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Resistirse a los encantos de su guapísimo vecino no suponía ningún problema... Aunque la sonrisa del sargento Brian Haley hacía que Kathy Tate temblara como una hoja, aquello no podía ser. Kathy había prometido alejarse del amor y del matrimonio y ninguna estrategia militar podría derribar sus defensas. Nada excepto... ¿Un bebé? Kathy no podía desoír los lastimeros llantos de la hija de Brian pidiendo ayuda para su papá. Y cuando el sexy marine le propuso un matrimonio de conveniencia, Kathy no pudo negarse. Pero ¿cómo podría aceptar un matrimonio sin amor después de que Brian y su hija hubieran conquistado su corazón?
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Seitenzahl: 180
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Maureen Child. Todos los derechos reservados.
MATRIMONIO PACTADO, Nº 1372 - agosto 2012
Título original: The Daddy Salute
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0782-2
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
–¡No! ¡No puedes dejarme tirada ahora!
Kathy Tate giró la llave de contacto una vez más, pero sólo consiguió oír las quejas del motor de su coche.
–¡Por Dios! –dijo, golpeando el volante–. ¡Acabas de pasar la revisión! –se acordó con desesperación de los seiscientos dólares que le había costado.
El viejo volkswagen se quedó en silencio, como si no tuviera nada que decir en defensa propia.
Perfecto, pensó ella, mirando por el parabrisas la larga calle bordeada de árboles. Estaba en uno de los barrios periféricos de la ciudad y no tenía ni idea de cómo iba a llegar al centro a entregar el montón de informes que se había pasado la noche escribiendo e imprimiendo.
–Marines de los Estados Unidos al rescate, señora –una voz grave interrumpió sus pensamientos.
Ella se volvió despacio para mirar por la ventanilla del conductor.
Oh, no sabía qué era peor.
Su corazón dio un extraño brinco dentro de su pecho cuando su mirada se encontró con la del sargento Brian Haley, su vecino. Él y un amigo suyo estaban jugando al baloncesto y ella salió de casa a toda velocidad, pero ahora no tenía escapatoria. Su propio coche la había traicionado.
Su «rescatador» se agachó para mirarla: rasgos afilados, pelo corto al estilo militar y unos músculos desnudos, bronceados y cubiertos de sudor que parecían haber sido tallados meticulosamente en su pecho. Él sí que era una perspectiva notable. Lamentablemente, a lo largo del mes que llevaba viviendo allí, ella se había dado cuenta de que él era consciente del impacto que producía a las mujeres.
No es que fuera creído ni nada parecido, sino algo más sutil. Cuando dedicaba una de esas sonrisas suyas, estaba claro que esperaba que las mujeres se quedasen boquiabiertas. Pero Kathy Tate no babeaba por nadie y por eso se había convertido en un reto para él. Últimamente se lo encontraba cada vez que se daba la vuelta. Como entonces.
–¿Necesita ayuda, señorita? –preguntó otra voz masculina.
Kathy se giró hacia la otra ventanilla y vio al amigo de Brian, que a juzgar por su corte de pelo, también debía ser marine.
En Bayside, a sólo un kilómetro del cuartel de Pendleton, se encontraban marines por todas partes.
–¿Y? –preguntó Jack–. ¿Qué te parece?
–No es nada que un buen fuego de mortero no pueda arreglar.
–¿Qué? –preguntó Kathy, inclinándose sobre ellos para ver qué hacían.
Brian echó una mirada por encima del hombro y explicó.
–Es una máquina.
–Muy gracioso.
–En serio, este coche está en las últimas –explicó con una carcajada.
–Los volkswagen son eternos.
–Y éste ya ha vivido una eternidad, me parece a mí –sacudió la cabeza, metió la mano entre un amasijo de cables grasientos y revolvió entre ellos durante unos minutos–. Pero aun así –se dijo más para sí mismo– que no se diga que un marine no puede echar a andar cualquier cacharro.
–No, por supuesto que no –murmuró Kathy. Pensó que había oído a Jack reírse, pero no estaba segura.
Poco después, Brian se levantó con tanta energía que casi choca con ella y la hace caer, pero inmediatamente se volvió para estabilizarla y ella sintió un fogonazo de calor cuando sus manos se tocaron.
Él la soltó al instante y dio un paso hacia atrás, como si hubiera sentido la misma extraña sensación que ella y no supiera qué hacer a continuación. Kathy sí que sabía qué haría: ignorarlo.
–Muy bien –dijo Brian–. Kathy, siéntate al volante y arranca cuando yo te lo diga.
