2,99 €
Una sola noche con el millonario australiano nunca sería suficiente… El trabajo consumía toda la vida del arquitecto Adrian Palmer, pero en su cama siempre había una hermosa mujer. Con Sharni Johnson debería haberse contenido un poco. La joven viuda era tímida, hermosa y sin sofisticación alguna… la víctima perfecta de su malévola seducción. Adrian se volvió loco al comprobar la intensidad de su unión. Pero Sharni no era de las que tenían aventuras de una sola noche… Adrian no tardó en darse cuenta de que la pasión no parecía ir a consumirse jamás… y no podía dejar de pensar en el enorme parecido que había entre su difunto esposo y él…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 183
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2008 Miranda Lee
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Malévola seducción, n.º 1884 - noviembre 2024
Título original: The Millionaire’s Inexperienced Love-Slave
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410742321
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Si te ha gustado este libro…
Sharni estaba a punto de almorzar en un café muy de moda de la ciudad de Sidney cuando creyó ver entrar en él a su difunto esposo.
Mientras observaba a Ray con los ojos como platos, agarró con fuerza el menú que tenía entre las manos. El corazón le latía a toda velocidad en el pecho.
Por fin, el sentido común se apoderó de ella y la ayudó a tranquilizarse. No era Ray. Simplemente, se trataba de un hombre que se parecía a él.
No. Era mucho más que un simple parecido. Aquel hombre era la viva imagen de su esposo. Si ella misma no hubiera identificado el cuerpo sin vida de su difunto marido hacía cinco años, tal vez podría haberse imaginado que él no estaba en ese tren aquel fatídico día.
Dios Santo… ¡Si hasta andaba como Ray!
La mirada atónita de Sharni siguió al hombre mientras el camarero le conducía a una mesa situada al lado de la ventana, no demasiado lejos de la que ella ocupaba. Trataba de encontrar algo diferente, algo que no encajara con los recuerdos que tenía del esposo al que tanto había amado y que había perdido tan trágicamente…
Nada.
Tal vez aquel desconocido era algo más alto e iba un poco mejor vestido. La cazadora de ante marrón que llevaba puesta parecía muy cara, al igual que la camisa de seda color crema y los elegantes pantalones beige.
Aparte de eso, todo lo demás era igual. El mismo cuerpo. El mismo rostro. El mismo cabello, tanto en el color como en el estilo.
Ray había tenido un cabello precioso… espeso y ondulado, de un rico color castaño con reflejos rojizos. Solía llevarlo más bien largo, por debajo del cuello de la camisa. A Sharni le encantaba deslizar los dedos entre los mechones… A Ray también le había gustado.
El doble de Ray tenía exactamente el mismo cabello.
Mientras observaba cómo el desconocido tomaba asiento, Sharni sintió que se le secaba la boca. Esperaba que él se apartara el cabello de la frente del mismo modo en el que lo hacía Ray cada vez que se sentaba…
Cuando lo hizo, Sharni tuvo que contenerse para no gritar.
¿Qué clase de broma cruel del destino era aquélla?
Últimamente había estado tan bien… Por fin había sido capaz de retomar las riendas de su vida. Había vuelto a trabajar, aunque sólo media jornada. A pesar de que no era mucho, sí era mejor que estar sentada en casa todo el día.
Aquel viaje a Sidney había sido otro gran paso para ella. Cuando su hermana le había regalado un fin de semana en la ciudad australiana como regalo de su trigésimo cumpleaños, la reacción inicial de Sharni había sido echarse atrás.
–No puedo dejar a Mozart un fin de semana entero, Janice –había sido su primera respuesta, aunque sabía que aquello era simplemente una excusa.
Tenía que admitir que Mozart no era el más dócil de los perros. Aún seguía triste por la pérdida de Ray y se mostraba algo agresivo con otras personas. Sin embargo, John, el veterinario del pueblo y también jefe de Sharni, sí era capaz de conectar con él y estaría encantado de cuidárselo a Sharni.
Janice había comprendido que se trataba de una excusa y no había hecho más que insistir desde entonces, al igual que la psicóloga de Sharni, una mujer muy amable que había estado tratándola desde que le diagnosticaron estrés postraumático hacía un año.
Al final, a Sharni no le había quedado más remedio que acceder.
