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Eve Friedman es una dramaturga de ochenta y tres años que vive sola en un caótico apartamento situado en el corazón de Manhattan. Los muslitos de pollo en oferta, los recuerdos de infancia que la asaltan en la piscina y las conversaciones nocturnas con el portero de su edificio son suficientes para que el día a día le siga resultando soportable. No obstante, cuando su camino se cruza por casualidad con el de Jorge, un joven extranjero que se ha mudado a Nueva York para triunfar como guionista, el mundo de ella se tambalea inesperadamente. A lo largo de la estrecha relación que entablan, la anciana tendrá que enfrentarse a una soledad diferente de la que había conocido hasta el momento, y a la pérdida paulatina pero inexorable de su don más preciado: las palabras. Una novela íntima y tierna que abarca sin tapujos y con una escritura limpia y madura temas complejos como la amistad intergeneracional, la senilidad y la muerte.
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Seitenzahl: 262
A Eve por brindarme la amistad más especial que he vivido. La luz, el ejemplo y los consejos que me regaló siguen conmigo.
Cuando empezamos a caer,
caemos hasta el fondo del abismo.
ISAAC BASHEVIS SINGER Y EVE FRIEDMAN,
Teibele and Her Demon
Eve entra en casa con la prensa bajo el brazo y el correo entre los dientes. Lo primero que hace al atravesar el umbral de la puerta es mirar a distancia el aparato del contestador de voz. Cuando la lucecita roja parpadea significa que hay un mensaje y eso le pone la piel de gallina. En estos tiempos son muy pocos los que la llaman por teléfono, a excepción de su hermano y de las enfermeras que cuidan de él. Teme que, en cualquier momento, una de esas muchachas le comunique que Jessie se ha suicidado, tal y como lleva años repitiendo que va a hacer, o que sencillamente ha muerto de manera natural, tal y como los médicos han alertado que pronto sucederá. La cuestión es que hoy no parpadea, lo que viene a ser un nuevo motivo para considerar que este martes cualquiera se está convirtiendo, poco a poco y sin preverlo, en un día maravilloso.
Aunque son las siete de la tarde, la luz todavía entra a raudales a través de las ventanas.
Deja la prensa y el correo sobre una mesa de cristal cubierta por periódicos que ni siquiera ha hojeado y por cartas antiguas que nunca han sido abiertas. Se quita la fina chaqueta de hilo y sonríe al pensar que pronto no la necesitará. Eve disfruta como una niña de las dos primeras semanas de verano. Después se le hace una estación insufrible. Pésima. La peor de todas.
Inquieta, se frota las manos ante el debate que se produce en su fuero interno: ¿Debería cenar ahora o esperar, al menos, media hora más? Sabe que si lo hace tan pronto volverá a tener hambre antes de medianoche y no dejará de pensar en el helado de chocolate que guarda en el congelador como un vestigio de una época pasada. La doctora se lo ha prohibido rotundamente.
Accede a la cocina y, todavía indecisa, abre la nevera y se inclina hasta meter medio cuerpo en ella. Los estantes están llenos de táperes con comida variada, parte de ella ya caducada: en realidad le da igual, porque últimamente solo tiene ojos para los muslitos. Lleva nueve días seguidos cenando lo mismo, pero es que desde que están a mitad de precio en Gristedes cada mordisco le sabe a gloria. Los observa de cerca y selecciona uno carnoso y otro más escuchimizado de entre la docena que hay en una bandeja. Los coloca sobre un plato que a continuación mete en el microondas, y lo programa para que se cocinen quince minutos a alta intensidad. Sale de la cocina y se frota de nuevo las manos con fruición.
