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Los millonarios no se casaban con camareras… ¿O sí? Maisie Dobson, una joven estudiante que trabajaba como camarera, se disponía a atender una mesa cuando se quedó horrorizada ante la intensa mirada de Antonio Rossi, el implacable millonario que era, sin saberlo, el padre de su hija. Rechazada después de una noche que a ella le había parecido maravillosa, Maisie había mantenido el nacimiento de su hija en secreto. Antonio estaba decidido a reclamar a su hija, pero Maisie sabía que debía proteger su corazón…
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Seitenzahl: 184
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Kate Hewitt
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Más que un secreto, n.º 2700 - mayo 2019
Título original: The Secret Kept from the Italian
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-828-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
LA PLANTA treinta y dos del edificio de oficinas estaba completamente a oscuras mientras Maisie Dobson empujaba el carrito de limpieza por el pasillo, el chirrido de las ruedas era el único sonido en el fantasmal edificio. Después de seis meses limpiando allí debería estar acostumbrada, pero seguía asustándola un poco. Aunque había una docena de limpiadoras en el edificio, cada una trabajaba en una planta, con todos los despachos silenciosos y oscuros y las luces de Manhattan colándose por los ventanales.
Eran las dos de la mañana y estaba agotada. Tenía una clase de violín a las nueve de la mañana y temía quedarse dormida. Ese había sido siempre su sueño, la Escuela de Música, no ser limpiadora. Pero para conseguir lo segundo necesitaba lo primero, y no le importaba. Estaba acostumbrada a trabajar mucho para conseguir lo que quería.
Se detuvo al ver luz en un despacho al final del pasillo. Alguien se había dejado la luz encendida, pensó. Y, sin embargo, sintió cierta inquietud. A las once, cuando llegaba el equipo de limpieza, el rascacielos de Manhattan estaba siempre completamente a oscuras. Maisie, nerviosa, siguió empujando el carrito, el chirrido de las ruedas producía un estrépito en el silencioso pasillo.
«No seas tan cobarde», se regañó a sí misma. «No tienes nada que temer. Solo es una luz encendida, nada más».
Detuvo el carrito frente a la puerta y luego, tomando aire, asomó la cabeza en el despacho… y vio a un hombre.
Maisie se quedó inmóvil. No era el típico ejecutivo grueso que se había quedado a trabajar unas horas más. No, aquel hombre era… su mente empezó a dar vueltas, intentando encontrar las palabras para describirlo. Desde luego, era guapísimo. El pelo oscuro caía sobre su frente y sus cejas arqueadas. Tenía un rictus torcido, contrariado, mientras miraba el vaso medio vacío de whisky que colgaba de sus largos dedos.
No llevaba corbata y los dos primeros botones de su camisa estaban desabrochados, dejando ver un torso moreno entre los pliegues. Exudaba carisma, poder, tanto que Maisie había dado un paso adelante sin darse cuenta.
Entonces él levantó la mirada y un par de penetrantes ojos azules la dejaron clavada al suelo.
–Vaya, hola –murmuró, esbozando una sonrisa torcida. Su voz era baja, ronca, con algo de acento–. ¿Cómo estás en esta noche tan agradable?
Maisie se habría sentido alarmada, incluso asustada, pero en ese momento vio un brillo de angustia en sus ojos, en las duras líneas de su rostro.
–Estoy bien –respondió, mirando la botella de whisky casi vacía que había sobre el escritorio–. Pero creo que la cuestión es cómo estás tú.
El hombre inclinó a un lado la cabeza, con el vaso a punto de resbalar de sus dedos.
–¿Cómo estoy? Es una buena pregunta. Sí, una muy buena pregunta.
–¿Ah, sí?
La intensidad de su angustia hizo que a Maisie le diese un vuelco el corazón. Siempre había tenido mucho amor que dar, y muy poca gente a la que dárselo. Su hermano, Max, había sido el principal receptor, pero ahora era independiente y quería vivir su vida. Y eso era bueno. Por supuesto que sí. Tenía que repetírselo todos los días.
