Noches de verano - Susan Mallery - E-Book
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Noches de verano E-Book

Susan Mallery

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Beschreibung

El experto en caballos, Shane Stryker, estaba harto de tanta pasión. Ahora estaba decidido a buscarse una mujer que se conformara con la tranquila vida que llevaba la esposa de un ranchero. Y la menuda y fogosa pelirroja que lo deslumbró en un bar del pueblo, definitivamente, no encajaba en aquel perfil. La bibliotecaria Annabelle Weiss nunca se había tenido por una mujer fatal: de ahí que no entendiera la atracción que suscitaba en aquel hombre. Shane se había formado una opinión completamente equivocada de ella, pero solo él podía ayudarla con el desfile que estaba preparando para la próxima fiesta de Fool's Gold. Y, mientras lo hacía, quizá ella pudiera convencerlo de que le enseñara unas cuantas cosas sobre besarse en las tórridas noches de verano… ¡lecciones que una chica no podía aprender en un libro!

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Susan Macias Redmond. Todos los derechos reservados.

NOCHES DE VERANO, Nº 39 - agosto 2013

Título original: Summer Nights

Publicada originalmente por HQN.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3472-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

De la pluma de la excepcional narradora Susan Mallery nos llega Noches de verano, una historia de segundas oportunidades ambientada en un pequeño pueblo de California donde el sentido de comunidad que reina allí fomenta el amor y la amistad.

Sin embargo, nuestros protagonistas tienen diferentes puntos de vista sobre el amor. Mientras que ella quiere algo loco y apasionado, él busca algo seguro, tranquilo y racional.

Mientras que él se ha quemado, ella ansía sentir el fuego.

A pesar de estas diferencias, ambos deberán comprender que no se debe juzgar a un nuevo amor por el daño causado por un viejo romance.

A estos personajes magistralmente desarrollados debemos añadir una prosa ingeniosa y provocativa, ágiles y divertidos diálogos que estamos seguros harán las delicias de nuestros lectores, por eso no queremos pasar la oportunidad de recomendar esta novela.

Los editores

Mi agradecimiento a todas las bibliotecarias que me han ayudado, amado mis libros y hablado de ellos sin cesar. ¿A cuántas de vosotras no os habría gustado leer por una vez sobre una bibliotecaria que es divertida, inteligente y sexy, sin la chaqueta de cárdigan abotonada hasta arriba y el peinado poco favorecedor? Annabelle es mi regalo para vosotras. Espero que la adoréis tanto como yo.

Capítulo 1

Shane Stryker nunca rehuía una pelea, pero a la vez era lo suficientemente listo como para saber cuándo lo habían vencido. La preciosa pelirroja que estaba bailando sobre la barra era ciertamente todo lo que deseaba en este mundo, pero pretenderla era la peor decisión que podría tomar.

Tenía los ojos cerrados y su larga y ondulada melena se balanceaba al ritmo de su cuerpo. El sensual latido de la música parecía golpear a Shane directamente en la boca del estómago. De acuerdo, la zona impactada era algo más baja, pero procuró ignorarlo junto con la atracción que sentía. Las mujeres que bailaban sobre las barras de los bares solían ser problemáticas. Excitantes, tentadoras, sí: pero no para él. Ya no.

No la conocía, pero conocía a las de su clase. Buscaban llamar la atención. Y eran letales, al menos para los tipos que pensaban que el matrimonio significaba compromiso y monogamia. Las mujeres como aquella necesitaban sentirse deseadas por cada uno de los hombres que llenaban aquella sala.

Reacia, lentamente, dio la espalda a la mujer y se dirigió hacia la salida. Había bajado a la ciudad en busca de una cerveza y una hamburguesa. Había pensado en ver el partido y charlar un rato con los chicos. Pero, en lugar de ello, se había topado con una diosa descalza que hacía que un hombre se olvidara de todos sus sueños y esperanzas a cambio de una simple sonrisa. Pero sus sueños valían más: eso fue lo que intentó recordarse mientras volvía a mirarla por encima del hombro, antes de salir a la cálida noche de verano.

Annabelle Weiss abrió los ojos.

–Es fácil.

–Oh–oh –su amiga Charlie Dixon dejó su cerveza y negó con la cabeza–. No.

Annabelle se bajó de la barra y se la quedó mirando con las manos en las caderas, en un intento de parecer intimidante. Un gesto poco eficaz teniendo en cuenta que Charlie le sacaba casi quince centímetros y tenía músculos que ella ni siquiera sabía que existían.

Estaba a punto de insistir cuando la audiencia, mayoritariamente femenina, estalló en un espontáneo aplauso.

–¡Gran baile! –gritó alguien.

Annabelle giró sobre sí misma.

–Gracias –respondió–. Estaré aquí toda la semana –se volvió para mirar a su amiga–. Tienes que hacerlo.

–Ten por seguro que no.

Annabelle se volvió entonces hacia Heidi Simpson.

–Convéncela tú.

Heidi, una preciosa rubia recientemente comprometida, levantó la mirada de su anillo de diamantes.

–¿Qué? Oh, perdona. Estaba distraída.

–Distraída pensando en Rafe –gruñó Charlie–. Ya nos lo sabemos. Él es maravilloso, tú eres feliz. Esto es cada vez más irritante.

Heidi se echó a reír:

–¿Quién es ahora la cínica?

–Eso no es nada nuevo. Yo siempre he sido cínica –Charlie recogió su cerveza y abrió la marcha de vuelta a la mesa. La misma que habían abandonado cuando Annabelle se había ofrecido a enseñarles a las dos la danza de la virgen feliz.

Una vez que estuvieron las tres sentadas, Annabelle se volvió hacia Charlie.

–Mira, necesito recaudar dinero para mi bibliobús. Y participar en las fiestas de la ciudad es la mejor manera de conseguirlo. Es como montar a caballo. Tú sabes. Incluso tienes uno.

Charlie entrecerró sus ojos azules.

–Yo no bailo sobre un caballo.

–Ni tienes que hacerlo. Es el caballo el que baila. Por eso lo llaman la Danza del Caballo.

–Mason no es un caballo que baile.