Atraviesa el salón tratando de no tropezar con ninguno de los obstáculos que hay tirados por aquí y por allá: un carro de la compra repleto de botellas de plástico vacías que planea intercambiar en el CVS por monedas de cinco céntimos; una caja con un puzle para niños que unas semanas atrás encontró en el trastero, pero que está como nuevo y cabe la posibilidad de que un día de estos conozca a un chiquillo por la calle a quien se lo pueda regalar; un edredón con el estampado de una Barbie en tutú que no recuerda de dónde ha salido, probablemente también del trastero que comparte con los inquilinos de la cuarta planta, pero que a ella le parece algo demasiado femenino como para permitir que se lo lleve el camión de la basura. Y como estas, hay un montón de otras cosas esparcidas por el suelo sobre el que ahora avanza con cautela.
El problema no es que sea desordenada, ni mucho menos sucia. Lo que pasa es que cada objeto que entra en su apartamento representa para Eve un proyecto de futuro «inamovible».
Se sienta en la butaca de cuero marrón y se queda mirando la pantalla oscura del televisor sin intención de alcanzar el mando a distancia. Prefiere reservarse para el programa británico que retransmiten en la FOX a las nueve de la noche. Por el momento, y hasta que los muslitos terminen de asarse, tiene un asunto concreto sobre el que meditar.
¿Cuál era su nombre? Shit. ¿De dónde ha dicho que es? Holy shit. Está segura que de Francia no. Segura no, segurísima. ¿Grecia? Tampoco. ¿Será ruso? Ni por asomo. Juraría que proviene de un país europeo con mucho sol… olivos… largas hileras de olivos que se extienden hasta el mar. Le gusta imaginarse que esos bosques ordenados e interminables trascienden la etiqueta de la botella de aceite con la que aliña las ensaladas… ¿España? Esto no suena tan disparatado.
Le cuesta creer que haya olvidado el nombre. Hace apenas diez minutos todavía estaban sentados juntos en el patio interior del edificio y, al despedirse, Eve le había pedido que se lo repitiera una vez más, y que lo hiciera despacio. Pero ahora es incapaz de recordarlo. Qué desastre. Se palpa los párpados con las yemas de los dedos y piensa que, en cambio, si supiese dibujar sería capaz de retratar su cara con todo detalle, tal es la nitidez con la que se ha quedado impresa en su cerebro. Lo más gracioso de él es su pelo revuelto y lo más llamativo son sus ojos rápidos, avispados. Tiene la tez dorada y una mandíbula ancha bien afeitada. Su voz, aunque masculina, salta continuamente de tono como si todavía no fuera capaz de controlarla. Hay que reconocer que es apuesto. Al menos, a ella le ha parecido apto para interpretar el rol de rompecorazones en una superproducción romántica de Hollywood, si no fuera por ese acento ridículo que tiene al hablar en inglés.
Eve vive en el cruce de Broadway con la Calle 9, a dos manzanas de la Facultad de cine de la New York University. A menudo, cuando sale para hacer la compra o dar un paseo alrededor de la manzana, acaba de cháchara con uno de esos estudiantes ambiciosos. No hay nada que la revitalice más que conocer las inquietudes de los jóvenes de hoy en día. Además, no le resulta difícil camelárselos. En cuanto les menciona que una de sus obras de teatro se representó en Broadway y recorrió los escenarios del mundo entero, a esos chicos se les dilatan los ojos y la invitan a tomar café. La pena es que, después de una primera toma de contacto en alguna cafetería de Greenwich Village, son pocos los que la llaman. Y, de entre los pocos que se deciden a hacerlo, son poquísimos los que acaban yendo a su apartamento. En todo caso vienen una sola vez para intentar convencerla de que protagonice un documental de breve duración para clase, y en cuanto ella les dice que muchísimas gracias pero no, desaparecen sin dejar rastro.
No obstante, tiene el presentimiento de que el de hoy es diferente a los demás. Al menos no es estudiante de la NYU, lo que garantiza que no tendrá intención de desenfundar una cámara de video en el momento más inesperado.
¡Pablo! ¡Así se llama! Pablo. Pablo. Pablo.