–De acuerdo –dijo ella, sabiendo que no podría hacer nada para convencer a un hombre que intentaba superar a una máquina.
Además, así se alejaría un poco de él y tendrían una sólida puerta del coche de por medio.
Una vez dentro del coche, apretó el embrague, introdujo la llave y se preparó para la señal. Entonces oyó un montón de ruidos secos y guturales saliendo en torrente de la boca de Brian Haley. Él gritó y juró en un idioma que ella no había oído hasta entonces, aunque podía averiguar su origen.
Un poco después, él gritó:
–De acuerdo, ¡inténtalo ahora!
Ella obedeció, murmurando una oración mientras giraba la llave en el contacto. Inmediatamente, el viejo Charlie arrancó con uno de sus guturales rugidos rompiendo el silencio de la tranquila tarde.
Los dos hombres caminaron hacia la ventanilla del conductor y Kathy los miró.
–Buen trabajo –dijo Jack.
–Considérate rescatada –le dijo Brian.
Perfecto: no había querido su ayuda ni había querido estar en deuda con el Sargento Sonrisas, pero al final todo había ido bien. Lo menos que podía era mostrarse agradecida. Mirándolo con una abierta sonrisa, dijo:
–Gracias.
Él levantó una ceja e inclinó la cabeza.
–De nada.
Pero la curiosidad la picaba y no podía quedarse sin saberlo, así que le preguntó:
–¿Hace un momento... estabas hablando en alemán?
Su sonrisa creció aún más y ella sintió que la tensión arterial se le aceleraba. Después, se encogió de hombros y respondió:
–Estuve destinado en Alemania hace unos años. Allí aprendí los suficientes insultos como para pillar a cualquier coche alemán por sorpresa y obligarlo a hacer lo que yo quisiera.
–La verdad es que no me sorprende –pensó ella en voz alta.
–Señorita –dijo Brian, apoyándose con un brazo sobre el techo del coche e inclinándose hasta estar a escasos centímetros de su cara–, cuando me conozca mejor, se dará cuenta de que soy un hombre lleno de sorpresas.
Ella le sonrió con dulzura y dijo:
–No me gustan las sorpresas, sargento.
–Sargento mayor.
–Lo que sea –dijo, antes de meter la primera marcha y salir de allí, dejando al sargento mayor completamente descolocado.
Brian sacudió la cabeza mientras miraba cómo se alejaba el volkswagen, tosiendo y chirriando.
–Empiezo a gustarle a esa mujer.
–¿Sí? –dijo Jack, dándole una palmada en la espalda–. A mí me parece más bien que «Harley el Conquistador» ha fallado esa bola. En un partido de béisbol, esto sería un strike.
–Jack, amigo, acabo de empezar a batear.
–No tienes ninguna oportunidad. Ése ha sido un fallo claro. Strike uno –riendo, echó a andar hacia la canasta para continuar el partido de baloncesto que habían dejado a medias.
Brian miró en la dirección en que se había alejado el volkswagen. ¿Así que un fallo...? Aún tenía dos oportunidades más, y él era un hombre que no abandonaba fácilmente.
–Hola, vecina.
Pillada. Kathy se detuvo ante el sonido de aquella voz profunda y masculina. Había esperado poder entrar en casa sin encontrarse con él otra vez, pero parecía que ese hombre tuviera un radar para detectar mujeres. Ella tomó una bocanada de aire antes de girarse para mirarlo de frente, pero no sirvió de nada.
Como cada vez, se le aceleró el pulso y el corazón empezó a golpear sin piedad su caja torácica. Le sudaban las manos y tenía la boca seca.
Brian Haley, dos metros de altura de puro músculo y encanto bien entrenado, la sonrió desde la puerta abierta de su apartamento. Y qué sonrisa... Kathy se vio obligada a recordarse a sí misma, de nuevo, que él no le interesaba.
Lamentablemente, cada vez le costaba más recordarlo.
–¿De compras? –preguntó él, apoyado contra el quicio de la puerta y con los brazos cruzados sobre el fuerte pecho, que en esta ocasión llevaba cubierto con una camiseta con el emblema de los marines.
Ella se apartó el pelo de la cara, forzó una sonrisa y dijo:
–¿No se te escapa nada, verdad?
Después intentó colocarse mejor en los brazos las dos bolsas de papel sin asas del supermercado.
El sarcasmo sólo consiguió que la sonrisa creciera aún más. Le tomó las bolsas de los brazos y las sujetó con uno sólo de sus fuertes y morenos brazos.
–Los marines somos observadores bien entrenados.