Heidi se inclinó hacia delante.

–Annabelle, es tu proyecto de bibliobús. Tú eres la única que tiene la motivación necesaria. ¿Por qué no haces tú el baile?

–Yo no sé montar a caballo.

–Podrías aprender. Shane te enseñaría. Le he visto trabajando con los vaqueros de rodeo. Tiene mucha paciencia.

–No creo que tenga tanto tiempo. Solo faltan dos meses y medio para el festival. En ese tiempo, ¿podría aprender a montar a caballo lo suficientemente bien como para bailar encima de uno? –se volvió hacia Charlie–. Hace más de mil años, las mujeres Máa-zib abandonaron el mundo que habían conocido hasta entonces para emigrar a donde nos encontramos justo ahora. Eran mujeres valientes empeñadas en fundar un hogar propio. Se establecieron aquí, y de algún modo nos transmitieron a nosotras su fuerza y su determinación.

Charlie tomó un sorbo de cerveza.

–Buen discurso, pero no. No voy a hacer la danza del caballo.

Annabelle se derrumbó sobre la mesa.

–Entonces no tengo nada.

Heidi le dio un golpecito en el brazo.

–Como te dije antes, haz tú misma ese baile. Eres tú quien está siempre con ese cuento de que las mujeres Máa-zib salvaron a sus hijas del sacrificio marchándose de su tierra. Estaban hartas de que a sus hijas las mataran antes de que hubieran tenido una oportunidad de sobrevivir, así que se vinieron aquí para ser libres. Imita tú su ejemplo.

Annabelle se irguió. No era la mujer indicada para encabezar un desfile y lo sabía. Era una mujer discreta, acostumbrada a pasar desapercibida.

Abrió la boca para decir «no puedo», pero las palabras se le atragantaron. Porque podía hacerlo, si quería. Podía hacer muchas cosas. Pero la verdad era que siempre había llevado una existencia muy convencional: desde intentar complacer a sus padres hasta conformarse con cada tipo con quien había salido. Se consideraba más bien una mujer conformista, nada fuerte.

Charlie la estaba mirando fijamente.

–¿Te encuentras bien? Estás rara.

–Soy una pusilánime –dijo Annabelle–. Un pelele, en los términos más sinceros y menos halagadores.

Heidi y Charlie cruzaron una mirada de preocupación.

–Está bien –dijo lentamente Charlie–. No irás a sufrir un ataque, ¿verdad?

–No, estoy teniendo una revelación. Yo siempre he sido la primera en ceder, en sacrificar lo que quería por las necesidades y deseos de los demás.

–Hace un momento estabas bailando encima de una barra –le recordó Heidi, encogiéndose de hombros–. Si eso no es ser una mujer independiente...

–Le estaba enseñando a Charlie la danza de la virgen feliz en mis esfuerzos por convencerla... –sacudiendo la cabeza, se levantó–. ¿Sabéis una cosa? Que voy a hacerlo. Voy a aprender ese baile yo misma. O aprender a montar a caballo. Lo que sea. Se trata de mi bibliobús. Mi proyecto. Yo me encargaré. El espíritu de las mujeres Máa-zib vive en mí.

–¡Pues adelante, chica! –la animó Charlie.

–Anoche volviste temprano a casa.

Shane cerró el grifo del establo y alzó la mirada para ver a su madre acercándose a él. Apenas había amanecido, pero ya estaba levantada y vestida. Y, lo más importante: llevaba un tazón de café en cada mano.

Aceptó la cafeína que le ofrecía y la tragó agradecido. Visiones de una fogosa pelirroja habían atormentado las pocas horas que había dormido.

–El bar de Jo resultó un lugar mucho más interesante de lo que pensaba.

May, su joven madre, de unos cincuenta y pocos años y todavía muy atractiva, sonrió.

–¿Fuiste al bar de Jo? Ay, no, cariño... Allí es donde suelen parar las chicas de la ciudad. En la televisión siempre ponen canales de moda y tiendas, no de deportes. Debiste haber preguntado a tu hermano: él te habría dicho donde podías ver el partido. No me extraña que no te quedaras hasta tarde –estiró su mano libre para acariciar el morro de la yegua que había sacado la cabeza fuera de su cubículo–. Hola, cariño. ¿Te estás adaptando bien? ¿Te gusta Fool’s Gold?

La yegua cabeceó, como asintiendo.

Shane tenía que admitir que sus caballos se estaban adaptando con mayor rapidez de lo que había esperado. El viaje desde Tennessee había sido largo, pero el resultado final lo justificaba. Había comprado ochenta hectáreas de primera calidad al pie de las colinas que rodeaban la población. Ya había trazado los planos para levantar una casa y, lo que era más importante, las cuadras. Las obras de las cuadras comenzarían esa misma semana. Hasta que estuvieran terminadas, tenía los caballos alojados en el establo de su madre, y él se quedaba en su casa, con su novio de setenta y cuatro años, Glen, su hermano Rafe, y la novia de este último, Heidi. Toda una multitud.

–Mamá, ¿tú conoces....?

No terminó la pregunta. Su madre era de la clase de mujeres que conocían a todo el mundo en la ciudad. Si le daba un nombre, en quince minutos podía suministrarle información detallada sobre las cuatro generaciones de su familia.

No estaba buscando problemas: eso ya lo había hecho antes. Se había casado y luego divorciado de la clase de mujer capaz de atormentar a un hombre. Había acumulado suficiente excitación como para que le durara hasta los noventa años. Había llegado el momento de sentar la cabeza. De encontrar a alguien sensato. Alguien que se conformara con el amor de un solo hombre.

Su madre le miró con aquellos ojos oscuros tan parecidos a los suyos. Su boca se curvó en una lenta y perspicaz sonrisa.

–Por favor, por favor... dime que vas a preguntarme si conozco a alguna chica guapa…

«¡Qué diablos!», exclamó Shane para sus adentros, resignado, y se encogió de hombros.

–¿Conoces alguna? Ya sabes, alguien normal –«y no como la diosa que vi anoche bailando encima de la barra», añadió para sus adentros.

Su madre prácticamente se estremeció de entusiasmo.