–Sí, lo es –respondió el hombre, incorporándose un poco–. Porque debería estar bien, ¿no? Debería estar estupendamente.
Maisie se cruzó de brazos.
–¿Y por qué deberías estar bien? –le preguntó, intrigada.
¿Quién era aquel hombre? Llevaba seis meses limpiando la oficina y nunca lo había visto. Claro que no había visto a muchos de los empleados porque llegaba tarde. Sin embargo, tenía la sensación de que aquel despacho, pequeño, en una planta media de un edificio anónimo, no era su sitio. Parecía… diferente, demasiado poderoso y carismático. Incluso borracho, resultaba encantador y atractivo. Pero, aparte del carisma sexual, aquel hombre transpiraba un dolor que la hizo recordar el suyo propio, su propia pena.
–¿Por qué debería estar estupendamente? –el hombre enarcó una oscura ceja–. Por muchas razones. Soy rico, poderoso, en la cima de mi carrera y puedo tener a cualquier mujer. Tengo casas en Milán, Londres y Creta. Y un yate de cuarenta pies de eslora, un avión privado… –levantó la cabeza para mirarla con esos sardónicos ojos azules–. ¿Quieres que siga?
–No –respondió Maisie, intimidada por la impresionante lista. Aquel no era su sitio, pensó. Debería estar en la última planta, con el presidente y los vicepresidentes de la empresa, o tener una planta para él solo. ¿Quién sería?, se preguntó–. Pero he vivido lo suficiente como para saber que esas cosas no dan la felicidad.
–¿Has vivido lo suficiente? –repitió él, mirándola con interés–. Pero si pareces una estudiante.
–Tengo veinticuatro años –dijo Maisie, poniéndose digna–. Y soy una estudiante. Limpio oficinas para pagarme los estudios.
–Es de noche, ¿verdad? –murmuró el desconocido, volviéndose para mirar las luces del edificio Chrysler–. Una noche oscura y fría.
Maisie sintió cierta aprensión. Sabía que no estaba hablando del tiempo.
–¿Por qué estás aquí, bebiendo solo en un edificio vacío?
Él siguió mirando el cielo oscuro durante unos segundos y luego se volvió hacia ella con una sonrisa en los labios.
–Pero el edificio no está vacío. ¿Por qué voy a beber solo? –le preguntó, dejando el vaso sobre el escritorio y empujándolo hacia ella.
–No puedo –dijo Maisie, dando un paso atrás–. Estoy trabajando.
–¿Trabajando?
–Limpio estas oficinas. Este es el último despacho de la planta.
–Y ya casi has terminado.
Así era, pero daba igual. Eran casi las tres de la madrugada y tenía que ir a clase al día siguiente.
–Aun así, no puedo beber alcohol. Y debería seguir limpiando…
Él señaló alrededor: un escritorio, un par de sillas y un sofá de piel apoyado contra la pared.
–No creo que haya mucho que limpiar.
–Tengo que vaciar la papelera, pasar la aspiradora…
Por alguna extraña razón, Maisie se puso colorada.
–Entonces, deja que te ayude –se ofreció el desconocido–. Y luego tomaremos una copa.
–No, yo…
–¿Por qué no?
El hombre se levantó de la silla con sorprendente equilibrio, considerando que debía de haberse bebido casi toda la botella de whisky, y tomó del carro un trapo y un bote de detergente. Luego apartó los papeles del escritorio y se puso a limpiar mientras Maisie lo miraba, atónita. Nunca le había pasado algo así. Alguna vez se había encontrado a un empleado que trabajaba hasta muy tarde. En general, le permitían limpiar mientras seguían trabajando, suspirando de cuando en cuando para dejar claro que era una molestia.
El hombre había terminado de limpiar el escritorio y estaba limpiando la mesa de café que había delante del sofá.