Le había costado mucho montarse en el tren el día anterior, pero lo había conseguido. No obstante, había tenido que aferrarse a su teléfono móvil en el momento en el que el tren arrancó de la estación temiéndose que se iba a apoderar de ella un ataque de pánico. Janice había logrado calmarla y, cuando el tren llegó por fin a Sidney, Sharni se había sentido un poco como la mujer que era antes. Aquella mañana, se había ido a la peluquería del hotel para que le arreglaran el cabello y, a continuación, se había ido de compras. Las prendas que había adquirido eran informales, pero más caras de las que solía comprarse.
El dinero no era un problema para ella. Apenas había tocado los tres millones de dólares de la indemnización que había recibido dieciocho meses atrás.
Cuando entró en aquel café poco después de la una, ataviada con uno de sus nuevos conjuntos, se había sentido mucho más optimista. Por una vez, la ansiedad no le atenazaba el estómago.
De repente, el mundo se le había vuelto a poner patas arriba.
No podía dejar de mirar al guapo desconocido que tanto le recordaba al hombre que había amado. Había leído en alguna parte que todo el mundo tiene un doble, pero en aquel caso era mucho más. Si no hubiera sabido que era imposible, habría dicho que aquel hombre era el hermano gemelo de Ray.
Aquel pensamiento la dejó boquiabierta. Tal vez lo era… Después de todo, Ray había sido adoptado y jamás había sabido las circunstancias de su nacimiento porque, según él, no le interesaban.
No era algo descabellado que unos gemelos hubieran sido separados en su nacimiento y que hubieran sido adoptados por familias diferentes. ¿Podría ser ésa la explicación del sorprendente parecido que tenía ante sus ojos?
Tenía que averiguarlo.
Tenía que hacerlo.
Adrian se había fijado en la atractiva morena a través del ventanal del café antes de entrar. A pesar de que siempre le habían atraído las mujeres morenas, la presencia de aquella desconocida no había sido la razón de que entrara en el establecimiento. Desde que se mudó a un apartamento de lujo en Bortelli Tower hacía un mes, Adrian se había convertido en un cliente asiduo del café que había en los bajos del edificio en el que vivía, en parte porque le resultaba muy conveniente y, en parte, porque la comida era magnífica.
Cuando entró, la morena levantó los ojos y lo miró muy fijamente.
En otra ocasión, Adrian podría haberle dado pie devolviéndole la mirada en vez de retirarla y de fingir que no se había dado cuenta de su interés. Sin embargo, no se encontraba de humor para disfrutar de la compañía femenina. Aún estaba rumiando lo que Felicity le había dicho la noche anterior.
–No deberías tener una novia de verdad –le había espetado ella después de que Adrian llegara francamente tarde a una cena–. ¡Lo que necesitas es una amante! Alguien a mano sólo para el sexo. Alguien por la que no tengas sentimientos ni consideración alguna. Sin embargo, lo que yo necesito es un hombre que me ame con todo su corazón y su alma. Lo único que tú amas, Adrian Palmer, es a ti mismo y a tus malditos edificios. Estoy harta de esperar a que me llames o a que te presentes. Un buen amigo me advirtió de tu reputación de seductor adicto al trabajo, pero yo, estúpida de mí, creí que podría cambiarte. Ya veo que no puedo. Me marcho de aquí. Tal vez algún día conozcas a alguna mujer que te rompa el corazón. Te aseguro que así lo espero.
El hecho de que Felicity le dijera que tenía reputación de ser un seductor adicto al trabajo escandalizó a Adrian, al igual que saber que le había hecho daño a ella, dado que siempre había creído que Felicity estaba tan centrada en su trabajo como él. Evidentemente, ella había sentido mucho más hacia él de lo que Adrian había experimentado nunca hacia ella.
Suponía que tenía que haberse dado cuenta, pero no había sido así. La noche anterior se había pasado unas cuantas horas jurándose que iba a cambiar, que iba a dejar de ser tan egoísta. Precisamente por eso estaba ignorando a la morena, a pesar de que su ego masculino se sentía muy halagado de que los ojos de aquella desconocida no hicieran más que seguirle por toda la sala.
Cuando se sentó y se echó el cabello hacia atrás, vio una imagen de aquella mujer reflejada en la ventana.