–Qué suerte tengo –dijo ella, antes de meter la llave en la cerradura y abrir la puerta–. Gracias, ya puedo arreglármelas yo sola.
–No es molestia –dijo él, apartándose–. ¿Tienes más abajo?
Era obstinado. Obstinado y guapísimo... y, como cualquier hombre atractivo, estaba programado para flirtear con cualquier mujer que se pusiera a tiro. Bueno, ya habían intentado flirtear con ella antes y resistió a la tentación. Su escasa experiencia en el apartado de romances, le decía que la resistencia era la mejor defensa.
–¿Has tenido algún problema más con el coche? –preguntó él.
–No –dijo ella–. Ha arrancado todas las veces sin problema.
–Probablemente necesite una revisión de todas maneras –sugirió él.
–Acaba de salir del taller, pero gracias –ella abrió la puerta y entró en el interior de la casa, decidida a no quedarse mucho rato en el estrecho pasillo con un hombre que le provocaba un cortocircuito interno cada vez que la tocaba.
Brian la siguió al interior, con las bolsas en las manos. Ella pensaba dejarle entrar, darle las gracias por su ayuda y después echarlo de allí sin más y rápidamente.
Él dejó las bolsas en la barra que separaba la cocina de la sala de estar y se giró lentamente para contemplar la casa. Tenía el mismo estilo que ella, se dijo él: suave, femenino. En las ventanas había visillos blancos que difuminaban la luz de la tarde, varios sillones rodeaban una mesita baja redonda cubierta de libros y revistas, y las paredes estaban decoradas con cuadros de paisajes campestres y faros. En el ambiente flotaba un dulce aroma a lavanda.
–Es muy agradable –dijo él después de un largo rato, y se volvió a mirarla.
El suave pelo castaño le caía hasta los hombros, donde se rizaba hacia dentro. Unos mechones le caían sobre la frente y ella lo miraba con aquellos ojos del color del chocolate fundido.
Él se sintió irritado al advertir el desinterés y la fría distancia que ella mostraba hacia él cada vez que lo miraba. Después de un mes viviendo tan cerca, se podía haber pensado que bajaría la guardia, al menos un poco.
Demonios, él era marine.
Era del bando de los buenos, aunque dudaba que eso significara algo para ella.
Él escondió una sonrisa al verla en la cocina, atrincherada tras la barra, tan lejos de él como le era posible.
–Gracias –dijo ella en voz baja–. Oye, te agradezco tu ayuda, pero...
–Estás ocupada –acabó por ella–. Ya lo sé –no le sorprendió que lo echara de allí tan pronto.
Aunque ella siempre era educada, había dejado claro que no quería conocerlo tanto como a él le hubiera gustado conocerla a ella.
Y tal vez aquello no fuera malo del todo. Él no quería complicaciones y una relación con una mujer que viviera en la puerta de en frente, desde luego que sería complicado.
Aunque, pensó él mirando su cuerpo pequeño pero bien torneado, tal vez mereciera la pena.
Ella se aclaró la garganta y él parpadeó.
–Entonces, gracias y... –dijo ella, señalando la puerta–. Adiós, supongo.
–Claro –dijo Brian, asintiendo con la cabeza, pero quería saber una cosa más antes de irse a casa. Se acercó a ella y, apoyando los codos sobre la barra, la miró y dijo–. ¿Qué es exactamente lo que no te gusta de mí?
Ella pareció sorprendida por la pregunta. Se metió las manos en los bolsillos de los desgastados vaqueros, inclinó la cabeza a un lado y dijo.
–Nunca he dicho que no me gustaras.
–No era necesario que lo dijeras –afirmó él.
Ella tomó una bocanada de aire y después lo dejó escapar lentamente.
–Ni siquiera te conozco.
Él le dedicó una breve sonrisa.
–Eso es algo que podemos cambiar.
–No, gracias –dijo, sacudiendo enérgicamente la cabeza para dar más énfasis a su declaración.
–¿Ves a lo que me refiero?
–Ahora soy yo quien tiene una pregunta para ti, sargento Haley –dijo ella, levantando las cejas.
–Sargento mayor –corrigió él.
–Lo que sea.
–Dispara.
Ella levantó las dos cejas y apretó los labios, como si estuviera considerando si hacerlo.
–¿Por qué te estás esforzando tanto en caerme bien?
–Yo no estoy...
–Has cambiado la bombilla del pasillo –dijo ella, interrumpiendo su fútil intento de negar su acusación.
Brian intentó defenderse del ataque:
–El casero no iba a cambiarla inmediatamente y esto parecía el agujero negro de Calcuta.