–Sí, y es perfecta. Bibliotecaria. Se llama Annabelle Weiss. Es encantadora. Heidi me ha comentado que Annabelle quiere aprender a montar a caballo. Podrías enseñarla...

Una bibliotecaria... Se imaginó a una morenita normalita con gafas, chaqueta de cárdigan abotonada hasta el cuello y zapatones. No era una imagen muy excitante, pero estaba bien. Había alcanzado la fase de su vida en la que quería fundar una familia. No andaba buscando una mujer que terminara volviendo su mundo cabeza abajo.

–¿Qué dices? –inquirió su madre, expectante.

–Suena perfecto.

–¿De vuelta en la escena del crimen?

Annabelle sonrió a su amiga.

–No hubo ningún crimen.

–Tú lo sabes y yo también, pero los rumores corren.

Annabelle sostuvo la puerta del bar de Jo y dejó que Charlie entrara primero en el ampliamente iluminado interior. Era la hora de comer en Fool’s Gold y las mujeres ocupaban ya una decena de mesas. Jo daba de comer a la población femenina con su local decorado con tonos pasteles malvas y cremas. Durante el día, las grandes pantallas de televisión estaban apagadas o con infocomerciales y realityshows. La carta de menú abundaba en ensaladas y bocadillos, con las tablas de calorías al lado.

Annabelle siguió a Charlie a una mesa y tomó asiento.

–Tu baile encima de la barra está en boca de todo el mundo.

Annabelle se echó a reír.

–No me importa. Lo hice por una buena causa, aunque no consiguiera convencerte de que participaras en mi festival. Pero no pasa nada. Voy a hacerlo yo misma –frunció el ceño–. Supongo que le habrás dicho a la gente que no estaba borracha, ¿verdad?

De hecho ni siquiera le había dado tiempo a acabarse la única copa de vino que había tomado. Subirse a aquella barra había sido consecuencia de su propia inquietud más que de sus deseos de exhibirse, y no había tenido nada que ver con el alcohol que hubiera podido llevar en la sangre.

–Te juro –se sonrió Charlie– que me aferré al dato de la única copa de vino. Los arqueólogos se quedaron intrigados, sin embargo. Creo que la danza de la virgen feliz te ha dado una gran reputación entre ellos.

–Eso es porque están locos.

El pasado otoño, los obreros de una obra habían hecho volar una parte de la montaña, descubriendo un tesoro Máa-zib. Los arqueólogos habían acudido en masa a excavar el yacimiento. Una vez que terminaran de documentar y catalogar las piezas, volverían a la ciudad.

–¿Los estás ayudando? –le preguntó Charlie.

–Soy más bien una especie de contacto informal –le dijo Annabelle–. Mi asignatura optativa de Cultura Máa-zib me proporciona información suficiente para irritar a los profesionales.

–La mayoría de los profesionales necesitan que los irriten un poco.

Annabelle agradeció su sentido de la lealtad.

–Entonces mi trabajo aquí ha terminado...

Se abrió la puerta y entró Heidi. Las vio y las saludó con la mano. Se apresuró a acercarse.

–Shane ha aceptado. Va a enseñarte a hacer la danza del caballo.... Bueno, a montar a caballo. No creo que su madre mencionara lo del baile.

–Probablemente sea mejor esconderle ese detalle –intervino Charlie.

–Tienes razón –intervino Heidi–. Es un jinete de mucho prestigio. No creo que le guste mucho lo del baile. Necesitarás dejarle caer la idea poco a poco.

Eso era lo que tanto adoraba, pensó Annabelle en aquel momento, feliz. Sus amigas y, en términos generales, la vida que llevaba. Tenía un empleo estupendo en una ciudad que le encantaba. Había encontrado su lugar en el mundo. Si bien a veces sentía una punzada de envidia cuando veía brillar el diamante del anillo de compromiso de Heidi, pero... bueno, se conformaba con lo que tenía.

En realidad no le importaba el diamante: era más bien lo que representaba lo que le producía esos pinchazos. Amor. Amor verdadero. Rafe no pretendía cambiar a Heidi. No aceptaba solamente algunos rasgos de su persona, sino toda ella. Annabelle nunca había conocido eso. La revelación que había tenido la noche anterior no la había abandonado. Ella quería algo más que amor condicional. Lo quería todo... o nada. Un amor loco y apasionado, donde ambos se entregaran por entero.

Aunque la verdad era que no tenía precisamente una fila de tipos haciendo cola con la intención de sacarla a bailar.

Sacó una carpeta de su enorme bolso.

–Tengo la información que te prometí –extrajo las fotografías que había conseguido de las dos floristerías de la población, con sus respectivos presupuestos.

Heidi suspiró.

–Eres increíble y maravillosa, y te agradezco mucho la ayuda que me estás prestando...

–Hey, que yo he probado la tarta –exclamó Charlie–. Y eso es algo que no haría por cualquiera.

Heidi la miró:

–¿Seguro?

–Está bien... Lo haría por cualquiera, pero lo hice por ti porque eres mi amiga.

–Sois las mejores –comentó Heidi con los ojos brillantes–. En serio, no sé cómo agradecéroslo...

Charlie alzó una mano.

–Te juro que si te pones a llorar, me voy de aquí. Estás muy sensible. ¿Seguro que no estás embarazada?

–Sí, estoy segura. Lo que pasa es que todo el mundo está siendo tan maravilloso conmigo, con esto de la boda...

Heidi llevaba comprometida dos semanas, lo que no habría tenido nada de especial si la boda no hubiera sido programada para mediados de agosto, de manera que apenas disponían de dos meses para prepararlo todo. El único familiar que le quedaba a Heidi era su abuelo, con lo que tanto Annabelle como Charlie se habían ofrecido a ayudarla con los detalles.

Revisaron las fotografías de las flores. Heidi estudió arreglos y presupuestos. Se interrumpieron cuando Jo se acercó a su mesa para preguntarles lo que querían para comer.

–Por cierto –dijo Jo mientras entregaba una tarjeta pequeña a cada una, con una lista de precios–, el salón de fiestas abrirá dentro de un mes. Me preguntaste si lo tendría listo para tu despedida de soltera –le recordó a Heidi.