Vaya… No era atractiva, sino muy atractiva… Una larga melena de cabello negro enmarcaba un hermoso rostro adornado por enormes ojos castaños que no dejaban ni un solo momento de mirarlo.
Cuando tomó el menú, Adrian no pudo evitar mirarla de soslayo. Ella apartó inmediatamente los ojos, pero no sin que él pudiera ver antes la turbación reflejada en ellos.
«Menos mal que ella no es de las atrevidas», pensó Adrian. Si lo hubiera sido, tal vez él habría sentido la tentación de acercarse a su mesa para pedirle que almorzaran juntos. Ese pensamiento no decía mucho sobre su decisión de dejar de ser un seductor.
De repente, la morena se levantó de su mesa y se acercó a un sorprendido Adrian.
–Mmm… Perdone –dijo.
Adrian levantó la mirada del menú, que fingía estar leyendo.
De cerca era aún más bonita, con el rostro ovalado, piel clara, una naricilla respingona y una boca que cualquier hombre desearía besar. Su figura tampoco estaba nada mal. Unos pantalones negros y un jersey rosa ceñido la mostraban en todo su esplendor y destacaban unos pechos rotundos y una estrecha cintura.
–Lo siento –añadió–, pero debo hacerle una pregunta. Seguramente pensará que soy una grosera, pero… tengo que saberlo.
–¿Saber qué?
–¿Es usted por casualidad adoptado?
Adrian parpadeó. Aquella manera de entrarle a un hombre resultaba de lo más original y eficaz. Mucho mejor que lo de «¿no nos hemos visto antes?».
Tal vez se había hecho una imagen equivocada de ella. Tal vez sí era muy atrevida. Además, siempre se había sentido atraído por las morenas. Le resultaban mucho más interesantes. Representaban un desafío mucho más grande. Y a Adrian le gustaban los desafíos.
–No, le aseguro que no –replicó. Se preguntó qué sería lo que haría ella a continuación.
La desconocida frunció el ceño con expresión perpleja.
–¿Está usted del todo seguro? Es decir, no quiero causarle problemas, pero algunos padres no les dicen a sus hijos que han sido adoptados. ¿Cree usted que existe la posibilidad de que haya podido ocurrirle algo así?
Adrian por fin comprendió que aquella mujer no estaba tratando de ligar con él. La pregunta era totalmente auténtica, tal y como reflejaba la mirada de aquellos maravillosos ojos.
–Le aseguro que soy el hijo biológico de mis padres y tengo fotos que lo demuestran. Además, mi padre jamás me habría ocultado algo tan importante como eso. Era una persona que valoraba mucho la sinceridad.
–En ese caso, es increíble… Verdaderamente increíble.
–¿El qué? –preguntó Adrian. Había terminado por picarle la curiosidad.
–No importa –respondió ella sacudiendo la cabeza–. Siento mucho haberle molestado.
–No, no se vaya –le pidió Adrian al ver que ella se disponía a darse la vuelta.
Aquella situación era un verdadero misterio por resolver y a Adrian le encantaban los misterios casi tanto como los desafíos.
–No me puede dejar así. Tengo que saber por qué ha creído usted que yo podría ser adoptado. Siéntese y cuéntemelo.
Ella miró con cierta preocupación hacia su propia mesa, donde había dejado su bolso y las compras que había realizado.
–¿Por qué no va a recoger sus cosas y se sienta conmigo para almorzar?
La desconocida lo observó durante un largo instante.
–Lo siento… No creo que pueda hacer algo así.
–¿Y por qué no?
La mirada se fue haciendo cada vez más agitada, al igual que los movimientos de sus manos. Al fijarse en cómo se retorcía las manos, Adrian se dio cuenta de que ella llevaba puesto un anillo de compromiso y una alianza. Saber que estaba casada lo desilusionó más de lo que se había sentido en mucho tiempo.
–¿Porque a su esposo no le gustaría? –preguntó indicándole al mismo tiempo la mano izquierda.
El hecho de que Adrian mencionara a su marido pareció turbar aún más a la desconocida.
–Yo… yo ya no tengo esposo –replicó–. Soy viuda.
Adrian casi no pudo ocultar su satisfacción al escuchar aquellas palabras.
–Lo siento –dijo, a pesar de todo, tratando de sonar sincero.
–Murió en un accidente… Yo tuve que identificar el cuerpo. Yo… Oh, Dios… Tengo que sentarme.