Pablo pareció desubicado cuando ella le pidió la mano para cruzar el paso de peatones. No tenía prisa por ir a ninguna parte, eso lo había dejado claro, y él se había ofrecido a acompañarla no solo a la acera de enfrente, sino hasta el portal de su casa. Una vez allí, cuando Eve lo invitó al patio de su edificio, Pablo no se lo pensó dos veces antes de aceptar. Durante la charla, que duró un par de horas, descubrieron que tienen muchas cosas en común: no tienen descendencia, son los menores de cuatro hermanos. Ambos son guionistas, están solteros, son torpes, enemigos declarados de la tecnología, indiferentes a la moda, más hechos al silencio que a la música; tanto él como Eve disfrutan de la soledad, a ninguno de los dos les gustan las películas de terror, ni las bélicas, ni las comedias tontas y odian profundamente la mostaza. Al final de la tertulia Eve se llevó las manos a la boca en un ademán teatral: «Todas estas coincidencias me están empezando a dar un poco de miedo». Él se rio. Una oleada de sonidos arenosos que la hizo reír a ella también. Recuerda perfectamente la risa del muchacho. De Juan.
Juan. Juan. Juan. No lo quiere olvidar nunca.
La única diferencia evidente que existe entre ellos es que Juan tiene veinticuatro años y Eve ochenta y tres, aunque este detalle no se lo ha revelado y desea que a él le haya pasado inadvertido. No es que tenga intención de conquistarlo, ya no está para esos trotes. Simplemente piensa que nadie tiene por qué saber que es una mujer de edad avanzada; y menos alguien tan joven como él.
Se incorpora de un salto al escuchar la alarma del microondas. ¡El pollo está listo! O no. A veces quince minutos no son suficientes, recuerda, depende del grosor del muslito. Atraviesa el salón a un ritmo más temerario que a la ida. No soporta que la carne no esté jugosa. Además, el dentista no quiere que mastique alimentos crudos. Llega a la cocina jadeando y abre la puerta del microondas. Se agacha hasta estar a un palmo de la cena, permitiendo que el humo la envuelva como un tratamiento facial de vapor.
Estos muslitos huelen que alimentan y, por su aspecto delicioso, cualquiera diría que están en su punto.
Sonríe, en parte porque de repente tiene mucha hambre, aunque debe esperar hasta que el plato se enfríe un poco. El otro motivo de esta mueca, sin duda favorecedora, es la plena convicción de que volverá a ver al recién conocido. Tiene pinta de ser del tipo de caballero que cumple su palabra. Está segura de que Carlos llamará.
Carlos. Carlos. Carlos… El nombre aún reverbera en sus oídos.
Nadar con este tiempo no es tan duro como lo era un mes antes.
Eve, que hoy lleva gafas de sol y va en manga corta, arrastra con ambas manos el carrito en dirección a Cooper Square. El carrito está hecho polvo. Las ruedas sin gomas están a punto de soltarse y el metal que se ve por debajo de la pintura desconchada está oxidado, pero no piensa reemplazarlo hasta que encuentre otro con el asidero a la altura del ombligo. Además, el que tiene no es tan aparatoso como los que venden en el Walgreens y le cabe todo lo que necesita: toalla, bañador, gorro, tubo, gafas, zapatos de buceo, gel de baño y champú. Los tapones para los oídos los lleva en el bolsillo de las bermudas.
De camino al Health & Racquet Club siempre trata de pasar inadvertida, pese al estruendo que monta por culpa del carrito. Recorre con la mirada baja las dos manzanas y media que la separan del centro deportivo. Sabe que si iniciara una conversación con algún desconocido, lo más probable es que se le hiciera tarde y acabaría por no llevar a cabo la única actividad que todavía la hace sentirse dueña de su cuerpo. Además, solo va dos veces por semana y es entonces cuando se asea de verdad. Las duchas del club son seguras, no como la bañera de casa, que no ha utilizado en cinco años porque la última vez se resbaló y se llevó un susto de muerte. A pesar de que Eve no suele sudar, teme que si se saltase alguna de sus sesiones semanales empezaría a oler. Y eso es lo último que desea. De modo que no levanta la mirada del suelo hasta que llega a la entrada.
