Mujeres de la noche - Sara Blædel - E-Book

Mujeres de la noche E-Book

Sara Blædel

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  Una noche, en un patio de la calle Skelbækgade del barrio de Vesterbro, aparece asesinada una mujer. En la escena del crimen hay sangre por todas partes. La han degollado. Mientras la oficial Louise Rick, junto con un grupo de detectives de la policía de Copenhague, está investigando el caso, recibe una llamada de su amiga Camilla Lind, periodista del diario Morgenavisen. Quiere saber si hay novedades en la investigación, pero, sobre todo, se muestra muy afectada: esa misma mañana, cuando su hijo de 11 años salía al colegio, se encontró con un recién nacido abandonado. Todas las pistas apuntan al ambiente de la prostitución de Copenhague; pero al producirse otro brutal asesinato, empieza a hacerse evidente que han entrado en escena nuevos actores…

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Mujeres de la noche

Mujeres de la noche

Título original: Aldrig mere fri

© 2008 Sara Blædel. Reservados todos los derechos.

© 2021 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1167-2

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Sinopsis

Una noche, en un patio de la calle Skelbækgade del barrio de Vesterbro, aparece asesinada una mujer. En la escena del crimen hay sangre por todas partes. La han degollado. Mientras la oficial Louise Rick, junto con un grupo de detectives de la policía de Copenhague, está investigando el caso, recibe una llamada de su amiga Camilla Lind, periodista del diario Morgenavisen. Quiere saber si hay novedades en la investigación, pero, sobre todo, se muestra muy afectada: esa misma mañana, cuando su hijo de 11 años salía al colegio, se encontró con un recién nacido abandonado. Todas las pistas apuntan al ambiente de la prostitución de Copenhague; pero al producirse otro brutal asesinato, empieza a hacerse evidente que han entrado en escena nuevos actores...

Dedicatoria

Para Adam

1

La mujer yacía boca arriba, con los brazos extendidos a los lados y la cabeza apoyada en el hombro. La habían degollado con un corte largo y limpio. La sangre se le mezclaba con los cabellos rubios, formando una mancha pringosa en el lado izquierdo del cuerpo.

La oficial de policía Louise Rick se enderezó y tomó aire. ¿Llegaría a acostumbrarse alguna vez? Hasta cierto punto, confiaba en que la respuesta fuera no.

La oscuridad se extendía como un pesado manto por la zona del Matadero. Iban a dar las dos de un domingo que ya se estaba convirtiendo en lunes. El aire húmedo de abril flotaba por el barrio de Vesterbro, a pesar de que la lluvia, pertinaz desde las últimas horas de la tarde, había cesado ya. En la calle Skelbækgade, las sirenas y barreras de la policía habían ahuyentado a la mayoría de los viandantes. Solo quedaba un puñado de curiosos observando y comentando las labores de los agentes.

Sentado en las escaleras del café Høker, un borracho solitario se desentendía de la abundante presencia policial y seguía canturreando. Si alguien pasaba cerca de él, pegaba un grito. No se veían por ninguna parte las chicas que solían estar en esas calles. Seguramente deambulaban ahora por Sønder Boulevard o a la esquina de Ingerslevsgade.

Bajo los incisivos haces de los potentes focos de la policía científica, la escena estaba fragmentada en porciones de alto contraste. Los agentes habían cubierto el cuerpo, como primerísima providencia, para proteger todas las fibras y cabellos sueltos. Luego se pondrían a buscar rastros de ADN con bastoncillos de algodón humedecido.

El forense Flemming Larsen se volvió hacia Louise y el inspector jefe de homicidios, Hans Suhr.

—El corte tiene unos veinte centímetros. La herida corre a lo largo del cuello y es profunda y de bordes regulares. Esto demuestra que le asestaron con fuerza una sola cuchillada.

Se quitó los guantes de goma y la mascarilla. A gestos, comunicó a los agentes que ya había acabado, que podían continuar con sus investigaciones.

—No hay otras señales de violencia. Todo tuvo que ser muy rápido. Estoy seguro de que ella ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba pasando, porque no hay ninguna lesión en las manos ni en los brazos que indique que intentara defenderse. Yo diría que esto sucedió en las últimas tres horas —añadió.

—¿Tienes alguna idea de quién era ella? —preguntó Louise. No había ningún documento de identidad entre las pertenencias de la mujer—. ¿Podemos suponer que era una prostituta?

El forense lanzó una expresiva mirada a la faldita de algodón y al ajustado top, para enseguida decir que, a juzgar por el deficiente estado de su dentadura, dudaba de que fuese danesa.

—Es una buena hipótesis —convino el inspector jefe, mientras retrocedía unos pasos para que los agentes pudieran continuar con su tarea. La luz con que el forense había estado trabajando fue a dar a otra zona del patio. Había que rastrear todos los rincones en busca de pistas.

Louise se volvió a agachar junto a la mujer. La herida estaba en la parte alta del cuello. Ya sin el penetrante haz luminoso, resultaba difícil distinguir sus facciones en la oscuridad; pero era evidente que se trataba de una chica muy joven; en torno a los veinte, supuso Louise.

Notó pasos a su espalda. Su colega Michael Stig se había puesto detrás de ella y había apoyado las manos en sus hombros. Se inclinó hacia delante para observar el cuerpo.

—Una puta del Este —valoró con rapidez, mientras se retiraba para que Louise pudiera incorporase.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó ella, y retrocedió un poco para romper la espontánea familiaridad de su colega.

—El maquillaje. Se siguen maquillando como las danesas en los ochenta. Mucho maquillaje y muy chillón. ¿Qué sabemos de ella? —preguntó mientras metía las manos en los bolsillos de sus vaqueros de talle bajo.

Louise captó el olor del pelo recién lavado y el desodorante fresco. Ella misma acababa de acostarse cuando la despertó la llamada del inspector jefe. En menos de veinte minutos, había ido de su apartamento, en Frederiksberg, hasta el lugar de los hechos. Casi cinco años como investigadora de homicidios la habían adiestrado a desarrollar una rutina minuciosa para el momento de la llamada nocturna.

—Nada —contestó secamente—. La comisaría de la City recibió una llamada anónima. Alguien les dijo que había una mujer muerta en la calle Kodboderne, detrás de la Escuela de Hostelería y Restauración, pero colgó de inmediato.

—O sea, la llamada la hizo una persona que conoce al detalle la parte menos bonita de Copenhague —observó su colega—. En otras palabras: alguien que se mueve por aquí a diario.

Ella levantó una ceja.

—Solo los que conocen bien el barrio dividen por calles la zona del Matadero: Kodboderne, Høkerboderne y Slagterboderne —aclaró él.

«Y eso, evidentemente, te incluye a ti», pensó Louise mientras iba de vuelta junto al resto del grupo.