La mujer tomó asiento en la silla que había frente a él. Su pálido rostro había adquirido una tonalidad grisácea. Adrian se apresuró a servirle un vaso de agua fría de la jarra que tenía sobre la mesa. Ella se lo tomó de un trago y, después, volvió a sacudir la cabeza.
–Debe usted de pensar que estoy loca. Es que usted… usted se parece tanto a él…
–¿A quién? –preguntó Adrian, justo antes de deducir a quién se refería ella.
–A Ray.
–Su difunto esposo.
–Así es. El parecido es asombroso. Usted podría… podría ser su hermano gemelo.
–Entiendo –dijo Adrian–. Por eso quería usted saber si yo soy adoptado.
–Me… me parecía la única explicación posible.
–Dicen que todo el mundo tiene un doble, ¿sabe?
–Sí, sí. Eso he oído. Ésa debe de ser la explicación, pero, aun así, es un shock.
–Me lo imagino.
–En realidad, ahora que lo veo a usted de cerca, sus rasgos no son exactamente iguales a los de Ray. Algunas cosas son un poco diferentes. Simplemente no estoy segura de… –añadió inclinando ligeramente la cabeza, como si estuviera estudiando su rostro.
–¿Cuánto tiempo hace que murió su esposo? –le preguntó Adrian, pensando que tenía que ser una pérdida muy reciente.
–Cinco años.
Adrian frunció el ceño. ¡Cinco años y ella seguía echándolo de menos! Debía de haberle amado mucho. No obstante, ya iba siendo hora de que siguiera adelante con su vida. Era aún muy joven y guapa… muy, muy guapa. Sintió un hormigueo muy familiar en la entrepierna.
–Ray murió en un tren que descarriló en las Montañas Azules –explicó ella con tristeza–. Varias personas fallecieron también aquel día.
–Lo recuerdo. Fue una tragedia y, si recuerdo bien, un accidente que se hubiera podido evitar.
–Así es. El tren iba demasiado deprisa para el estado de la vía.
–Siento mucho su pérdida. ¿Tenían ustedes hijos? –le preguntó. Parecía tener la edad suficiente para ser madre. Rondaría los treinta años.
–¿Qué? No –afirmó, algo bruscamente–. No, no tuvimos hijos. Mire, creo que es mejor que vuelva a mi mesa. Siento haberlo molestado. Gracias por el agua.
Adrian le agarró una mano por encima de la mesa antes de que ella pudiera escapar.
–Me llamo Adrian Palmer –dijo, a modo de presentación–. Soy hijo único. Mi padre fue Arthur Palmer, médico de familia, ya fallecido, y mi madre se llama May Palmer, enfermera retirada. Tengo treinta y seis años y soy un arquitecto de éxito. De hecho, diseñé este edificio.
Ella le miró la mano y luego el rostro.
–¿Por qué me está contando todo esto?
–Para no ser un desconocido. Por eso se ha negado a almorzar conmigo, ¿no es cierto?
Sharni no supo qué contestar. El hecho de que se hubiera negado a almorzar con Adrian no tenía nada que ver con el hecho de que él fuera un desconocido.
–Oh, entiendo… –dijo él, comprendiendo enseguida–. Es porque le recuerdo demasiado a su esposo.
–Sí –contestó ella.
–¿Y eso es malo?
–Bueno, no… Supongo que no…
–Ahora que por fin ha logrado superar la sorpresa de nuestro parecido físico, estoy seguro de que podrá ver muchas diferencias entre nosotros.
Su voz era muy diferente. Ray había tenido un fuerte acento australiano. Adrian Palmer hablaba de un modo que delataba una educación refinada. Sin caer en la afectación, pero sí cultivada y refinada. También tenía un aire de seguridad en sí mismo que Ray jamás había poseído. Su esposo había sido un hombre tranquilo y tímido, cuyas necesidades emocionales habían despertado el instinto maternal de Sharni.
Sin embargo, resultaba una ironía que el doble de Ray fuera arquitecto, la profesión que a Ray siempre le habría gustado tener. Él sólo había podido llegar a delineante.
–Por favor, no me diga que no –dijo él, con una sonrisa totalmente diferente a la de Ray. Era seductora y mostraba unos deslumbrantes dientes blancos y un encanto casi irresistible.
