado. Sus pechos eran muy apetecibles, y sus caderas pedían las caricias de un hombre.
Al darse cuenta de que el corazón le latía muy rápido y de que estaba mirándola como si nunca hubiera visto a una mujer, Finn forzó una sonrisa y esperó a que llegara a su lado.
–Hola –le dijo otra vez.
–Hola –contestó ella tratando de sonreír. Era una mujer moderna que estaba recuperándose de una relación rota y, en cuanto tuviera la oportunidad, le diría que no estaba interesada en nada más que en pasar un día agradable en Pondiki.
–¿Has dormido bien?
–En realidad, no. Hacía demasiado calor. Incluso con el aire acondicionado, me sentía como si fuera un bollo metido en el horno durante toda la noche.
Él se rio.
–¿No tienes uno de esos ventiladores antiguos en tu habitación?
–¿Te refieres a esos que suenan como si estuviera aterrizando una avioneta junto a la cama?
–Sí –necesitaba encontrar algo para distraerse y así dejar de mirarle los pechos. Temía que la excitación que sentía se hiciera evidente–. ¿Qué te apetece hacer?
Catherine apenas oyó sus palabras. En bañador, parecía un chico de postal convertido en realidad.
Tenía la espalda ancha, las caderas delgadas y las piernas musculosas. ¡No debería estar permitido que los hombres como Finn Delaney llevaran bañador! Para dejar de pensar en él, se encogió de hombros y preguntó:
–¿Qué me ofreces?
Finn se contuvo para no decirle que deseaba quitarle el bañador y acariciarle todo el cuerpo. Señaló hacia las rocas.
–He hecho un campamento.
–¿Qué tipo de campamento?
–Uno normal. Está a cubierto. Hay provisiones. Ven y lo verás.
En la distancia, Catherine podía ver una sombrilla de playa, dos tumbonas y una neverita. Un oasis en el que podrían refugiarse del sol castigador.
–Vale.
–Sígueme –dijo él.
Catherine caminó junto a él sintiendo cómo la arena caliente le quemaba los pies a pesar de las sandalias.
El sonido del mar era tranquilizador y el aire estaba invadido por el aroma de los pinos que crecían en la isla.
–¿Cómo diablos has bajado todo esto hasta aquí? –le preguntó ella.
–Lo he cargado –flexionó el brazo bromeando–. ¡No hay nada como la fuerza bruta!
Catherine se lo imaginó cargando a su amigo en brazos, con la camisa llena de sangre. Húmeda y roja. Tragó saliva.
–Parece… parece un lugar agradable.
–Siéntate –dijo él, y señaló hacia una de las tumbonas–. ¿Has desayunado?
Catherine nunca desayunaba, pero aquella mañana tenía apetito. No era apetito de comida, pero decidió desayunar un poco para ver si se calmaba.
–Aún no.
–Bien. Yo tampoco –Finn abrió la pequeña nevera portátil, sacó pan y queso envuelto en hojas de parra y lo colocó todo sobre un mantel de cuadros. Sacó una navaja y comenzó a partirlo–. Toma. Come. Parece que te sentará bien comer un poco.
Ella se sentó y agarró el sándwich que le había preparado y un racimo de uvas.
–¡Hablas como si fuera una niña abandonada!
Él pensó que era perfecta, pero no era el lugar ni el momento para decírselo.
–Parece que no has comido mucho últimamente.
–He comido muy bien en Pondiki –protestó ella.
–Durante cuánto tiempo…, ¿dos semanas?
Ella asintió.
–Pero antes no.
¡Por supuesto que no había comido bien! ¿Qué mujer comía cuando la abandonaba un hombre?
–¿Cómo lo sabes?
–Tus pómulos son los de una mujer que ha estado saltándose las comidas.
–He hecho dieta antes de las vacaciones –mintió.
–No hacía falta –contestó él, y le dio un bocado al pan.
Catherine pensó que Finn convertía el acto de comer en la cosa más sensual del mundo, y se horrorizó al ver el camino que llevaban sus pensamientos.
Mientras estaba con Peter no se había interesado por otros hombres, y empezaba a preguntarse si no sería porque no había encontrado a ninguno como Finn Delaney.
–Esto está muy bueno –murmuró.
–Umm… –él sonrió y se tumbó dejando que el sol acariciara su piel. Durante un instante permanecieron en silencio, escuchando el ruido de las olas al romper contra la arena–. ¿Te da pena marcharte? –preguntó él al fin.
–¿No le pasa a todo el mundo cuando se terminan las vacaciones?
–Cada uno es diferente.
–Supongo que por un lado me gustaría quedarme –pero eso sería una decisión cobarde, para no enfrentarse al vacío que le deparaba su nueva vida. Cuanto antes llegara, antes podría comenzar de nuevo.
–¿Hay algo a lo que no quieres regresar? –le preguntó Finn–. ¿O alguien?