Lars Jørgensen, compañero de Louise, y algunos agentes de la City habían recorrido todas las casas de Skelbækgade cuyas ventanas daban al Matadero. Otro equipo se encargaba de quienes pasaban por esa calle y los alrededores. Si bien el aviso había sido recibido en la City, la antigua comisaría 1 en Halmtorvet, el caso había pasado de inmediato al departamento de homicidios de la Jefatura Superior de Policía de Copenhague. El inspector jefe Suhr se encargó de que todo su grupo estuviera presente desde el principio, con excepción de Toft, que estaba de fin de semana en casa de su hija, en Jutlandia, celebrando sus bodas de plata. Toft se había ganado el derecho a dormir tranquilamente con sus guirnaldas y sus fanfarrias.

—Nadie sabe nada —informó Lars Jørgensen— o no se atreven a contarlo. Y, curiosamente, nadie ha estado en las cercanías de Skelbækgade en las últimas veinticuatro horas. Ni siquiera la gente que Mikkelsen vio con sus propios ojos a última hora de la tarde.

El aludido asintió mientras bostezaba.

Mikkelsen era el policía de la comisaría de Halmtorvet que conocía más a fondo lo que ocurría en la zona de Istedgade, con sus putas, camellos y drogadictos. Bajo, fuerte y con algo más de cincuenta años, el hombre había trabajado durante toda su carrera como policía en aquel barrio, salvo por una única incursión en la brigada de orden público. Después de tres años ahí, prefirió pedir que lo regresaran a su vieja oficina; y se lo concedieron.

—¿Y qué hay del tipo de las escaleras? —preguntó Louise.

—Ese no ha visto otra cosa que el fondo de las botellas que ha vaciado —contestó Mikkelsen. Repitió la respuesta poco después, cuando apareció el inspector jefe con la misma pregunta.

—Está bien, nadie va a decir nada; siempre es lo mismo en este barrio —dijo Suhr, llamando a Michael Stig con un gesto—. No podemos hacer mucho más por ahora. Mikkelsen y los suyos seguirán preguntando por las calles, pero dudo que esta noche encontremos a alguien con quien hablar. Bien sabemos que, si alguno de los fijos de la zona ha visto algo, tendrá que madurarlo antes de contárnoslo. Vamos a dormir un poco. Mañana seguiremos.

—¿Qué pasa con Willumsen? —preguntó Louise mientras se dirigían hacia los coches. Estaba sorprendida de no haber visto aún al jefe del grupo de investigación.

—Mañana temprano lo ponemos al corriente —contestó el inspector jefe lanzándole a Louise una sonrisa socarrona—. Mejor dejarlo dormir.

Louise asintió. Todos ellos habían sufrido en sus propias carnes lo que ocurría cuando Willumsen se levantaba con el pie izquierdo y les contagiaba su mal humor.

***

Cuando Louise se levantó, tras solo cuatro cortas horas de sueño, le dolía el cuello y sentía todo el cuerpo pesado. Se había despertado muchas veces con la imagen de aquella joven desconocida. ¿Por qué la habrían matado así? La profunda herida del cuello era una clara señal de ensañamiento, y, sin embargo, no se había defendido. Seguramente ni siquiera había llegado a percatarse de que el asesino estaba detrás de ella. Las ideas surgían y se arremolinaban, mezclándose con una sucesión de imágenes del escenario del crimen. Una y otra vez, en su penumbra privada, las sombras se proyectaban sobre las lisas fachadas blancas del Matadero, un lugar donde no debías estar, a no ser que fueras carnicero o mayorista y si no eran las horas plenas del día.

Entró en la cocina a calentar agua para el té y fue a darse una ducha. Le costó prepararse para salir. Permaneció tanto rato bajo el chorro de agua caliente, que el cuarto de baño se llenó de vaho. Luego se dejó caer en la silla de la cocina con la taza de té entre las manos.

Lo último que había dicho el inspector jefe antes de despedirse fue que a las nueve tendrían una reunión para hablar del caso. Tras la profunda reforma que había sacudido los cimientos del Cuerpo de Policía de Copenhague, se celebraban reuniones todos los días. El reajuste se había llevado por delante tanto a la Sección A, que era la de homicidios, como a la C, que se ocupaba de los delitos contra la propiedad. Ahora todo estaba revuelto: las barajas se habían mezclado, las fronteras se habían borrado. Algunos de los investigadores con más experiencia tenían nuevas tareas en otras dependencias. Tampoco quedaba sitio para todos los comisarios que, hasta entonces, habían actuado como jefes de grupo. En estos cambios, Louise había perdido a Henny Heilmann. Le habían ofrecido el puesto de jefa de investigación en la Dirección General y ahora dirigía el departamento de coches patrulla. Louise sabía bien que a Henny le había tomado tiempo acostumbrarse.

Entró en el dormitorio y sacó del armario un jersey grueso. Había pensado en tomar el autobús en Gammel Kongevej, pero, en el último momento, se animó a coger la bicicleta.

Esa mañana, el tráfico en el carril bici era denso. Se colocó del lado izquierdo al cruzar H. C. Ørstedsvej y pedaleó vigorosamente. Llevaba el casco calado hasta los ojos para que le sirviese de visera contra la penetrante luz primaveral.

—Dejemos que la City siga haciendo preguntas en el barrio y, sobre todo, en las calles de las putas, por donde se mueven los clientes. Es más fácil que un pájaro venga a cantarnos ópera que encontrar a un cliente fijo de la muerta; sobre todo, a uno que esté dispuesto a contarnos algo. Así que concentrémonos, mientras tanto, en identificar a la mujer y en las pistas forenses. ¿Qué tenemos por ahora?

El inspector Willumsen lanzó a Suhr una mirada de incógnita, y, mientras Suhr vacilaba, Louise echó la silla hacia atrás hasta apoyarla en la pared. Había pasado ya un año desde que Suhr nombrara a Willumsen jefe del grupo de investigación al que ella estaba asignada. Muchos lo odiaban por su actitud arrogante e insolente. Todo y todos le importaban un bledo, incluyendo a sus superiores y compañeros; sin embargo, a Louise le caía bastante bien. Había sido Willumsen quien le enseñara, en su día, que todo podía resumirse en: «sí, no o a tomar por culo. Informes claros y no tanta paja. Entendido, no entendido o te importa una mierda lo que te estoy diciendo». Y también había sido él quien, algunos años antes, la formara en el grupo de negociadores de la policía.

Suhr dio un paso atrás y apoyó los brazos contra la pared, como si estuviera reuniendo fuerzas para continuar.

—Dispones de los recursos que necesites. Para empezar, cuentas con los cuatro investigadores de tu grupo: Rick y Jørgensen. Toft y Michael Stig. Además, nos ayudan también Mikkelsen y su gente de Halmtorvet.

El inspector jefe dejó caer los brazos. La propuesta había sido formulada.

Con la mirada baja, Willumsen estaba concentrado en la uña del pulgar de su mano derecha. La limpiaba a fondo con la punta de un lapicero mientras parecía sopesar cuál sería el mejor modo de emplear a su gente. Al cabo de un rato, soltó el lapicero sobre la mesa. Encargó, entonces, a Toft y a Michael Stig que mantuvieran el contacto con la policía científica; debían ponerse al corriente de todos sus descubrimientos. También debían asistir a la autopsia de la desconocida.

Luego miró a Louise y a su compañero.