–¿La decoración será como dijiste que sería?

–Ajá –se sonrió Jo–. Tan de chicas como el resto del bar, con una iluminación muy sugerente. Muchas mesas, una barra privada, gran pantalla de televisión y un pequeño escenario. Ahora mismo estoy trabajando con el menú. Podemos servir aperitivos, bocadillos o comidas normales. Lo que quieras.

–¿Champán? –inquirió Heidi.

–Mucho.

–Me encanta –exclamó Annabelle–. ¿Quieres hacer tu despedida de soltera aquí?

–El salón tiene un aforo de sesenta personas –les informó Jo.

–Así no tendrías que limitar tu lista de invitadas –le dijo Charlie.

–Eso suena muy bien –comentó Heidi, feliz.

Annabelle asintió.

–Ya te confirmaremos las fechas.

–Estupendo –Jo les tomó la orden. Ensalada para Annabelle y Heidi, y hamburguesa con queso para Charlie.

–Patatas fritas para todas –pidió la bombera, antes de fulminar a sus amigas con la mirada–. Os conozco bien. Si las pidiera para mí sola, me las acabaríais robando.

–Yo nunca haría tal cosa... –mintió Annabelle, risueña.

–Hola. Soy Annabelle Weiss.

Shane levantó la mirada de la silla de montar que estaba engrasando y se levantó de inmediato. En lugar del rostro severo de una mujer con aspecto de ratón de biblioteca y amplia chaqueta de cárdigan, se quedó mirando los ojos verdes, ligeramente divertidos, de la pequeña pelirroja que había estado bailando encima de la barra.

Llevaba uno de aquellos vestidos ajustados y de tirantes que a las mujeres les gustaba lucir y a los hombres admirar, que era justamente lo que ellas pretendían. Era blanco, con un estampado de flores. Y ajustado, adaptándose a sus impresionantes curvas hasta un poco por encima de las rodillas.

Técnicamente iba muy decente, perfectamente cubierta. Pero la silueta de su cuerpo bastaba para poner a cualquier hombre de rodillas. Shane lo sabía bien, ya que estaba a punto de caer fulminado.

Su primer impulso fue de supervivencia. Avanzar no era una opción, ya que entonces se acercaría demasiado a ella. Así que retrocedió un paso y tropezó con el taburete en el que había estado sentado. El taburete se balanceó, a punto de volcarse. Si no lo hizo fue porque Shane lo agarró, al mismo tiempo que ella. Sus manos se rozaron y de repente ocurrió: la violenta punzada de deseo, de necesidad, atravesándole la entrepierna.

–Eres Shane, ¿verdad?

Se apartó de ella y se las arregló para asentir con la cabeza mientras retorcía el trapo que todavía sostenía en las manos.

–Heidi me dijo que estabas dispuesto a enseñarme a montar –su expresión pasó de divertida a confusa, como si se estuviera preguntando por qué nadie la había avisado de que iba a vérselas con un tarado.

–A caballo –precisó, y a continuación le entraron ganas de darse de bofetadas. ¿Qué podría querer montar que no fuera un caballo? ¿Pensaba acaso que había ido allí a montar a la elefanta de su madre?

La boca perfecta de labios llenos de Annabelle esbozó una media sonrisa.

–Con un caballo me conformaría. Parece que tienes varios.

Quiso recordarse que por lo general era muy educado con las mujeres. Refinado incluso. Era un tipo inteligente, divertido y, en ocasiones, hasta podía llegar a ser encantador. Pero no en ese momento, con la sangre bombeando en sus venas y su cerebro gritándole una y otra vez: «¡es ella! ¡es ella!».

«La química», pensó triste. La química podía convertir al hombre más ingenioso en un imbécil babeante. Y él precisamente estaba demostrando lo exacto de esa teoría.

Consciente de que seguía agarrando el trapo en una mano y la lata de grasa en otra, dejó ambas cosas sobre el banco.

–¿Estás interesada en montar por deporte? –le preguntó, procurando mantener un tono tranquilo de voz.

Annabelle suspiró. La acción hizo que su pecho subiera y bajara. Shane tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para apartar la mirada.

–Bueno, la verdad es que es algo complicado de explicar –admitió.

¿Complicado? Lo dudaba. Ella era una hermosa mujer. Y él era un hombre que tenía que poseerla a toda costa, o el mundo se acabaría de golpe. ¿Qué podía ser más sencillo?

Solo que ella no se refería a lo que él estaba pensando, y si lo hubiera sabido lo habría pinchado con un bieldo, habría salido chillando de las cuadras y lo habría atropellado luego con su coche por si acaso. Y él no la habría culpado por ello.

Pero no. Él era un tipo normal en busca de una vida normal. Conocía a las mujeres como ella. O, mejor dicho: había conocido a una mujer como ella. Se había casado con una, que lo había atormentado mientras duró su matrimonio. Las mujeres como ella querían hombres, no un hombre. Todos los hombres. No se quedaban contentas hasta que el mundo entero acababa babeando por ellas. De ningún modo iba él a repetir ese error: el de colarse por mujeres locas capaces de encenderlo con una simple mirada. En ese momento, la perspectiva de una mujer aburrida se le antojaba excelente.

–Trabajo de bibliotecaria en la ciudad –empezó ella.

–¿Seguro?

La palabra brotó de su boca antes de que pudiera evitarlo. Annabelle enarcó las cejas.

–Claro. Es el empleo que tengo. Y hasta el momento nadie se ha quejado.

«Lleva cuidado, amigo», se aconsejó Shane. «Mucho cuidado».

–Ah. Es que yo esperaba alguien que llevara gafas, ya sabes... Porque los bibliotecarios leen mucho.

Las cejas arqueadas se convirtieron en un ceño de extrañeza.

–Me parece que necesitas salir más a menudo de este establo.

–Probablemente tengas razón.

Vio que vacilaba, como si no supiera si se estaba haciendo el gracioso o solo era increíblemente corto.

–Está bien.