–No –contestó ella. La verdad era muy difícil de explicar y ella no solía desahogarse con un desconocido.
No quería pensar en cuál sería el nuevo papel que desempeñaría en su vida, el de una chica sola que tenía que empezar de cero. Cuando Peter estaba fuera, se conformaba quedándose en casa viendo una película mientras comía palomitas. Suponía que eso ya no le parecería agradable. Tendría que salir con sus amigas. Y por las noches sentiría que estaba desaprovechando la vida.
–Me imagino que me he enamorado de esta isla –dijo ella. Un lugar tan bonito como Pondiki hacía que la gente se olvidara del resto del mundo.
–Sí –dijo él, y la observó mientras ella sacudía las migas que habían caído sobre sus muslos. Deseó no haberlo hecho, ya que al fijarse en los pechos de Catherine sintió que algo se revolucionaba en su interior. Se tumbó boca abajo–. Eso es fácil.
–¿Y a ti qué? ¿Te dará pena marcharte?
Finn pensó en el nuevo proyecto que estaba desarrollando en Irlanda y en lo que conllevaba. En todo el tiempo que necesitaría para llevarlo a cabo. ¿Cuándo había sido la última vez que se había tomado unas vacaciones? ¿Cuándo había estado tan bien acompañado? Se presionó contra la arena para que su cuerpo no desvelara sus pensamientos. Ella estaba justo enfrente y, al ver sus esbeltas piernas, cerró los ojos confiando en que así se le pasaría la excitación.
–Sí –dijo–. Me dará pena.
Ella notó que al hablar arrastraba las palabras y supuso que deseaba dormir un rato. No dijo nada más. Se quedó contemplando el mar azul para no olvidarlo jamás y recordarlo cuando estuviera en Inglaterra e hiciera un día lluvioso.
Miró a Finn una vez más y se fijó en cómo su pecho subía y bajaba al ritmo de la respiración. Sin duda, estaba dormido.
Se lo imaginó tumbado sobre unas sábanas blancas y, de pronto, sintió cómo una ola de calor recorría su cuerpo. Se puso en pie con brusquedad. ¡Tenía que darse un baño!
Se quitó el sombrero y corrió hacia la orilla. Se adentró en el agua templada y dejó que su cuerpo se enfriara poco a poco. Nadó en paralelo a la orilla y, cuando estaba a punto de salir, sintió un fuerte calambre en una pierna que la hizo gritar de dolor.
Intentó seguir nadando, pero no podía mover la pierna. Abrió la boca para gritar de nuevo y, al tragar agua, comenzó a toser.
«No te asustes», se dijo, pero no lo consiguió. Cuanto más le dolía la pierna, más agua le entraba en la boca, así que empezó a agitar los brazos sin control.
Finn estaba soñando con una sirena de cabello oscuro cuando oyó un ruido que no supo reconocer. Abrió los ojos y vio que Catherine no estaba allí.
De pronto, se le ocurrió que podía estar en peligro y se puso en pie. Oteó el horizonte y vio que ella estaba en el agua agitando los brazos.
Corrió a toda velocidad saltando las olas y nadando a crol para llegar hasta ella lo antes posible.
–¡Catherine! –la llamó–. ¡Tranquila… voy a por ti! –ella apenas oyó lo que él le decía y, aunque intentó esperar con calma hasta que llegara, su cuerpo no la obedecía y sintió cómo se hundía poco a poco… tragando cada vez más agua–. ¡Catherine! –la agarró y la sacó a la superficie. La golpeó con la palma de la mano entre los omóplatos para que escupiera el agua que había tragado–. Tranquila –le dijo–. Tranquila –llevó la mano hasta la pierna que tenía agarrotada.
–¡Ay! –se quejó ella.
–Voy a llevarte nadando hasta la orilla. Agárrate fuerte a mí.
–¡No vas a poder conmigo!
–¡Cállate! –dijo él. La tumbó boca arriba y la abrazó por la cintura.
Catherine no recordaba muy bien lo que había hecho durante el día, ni lo que había sucedido después. Solo recordaba que él la había tumbado en la arena y lo humillada que se había sentido por tener que vomitar en su presencia. Él comenzó a masajearle la pierna para que se le relajara.
Debió de perder el conocimiento porque cuando abrió los ojos estaba tumbada sobre la arena, apoyada sobre el pecho de Finn.
–¿Estás bien? –murmuró él. Ella tosió y asintió. Se estremeció al pensar en la suerte que había tenido–. No llores. Sobrevivirás.
No podía moverse. Se sentía como si tuviera las piernas atadas.
–Me siento tan…, ¡tan estúpida!
–Bueno, un poco sí lo has sido –convino él–. Por haberte ido a nadar justo después de comer. ¿Por qué lo has hecho, Catherine?