—Vosotros iréis con Mikkelsen y os concentraréis en los alrededores del lugar del crimen —dijo, y con eso dio por concluida la reunión.

2

El despertador sonó a las seis y media. Había llovido copiosamente durante las primeras horas de la mañana, así que Camilla Lind decidió no ir a correr. Fallaría a la primera sesión de su nuevo programa de entrenamiento. En lugar de hacer footing, decidió entonces ir a la piscina de Frederiksberg, que estaba muy cerca de su casa. Veinte largos, como mínimo, y después, al sauna. Con eso se limpiaría las huellas del fin de semana, que había terminado con algunos mojitos de más y bastante sueño de menos. Markus, su hijo, había estado con su padre desde el jueves hasta el domingo por la tarde. La noche del domingo la había pasado en casa de un compañero de colegio, puesto que el lunes por la mañana su clase iría de excursión al Museo al Aire Libre. Los habían citado a las diez en la plaza de Norreport, y como el padre del amigo era pastor y no tenía que salir de casa el lunes por la mañana, Camilla estaba segura de que él se encargaría de que los dos chavales llegaran a tiempo. A esa hora, ella estaría ya en la reunión semanal de la redacción de sucesos del diario Morgenavisen.

Camilla buscó con determinación el traje de baño y la toalla. Aunque no solía ir a la piscina, ese día estaba firmemente decidida a cumplir su propósito de hacer ejercicio. Resultaba perturbadora la cantidad de veces que había comenzado a practicar algún deporte..., y todos esos intentos habían terminado en un medio fracaso y mala conciencia. Al final, reconocía obligada que, en realidad, no le apetecía hacer ejercicio.

La redacción de sucesos estaba vacía cuando, dos horas más tarde, Camilla abrió la puerta de su oficina. Tenía las mejillas coloradas y el hambre suficiente como para comerse la nueva semana de un solo bocado. Treinta largos y un baño relajante la habían llenado de nueva energía. Todavía le quedaba por delante una hora antes de que comenzara la reunión, y su cuaderno de notas estaba vacío. Durante el fin de semana, Camilla había perdido totalmente el hilo de las noticias. No había leído los periódicos ni visto la televisión por culpa de un rollo de fin de semana llamado Kristian. Hasta el domingo, el tipo no le había revelado que tenía una novia, que la novia volvía de viajar a Londres con unas amigas y que había prometido ir a recogerla.

Todo había comenzado con un encuentro casual en los almacenes Magasin. Aunque habían sido compañeros de colegio, Camilla no lo reconoció en las escaleras mecánicas. Kristian comenzó entonces a nombrar a otros chicos de la clase, y entonces se hizo la luz. Resultó que también vivía en Frederiksberg. Poco después, él le preguntó si le apetecía quedar el sábado para comer en el bar Belis, y ella aceptó. Tras un par de copas, acabaron en casa de Camilla. Al día siguiente, cuando él dijo que tenía que irse, ella no desconfió.

Camilla encendió el ordenador y salió a ponerse un café. Aprovechó el viaje para recoger los diarios matutinos: un fardo que todas las mañanas la aguardaba en el suelo ante la puerta de la sencilla oficina de la redacción de sucesos. Tenía tiempo de sobra para hojearlos antes de la reunión. Entró en la página de la agencia Ritzau para conocer las novedades del fin de semana. Una gran pelea a navajazos en Aalborg y un grave accidente con tres muertos en Fionia. Hizo un apunte en su libreta mientras el becario entraba de la redacción saludando a gritos.

Siguió buscando. También repasó de prisa las noticias de los demás periódicos y comprobó la radio y TV2, pero no había nada con sustancia, nada que mereciera una primera plana. Camilla miró el reloj: las nueve y cuarto. El jefe de redacción, Terkel Høyer, saludó al pasar.

Camilla se levantó y cerró la puerta. Era hora de llamar a algunos de los principales distritos de policía para informarse sobre los partes del fin de semana.

—Y bien, ¿qué tenemos? —comenzó Terkel Høyer. Camilla y su colega, Ole Kvist, esperaban a la mesa junto con el becario. Este último, Jakob, les había traído bollos de canela. Era su última semana en la redacción antes de volver a la Escuela de Periodismo.

Camilla miró historia que tenía al final en los apuntes de su cuaderno; la pelea a navajazos y el accidente de tráfico quedaron descartados. Mientras tanto, Kvist hojeaba unos recortes. Era su costumbre, cada lunes por la mañana, antes de ir al segundo piso, donde estaba su propia redacción, hacer una ronda por la de novedades. Ahí se recibían todos los diarios de menor tirada. Inmediatamente, Kvist los dejaba limpios de cualquier noticia de sucesos. Solo en el momento de presentar sus propuestas en la reunión de la redacción, decidía cuál consideraba más apta para tener resonancia.

Esto siempre causaba una magnífica impresión. Pero, al final, esas noticias rara vez tenían alguna secuela interesante, pues, una vez que llegaban a las páginas de sucesos del Morgenavisen, dejaban de ser novedades.

—Hay una banda dedicada al robo de obras de arte. Está arrasando la zona de Silkeborg —dijo Kvist, leyendo el primer recorte. Antes de continuar, miró de reojo al jefe de redacción para ver si eso había despertado su interés—. Al parecer, se centran en cuadros caros. Este fin de semana se llevaron un gran Per Kirkeby y otras dos pinturas, del mismo valor, de un artista noruego. Solo en el robo a esta mansión, de acuerdo con la policía, estaríamos hablando de varios millones. Y en los últimos dos o tres meses ha habido más de estos golpes.

Su voz se iba animando a medida que avanzaba en la historia.

—No veo que podamos sacarle ningún provecho —se aventuró a intervenir Camilla—, es agua pasada.

—Podríamos aprovecharla si hiciéramos crecer el caso. Eso haría presión para que le echaran el guante a la banda —indicó Kvist, mirando apelante a Terkel Høyer.

—¿De qué periódico lo has sacado? —preguntó el jefe de redacción señalando el recorte.

—Del Diario de Jutlandia. Seguro que aún no ha entrado en ninguno de los grandes —respondió Kvist. Sugirió que, en todo caso, necesitaba algo de tiempo para hacer unas llamadas.

Camilla partió un trozo de su bollo. No habría nada en esa historia hasta que la policía tuviese algún resultado. Con todo, no le sorprendería ni lo más mínimo que finalmente Kvist se saliese con la suya.

—Allí viven todos los concesionarios de automóviles. Tienen vistas prodigiosas a los lagos de Silkeborg y dinero suficiente para permitirse ese tipo de cosas en las paredes —les recordó Kvist—. No ha de ser muy difícil para los ladrones hacerse con sus direcciones privadas. Es cosa de vigilar las idas y venidas a las fiestas de los vecinos y, después, simplemente dar el golpe.

Camilla pensó en los policías que se ocupaban del caso. ¿Se les habría ocurrido una explicación así?

—Vale, ¡a ver si sacas algo! —dijo Terkel interrumpiendo los pensamientos de Camilla—. ¿Tienes algo más?