Una vez en los vestuarios, se sienta en una banqueta y resopla antes de desatarse los cordones. Es la parte más molesta del proceso que implica ponerse el traje de baño. Le duele horrores quitarse los zapatos. Aunque ponérselos es aún peor. Vaya que sí. Mucho peor.
Cuando está casi lista, se dirige al amplio espejo de la entrada con un bañador bicolor y los zapatos de neopreno para bucear puestos. Una vez allí, se pone los tapones en los oídos y se acomoda el gorro y unas gafas que también le cubren toda la frente. Acaba el consabido ritual mordiendo la boquilla de plástico y resoplando hasta cerciorarse de que el extremo del tubo apunta al techo.
Antes de abandonar el vestuario, contempla atentamente su aspecto en el reflejo.
Para ser una mujer de ochenta y tres años no está nada mal, qué puede decir… Bueno, su estómago ha adoptado las dimensiones de un balón de rugby. No se lo quita de encima ni aunque apenas pruebe el helado de chocolate. Pero aparte de la barriga, no se avergüenza de nada más. Por debajo de las axilas descienden unos ramilletes de arrugas tan finas como las raíces de un jazmín. Tiene manchas en las piernas, vale, y un montón de varices, pero vamos a ver, son unas piernas cortitas e ideales, no le ha salido un solo pelo negro en toda la vida. Los pies son horrorosos, eso sí, una pena, se le han puesto como ladrillos, pero a causa de las hernias cervicales, ni queriendo podría inclinar el cuello para prestarles atención. En cuanto a los hombros… Le consta que son las piezas más valiosas de entre todos los huesos que componen su esqueleto. Al tiempo que se acaricia uno de ellos con deleite, sonríe —sin dejar de morder la boquilla del tubo— al recordar que su primer pretendiente le dijo que tocar uno de sus hombros era como girar el pomo de una puerta. Todavía no ha descubierto qué quiso decir con semejante tontería, pero aquel chico lleno de granos se moría por ella.
El socorrista se ajusta el cordón del bañador en cuanto la ve. Es habitual que acabe tirándose al agua para auxiliarla. Eve tiene una facilidad asombrosa para quedarse dormida mientras nada a braza, por eso hoy no le quita el ojo de encima: va tan lenta que parece que flote siempre en el mismo punto de la piscina. Es la única nadadora de entre los presentes que utiliza tubo. Por ello, en ningún momento aparta la mirada del fondo de la piscina, lo cual la pone nostálgica. El suelo se le antoja un lienzo sobre el que retratar un pasado remoto en el que ella no es más que una renacuaja llena de rizos que camina de la mano de sus padres, o sobre los hombros de su hermano Jessie. A veces, muy pocas, confunde los nombres, pero siempre visualiza sobre las baldosas azules hasta el más discreto lunar de sus rostros. En el agua, la cabeza de Eve emprende viajes en solitario que casi siempre desembocan en parajes somnolientos.
Ya aseada y vestida pero todavía sin calzar, mira los zapatos ortopédicos con auténtico pavor. Le costaron un dineral porque, antes de confeccionárselos, un profesional le midió con lupa hasta los callos de los pies. Si tuviese ánimos para ir a visitarlo al Upper West Side, le lanzaría los zapatos a la cara y lo acusaría de maltratador por venderle estas dos monstruosidades que la torturan a diario.
De pronto, sonríe ante una ocurrencia del todo convincente.
Inspira una bocanada de aire en cuanto pisa la Tercera Avenida con sus comodísimos zapatos de buceo, todavía húmedos. Ha enterrado los otros en el fondo del carrito. Las suelas son tan finas que siente el calor del asfalto ascender por su cuerpo como el humo. Al ser de neopreno no le hacen daño, al ser de color fosforito no pasan inadvertidos. La mayoría de la gente que se cruza con ella le mira los zapatos, sorprendida, y luego le sonríe, moviendo la cabeza en sentido afirmativo. Todas estas muestras de aprobación consiguen halagarla. No obstante, Eve aminora el paso a medida que se acerca a casa por miedo al contestador de voz.