Decirle la verdad no era una opción. Admitir que era la criatura más sexy que había visto y que ese era el motivo por el cual se estaba comportando como un imbécil, porque toda su sangre se le había acumulado en la entrepierna, habría podido dar lugar a una denuncia. Así que lo único que podía hacer era empezar de nuevo.

–Dime lo que tenías en mente –le dijo mirándola directamente a los ojos, decidido a no pensar siquiera en el constante subir y bajar de su pecho, o en lo monas que le quedaban las uñas pintadas de sus diminutos pies–. No, espera, déjame que lo adivine. ¿Querías montar desde que eras niña?

Annabelle se echó a reír.

–Deberías haberme visto. Los caballos son animales grandes. ¿Por qué alguien tan pequeño como yo querría arriesgar su vida para subirse a algo que podría aplastarla en cualquier momento? –mientras hablaba, estiró una pierna bien torneada para mostrarle los diez centímetros de tacón de su sandalia.

Supuso que lo había hecho para subrayar su comentario sobre su estatura. Pero en lo único que pudo pensar fue en que era lo suficientemente pequeña y ligera como para que pudiera levantarla fácilmente. La imagen en la que la alzaba en vilo para apoyarla contra una pared, con sus piernas enredadas en torno a su cintura mientras...

Cerró los puños en un esfuerzo por combatir la imagen, recordándose que su madre sabía que se estaba entrevistando con Annabelle y pensando en las estadísticas de la próxima carrera de caballos. Cuando eso no lo ayudó, probó a hacer un par de cálculos mentales.

–El tamaño no tiene nada que ver en ello –dijo, y una vez más quiso darse de cabezazos contra la pared–. Los jockeys son pequeños y montan caballos rápidos y potentes.

Un brillo de diversión asomó a sus ojos verdes.

–Claro. Lógico. El último refugio del macho.

Shane forzó una sonrisa.

–Es lo que hay... Bueno, ya hemos dejado claro que no se trata de un sueño frustrado de la infancia.

–Así es. Aunque me habría encantado ser bailarina. El caso es que necesito aprender a montar porque estoy reuniendo dinero para un bibliobús. Para este año tendremos listo el nuevo centro de recursos de lectura. Es fantástico.

–¿Eso no es un poco... anticuado?

–¿Es anticuado un bibliobús donde la gente pueda bajarse lo que quiera de internet, incluido un libro?

Shane asintió.

–Tenemos un montón de gente confinada en sus casas que no puede bajar a la biblioteca de la ciudad, ni tiene ordenador o internet –continuó ella–. Matrimonios mayores que viven en las montañas y que no bajan en invierno. Unos cuantos en silla de ruedas… ese tipo de cosas. Ahora mismo tenemos una vieja camionetilla que hace viajes, pero no puede transportar gran cosa. Esperaba, además, reunir dinero suficiente para adquirir unos cuantos portátiles y aparatos wifi, para poder iniciar a toda esa gente en el mundo de la informática. Ensanchar sus horizontes.

A Shane nunca se le había ocurrido que pudiera quedar todavía algún analfabeto informático, pero en ese momento se dio cuenta de que probablemente habría un buen porcentaje de población o bien reacia o bien incapaz de dar el salto a la nueva era.

–Ya tengo elegido el vehículo de mis sueños –dijo ella con un tono que rezumaba entusiasmo–. Es enorme y con tracción a las cuatro ruedas. Lo que me permitiría subir a la montaña en invierno.

–¿Cuánto dinero necesitas reunir?

–Ciento treinta y cinco mil dólares.

Shane abrió la boca y volvió a cerrarla.

–Eso es mucho vehículo.

–Parte del dinero sería para aprovisionarlo de libros y ordenadores.

–Y la wifi.

–Eso es.

–¿Y qué tiene que ver lo de aprender a montar a caballo con todo esto?

Annabelle sonrió.

–Ahora es cuando voy a poner a prueba tus conocimientos de historia. Pretendo montar a caballo en una ceremonia que recree las costumbres de la cultura Máa-zib.

Shane esbozó una mueca.

–He pasado mucho tiempo desde que recibí aquella clase... –se interrumpió, pero para asentir en seguida, como si de repente hubiera recordado algo aprendido en cuarto o quinto curso–. Se establecieron en la región hace unos ochocientos años, quizá más. Eran mujeres mayas que fundaron aquí su propia civilización. Y creo recordar que últimamente han dicho algo en las noticias sobre su oro...

–Fuiste un buen estudiante.

–La verdad es que no. Prefería salir a estar encerrado en clase.

–Yo no. Siempre tenía la nariz metida en algún libro. Bueno, te resumiré la situación. Para finales del verano se celebrará un festival que incluya conferencias y auténticas artesanías Máa-zib, y yo personalmente, montada a caballo, ejecutaré la cabalgada ritual de la mujer guerrera. Es más bien una danza. Técnicamente la llaman la Danza del Caballo.

–¿Vas a bailar subida a un caballo?

–No. El caballo bailará mientras yo lo monto.

Esa vez, cuando retrocedió otro paso, Shane se acordó del taburete que tenía detrás.

–¿Tienes algún caballo que baile?

–Er... no. Pensé que ambos podríamos resolver eso, también.

Shane retrocedió un nuevo paso.

–¿Quieres que te enseñe a ti a montar, y a un caballo a bailar?

–¿Acaso no es posible?

Tenía la mirada clavada en la suya, inmovilizándolo, así que cuando se le acercó, Shane fue incapaz de apartarse. Sonriéndole, le puso una mano en el brazo.

–Heidi me comentó que tenías una especie de don para los caballos. Es solo un bailecito. Unos pocos pasos. Por una buena causa.

Dudaba que estuviera haciendo nada del otro mundo. En la mayor parte del país, que una mujer hermosa le tocara el brazo a un hombre era algo de agradecer, que no de temer. Pero ella no era cualquier mujer. Era la mujer a la que había visto bailar encima de una barra. La mujer a la que, por razones de química y destino, que por cierto se estaba dando un hartón de reír a su costa, encontraba irresistible.