Kvist negó con la cabeza y enterró los otros recortes bajo la historia que había conseguido sacar a flote. Miró a Camilla, que rápidamente se limpió la boca.

—Lind, ¿qué tienes tú? —preguntó el jefe.

—Tengo un muerto. Una joven fue asesinada en Vesterbro anoche.

Terkel Høyer levantó una ceja, interesado.

—Aún no hay mucho que contar. Empieza con una llamada anónima a la policía. La encontraron en Skelbækgade, cerca de la entrada de la Escuela de Hostelería y Restauración.

—O sea, una puta —interrumpió Ole Kvist echándose hacia atrás.

Camilla no le hizo caso.

—Degollada. Suhr ya puso un grupo a trabajar en el caso. Aún no la han identificado, pero, off the record, tienen la sospecha de que podría ser del Este.

—Sí, cada vez hay más de esas —dijo su colega. —Sugiero ir a Silkeborg para hablar con alguna de las víctimas de los robos millonarios...

—Me gustaría seguir con esta historia. —dijo Camilla alzando la voz para ganarse la atención de su jefe—. La chica no tendría más de veinte años.

El jefe de redacción asintió mientras meditaba.

—Está bien, no más de dos columnas.

—Al parecer, fue una auténtica carnicería —protestó Camilla, frustrada por que su tema no mereciera más—. Puede convertirse en una gran historia, sobre todo si no tenemos ninguna otra cosa.

—¡Pero sí que la tenemos! —interrumpió Kvist desde el otro lado de la mesa, y Terkel Høyer pareció estar de acuerdo.

—Voy a llamar al forense que inspeccionó el cuerpo anoche. Si la han ejecutado...

El teléfono móvil interrumpió su discurso. Iba a colgar para poder seguir argumentando con calma, pues no quería que su historia les diese ventajas añadidas a los robos, pero, al ver que era Markus, echó la silla atrás y se alejó de la mesa. Pidió a su hijo que hablara rápido mientras mantenía la mirada puesta en Terkel, que ya estaba preguntando a Jakob si tenía alguna sugerencia.

—¿Qué niño? Markus, habla un poco más alto. ¿En la iglesia, cuando salíais para Norreport...?

Camilla había hablado con sequedad, pero, cuando las palabras de su hijo empezaron a llegar en cascada, respiró profundamente. Le pidió que lo repitiera todo con calma y un poco más despacio. Kvist había empezado a machacar otra vez con la historia de los robos de arte, así que se volvió hacia la pared y se concentró en escuchar. Entonces se dio cuenta de que la voz del niño se debilitaba por una gran conmoción, de que estaba en medio de algún lío. Lo dejó hablar hasta que hubo acabado.

—Voy enseguida —le dijo, y colgó el teléfono.

El repentino cambio de Camilla había sido notable. Los demás la miraron con curiosidad cuando volvió la mesa de reuniones.

—Tengo que irme. Mi hijo y un compañero han encontrado un recién nacido abandonado en el suelo. Estaba del pórtico de la iglesia de Stenhøj.

Ya en la Gothersgade, Camilla buscó un taxi. Los tres primeros iban ocupados y pasaron de largo. Comenzó a caminar deprisa, a lo largo de los jardines de Kongens Have, en dirección a Norreport, mientras mantenía la vista en los autos.

—A la avenida de Stenhøj —dijo cuando por fin se detuvo a recogerla un monovolumen con luz verde.

El tráfico de la mañana era fluido camino de Frederiksberg. Aun así, sentía que todo iba demasiado despacio. Era un buen momento para llamar al Instituto Anatómico y localizar al forense que había trabajado por la noche en Skelbækgade, pero le resultaba imposible concentrarse. La excitación de Markus había sido un disparo de adrenalina. Imaginó su claro rostro y el pelo corto y en punta que cada mañana se arreglaba cuidadosamente con crema y gomina. Era bastante mayor para sus once años, pero no lo suficiente como para no seguir llamando a su madre cuando algo lo desconcertaba.

Cerca de la iglesia, ya llevaba el billetero en el regazo.

—Debió haberme dicho que iba a pagar con tarjeta cuando bajé la bandera —dijo el taxista, mirándola por el retrovisor con cara de pocos amigos.

—¿Quiere cobrar o no? —respondió extendiéndole la tarjeta mientras, al mismo tiempo, recogía su bolso del suelo.

Un momento después, caminaba deprisa hacia la iglesia. Un coche patrulla la adelantó y se metió en el aparcamiento. Camilla continuó por el camino que rodeaba el templo y entró en el patio, que se extendía ante la casa parroquial. Ahí, en la cocina, encontró al pastor, Henrik Holm, paseando con un pequeño bulto en los brazos. Markus saltó de la silla y fue hacia ella, seguido de cerca por su amigo Jonas. El hijo del pastor la saludó con una voz ligeramente ronca que, según Markus, «es impresionante, mamá».

El pastor tuvo que llamar a la calma. Los chicos, quitándose la palabra el uno al otro, habían comenzado con el relato. Iban andando por ahí, dijeron, y, de repente, oyeron el llanto de un niño... Pero la detallada explicación fue interrumpida cuando alguien llamó enérgicamente a la puerta. Los chicos se precipitaron hacia la entrada principal, atravesando habitaciones, para recibir a la policía.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Camilla rápidamente cuando se encontró a solas con el pastor.

El hombre mecía el bulto con movimientos suaves.

—Me despedí de los chicos poco antes de las nueve y media y me quedé siguiéndolos con la vista mientras cruzaban el patio. De repente, se detuvieron y se quedaron parados un momento antes de echar a correr de vuelta a la iglesia. Salí para decirles que debían irse ya o llegarían tarde para la excursión, pero vinieron a la carrera gritando que había un bebé llorando.

Camilla se inclinó sobre el pequeño que el pastor tenía en brazos. Dormía plácidamente. Sobre su carita llevaba una corona de pelo oscuro, espeso y grasiento.

—¿Es niño o niña? —preguntó.

—Es una niñita —respondió él girando la cara hacia la habitación en la que, en ese mismo momento, se oían unos pasos sobre el parqué.

—Voy a poner agua para hacer café —propuso mientras saludaba a los dos policías que entraban.

—Hola —dijo el pastor en un susurro—. La pequeña acaba de dormirse, pero ha estado llorando sin descanso desde que los chicos la encontraron.

Los policías asintieron con tal amabilidad, que Camilla dedujo que ellos mismos tendrían hijos y sabrían lo importante que era no molestarlos cuando dormían plácidamente.

—¿Dónde la encontrasteis? —preguntó uno de ellos volviéndose hacia Jonas y Markus. De repente, los niños parecían avergonzados y asustados.

—En el pórtico —contestaron finalmente. Como no continuaban, el pastor lo hizo por ellos.

—Los chicos iban de camino a la escuela cuando la oyeron —explicó. Señaló a Camilla el armario de la cocina para indicarle dónde guardaba el café—. Estaba sobre las baldosas, delante de la puerta, envuelta con esto —dijo levantando ligeramente la toalla de felpa azul oscuro que rodeaba el cuerpo del bebé.