Sharni empezó a tener dudas sobre lo que debía hacer. Tal vez, de repente, aquel desconocido no le recordara en nada a Ray.
–Sólo se trata de un almuerzo –añadió.
Los ojos azules le brillaban como el sol. Los de Ray casi nunca habían brillado. Más bien habían sido lagos tranquilos mientras que los de aquel hombre relucían como el mar.
–Muy bien –accedió antes de que pudiera pensárselo mejor.
Él se levantó inmediatamente y fue a buscar las cosas de Sharni antes de que ella pudiera pronunciar palabra.
–Veo que ha estado de compras –dijo, antes de colocar las bolsas sobre una de las sillas que quedaba vacía.
–¿Cómo? Oh, sí… Pensaba seguir después de comer.
–Bien.
Cuando se sentó, él volvió a retirarse el cabello con la mano, un gesto que, una vez más, dejó a Sharni sin palabras. Entonces, sonrió.
–Sería mejor que usted se presentara.
–¿Cómo dice?
–Su nombre. ¿O acaso prefiere seguir envuelta en el misterio?
–Le aseguro que no hay misterio alguno sobre mí –dijo ella obligándose a reaccionar–. Me llamo Sharni. Sharni Johnson.
–Sharni… Es un nombre muy poco frecuente, pero te va muy bien. Ah, aquí está el camarero para tomar nota de lo que queremos. ¿Sabes ya lo que vas a tomar, Sharni, o te gustaría arriesgarte y dejar que fuera yo quien eligiera por ti? En realidad, no es riesgo alguno, dado que ya he comido muchas veces aquí, ¿verdad, Roland?
–Así es, señor Palmer –respondió Roland.
–Muy bien –dijo ella. Le parecía que la seguridad en sí mismo de Adrian Palmer rayaba en la arrogancia.
–¿Te gusta el pescado? –le preguntó él mientras estudiaba el menú.
–Sí.
–¿Y el vino? ¿Te gusta el vino blanco?
–Sí.
–En ese caso, Roland, tomaremos los filetes de besugo al vapor con ensalada, seguidos de la tarta de almendras y ciruelas. Con crema. Pero, en primer lugar, tráenos una botella de ese vino blanco que tomé el otro día. Ya sabes. Un Sauvignon Blanco de Margaret River.
–Enseguida, señor Palmer.
Sharni no tuvo más remedio que admirar el savoir-faire de Adrian Palmer. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que un hombre le pidió la comida en un restaurante con tanta decisión. Ray había sido un poco indeciso en lo que se refería a lo de decidir qué comida tomar en un restaurante. De hecho, tomar decisiones no había sido el punto fuerte de su esposo. De eso se había encargado ella.
Ya no. La capacidad de Sharni para tomar decisiones se había desintegrado poco después de ganar el juicio de la indemnización por la muerte de Ray. Había sido como si hubiera podido mantenerse firme mientras buscaba justicia, pero, en el momento en el que se había leído el veredicto a su favor, se había desmoronado.
El hecho de ganar tres millones de dólares había sido una victoria algo vacía. Ni todo el dinero del mundo podría compensarle por la muerte de su esposo y de su precioso bebé.
Sin embargo, la vida seguía. Eso era lo que Janice le decía constantemente.
Su hermana se habría sentido muy orgullosa de ver que Sharni no salía corriendo en aquel momento, aunque podría tener ciertas sospechas acerca de los motivos que la habían ayudado a quedarse. Janice podría haber pensado que había accedido a almorzar con el doble de Ray para poder fingir que éste aún seguía con vida.
No era el caso. Podría ser que aquel hombre se pareciera a Ray, pero, en carácter, no tenía nada que ver con su difunto esposo. Sólo podría fingir que era Ray si no hablaba. O si estaba dormido.
–¿De verdad diseñó usted este edificio? –preguntó ella cuando el camarero se marchó por fin.
–Así es. ¿Te gusta?
–Para ser sincera, ni siquiera lo he mirado. Iba andando por la acera, noté el olor a comida y me di cuenta de que era hora de comer. Entonces, entré a almorzar.
–Te lo mostraré después de almorzar. Vivo en uno de los pisos más altos.
«¡Madre mía! ¡Qué lanzado!», pensó ella.
–No lo creo, señor Palmer.