¿Por qué no podía haber sido la estereotipada bibliotecaria de la chaqueta de cárdigan que había estado esperando? O quizás las bibliotecarias no fueran así en absoluto. Quizá fueran todas sexis y alocadas, como Annabelle, y el cárdigan no fuera más que una colosal broma. En todo caso, estaba perdido. Perdido en un par de ojos verdes y una sonrisa sensual que lo golpeaba con la fuerza de un puñetazo en el estómago. Solo que no se trataba de un puño y el lugar del impacto no era ese exactamente.

Quería decirle que no, pero no podía. No solo porque el bibliobús era una buena causa, sino porque sabía que su madre lo miraría con aquella mirada suya que venía a decirle que lo había decepcionado. Y pese a que apenas unos días atrás había cruzado la frontera de los treinta, no podía soportar aquella mirada.

–Yo soy un tipo duro –gruñó, y acto seguido lanzó un gruñido como si se hubiera dado cuenta de que había estado pensando en voz alta.

Annabelle enarcó las cejas y retrocedió un paso.

–Yo, er... estoy segura de ello. Todo un vaquero, vamos.

Shane juró por lo bajo. Antes de que pudiera encontrar una manera de librarse de la conversación y recuperar la poca dignidad que pudiera quedarle, oyó un fuerte relincho procedente de uno de los corrales. Se volvió para descubrir a un blanco semental junto a la puerta, con sus negros ojos fijos en Annabelle.

Ella se volvió también en la dirección del sonido.

–Oh, guau... Ese caballo es espléndido. ¿Cómo se llama?

–Khatar. Es un semental. Árabe.

«Y malo también», añadió Shane para sus adentros. La clase de caballo siempre deseoso de hacer saber a todo el mundo que era él quien mandaba. Su anterior propietario había sido demasiado agresivo en sus esfuerzos por doblegarlo. Y ahora era él quien tenía que enmendar el error, lo cual se estaba convirtiendo en todo un desafío. Pero lo haría: tenía que hacerlo. Se había gastado demasiado dinero en aquel animal físicamente perfecto.

Se volvió hacia Annabelle. Incluso con sus tacones de diez centímetros, le llegaba hasta poco más del hombro. Imaginaba que podría montarla en uno de sus más tranquilos potros y conseguir que aprendiera en una semana o dos. En cuanto a la danza, ya lidiaría con eso más adelante. Cuando consiguiera volver a hablar con frases y no con monosílabos.

–¿Cuándo quieres empezar? –le preguntó, sorprendido de que pudiera hilvanar más de dos palabras seguidas.

Ella se volvió hacia él y sonrió.

–¿Qué tal mañana?

–Sin problema –cuanto antes empezaran, antes terminarían. Que desapareciera de su vida sería lo mejor para ambos. Aquella mujer podría seguir atormentando a otros hombres y él podría dejar de comportarse como un imbécil.

Capítulo 2

Annabelle no conseguía entender del todo la ciencia de cultivar fruta. No solo se había criado en la ciudad, sino que su capacidad para hacer crecer algo era nula. Si se acercaba demasiado a una planta, la planta se encogía. Si se atrevía a llevársela a casa, la pobre se marchitaba y moría en un par de semanas. Había probado a regarlas, fertilizarlas, sacarlas al sol e incluso ponerles música clásica. Nada de eso había funcionado. La cosa había llegado hasta el punto de que Plants for the Planet, la pequeña floristería de la población, se negaba a venderle otra cosa que no fueran flores ya cortadas. Un gesto que procuraba no tomarse demasiado en lo personal. De modo que el ciclo agrícola de la vida era algo que se le escapaba completamente.

Lo que sí sabía era que la fruta que crecía en los árboles maduraba después que la que lo hacía en las matas o en los arbustos. Que las fresas maduraban primero y que las cerezas, que crecían en árboles y que por tanto deberían madurar hacia finales del verano, lo hacían a mediados de junio. Sabía también que había familias que pasaban los veranos viviendo en pequeños remolques junto a huertos y frutales. Trabajaban recogiendo las distintas cosechas y una vez que terminaban de vendimiar a finales de septiembre y principios de octubre, se marchaban a otra parte.

Annabelle aparcó junto al círculo de caravanas. Antes incluso de que llegara a abrir la puerta, los niños bajaron de los remolques, saltaron de los columpios o salieron corriendo del pequeño bosque cercano.

En seguida rodearon su coche, abrieron la puerta y la urgieron a bajar.

–¿Los has traído? ¿Los has traído?

Annabelle se los quedó mirando con las manos en las caderas.

–¿Traer el qué? ¿Me habíais pedido algo?

Los niños, cuyas edades oscilaban entre los cuatro y los once o doce años, sonreían encantados. Uno de ellos se atrevió a escabullirse detrás de ella y consiguió abrir el maletero. Inmediatamente los demás se abalanzaron encima y se pusieron a rebuscar en los lotes de libros que había traído.

–Está aquí.

–Ese es mío.

–¿El segundo y el tercer libro de la serie? ¡Guau!

Para cuando los niños terminaron de localizar sus respectivos encargos para sumergirse en la lectura, las madres ya habían aparecido, la mayoría portando bebés en los brazos.

Annabelle saludó a las mujeres que ya conocía y le presentaron a las pocas que no. María, una mujer delgada de unos cuarenta y pocos años, se apoyaba pesadamente en su bastón mientras le daba la bienvenida con un cariñoso abrazo.

–Los niños se han pasado la mañana entera mirando el reloj –le comentó, guiándola hacia una pequeña mesa de camping, junto a la caravana más grande. El marido de María hacía de capataz del grupo de trabajadores y los representaba en sus tratos con los granjeros de la localidad. María, a su vez, hacía de «mamá gallina» para las mujeres más jóvenes.

–Me alegro –le dijo Annabelle, sentándose en una de las sillas plegables–. Cuando yo tenía su edad, el verano lo dedicaba entero a la lectura.

–Ellos igual. Desde el año pasado, cuando nos encontraste, los pequeños solo quieren libros.

Nada más trasladarse a Fool’s Gold el año anterior, Annabelle se había dedicado a recorrer la zona. Había descubierto el enclave de remolques, se había encontrado con varias mujeres y había hecho amistad con los niños. María, que había sido la primera en darle la bienvenida, había acogido con entusiasmo su idea de llevarles libros.