La niña se movió inquieta cuando el policía empezó a desenvolver el hatillo azul, pero no llegó a despertarse.

—Creo que está totalmente agotada de llorar —dijo el pastor.

Les contó que no había conseguido que se durmiera hasta que empezó a acariciarle la mejilla en pequeños círculos, como solía tranquilizar a Jonas años atrás.

—Seguro que está hambrienta, pero, aun así, la tranquilizó el reflejo mamario. Me estuvo chupando ávidamente el meñique hasta que se quedó dormida, hace un momento —explicó echándose un poco hacia atrás y apoyando a la niña en su seno. Los policías se acercaron para observarla más detenidamente.

Camilla se colocó a la espalda del pastor para también poder contemplarla.

—Tendrá, como máximo, un día —aventuró ella—, quizá menos.

Tenía todo el aspecto de un recién nacido: estaba desnuda, el largo cordón umbilical sanguinolento le colgaba por un costado y llevaba el cuerpo cubierto de unto sebáceo y sangre.

—En todo caso, nadie la ha atendido tras el nacimiento. Es como si hubiera ocurrido de una forma un poco primitiva, sin ayuda de matrona —comentó uno de los policías mientras examinaba el cordón umbilical—. Se lo han arrancado, a juzgar por lo desgarrado que está. En todo caso, no utilizaron ni cuchillo ni tijeras para separarla de su madre.

Miró al pastor.

—¿Habrá nacido en la iglesia? —preguntó.

Henrik Holm negó sacudiendo la cabeza, pero también se encogió de hombros.

—Naturalmente, no lo puedo asegurar —reconoció—. En la nave no había nada que como para pensar eso, pero no he mirado en el resto de la iglesia.

Camilla puso el café y unas tazas en la mesa. Vaciló un momento cuando el policía le preguntó si ella podría quedarse con la niña hasta que llegara la ambulancia.

—Seguro que en unos minutos estará aquí. Nos gustaría que usted y los chicos nos acompañaran a la iglesia para ver el lugar en que la encontraron —explicó volviéndose hacia Henrik Holm. El pastor envolvió a la niña con la toalla, la levantó con cuidado y la colocó en los brazos de Camilla.

Después de que la puerta de la cocina se cerrara tras ellos, Camilla se sentó en el sofá cama. Con la recién nacida en los brazos, no se atrevía a servirse el café; se sentó totalmente inmóvil contemplando a la pequeña. Algo se le agitaba por dentro, una sensación difícil de expresar con palabras: tal era la vulnerabilidad que transmitía la recién nacida. Apenas unos momentos antes había percibido sentimientos parecidos en los dos agentes.

Con la mano libre alcanzó el bolso y sacó el teléfono móvil. Conectó la cámara e hizo un par de fotos de la niña dormida. Alguien llamó a la puerta de la cocina. Disimuladamente, volvió a dejar el móvil en el bolso.

—Adelante.

Dos enfermeros entraron en la cocina. Preguntaron si el bebé seguía dormido.

Camilla asintió y se levantó con cuidado.

—Enseguida traemos la cuna —dijo uno de ellos.

Mientras esperaba a que volvieran, apretó a la niña contra su pecho. Notó cómo respiraba con pequeños y tranquilos movimientos. Se quedó de pie, dejando que la sensación se le metiera en el cuerpo, hasta que oyó pasos en el patio. Henrik Holm volvió a entrar con uno de los policías.

Markus y a Jonas estaban junto a la ambulancia. Podía verlos a través de la ventana. Los niños seguían con curiosidad los pasos de los enfermeros: cómo abrían la puerta trasera, cómo sacaban la cuna...

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó el pastor al policía.

Los enfermeros regresaron y tuvieron que apartarse un poco. Henrik Holm despejó rápidamente uno de los extremos de la mesa de la cocina para colocar allí la cuna. Era del mismo tipo que la de Markus recién nacido: de plástico transparente, con un grueso cobertor blanco y una simple toalla.

—La llevaremos al hospital de Frederiksberg. Ahí le darán de comer; luego le harán un examen y la atenderán. —El policía les contó que un año antes había atendido un caso semejante—. Le extraerán sangre para hacer un análisis de ADN y luego la tendrán en observación.

En el patio ya habían aparecido los técnicos criminalistas. El policía le explicó al pastor que, una vez concluidos los trabajos en los alrededores de la iglesia, se llevarían la toalla de felpa azul al laboratorio para hacer los estudios más detallados.

La cuna estaba lista. Camilla miró por última vez a la pequeña antes de dársela a uno de los enfermeros, pero la niña, en el mismo instante en que cambiaba de brazos, rompió a llorar. Era un llanto fuerte y desgarrador. La cara de la recién nacida se contrajo y sus manitas se cerraron con fuerza. El joven enfermero, asustado, puso la niña otra vez en brazos de Camilla. Le preguntó si no tenía inconveniente en acostarla ella misma.

—En el hospital la atenderán perfectamente —añadió tranquilizador.

Cuando se llevaban la cuna a la ambulancia, Camilla observó a los dos niños. Se habían quedado ciertamente sacudidos por el violento llanto de la niña. Sus rostros taciturnos estaban fijos en la ambulancia que se ponía en marcha.

Camilla se sirvió el café y lo ofreció a los demás, mientras el policía pedía al pastor y a los chicos más detalles sobre lo sucedido.

—¿Ninguno vio u oyó nada en los alrededores de la iglesia esta mañana?

Los tres negaron con la cabeza.

—¿A qué hora bajó a la cocina? —preguntó el policía mirando interrogante al pastor.

—Me levanté un poco antes de las siete, y desde las siete y media estuve aquí, en la cocina, preparando el desayuno y los bocadillos —respondió Henrik Holm señalando la mesa—. Desde la ventana se ve bien la iglesia.

El policía asintió. Ya había estado en la ventana y, en efecto, se tenía desde ahí una buena vista del templo y de todo el patio.

—Los chicos han dicho que, cuando oyeron a la niña, notaron que la puerta del pórtico estaba entreabierta. ¿Se fijó si ya estaba abierta cuando bajó a la cocina a hacer el desayuno?

Camilla escuchaba mientras sacaba un cartón de leche del frigorífico y lo colocaba sobre la mesa. Envió un SMS rápido a Terkel Høyer, explicándole que todavía tardaría un poco, pero que podía contar con una historia para el periódico del día siguiente. Luego se sentó en el banco junto a Markus y le rodeó los hombros con el brazo.

—No podría decirlo —admitió Henrik Holm—. La verdad es que no me fijé.

—Pero, si alguien hubiera entrado, ¿lo habría visto?

—Probablemente, pero, veamos, no vigilo la iglesia todo el tiempo. Estaba ocupado en despertar y servir el desayuno a los chicos.

El policía asintió y se encogió de hombros.

—Bueno, entonces no hay mucho que investigar, si no han notado nada por el patio o la iglesia —constató.

—¿Qué van a hacer para encontrar a la madre de la niña? —preguntó Camilla cuando vio que el policía parecía dispuesto a irse.