Ella cerró los ojos. No podía explicarle que ver su cuerpo desnudo la había desequilibrado.
–¿Quieres que te lleve hasta la tumbona?
–Iré andando.
–Ah, no. Ven aquí –se puso en pie y la tomó en brazos como si no pesara nada.
Catherine no era el tipo de mujer que esperara que un hombre la llevara en brazos. Los hombres que ella conocía consideraban que un comportamiento así era algo sexista. ¿Y lo era?
No.
Se sentía indefensa, pero admitía que sentir el calor del cuerpo de Finn junto al suyo era placentero.
–¿Finn?
Él la miró. De pronto, recordó que aquella mujer había estado a punto de ahogarse y sintió un fuerte dolor en el corazón.
–¿Qué ocurre? –susurró, y la dejó sobre la tumbona con mucho cuidado.
Catherine se retiró un mechón de pelo de la cara.
–Gracias –le dijo, y él esbozó una sonrisa que le sirvió para liberar algo de tensión.
–No digas nada –dijo él. Deseó que ella no lo mirara de esa manera. Tenía los labios entreabiertos, como si esperara que la besara–. Descansa un poco y después te llevaré al hotel.
Ella asintió. Recordó que tenía que hacer el equipaje. Organizarse y prepararse para adoptar el papel de Catherine Walker, la gran dama de la revista Pizazz! En aquellos momentos, prefería el papel de mujer vulnerable que miraba a los ojos de su rescatador.
«¿Y Peter?», oyó a su vocecita interior. «¿Te has olvidado de Peter tan pronto para sustituirlo por un hombre que apenas conoces? ¿Estás hechizada por un hombre que parece tener aptitudes para salvar vidas?».
–Has salvado muchas vidas, ¿verdad, Finn Delaney?
–¿Qué quieres decir?
–He oído lo que hiciste por el hijo de kirios Kollitsis.
–¿Has estado hablando de mí? ¿Con quién?
–Solo con Nico… el camarero –dijo ella a la defensiva–. Él me lo comentó.
–Bueno, no tenía derecho a comentártelo… ocurrió hace mucho tiempo. Ya está olvidado.
Pero la gente no se olvidaba de cosas como esas. Catherine sabía que nunca olvidaría lo que él había hecho por ella, aunque no volviera a verlo nunca más. Y era lo más probable.
Él la acompañó hasta el hotel agarrándola del brazo. Ella se lo agradeció porque todavía tenía las piernas temblorosas.
–¿A qué hora te marchas?
–El taxi viene a las tres.
–Ve a hacer el equipaje.
Catherine era una persona ordenada, pero aquel día hizo el equipaje sin ningún cuidado. Metiendo la ropa como si no le importara que tuviera que ponérsela otra vez. Y así era. Sentía un dolor en el corazón y sabía que no tenía nada que ver con Peter.
Trató de convencerse de que un hombre como Finn Delaney provocaba esa sensación en el corazón de cualquier mujer y que, después de todo lo que había sucedido, era normal que esa sensación fuera mucho más intensa.
Cuando bajó al vestíbulo y vio que no había nadie más que Nico, se sintió desilusionada. Buscó a su alrededor con la mirada, pero no encontró rastro alguno del hombre irlandés.
El taxi estaba un poco viejo. Ya habían guardado la maleta en el maletero y Catherine estaba sentándose en el asiento trasero cuando vio llegar a Finn. Él se acercó al coche y sonrió.
–¿Lo has conseguido?
–Más o menos.
–¿Tienes el pasaporte? ¿Y el billete?
Si otra persona le hubiera hecho esas preguntas, se habría sentido ofendida y le habría dicho que estaba acostumbrada a viajar sola y que no necesitaba que nadie cuidara de ella. Entonces, ¿por qué se sentía complacida y protegida?
–Sí, lo tengo.
–Buen viaje, Catherine –dijo él.
–Gracias.
–Adiós.
Ella asintió. ¿Por qué se había molestado en bajar si era todo lo que pensaba decirle? Intentó restarle importancia y bromeó.
–Es probable que me tengan esperando en el aeropuerto hasta la semana que viene…, ¡si es que este taxi me lleva hasta allí!
Finn arqueó las cejas al ver que el capó estaba atado con una cuerda. Hubo un momento de silencio y Catherine pensó que él iba a decirle algo, pero no fue así. Metió la mano en el bolso y sacó una cámara.
–Sonríe –le dijo.
Él miró la cámara como si fuera una serpiente venenosa.
–Nunca poso para las fotos.
–¡Bueno, sigue frunciendo el ceño y te recordaré así siempre! –bromeó. Él sonrió despacio y ella disparó–. ¡Esta es para ponerla en el álbum!
Él vio dolor en su mirada y eso lo desarmó. Metió las manos en los bolsillos traseros de sus vaqueros. Nunca había tenido un romance vacacional en su vida, pero…