–¿No vas a ayudarme? Estoy empezando a pensar que eres una holgazana –bromeó.
–¿Quién eres? –le preguntó ella.
–Antonio Rossi –respondió él, tomando la papelera y vaciándola en el cubo del carrito–. ¿Y tú quién eres?
–Maisie.
–Encantado de conocerte, Maisie –dijo él, señalando la aspiradora–. Solo queda pasar la aspiradora y luego podremos tomar una copa.
Era preciosa, pensó Antonio. Maisie, había dicho que se llamaba. Parecía sorprendida por su actitud y también él estaba un poco sorprendido.
Le gustaba Maisie, con sus rizos pelirrojos, sus grandes ojos verdes y esa figura voluptuosa parcialmente escondida bajo la bata azul del uniforme. Quería tomar una copa con ella. Necesitaba olvidar y, con los años, había descubierto que el alcohol era la mejor manera de hacerlo. El alcohol o el sexo.
Antonio, impaciente, le quitó la aspiradora de la mano y ella dio un respingo. Sus rizos saltaron alrededor del bonito rostro ovalado. Tenía pecas en la nariz, como un polvillo dorado.
–Yo lo haré –le dijo. Y empezó a pasar la aspiradora por el despacho. El ruido rompía el silencio, que se volvió atronador cuando la apagó.
Maisie lo miraba, perpleja, y él no estaba tan borracho como para no sentirse culpable por seducir a una limpiadora en un edificio vacío en medio de la noche. Pero ella aceptaría o se daría la vuelta, de modo que no tenía por qué sentirse culpable. Ya tenía suficientes pecados que expiar.
Además, tal vez no se saldría con la suya. Tal vez ella estaba casada o tenía novio. Aunque no creía estarse imaginando la chispa que había visto en sus ojos. Solo para poner a prueba esa teoría, rozó sus dedos mientras dejaba la aspiradora y vio que sus pupilas se dilataban. Sí, la chispa estaba ahí. Definitivamente, estaba ahí.
–Bueno, entonces, ¿tomamos esa copa?
–No debería…
Antonio sacó otro vaso del cajón del escritorio y sirvió una generosa medida de whisky.
–«No debería» es una expresión tan aburrida, ¿no te parece? No deberíamos dejar que un «no debería» dictaminase nuestras vidas.
–¿Eso no es una contradicción?
Él se rio, encantado por su ingenio.
–Exactamente –respondió mientras le ofrecía el vaso. Ella lo tomó, sin dejar de mirarlo a los ojos.
–¿Por qué estás aquí?
–No sé a qué te refieres –Antonio tomó un sorbo de whisky, disfrutando de la quemazón del alcohol en la garganta, un bienvenido consuelo.
–En este edificio vacío, a estas horas, bebiendo solo.
–Estaba trabajando.
Hasta que los amargos recuerdos empezaron a abrumarlo, como pasaba aquel día cada año. Y tantos otros días si él lo permitía.
–¿Trabajas aquí? –le preguntó ella, incrédula.
–No de forma habitual. Me han contratado para que me encargue de cierta operación.
–¿Qué tipo de operación?
Él vaciló porque, aunque la adquisición era de conocimiento general, no quería alentar rumores. Pero entonces decidió que Maisie seguramente no conocía a ninguno de los empleados, de modo que era inofensiva.
–Me dedico a evaluar los riesgos de una adquisición e intento minimizar las pérdidas y los daños durante el traspaso de poder.
–¿Esta empresa ha sido adquirida por otra?
–Así es. ¿Conoces a alguien que trabaje aquí?
–Solo a las limpiadoras. ¿Nuestros puestos de trabajo están en peligro? –le preguntó ella, sin poder disimular su alarma.
–No, no lo creo. Sea quien sea el propietario, hay que limpiar las oficinas.
–Ah –murmuró ella, dejando escapar un suspiro de alivio–. Me alegro.