—Lo primero es esperar a que aparezca por sí sola —respondió él, y tomó otra vez su taza de café—. En la mayoría de estos casos, la madre acaba dando señales de vida. Todo apunta a que la intención era que alguien de bien se encontrara a la niña, y por eso la dejaron en la iglesia; si no, la habrían abandonado en cualquier otra parte o la habrían matado.

Camilla abrazó a Markus al notar que se estremecía.

—Pero ¿no van a hacer nada para encontrarla? —interrumpió Henrik Holm.

—Si la madre no quiere que la encontremos, no hay mucho que podamos hacer. Naturalmente, nos serviremos de la prensa para llamarla. Además, preguntaremos por los alrededores, por si alguien hubiera visto algo.

El policía parecía ya algo cansado y se arrellanó en la silla.

—Pero ¿y si no la encuentran? —quiso saber Markus.

—En ese caso, habrá que buscarle unos padres adoptivos —aclaró el agente con resignación—. Antes, doy por supuesto que la cuidarán en el orfanato de Skodsborg.

—Entonces, ¿no habrá nadie que se haga cargo de ella? —preguntó Jonas, que había estado escuchando con atención lo que el policía explicaba.

—Sí, hay unas damas muy amables que la van a cuidar de maravilla hasta que le encuentren unos nuevos padres.

—Pero tiene que haber algo más: tenemos la toalla... —exclamó Camilla, y dejó caer el brazo cuando Markus se echó hacia delante.

—Haremos lo posible, naturalmente. La niña está viva, y si la madre no quiere tenerla, lo mejor para ella, con toda seguridad, será que la adopten unos padres que estén deseando tenerla —añadió el policía secamente, y le pidió a Henrik Holm un número de teléfono donde pudiesen localizarlo.

Cuando se levantó para irse, entregó al pastor y a Camilla sendas tarjetas de visita: Rasmus Hem se llamaba. El pastor asintió mecánicamente cuando el policía le pidió que lo llamara si su hijo recordaba algo más. «Puro formalismo», pensó ella mientras se guardaba la tarjeta en el bolsillo.

Los chicos se fueron al primer piso, al cuarto de Jonas. Camilla los siguió con la vista hasta que se perdieron por la escalera. Aceptó el ofrecimiento del pastor de otra taza de café y, de repente, sintió como si la cocina se hubiera quedado vacía y muda.

—Menudo lío.

Henrik Holm se dejó caer en una silla y cogió el azúcar.

Ella intentó imaginarse qué podría llevar a una madre a abandonar a su recién nacido a una suerte tan incierta, pero no consiguió emparejar esa emoción con ningún sentimiento de su catálogo.

Por alejar ideas, preguntó al pastor si no recordaba haber visto por allí a ninguna embarazada.

—Llevo dándole vueltas como un loco. La única que ha venido con cierta regularidad es Mette, y aún no ha salido de cuentas. —Sacudió la cabeza y echó un vistazo al reloj de la pared—. Tengo que escribir una columna —dijo mirando hacia la iglesia—, espero que no me necesiten en las próximas horas.

Camilla sacudió la cabeza y se levantó. Eran casi las once y media. Llamó a Markus para avisarlo de que se iba.

—Vuelvo al periódico —dijo atusándole la cabeza hasta desordenarle un par de mechones. Rápidamente, Markus puso de nuevo todo en su lugar y su pelo volvió a apuntar en todas las direcciones.

Camilla lo tomó de los hombros y lo miró a los ojos para comprobar que no hubiera ningún rastro de miedo en ellos. Se tranquilizó en cuanto lo vio dar pasitos rumbo a la puerta para llevarla fuera y, así, volver lo más pronto posible a la habitación de Jonas.

—Te llamo en cuanto pueda salir —le prometió ella, y le dio un beso en la mejilla y otro en la frente. Él se libró de sus brazos gritando «sí, sí» y desapareció otra vez por las escaleras.

Camilla se volvió hacia el pastor y le sonrió.

—Parece que ya se van recuperando.

3

—No tenemos absolutamente nada. No hay nadie que haya visto nada de lo que pasó en la calle a esa hora —confirmó Mikkelsen cuando Louise y Lars Jørgensen llegaron a su despacho en la comisaría de la City.

Tenían una buena vista de la plaza de Halmtorvet. El detective, de pelo gris y gafitas de concha, cruzado de brazos, lanzó una mirada al exterior. Desde la noche previa, explicó, había estado hablando con un par de tipos de los que suelen estar bien informados.

—¿Tenían algo que contar?

Louise se preguntó si Mikkelsen habría llegado a ir a casa a dormir. Sus ojos se detuvieron en la litera de barco adosada a una de las paredes del despacho. Ahora estaba repleta de papeles y carpetas, pero debajo había un edredón de flores.

Mikkelsen negó con la cabeza. Al mismo tiempo, se encogió de hombros como diciendo que no siempre es fácil decir cuánto hay detrás.

—He enseñado el retrato de la mujer por ahí —dijo señalando la foto que habían tomado la noche anterior—. Muchos dicen haberla visto, pero afirman que no saben quién era ni para quién trabajaba.

—¿Estás seguro de que era una prostituta? —preguntó Lars Jørgensen.

Mikkelsen echó hacia atrás su sillón de respaldo alto y se quedó con las manos cruzadas sobre su oronda barriga.

—Nunca se está totalmente seguro, se necesitan buenas pruebas —sentenció fijando la mirada en la pared—, pero creo que podemos aventurarnos con esa hipótesis.

—Según uno de nuestros colegas, se nota que era de Europa del Este. ¿Puede haber alguna base para eso? —preguntó Louise. Percibió, de pronto, una contracción y un ensombrecimiento en la cara de Mikkelsen.

El hombre volvió a balancearse hacia delante y puso las manos sobre la mesa.

—Es curioso lo que pasa con algunos colegas. Son tan listos, que todo lo adivinan con una simple mirada, además de que son capaces de pasar a todas las chicas por el mismo rasero. Y la cosa no es tan sencilla. Desde luego, no hay un molde, un cartabón que, con solo verlas, nos permita adivinar si provienen de aquí o de allá. Estamos hablando de personas, no de razas; no es algo sobre lo que uno se pueda informar en un libro.

El tono era agudo y ligeramente encendido, porque la provocación no era nueva.

—¿Qué propones? —preguntó Louise cuando Mikkelsen se hubo calmado un poco.

—Hombre, claro que podría ser de Europa del Este —de repente, Mikkelsen sonrió—, pero no podría asegurarlo solo por su aspecto. ¿Qué me queda? Observar qué ha ocurrido, dónde la encontraron. Si hubiera sido danesa, las posibilidades de que yo la conociera serían muchas. Por otro lado, tengo la sensación de que, últimamente, las chicas de Europa del Este están bastante nerviosas. Han llegado muchas en estos últimos dos años. Algunas trabajan para chulos, otras para sí mismas, pero ninguna se libra de pagar para poder estar en la calle.

—¡Para estar en la calle! —interrumpió Louise mirándolo interrogante—. ¿Qué sentido tiene eso?