Aquel año, Annabelle había creado varias listas de lectura a partir de las edades de los críos. Estaba gestionando donaciones para que, cuando las familias se marcharan, pudieran llevarse una buena cantidad de libros. Los suficientes para que les duraran hasta el año siguiente.

María ya había sacado té helado y galletas. Annabelle sirvió los vasos.

–Leticia va a tener su bebé esta semana –le dijo María–. Su marido está como loco. Los hombres no tienen paciencia con la naturaleza por lo que respecta a los hijos… Pregunta todos los días: «¿ya viene?». ¡Como si el bebé se lo fuera a decir!

–Debe de estar muy entusiasmado.

–Lo está. Y aterrado –de repente llamó a alguien en español.

–Sí, mamá –respondió una voz.

María sonrió.

–Están escribiendo los títulos de los libros que les has prestado, y los que querrán para la próxima vez.

–Volveré la semana que viene –Annabelle bajó la voz–. Ah, y tengo varias de esas novelas románticas que tanto te gustan, también.

–Bien –sonrió María–. Nos gustan a todas.

Annabelle quería ofrecerles más cosas, razón por la cual estaba tan obsesionada con recaudar dinero para el bibliobús. Con un poco de suerte, el año siguiente estaría en condiciones de llevarles algo más que tres o cuatro lotes de libros en el maletero de su coche. Podría ofrecerles acceso gratuito a internet. María y sus amigas podrían comunicarse por email con familiares dispersos por diferentes países, así como utilizar los variados recursos de la red para complementar la educación de sus hijos.

–Blanca está comprometida –le informó María con un suspiro.

–Vaya, felicidades.

–Ya te lo dije: allí hay buenos hombres.

–Sí, en Bakersfield. Me lo habías dicho –la hija mayor de María había estudiado enfermería antes de mudarse a la California central.

–Es médico.

Annabelle se echó a reír.

–¡El sueño de toda madre!

–Ella es feliz y eso es lo que importa, pero sí: me gusta poder decir que mi hija va a casarse con un médico. ¿Has pasado últimamente por el hospital?

–Muy sutil por tu parte...

–Necesitas un hombre.

Justo en ese momento se le acercó un niño corriendo, con un tarro pequeño en las manos. Deteniéndose frente a Annabelle, sonrió.

–Los hemos ahorrado para ti. Porque nos trajiste libros.

–Gracias, Emilio –recogió el tarro lleno de céntimos–. Esto nos va a ayudar mucho.

El niño salió disparado y Annabelle contempló el preciado regalo. Técnicamente no debía de haber más de un par de dólares, pero para los niños que habían recolectado las monedas, representaba toda una fortuna.

–Has creado un maravilloso hogar para tus hijos –le dijo a María–. Todas lo habéis hecho. Debéis de sentiros muy orgullosas de ellos.

–Así es. Pero no me he olvidado de lo que estábamos hablando. De que tienes que buscarte un buen hombre.

–Me gustaría encontrarlo –admitió. Pensó en la revelación que había tenido después del baile encima de la barra–. Uno que me quiera tal como soy. Que no quiera cambiarme. Todavía no he tenido la suerte de tropezarme con uno.

–La suerte puede cambiar.

–Eso espero.

Pensó fugazmente en Shane, que había hecho realidad, en tres dimensiones, su fantasía del vaquero atractivo. A aquel hombre le sentaban maravillosamente bien los vaqueros, pero también era un poco raro. Tendría que encontrar una manera cortés de preguntarle si no se habría caído de cabeza cuando era pequeño...

Además, lo guapo no siempre era lo bueno, y ella había tomado suficientes malas decisiones por lo que se refería a su vida amorosa. El siguiente hombre al que permitiera entrar en su mundo y en su cama tendría que quererla exactamente tal como era.

–¡Espera! –gritó Shane al joven que montaba el caballo–. Espera.

Elias, demasiado seguro de sí mismo pese a sus diecinueve años, tiró con fuerza de las riendas. El potro frenó en seco. El lazo de Elias fue a caer a un metro del ternero, que se alejó a toda velocidad.

–Ese maldito ternero se está riendo de mí...

–No es el único –gruñó Shane–. ¿Por qué no me escuchas?

–Te estoy escuchando.

–No. Estás haciendo lo que te da la gana, y mira lo que consigues.

Elias masculló algo por lo bajo y recogió su lazo.

–Si espero demasiado, se me escapará.

–Esperar demasiado no es tu problema.

–Estás hablando como mi novia.

Shane rio entre dientes.

–Mejor será que practiques en ambos aspectos... Vamos, probemos de nuevo.

–¿Lo ves? Necesitas trabajar conmigo, Shane. ¿Qué puedes hacer aquí que sea mejor que el rodeo?

–Vivir.

–¡Menuda vida! Estás atrapado en una ciudad pequeña. Yo te juro que, en cuanto salga, no volveré más. No me puedo creer que, pudiendo vivir en cualquier otra parte, te hayas quedado aquí.

Shane pensó en las ochenta hectáreas que había comprado y en las cuadras y la casa que pensaba construir.

–Tengo todo lo que necesito.

Elias esbozó una mueca.

–Diablos, ayúdame a ganar y te daré todo lo que tengo.

–Chico, tienes nervio, pero vas a necesitar mucha más práctica. Y yo estoy fuera de juego.

Elias señaló con la cabeza el corral más alejado, desde donde Khatar contemplaba la escena.

–¿Cuánto te gastaste en él? Habrías podido comprar un rancho entero por lo que pagaste.

–Lo merece.

–Tú sueñas.

–Es perfecto –comentó Shane, sin molestarse en mirar al semental.

–Si no te mata antes.

–Tiene su reputación. Eso te lo garantizo. Pero no creo que sea tan malo como dice todo el mundo. ¿Estás interesado en entrenar o en estar de cháchara conmigo? Tengo mejores cosas que hacer que quedarme aquí oyéndote decir tonterías.

Elias sonrió.

–He venido a aprender.

–Eso pensaba yo.