–¿Ah, sí? –preguntó ella, sacándose las manos de los bolsillos sólo para cruzarse de brazos.
Empezó a golpear rítmicamente el suelo de la cocina con un pie.
Él la miró y se encogió de hombros.
–Supongo que al venir de una ciudad pequeña, el ser servicial es algo normal para mí.
–Me dijiste que eras de Chicago.
–Pero de un barrio pequeño.
Ella sacudió la cabeza, irritada.
–Arreglaste el timbre de mi puerta sin que te lo pidiese.
–Las conexiones eléctricas que fallan pueden provocar incendios –volvió a sonreír. No hubo respuesta. No podía condenarlo por ser un buen vecino.
–¡Pero si incluso me lavaste el coche ayer!
–No me costaba nada. Estaba lavando el mío y me pareció que al tuyo tampoco le vendría mal un baño –lo que realmente le parecía que necesitaba ese coche era un funeral, pero no le pareció el momento de decirlo.
–¿Qué explicación es ésa?
–¿Explicación? Kathy –dijo él, incorporándose y mirando directamente a aquellos ojos oscuros que aparecían a menudo en sus sueños–, somos los dos únicos inquilinos de este bloque que tienen menos de sesenta años. ¿Por qué no podemos llevarnos bien?
Ella ignoró esta última pregunta.
–Sigo sin entender –inquirió ella–, por qué sigues intentándolo aunque he dejado claro que no estoy interesada. ¿Por qué?
Él ya se había preguntado lo mismo en otras ocasiones a lo largo del último mes y ya había llegado a una conclusión, pero en lugar de admitir la verdad, respondió con una pregunta.
–¿Hay alguna razón por la que no podamos ser amigos?
Ella sonrió y sacudió la cabeza.
–Chico, eres muy obstinado.
–Los marines no se rinden sin pelear primero.
–Siempre hay una primera vez para todo.
–¿No has conocido a muchos marines, verdad? –preguntó él.
–Eres el primero.
A él le gustó el sonido de aquellas palabras.
Antes de que pudiera decir nada, ella pasó a su lado y sus brazos se rozaron. Otro fogonazo lo sacudió, igual que por la mañana. Ella también lo había sentido, y él se había dado cuenta por su mirada y porque oyó el ruido que emitió al tomar aire.
Él alargó la mano y le tocó el brazo. Casi se pudo oír el silbido del calor al entrar sus pieles en contacto, hasta que ella le tomó la mano y la apartó.
Mirándola a los ojos, susurró.
–Hay algo entre nosotros, Kathy, y tú también lo has notado.
–Lo único que hay entre nosotros es el pasillo.
–Fingir que no hay nada no te ayudará a escapar de ello.
–¿Qué te apuestas? –retó ella, dirigiéndose a la puerta abierta y colocándose a su lado, mostrando claramente que estaba esperando a que se marchara.
Bueno, pensó él, y caminó hacia la puerta, pero antes de que ella pudiera cerrarla tras de sí, colocó una mano sobre ella.
–Me gustaría saber una cosa –dijo él, dejando su mirada deslizarse sobre su cuerpo.
–¿Qué? –ella estaba casi detrás de la puerta, como utilizándola de escudo.
–¿No te fías de ningún hombre? –preguntó él, y esperó un segundo antes de añadir–. ¿O es sólo conmigo?
Ella levantó ligeramente una ceja al tiempo que decía:
–De ningún hombre, sargento Haley –bien, pensó él, antes de que ella añadiera–. Y en especial de ti.
Genial.
–Soy una persona muy fiable –protestó él.
–Y se supone que tengo que creerme lo que me digas.
–Puedes llamar a mi madre –ofreció él con una sonrisa.
Ella arrugó los labios y sacudió la cabeza.
–Gracias, pero no me interesa. Buenas noches.
Kathy cerró la puerta y echó el pestillo sin pensarlo. El sonido del cerrojo le pareció muy fuerte en el silencio que se hizo en un momento. Después, poniéndose de puntillas, echó una ojeada por la mirilla de la puerta.
Brian se dio la vuelta y la miró directamente, como si supiera que ella lo estaba espiando. Entonces le guiñó un ojo y dijo en voz alta:
–Si cambias de opinión, el número de mi madre es el 555–72–30.
El teléfono sonó en el mismo instante en que Brian entró en su piso. Con la mente aún puesta en Kathy Tate, cruzó la sala sin darse cuenta de que las persianas venecianas estaban abiertas y que la luz entraba a raudales por ellas, dejando en el suelo la marca de luz y sombra, como si de los barrotes de una prisión se tratara. Apartó esa idea de su mente, tomó el auricular y respondió.