—Hay un puñado de chavales repugnantes que se piensan que son ellos quienes deciden qué pasa en las calles. Las chicas tienen que pagarles entre trescientas y quinientas coronas al día para poder salir.

—No puede ser. Si alguien tuviera el poder de decidir sobre Istedgade, no sería, de ningún modo, un grupo de chulos —interrumpió Lars Jørgensen un tanto escandalizado.

—¿Por lo menos reciben algo a cambio del pago? —preguntó Louise. Exploraba con atención, en la pared más cercana a la mesa de Mikkelsen, un mapa ampliado de Vesterbro. En la misma pared había fotos de Istedgade y las calles adyacentes, tomadas en una época en que las fachadas eran totalmente diferentes a las actuales. Louise supuso que serían de los años cincuenta. En una de las fotos había un policía en bicicleta; en otra, tres hombres brindaban con unos botellines hacia la cámara. Todas eran en blanco y negro.

Mikkelsen se encogió de hombros.

—Sí, claro, les prometen protección —afirmó rascándose un par de veces la barba de dos días.

Louise se daba cuenta de que esa protección no era algo en lo que las prostitutas podían confiar.

—Pagan porque no tienen elección. Los chulos las hacen creer que colaboran con la policía y que, si no pagan, las echarán del país.

—Supongo que, cuando hablan entre sí, las chicas se enteran de que eso es mentira, ¿no? —insistió Louise.

Mikkelsen negó con la cabeza y se subió las gafas a la frente. Había algo retro en esos anteojos. Louise estaba segura de que eran supervivientes del pasado, no una reproducción de viejas modas.

—La mayoría de las chicas que acaban aquí quizá no pasaron muchos años por el colegio, tómalo en cuenta. De donde ellas proceden, no es raro que paguen para estar en paz con las fuerzas del orden. Tampoco están acostumbradas a tener mucho tiempo para charlar. Así que, si aparece alguien que, por decirlo de algún modo, levanta la voz más que ellas y les explica que las reglas son de tal manera, se adaptan a lo que venga.

—¿Y quién dirige a las chicas de ese modo? —preguntó ella cuando Mikkelsen hubo acabado.

—Los capos. Trabajan tanto con prostitutas nigerianas como con gitanas o del este de Europa. Por ahí hay chicas... —hizo un gesto con la cabeza hacia la ventana— que no tienen ni idea de cuántos meses hay en un año o cuántas horas tiene un día. No se oponen a nadie que les dé una orden. Simplemente hacen lo que se les manda.

Mikkelsen la miró a los ojos.

—Están aquí por una sola razón: ganar dinero; bien para sí mismas, bien para el que las obliga a hacer la calle. Pero, independientemente de si están ahí por su propio deseo o porque alguien las fuerza, la mayoría sueña con poder apartarse de esto y mandar dinero a casa, a la familia. Cuando hay un tipo detrás, realmente no se quedan con mucho, así que alguna que otra intenta irse por su cuenta. Bien puede suceder...

—¿Crees que es eso lo que ha pasado? —preguntó Louise inclinándose un poco hacia delante.

—Sí, puede ser —repuso él.

Se quedó sentada sin decir nada. Trataba de imaginarse la situación.

—¿Damos una vuelta? A ver si encontramos a alguien que pueda reconocerla —sugirió Lars Jørgensen, que estaba enredado en sus pensamientos.

Mikkelsen se levantó.

—Vamos —dijo—, pero tomáoslo como un poco de ejercicio físico, porque no tenemos muchas posibilidades. Si se trata, como supongo, de una chica que no quiso someterse, el único motivo del asesinato sería poner a las otras bajo aviso de lo que sucede cuando una no se comporta como debe. Estos tíos hacen su trabajo tan a conciencia, que no hay forma de encontrar ninguna pista, por mucho que se despliegue todo el parque tecnológico de la policía.

Se puso una chaqueta de cuero oscura, sacó del cajón del escritorio un paquete de cigarrillos y se los echó en el bolsillo.

—Y si alguien ha tenido la mala suerte de haber visto algo, no va a tener ganas de contárnoslo. De eso podéis estar seguros.

—¿Sigue viva la posibilidad de que la chica fuera danesa y de que el asesino haya sido un cliente? —preguntó Lars Jørgensen cuando bajaban las escaleras.

—Lo dudo —respondió Mikkelsen con un tono de voz que denotaba una docta certeza—. Habría habido sentimientos de por medio. Es decir, no una de esas exaltaciones que llevan a las parejas a matarse, pero sí sentimientos oscuros. Aparecen de repente en las relaciones entre hombres y prostitutas: dominación, ira, instinto de posesión... Notamos esas pasiones cada vez que recogemos a una prostituta apaleada. Pero en el caso de anoche no ha habido ni el más mínimo sentimiento. La mataron como a un animal.

4

En la plaza, la luz del sol era tan brillante que a Louise le ardieron los ojos. Se encaminaron hacia Sønder Boulevard. El tráfico había permanecido cerrado, así que fluía muy escasamente por ahí. Tampoco había demasiadas personas en los alrededores. La mirada de Louise se fijó en una joven drogadicta. Estaba apoyada en una puerta. Su bolso, un bolso muy grande, se le había resbalado del hombro y estaba tirado en la acera. Tendría unos veintitantos años, calculó Louise. Iba bien vestida, con pantalones ajustados y cazadora de piel clara. Su pelo castaño y desmelenado, en estos momentos, estaba hecho un asco. Trataba de apoyar la cabeza en los desnudos ladrillos de la fachada mientras se agitaba con espasmos violentos. Con una mano tenía fuertemente cogida la manija de la puerta, mientras con los dedos de la otra intentaba alcanzar uno de los pequeños timbres. Se sacudió otra vez. Luego se dobló por la mitad, y, cuando por fin pasó el estremecimiento, se quedó quieta, como intentando tomar aire.

Mikkelsen fue hacia ella y le puso lentamente la mano en el hombro.

—¿Qué pasa, Sanne?, ¿algún problema?

La mujer no se volvió hacia él. Intentó apartarlo de un manotazo.

Pulsó uno de los botones del portero automático. Al cabo de un instante, la puerta gruñó. Mikkelsen sujetó galantemente a la chica para ayudarla a entrar. Ella avanzó hacia dentro con pies inseguros, tanteando la pared con el brazo, y desapareció de la vista de Louise. Balanceaba, colgado del hombro, el bolso que Mikkelsen le había puesto con delicadeza.

Cuando el policía volvió junto a ellos, no hizo ningún comentario y echó a andar.

—A primera hora de la tarde, esto está vacío, pero en una o dos horas empiezan a venir los clientes. Vuelven a casa después del trabajo, y, entonces, las chicas empiezan a salir —explicaba mientras saludaba a un par de hombres de mediana edad, que, sentados en un banco, sujetaban sendos botellines. Louise se colocó detrás de Lars Jørgensen cuando, frente a ellos, una clase entera de escolares invadió la mayor parte de la acera. Caminaban animados hacia el centro de deportes DGI-Byen.

Mikkelsen había puesto rumbo a Skelbækgade. A la luz del día, la calle presentaba una estampa totalmente diferente a la de la noche anterior.