Solo algo tan desafortunado como encontrarse la lucecita roja parpadeando podría arruinar este jueves cualquiera que se está convirtiendo, poco a poco y sin preverlo, en un día excepcional.
La noche avanza. La ventana de la habitación está abierta por completo, pero los visillos no reciben ni el más leve golpe de viento. Sobre la mesilla de noche hay un ventilador en marcha que le refresca la frente. Lleva una hora en la cama rodeada por cinco radios portátiles idénticas. Cada una de ellas está sintonizada en una emisora distinta para evitarse el lío de buscar las frecuencias manualmente. Ahora escucha música clásica, pero tras mirar el reloj de pared se da cuenta de que ha llegado la hora de apagar la radio y la luz. La mera idea de hacerlo la asusta. Primero presiona el botón del aparato y un súbito silencio irrumpe en el apartamento; acto seguido, suspira hondo al extender el brazo y darle al interruptor. Justo después le entran unos escalofríos que la hacen temblar espasmódicamente debajo de la sábana. Aprieta mucho los párpados y se pone a pensar en los empleados del supermercado Gristedes a los que ha visto esta tarde.
Los escalofríos, de este modo, remiten poco a poco.
Su preferido es Mohamed, un hombre de origen africano que siempre suelta un grito escandaloso y se lleva las manos a la cabeza al encontrarla por los pasillos del supermercado. Eve piensa que es una pena que no haya sido actor, es tan bueno actuando que consigue hacerle creer que realmente se alegra tanto cada vez que la ve, a pesar de que esto sucede un día sí y otro no. Todavía con los párpados entrecerrados, se abraza a la almohada al recordar lo que hoy Mohamed ha exclamado asomándose detrás de los pescados: «¿¡Qué ven mis ojos!? ¡Pero si es mi hermana blanca que ha venido a verme!». Lleva años llamándola así, «mi hermana blanca».
También están las dos cajeras. Emily, la prima de Mohamed, es redonda como un botijo y habla tan mal inglés que Eve le dice que sí a todo. Wendy es la chica más risueña que conoce; sin embargo, le preocupa. Hace unas semanas llevaba las mangas del uniforme arremangadas y descubrió que tiene todo el brazo tatuado, como si acaso perteneciera a una tribu primitiva. Opina que solo a una persona trastornada se le podría ocurrir el disparate de colorearse las extremidades del cuerpo.
Cuando, al cabo de unas horas, ya percibe las primeras caricias de la inconsciencia, dedica un rápido pensamiento a los muslitos de pollo. Ha vuelto a comprar una docena y solo de pensar en ellos se le hace la boca agua. Siguen siendo tan baratos…
Por fin, a eso de las cuatro de la madrugada, su respiración adquiere la cadencia del sueño.
Los empleados de Gristedes, junto a los porteros del edificio donde vive y, en ocasiones, hasta la rancia de la doctora de cabecera, son la gente que se lleva consigo a la cama. Porque el momento de apagar la luz es el más temido de todo el día. Durante las interminables horas de silencio que anteceden al sueño, si no piensa en la gente amable que tiene alrededor, si no rememora cada una de las sonrisas y palabras cordiales que ha recibido a lo largo del día, y si no le viene a la memoria al menos una ganga con la que se haya hecho en el supermercado, la oscuridad de la habitación le penetra el cerebro. Y entonces ya no deja de pensar en su hermano, marchitándose a solas en Seattle.
Vuelve de su paseo diario y se detiene en el segundo escalón del portal, incrédula ante lo que ven sus ojos. El portero es…
—¡Tony!