–Hola, Bri –susurró una voz femenina en su oído.
–Dana –dijo, haciendo una mueca. Ni siquiera su madre lo había llamado «Bri» desde que tenía ocho años. Lo cierto era que él no se había opuesto a que Dana Cavanaugh lo llamara así cuando empezaron a salir.
–Me preguntaba –siguió ella–, si querrías venir a cenar a mi casa.
Él miró por encima del hombro la puerta de entrada, justo en frente de la de Kathy.
–¿A cenar? –preguntó, con un tono de desinterés evidente para cualquiera menos para Dana.
Sin darse cuenta, se vio haciendo dibujos con el dedo en el polvo de mesa. Si no era capaz de ponerse a limpiar, tendría que contratar a alguien para que lo hiciera por él.
–Vamos, Bri –suplicó Dana, y Brian arrugó el ceño ante el tono lastimero de su voz–. Hace semanas que no te veo.
–Sí, bueno –sintió una punzada de culpa–. He estado muy ocupado. Hay mucho trabajo en la base...
Aquello le sonaba mal hasta a él, pero ¿qué iba a hacer? ¿Admitir que desde que conoció a su vecina, hacía un mes, había perdido el interés en el resto de las mujeres? Imposible. Hubiera sido muy humillante admitirlo, hasta para él mismo.
–¿Estás muy ocupado para venir a cenar ahora? –preguntó ella.
Él echó un vistazo sobre su desangelada cocina: pequeña, oscura y sin cazuelas o sartenes en el fuego. Al otro lado del pasillo, Kathy Tate debía estar muy ocupada ignorándolo, y pronto él estaría ante la puerta abierta del microondas, introduciendo en él un plato precocinado congelado. Entonces, ¿cómo podía dudar? Una invitación para cenar debía parecerle un regalo de los dioses.
Después de todo, no estaba logrando nada con Kathy y tampoco había ninguna razón que le impidiera disfrutar de una cena agradable con una mujer espectacular en lugar de quedarse solo, lamentándose por el hecho de que sus legendarios encantos no hubieran conseguido derribar las defensas de Kathy. Además, no había ido a ningún sitio más que a la base en todo el mes.
–Bri –preguntó Dana–, ¿sigues ahí?
–Sí –dijo él–. Estoy aquí –y antes de poder cambiar de idea, añadió–. Pero pronto estaré contigo.
–¿De verdad?
–¿Por qué no? –dijo, forzando una sonrisa–. ¿Qué vamos a cenar?
Ella rió y aquel sonido que solía espolear sus hormonas al máximo, esta vez le pareció forzado y un poco sobreactuado.
–Deja que te sorprenda –dijo ella.
En esa frase se incluían todo tipo de invitaciones, y se sintió irritado de verdad al darse cuenta de que no estaba nada expectante. ¿Era aquello algún tipo de justicia cósmica? ¿Era el destino de un casanova como él el perder la cabeza por la única mujer que no lo deseaba?
Descartó aquella idea casi de inmediato. Aquello no tenía nada que ver con los sentimientos, y si al cabo de unas semanas lo recordaba, se preguntaría cómo podía haber sido tan estúpido como para pensarlo...
–Estaré allí dentro de media hora –dijo, y colgó.
Una ducha rápida y estaría de camino. Tal vez una agradable cena con la preciosa Dana consiguiese expulsar a Kathy Tate de su mente.
Quince minutos después, Kathy oyó su puerta cerrarse de un portazo y se preparó para oír el ruido de sus nudillos contra la suya. Parecía que Brian Haley no aceptaba un «no» por respuesta.
Pero el sonido de sus pasos se alejó por el pasillo.
–Bien –dijo ella en voz alta, sabiendo que nadie la escuchaba–. Eso te enseñará un poco de humildad.
Sin darse cuenta, Kathy se levantó a mirar por la ventana.
Retirando ligeramente el borde de las cortinas, miró a la calle que se extendía a sus pies. Un grupo de niños jugaba con sus bicicletas al sol del atardecer veraniego, dejando un eco de sus risas en el aire. La brisa del océano revolvía las hojas de los viejos chopos de la avenida, y en la lejanía, un perro ladraba sin descanso.
Ella se puso rígida cuando Brian bajó a toda prisa los escalones de la entrada. Siguiéndolo con la mirada, Kathy se fijo en su bien planchada camisa azul y los pantalones chinos beige. Parecía ir vestido para una cita.