—Vamos a ver qué nos cuenta Nesip; puede que los rumores ya hayan empezado a circular —dijo Mikkelsen con el característico deje de la zona. Hizo una seña de prevención antes de bajar los cuatro escalones. En el sótano, al fondo, estaba la tienda.

—¡Ah de la casa! —gritó—. ¿Qué?, ¿está trabajando hoy ese alfeñique?

Louise vio, tras el mostrador, a un joven emigrante que chocaba los cinco con Mikkelsen por encima de unos tarros con golosinas y dos pilas de los periódicos de la tarde.

—Ahí detrás —respondió el chico con un marcado acento del barrio de Vesterbro.

Mikkelsen atravesó la tienda. La mirada del joven, según Louise pudo percibir, era, sobre todo, de curiosidad. Aparentemente, no le preocupaba que la policía se abriera paso tan campechanamente.

En la trastienda, el té estaba dulce, y la música tan alta, que Louise tuvo dificultades para seguir el hilo de la conversación. Mikkelsen se había arrellanado en un sofá, al lado de un hombrecillo; seguramente, el dueño de la tienda. Sin duda, el policía local era amigo de la casa, y Louise y Lars Jørgensen, meros convidados de piedra.

La foto de la mujer asesinada estaba sobre la mesa. Louise no necesitó oír la charla para comprender que Nesip no sabía quién era. Inclinada hacia delante, observaba a Mikkelsen y la técnica que usaba para detectar cualquier comentario que sobre el caso corriera por la zona y que no hubiese llegado aún a los oídos de la policía. De vez en cuando, el turco estallaba en una vehemente exclamación sentimental. Su voz se elevaba con tal potencia, que retumbaba por encima de la música étnica. Expresaba así un pesar profundo por que la crueldad de las calles se hubiese cobrado una nueva víctima.

Mikkelsen miraba y parpadeaba. Tenía una remota esperanza de que sus preguntas fuesen calando un poco en el comerciante.

Pero diez minutos después, estaban otra vez en la calle, y no sabían nada nuevo, salvo que el té de Nesip dejaba una sensación pastosa en la boca.

—Bueno. No sabía su nombre, pero, sin duda, la vio pasar en estos días. No pudo decir si durante la última semana o el último mes.

Habían emprendido el camino de vuelta a Halmtorvet cuando Louise asió a Lars Jørgensen del brazo. Acababa de reconocer, en el otro lado de la calle, al borrachuelo que habían visto por la noche en las escaleras del café Høker.

—¿No era aquel? —preguntó señalando la acera opuesta.

—Pues sí, y parece que ya ha conseguido ponerse de pie. — Lars Jørgensen puso a Mikkelsen al corriente. Le contó que ese hombre había sido uno de los primeros testigos con los que había hablado, y agregó—: Se encontraba en tal estado, que no parecía haberse enterado de nada.

—Es Kaj, y hace ya muchos años que perdió toda conexión con el mundo real. Está mejor cuando viaja por el suyo propio. Bebe, como mínimo, un litro de aguardiente al día; pero no hace daño a nadie. No solo eso: de vez en cuando pone su sofá a disposición de quien no tenga un techo sobre la cabeza.

En la otra acera, Kaj se había detenido. Apoyado en la pared de una casa, rebuscaba en el bolsillo del pantalón. Consiguió pescar un paquete de cigarrillos, sacó uno con grandes dificultades y enseguida se enfrascó en una lucha similar para encontrar el mechero.

Louise seguía observándolo. Kaj echó a andar de nuevo con paso inseguro.

—Estaba ahí sentado, mirando hacia donde había caído el cuerpo. Era prácticamente imposible no verla. — Preguntó a Mikkelsen si no sería una buena idea cruzar un par de palabras con él—. Puede que esté más dispuesto a recordar si eres tú quien pregunta.

Mikkelsen se detuvo un momento y miró a Kaj, pero comenzó a caminar otra vez.

—Puede ser, pero no aquí. Tampoco en su casa. Si a alguien le pasa por la cabeza que Kaj pudo haber visto algo, la cagamos completa. Él no cuenta para nada, y la gente con la que tratamos no se lo pensaría dos veces antes de cerrarle la boca.

Kaj ya estaba prácticamente frente a ellos. Cruzó la calle en dirección a la tienda del sótano. Al pasar junto a Mikkelsen, alzó la mano para saludar.

—Ça va, monsieur? —preguntó Mikkelsen yendo hacia él, y le estrechó la mano.

—Très bien, mon ami. Très bien —gangoseó Kaj, y una sonrisa abrió su ajado rostro. Se soltó de la mano del policía, señaló hacia la tienda, sacudió la mano y se la llevó a la boca, como si levantase una botella.

Mikkelsen le sonrió y le dio una palmadita en el hombro antes de verlo poner rumbo al sótano.

—Es un buen tipo. Era jefe de cocina del Plaza hasta que su mujer lo abandonó y a su hijo lo mataron en un accidente de tráfico; o tal vez fue al revés. En todo caso, el mundo se le vino abajo, y entonces dijo «gracias por todo y adiós» a su vida anterior. Vayamos a dar una vuelta por Istedgade. Quiero enseñar la foto en el club Intim —dijo—. Si la mujer trabajó por aquí, es muy probable que haya pasado por sus cabinas. Aunque los sinvergüenzas de allí seguro que no estarán muy interesados en decir nada.

En la esquina con Istedgade, a Louise le llegó un aroma a shwarma tan penetrante, que el hambre se le despertó hasta encogerle el estómago. Se alegró de encontrar un trozo de chicle en el bolsillo. Confiaba en poder engañar un poco al gusanillo hasta regresar a la oficina e hincarle el diente al paquete de galletas que tenía en el cajón del escritorio.

En el exterior del albergue para indigentes había un grupo de sin techo. Charlaban bajo el sol de primavera botellines en mano. Un perrazo holgazán yacía tumbado en mitad de la acera, y quien quisiera pasar por allí tenía que dar un rodeo. Era un grupo variopinto el que ocupaba la calle: iba desde holgazanes hasta padres con críos pequeños. De camino a casa, esquivaban con los cochecitos a los grupitos de prostitutas africanas y se entretenían asomándose a los sex-shops.

Tres escalones bajaban al club Intim. Se abrieron paso en fila india entre las estanterías de películas porno que se amontonaban en el abigarrado sex-shop.

El tipo de detrás del mostrador conocía a Mikkelsen, según notó Louise apenas entrar. Con una rápida mirada a ella y a Lars Jørgensen había tenido bastante. Supo que no se trataba de nuevos clientes, sino de alguien a quien había que despachar de inmediato.

El club Intim se jactaba de ser el mejor cine porno de Dinamarca. Anunciaba cuatro salas, camareras en toples y cerveza de barril por treinta coronas; pero solo a los más conocidos se les hablaba del pasillo con múltiples cabinas donde las putas atendían a sus clientes. Noventa coronas pagaba una chica por el alquiler de una cabina y, según Mikkelsen, podía despachar a tres o cuatro clientes en una hora.