Desde que se ha inscrito en una escuela de educación secundaria, sus horarios no paran de cambiar y últimamente trabaja sobre todo por las noches. Eve estaba acostumbrada a verlo en el recibidor del edificio casi a diario. Mantenían charlas interminables al atardecer, pero desde hace un tiempo se siente afortunada si coincide con él una vez a la semana. Se dan un fuerte abrazo y ella se muestra efusiva al decirle cuánto lo ha echado de menos. Tony tiene treinta y tres años y está muy lejos de su familia. Además es muy delgado, el uniforme le sienta como un pijama, y eso a Eve le despierta instintos maternales. Si el melón está en temporada, no se olvida de bajarle una rodaja envuelta en servilletas. Si las fresas tienen buena pinta, le reserva dos. Por Nochevieja le entrega un sobre cerrado con un billete de cinco dólares. Cosas así no las haría por cualquiera. De entre los cuatro porteros que se turnan en el edificio, solo él recibe semejante trato de excelencia.
—What’s cooking, good looking? —le pregunta ella.
Igual que los viandantes de la calle, Tony reacciona al color de su calzado.
—Pero Miss Friedman… ¿Se ha dado cuenta de que lleva los zapatos de buceo puestos?
—Claro que me he dado cuenta, Tony. ¿Te gustan?
—Son una preciosidad —le concede su interlocutor sin apenas vacilar.
Después de que él le haya hablado de los progresos en clase y las buenas calificaciones que ha obtenido en los últimos exámenes, le informa de que hoy trabajará hasta la madrugada. Eve chasquea la lengua, compasiva. Promete llamarle antes de acostarse para que el turno se le haga más ameno.
—Tengo tantas cosas que contarte… —le dice, pensando exclusivamente en la bombilla del techo de la cocina. Se ha fundido y necesita que alguien suba a cambiarla.
Cuando Eve ya está cerca de los ascensores, el portero repara en el nombre que ha escrito hace veinte minutos en la primera página de su bloc de notas. Se da una palmada en el muslo y, antes de que sea demasiado tarde, atraviesa el vestíbulo a zancadas.
—¡Miss Friedman! Disculpe. Casi me olvido. Un joven preguntó por usted. —Ella frunce el ceño—. Un tal Jorge. No se pudo quedar a esperarla, pero me dijo que la llamará por teléfono.
Eve asiente con la cabeza, fingiendo que este mensaje tiene algún sentido para ella.
—Más le vale al bueno de Jorge no hacerlo antes del mediodía. Como ya sabes, no me sale la voz hasta las doce en punto.
Una vez a solas en el ascensor, trata de hacer memoria. ¿Quién diablos es Jorge? Recorre el pasillo de la cuarta planta rumiando el nombre una vez tras otra. Tan pronto como se detiene frente a su puerta, el teléfono de casa empieza a sonar. Al segundo timbrazo, cuando Eve gira la llave en la cerradura, el misterio se resuelve por arte de magia. Tiene una visión clara del chico despeinado con el que unas tres semanas atrás conversó durante horas en el patio.
—¡Jorge!
No se preocupa por cerrar la puerta antes de descolgar el teléfono.
—Jorge, ¿eres tú?
—¡Me quieren matar! ¡Quieren envenenarme! ¡Esta sopa sabe a rayos! ¡Sácame de aquí!
Los arranques de angustia de Jessie siempre la pillan desprevenida. Se lleva una mano a la cabeza y el cuerpo le empieza a temblar, como el de una ardilla atrapada en una red. Le cuesta calmar con palabras a su hermano diez años mayor que ella, el más guapo e inteligente de la familia, el que siempre le aconsejó qué hacer, qué comer y qué leer. Jessie es el único ser amado que le queda con vida en el planeta.
—What’s cooking, good looking?
—¡Ayúdame a acabar con esta tortura!
Eve se agacha como si hubiese oído una explosión en la habitación de al lado. En su siguiente intervención habla con polvo y escombros en la voz.
—Sabes que estar contigo es lo que más deseo en este mundo, mi queridísimo Jessie, pero no puedo. Vivo en Nueva York.