–¿Brindamos por eso? –sugirió Antonio–. Los vuestros son de los pocos puestos que no se verán afectados por los cambios.
–Vaya, es una pena.
–Pero no para ti.
–No, ya.
Él levantó su vaso.
–Cincin.
Maisie tomó un sorbo de whisky, haciendo una mueca cuando el potente alcohol le quemó la garganta.
–¿Qué significa eso?
–Es un brindis italiano.
–Ah. ¿Eres italiano?
–Así es.
–El whisky es muy fuerte, no estoy acostumbrada.
–Vaya, ahora me siento culpable…
Antonio no terminó la frase. «Culpable». Se sentía culpable por tantas cosas… Cosas que no podía cambiar. Cosas que no olvidaría nunca.
–Yo nunca he estado en Italia. ¿Es bonita?
–Algunas ciudades son preciosas.
Maisie tomó otro sorbo de whisky.
–Sabe a fuego.
–Y quema como el fuego –Antonio se tomó el resto del whisky, saboreando la quemazón, anhelando el olvido. Si cerraba los ojos veía el rostro de su hermano, su sonrisa, sus ojos brillantes, tan joven y despreocupado. Pero si los mantenía cerrados ese rostro cambiaría, se volvería apagado y pálido, el pavimento bajo su cabeza rojo de sangre, aunque nunca había visto a su hermano así. Nunca tuvo oportunidad.
Por eso necesitaba seguir bebiendo. Para poder cerrar los ojos.
–¿Por qué estás aquí? –insistió Maisie, mirándolo con expresión incierta–. Tenías un aspecto tan triste…Tan triste como yo me he sentido muchas veces.
Esa admisión lo sorprendió.
–¿Por qué te sentías triste?
Maisie hizo una mueca.
–Mis padres murieron cuando yo tenía diecinueve años. Cuando te vi, pensé en eso. Parecías… en fin, parecías tan triste como yo me sentí entonces. A veces sigo sintiéndome así.
Su sinceridad lo sorprendió. Más que eso, esa verdad sin adornos lo dejó sin habla. Por fin, encontró las palabras, pero no eran las que había esperado.
–Porque yo también perdí a alguien y estaba pensando en él esta noche.
¿Qué estaba haciendo? Él nunca hablaba de Paolo con nadie y menos con una desconocida. Intentaba no pensar en él, pero siempre lo hacía. Paolo estaba siempre en su cabeza, en su alma. Persiguiéndolo, acusándolo. Haciéndole recordar.
–¿A quién perdiste? –le preguntó ella, con un brillo de compasión en los ojos.
Era tan encantadora… El pelo rojo enmarcaba un rostro ovalado de expresión abierta, acogedora, y sus jugosos labios eran tan tentadores… Quería tomarla entre sus brazos, pero más que eso, quería hablar con ella. Quería contarle la verdad, o al menos la parte de la verdad que podía revelar.
–A mi hermano –respondió en voz baja–. A mi hermano pequeño.
AH –MURMURÓ Maisie, mirando a aquel hombre tan apuesto y tan afligido que se le rompía el corazón por él–. Lo siento mucho.
–Gracias.
–Yo también tengo un hermano pequeño y no quiero ni imaginarme…
No podría perder a Max. Él era su única familia, pero ahora que había terminado la carrera vivía su propia vida, exigiendo una independencia que la hacía sentirse a la vez orgullosa y triste. Por fin había llegado la hora de perseguir sus propios sueños, pero a veces era una ocupación muy solitaria.
–Pero perdiste a tus padres –dijo él, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón mientras se dirigía hacia la ventana para mirar el cielo–. ¿Cómo ocurrió?
–Un accidente de coche.
Maisie notó que Antonio tensaba los hombros.
–¿Un conductor borracho?