—No me quieres —lamenta él entre sollozos—. No tengo a nadie.
Nerviosa, se incorpora y camina sin mirar por dónde va. Se da un golpe en la espinilla con una maceta que utiliza como paragüero. En lugar de emitir un gemido, exclama:
—¿¡Cómo puedes decir algo así, Jessie!? ¡Te quiero más que a mi vida!
Le tiembla tanto el cuerpo que coge el teléfono con las dos manos para evitar que se le escurra. Lo último que quiere es que Jessie piense que ella ya no está al otro lado de la línea. El silencio de su hermano la exaspera. Su respiración la estremece porque suena como si se estuviese ahogando. ¿Y si es cierto que lo están maltratando?, se plantea por un momento. Eve vuelve a golpearse en la pierna y esta vez cae al suelo de rodillas. A pesar de que se ha hecho daño, no emite ningún sonido. Sigue sosteniendo el teléfono con ambas manos, muy fuerte.
—¿Entonces por qué no vienes? —La voz de Jessie se aleja como una cometa en el cielo—. No tengo a nadie más que a ti, Eve Friedman.
Se le empapan las pestañas de lágrimas con un parpadeo. Al otro lado de la línea se oye un click.
—¿¡Cómo voy a ser capaz de coger un avión yo sola!?
No le grita a su hermano. Sabe que él acaba de colgar. Se está interrogando a sí misma.
—¿¡Cómo!?
Todavía en el suelo, se da cuenta de que la puerta de casa está abierta de par en par. Esto la obliga a soltar el teléfono, levantarse lo antes posible y, de camino al vestíbulo, secarse la cara con el faldón de la camiseta.
Si bien llora con frecuencia, nadie la ha visto hacerlo.
Está sentada en la banqueta que hay frente al mostrador donde, en este momento, se encuentra un portero que no es Tony. No le apetece relacionarse con él. Es un hombre demasiado serio y peludo —esa barba tupida… ¡Qué horrible!— y que, además, hoy ni siquiera le ha regalado un cumplido por su atuendo. Y eso que va impecable, sin rotos ni lamparones, toda de blanco, a excepción de la diadema y los zapatos. Le hubiera gustado tener una diadema a juego con sus prendas de vestir, pero el blanco es el único color que no se encuentra entre la quincena de turbantes que colecciona en el tocador. Se ha decidido por el amarillo porque así, al menos, entona con los zapatos. La falda de satén no le cubre las rodillas y brilla un poco. Cuando Eve dice que jamás se presentaría a una cita sin maquillaje, tan solo alude al pintalabios rosa pastel. No le gustan los polvos y pintarse los ojos se le antoja una tortura semejante a sazonarlos con sal.
Ahora mismo no recuerda cuándo fue la última vez que asistió al cine acompañada.
Jorge la telefoneó hace un par de días. Lo primero que hizo fue disculparse por haber tardado tanto en llamarla, aunque no explicó el motivo. Su voz sonaba diferente a cuando charlaron cara a cara. Hablaba rápido, entrecortadamente, muy nervioso, como si a pesar de la evidente conexión que surgió entre ellos en el patio de casa, todavía fueran completos desconocidos. Ella propuso el plan. Le dijo que lleva años yendo al Cinema Village y que los empleados se niegan siempre a hacerle pagar la entrada. Con suerte podrían conseguir otra gratis para él. Su interlocutor aceptó enseguida. Se mostró flexible en cuanto a horarios, como si cualquier actividad al margen de Eve Friedman pudiese esperar. Dijo que estaba deseando verla, que no había dejado de pensar en ella desde que se conocieron.
Horas después de colgar, Eve seguía cuestionándose el motivo de esos nervios que salpicaban la voz del joven.