–No, alguien que conducía a demasiada velocidad. Se saltó un semáforo en rojo y chocó de frente con el coche de mis padres –Maisie tomó aire. Cinco años después seguía rompiéndole el corazón. Ya no era una herida abierta, sino más bien una llaga antigua y profunda que siempre sería parte de ella–. El único consuelo es que murieron en el acto.
–Menudo consuelo.
–Al menos es algo –dijo ella. A veces era lo único que tenía–. ¿Cómo murió tu hermano?
Antonio tardó un momento en responder, como si estuviese sopesando lo que iba a decir, debatiendo cuánto podía contarle.
–Del mismo modo –respondió por fin–. Un accidente de coche, como tus padres.
–Lo siento. Es horrible que la irresponsabilidad de alguien pueda provocar la muerte de una persona a la que quieres, ¿verdad?
–Sí –asintió Antonio–. Horrible.
–¿Era alguien que conducía a toda velocidad o…?
–Si –la interrumpió él, con tono seco–. Alguien que iba a demasiada velocidad.
Maisie se dio cuenta de que no quería hablar de ello.
–Lo siento –repitió, poniendo impulsivamente una mano en su brazo. Llevaba la manga de la camisa doblada hasta el codo y tocó el antebrazo desnudo, la piel caliente y tensa. Sintió un estremecimiento y estuvo a punto de apartar la mano a toda prisa, pero por alguna razón no lo hizo. No podía hacerlo.
Siguieron así, inmóviles, durante unos tensos segundos, hasta que Antonio se dio la vuelta. Maisie vio un brillo en sus penetrantes ojos azules y sintió un torrente de calor, de deseo, que arrasó todo pensamiento racional. Debería disimular, pensó. Solo había querido consolarlo, pero ahora sentía algo completamente diferente. Y abrumador.
Lo miraba conteniendo el aliento, sintiéndose atrapada, pero de un modo maravilloso, excitante.
–¿Cuántos años tiene tu hermano? –le preguntó Antonio.
Maisie logró respirar mientras apartaba la mano de su brazo.
–Veintidós.
–Entonces tenía diecisiete cuando vuestros padres murieron.
–Sí.
–¿Y qué hicisteis sin padres?
–Trabajar –respondió ella. No quería contarle el disgusto y la sorpresa que se había llevado al descubrir que no tenían ahorros y su casa estaba embargada. El dinero siempre había sido una preocupación durante su infancia, pero tras la muerte de sus padres se convirtió en un miedo abrumador. Claro que un hombre como Antonio Rossi, con su yate y sus casas por todo el mundo, no querría saber nada de eso.
–Trabajar –repitió él, mirándola a los ojos–. ¿Tú cuidaste de tu hermano?
–Sí, claro.
Max lo había sido todo para ella tras la muerte de sus padres y le seguía doliendo no verlo todos los días. Echaba de menos que la necesitase, pero hacía tiempo que no la necesitaba. Emocionalmente al menos.
–¿Cómo se llama? –le preguntó él.
–Max –respondió Maisie–. Acaba de terminar la carrera y está haciendo unas prácticas en Wall Street.
–Wall Street –Antonio lanzó un silbido–. Parece que las cosas le van bien.
–Sí, eso parece. Pero estábamos hablando de ti. ¿Cómo se llamaba tu hermano?
Antonio vaciló y Maisie se dio cuenta de que no quería hablar de ello.
–Paolo –dijo Antonio por fin, dejando escapar un suspiro–. Tenía cinco años menos que yo. Hoy hace diez años que murió.
–Hoy…
–De ahí el whisky –dijo él, soltando una amarga risotada–. El dieciséis de enero es el día más terrible del año.
–Lo siento mucho.
Antonio se encogió de hombros.
–No es culpa tuya.
–No, pero sé cuánto duele y no se lo deseo a nadie.
Le hubiera gustado tocarlo de nuevo, ofrecerle algún consuelo, pero temía su respuesta, y la suya propia.