Ahora, la que se inquieta es ella al verlo cruzar la entrada. Ha mejorado. Se le ve mayor, más elegante, mejor peinado. Lleva la camisa metida por dentro de los pantalones y las viejas zapatillas de deporte han sido reemplazadas por unos lustrosos zapatos, como si planeara invitarla a un baile. Eve se incorpora antes de que la sonrisa de Jorge la alcance. Cuando él se inclina para besarla en la mejilla, ella percibe una refrescante fragancia de colonia.
—¿Te has blanqueado los dientes?
—No… Me he cortado el pelo.
—Un acierto, sin duda. —Salen a la calle cogidos de la mano—. ¿Cómo estás, cariño?
Jorge se explaya durante el recorrido al cine y le desgrana su currículum de arriba abajo, como si fuera la respuesta lógica a la pregunta que Eve ha formulado simplemente a modo de saludo. Pone demasiado empeño en demostrar sus capacidades, en impresionarla. Además, le da la sensación de que evita mirarla a los ojos. No le cabe duda de que algo le ha pasado a este muchacho que, el día que se conocieron, casi un mes atrás, le dio la impresión de ser tranquilo, estar seguro de sí mismo y, sobre todo, ser natural. Tantea la posibilidad de que se haya enamorado de ella. Solo un sentimiento tan implacable es capaz de turbar el carácter de una persona en un periodo de tiempo breve. ¿Todavía puede provocar este efecto en los hombres? Es una opción que había dejado de contemplar.
Los empleados del Cinema Village no solo les ofrecen las dos entradas gratis, sino que se muestran entusiasmados por verla acompañada. El chico de las palomitas bromea al respecto: «¿No me estará engañando con otro…, verdad, Miss Friedman?».
Toman asiento en un banco cerca de la entrada a la sala. Todavía faltan veinte minutos para que empiece la película.
—¿Qué te ocurre hoy? —indaga—. Me da la sensación de que estás algo tenso…
Jorge se seca con la mano el sudor de la frente mientras golpetea el suelo con la punta del zapato.
—El día que nos conocimos busqué tu nombre en Google —confiesa al fin.
Eve odia esta palabra porque le han explicado el significado muchas veces, pero no lo retiene.
—¿Y lo encontraste? —pregunta, disimulando su confusión.
—¿Bromeas? Encontré un montón de artículos, entrevistas y reseñas sobre tus obras de teatro. Y no solo eso…
—Algún día tendrás que llevarme a Google, esté donde esté esa maldita cosa —le interrumpe, algo molesta—. Me gustaría colgar esos recortes en las paredes de mi casa. Tengo derecho, ¿no crees?
Jorge, visiblemente desconcertado, vacila antes de continuar:
—He descubierto que coescribiste una obra de teatro con Isaac Bashevis Singer.
La dramaturga entrecierra los ojos en cuanto escucha ese nombre, grabado a fuego en su memoria. Recuerda el rostro del escritor polaco como si lo tuviera enfrente ahora mismo; no el de la época en la que colaboraron juntos, sino el de sus últimos días. Poco antes de que falleciera en 1991, viajó a Florida para despedirse de él en el lecho de muerte. El enfermo de ochenta y siete años no la reconoció.
—De eso hace mucho tiempo —murmura.
—He leído todos sus libros.
—Yo también —dice ella, aunque no pondría la mano en el fuego.
—De hecho, crecí escuchando sus cuentos para niños.
—¿Por qué? ¿Tu madre es judía?
—No, pero le encanta la literatura. Por alguna razón, eligió esa colección de relatos en lugar de los cuentos populares que les leían a mis compañeros de clase. El caso es que, después de mucho tiempo, cuando yo ya era adolescente, volví a encontrar el nombre del autor en las estanterías de casa. Elegí al azar uno de los tomos, convencido de que me reencontraría con aquellos relatos sobre niños angelicales y animales que hablan. Sin embargo, no podía estar más equivocado. De pequeño, Singer me introdujo en un mundo de sueños y fantasía. Pero años más tarde me lo arrebató y sentí como si me sumergiera en las profundidades más oscuras de la realidad.