–No, claro –Antonio volvió a mirarla, en silencio–. Eres una persona muy amable, Maisie. Tienes un corazón generoso, das mucho a los demás y seguramente recibes mucho menos.
–Hablas de mí como si fuese un felpudo.
–No, en absoluto. ¿Es así como te sientes?
Ella torció el gesto, sorprendida, porque en el fondo de su corazón siempre había sentido que era así. Su hermano y ella solo se llevaban dos años, pero se había convertido en madre y padre para él. Tuvo que hacerlo. Y lo había hecho encantada, pero… a veces su vida le parecía tan gris, tan ingrata. Y se preguntaba si había algo más.
–Tal vez un poco –admitió por fin. Y luego se sintió fatal. ¿Cómo podía estar resentida con su hermano?–. No, bueno, no quería decir eso…
–Calla –Antonio puso un dedo sobre sus labios–. No tienes que disculparte por tus sentimientos. Es evidente cuánto te importa tu hermano y cuánto has sacrificado por él.
–¿Cómo puedes saberlo? –susurró Maisie.
Él apretó sus labios; un roce suave como una pluma y, sin embargo, el roce más íntimo que había experimentado nunca.
–Porque desprendes amor. Amor y generosidad.
El tono de Antonio era sincero, con un toque de melancolía. Nadie le había dicho eso antes. Nadie había notado lo que había hecho por Max, todo aquello a lo que había renunciado. Pero, por alguna razón, aquel desconocido lo sabía.
–Gracias –susurró.
Antonio empujó el dedo contra sus labios, una caricia que Maisie sintió hasta el centro de su ser. Y él se dio cuenta.
–Tan cariñosa… –murmuró mientras trazaba la comisura de sus labios con la punta del dedo–. Y tan encantadora…
Maisie estaba transfigurada por esa caricia; el roce de su dedo parecía estar dejando una marca en su alma. Había tenido un par de novios, pero nada serio porque siempre tenía que pensar en Max y estaba muy ocupada, trabajando e intentando no retrasarse con sus estudios de Música. Los besos y abrazos de esos novios no la habían afectado como un simple roce de Antonio Rossi.
Sabía que tenía que poner fin a aquella tontería y volver a trabajar. Terminar su turno, volver a casa y olvidar la peligrosa magia de aquel encuentro inesperado.
Antonio deslizó el dedo por su barbilla y su garganta, donde su pulso latía de modo frenético. Lo dejó allí un momento, mirándola con el ceño fruncido. Luego desabrochó el primer botón de la bata y pasó el dedo por la sencilla camiseta de algodón que llevaba debajo, con la insignia de la empresa en el bolsillo.
La sorpresa de Maisie fue tal que el vaso de whisky resbaló de sus dedos y cayó al suelo, manchando la moqueta.
–Oh, no…
–No importa –dijo Antonio.
–Claro que importa. No puedo dejar el despacho así, tengo que limpiarlo.
–Entonces, no lo dejaremos así.
Antonio sonrió, irónico, como diciendo que eso no iba a distraerlo de su propósito. Pero ¿qué quería de ella el multimillonario de ojos magnéticos?
Aunque la respuesta era evidente. Maisie parpadeó, clavada al suelo, mientras Antonio tomaba un paño del carrito para limpiar la mancha de la moqueta.
Quería sexo. Eso era lo que los hombres ricos y poderosos querían de mujeres como ella. Lo único que querían. Pero allí estaba, limpiando la moqueta, y Maisie no entendía por qué. Y tampoco entendía cómo podía sentirse tentada por tan sórdida proposición.
Sexo con un desconocido. Eso era en lo que estaba pensando. Claro que tal vez solo estaba siendo amable, flirteando un poco con una empleada para divertirse.
Antonio volvió a dejar el trapo en el carrito y se volvió hacia ella con una traviesa sonrisa en los labios.
–Bueno, ya he terminado. ¿Dónde estábamos?