–Hasta las tres. Luego tengo que irme a Wyoming –había abierto la boca para decir algo más, pero de repente la cerró y soltó un silbido por lo bajo–. Aunque creo que no me importaría servirme un poco de ese pastel...

Mientras Elias hablaba, Shane sintió un cosquilleo en la nuca. No tuvo que volverse para saber quién había llegado. No tuvo que verla para comprender que su tarde acababa de emprender una carrera hacia lo imposible.

Elias se bajó del caballo. Dejó caer las riendas y se sacó el sombrero antes de dirigirse hacia la valla.

–Buenas tardes –la saludó con los ojos muy abiertos y una estúpida sonrisa en los labios.

Shane se resignó a lo inevitable mientras se volvía para ver acercarse a Annabelle.

Había cambiado su ajustado vestido veraniego por unos vaqueros y una camiseta: un atuendo que no debería haber resultado sexy, y que si embargo lo era. Los vaqueros subrayaban unas curvas impresionantes, y aunque las piernas no eran muy largas, estaban perfectamente torneadas. Se había recogido su ondulada melena roja en una trenza. Una mirada de sus ojos verdes bastó para que sintiera el impulso de caer de rodillas ante ella y suplicarle... No sabía muy bien qué, pero a esas alturas habría aceptado cualquier cosa que ella hubiera tenido a bien ofrecerle. Aunque si se trataba de algo ardiente, duraba mucho tiempo y era ilegal en varios Estados, sabía que podría gustarle incluso más.

–¿Es tuya? –le preguntó Elias por lo bajo.

–No, pero mantente al margen.

–Pero yo...

–Que no.

Elias resopló disgustado mientras giraba su sombrero entre los dedos.

–Hola, Shane –lo saludó Annabelle, deteniéndose frente a él–. He venido a recibir mi lección –sonrió al tiempo que adelantaba un diminuto pie–. ¿Ves? Me he comprado botas vaqueras. Quería causarte buena impresión, aunque debo reconocer que, en mi caso, cualquier excusa para comprarme calzado es buena –su sonrisa se amplió–. Tienen un toque femenino.

–Son muy bonitas –comentó Elias.

–Gracias.

Shane tuvo que resignarse a lo inevitable:

–Annabelle, este es Elias.

–Encantada de conocerte.

–El placer es mío –Elias la miró detenidamente–. Se suponía que tenía que irme a Wyoming. Dentro de un par de días es el cumpleaños de mi abuela. Pero puedo retrasar el viaje...

–No, no puedes –lo cortó Shane, mirando a Annabelle como esperando que se pusiera a flirtear con el joven.

–Deberíamos dejar a la dama que decidiera eso.

Annabelle miró a uno y a otro y frunció el ceño.

–Perdonad, ¿estáis hablando de mí?

–Elias quiere saber si debería quedarse –le informó Shane–. Por ti.

–No entiendo –frunció delicadamente el ceño.

–Podríamos salir a cenar –le ofreció Elias–. O cenar en mi casa.

–Tú no tienes casa –le recordó Shane–. Anoche te quedaste en la mía.

–Podría conseguir una.

–Tienes novia.

Elias se volvió hacia Annabelle:

–No es nada serio...

–Tienes diecinueve años.

El joven lo fulminó con la mirada.

–No me obligues a hacerte daño, viejo...

–Sigo estando un poquito confusa –dijo Annabelle, sacudiendo la cabeza–. Er... yo he venido aquí a aprender a montar a caballo.

Shane hizo un guiño a Elias.

–Eso ha sido un no.

–Como si tú fueras a hacerlo mejor.

Shane sabía que eso era probablemente cierto. Y lo más importante, por razones de supervivencia: necesitaba guardar las distancias con Annabelle Weiss. Por muy grande que fuera la tentación de hacer lo contrario.

–Respecto a lo de la clase de montar... –empezó ella.

Elias suspiró.

–¿Tan importante es la edad? Todo el mundo piensa que soy muy maduro.

Shane le dio una palmada en la espalda.

–¿Es eso lo que te dicen?

–Mantente al margen, viejo. Esto es entre la dama y yo.

Annabelle abrió mucho sus ojos verdes.

–¿Me estás pidiendo que salga contigo?

–Si has tenido necesidad de preguntármelo, es que lo estoy haciendo mal –masculló Elias.

–¿No tendrá tu novia algo que decir en todo esto? –le preguntó Shane al joven en voz baja.

Elias lo fulminó con la mirada.

–Cállate.

Shane volvió a darle una palmadita en la espalda.

–Ten paciencia, chico. Con el tiempo lo irás haciendo mejor.

–Lo hago bien.

–Oh–oh.

Shane volvió a concentrar su atención en Annabelle. Tal y como había sospechado, aquella mujer creaba problemas allá por donde pasaba. Por un momento no supo si arrepentirse de su oferta de ayudarla o preguntarse cómo podría sobrevivir si no volvía a verla más. Era de la clase de mujeres que...

Pero sus pensamientos se vieron interrumpidos por un tipo de problema completamente distinto que se acercaba desde el establo.

Annabelle no tenía empacho en admitir que tenía un pésimo historial por lo que se refería a los hombres, pero lo cierto era que nunca los había encontrado tan desconcertantes. El joven vaquero estaba coqueteando con ella, lo cual resultaba halagador, pero era absurdo. Ella era demasiado mayor para él. Y el hombre con quien querría emparejarse todavía no había aparecido.

«Es la altura», pensó con un suspiro. Como era pequeña, la mayoría de la gente daba por supuesto que era más joven. O más incompetente. O ambas cosas a la vez.

En cuanto a Shane, que todavía le parecía más guapo de lo que recordaba, parecía más divertido que atraído por ella. Y quizá probablemente fuera mejor así. Al menos ese día se estaba comportando con naturalidad. Tal vez no se había sentido bien la última vez que se habían visto...

–No te muevas –le dijo Shane en voz baja.

–¿Perdón? –parpadeó asombrada.

–Que no te muevas. Quédate justo donde estás. ¿Elias?

–Estoy en ello, jefe –el joven se deslizó entre los travesaños de la cerca y empezó a caminar en un amplio círculo.

–Todo va a salir bien –afirmó Shane sin apartar la mirada de ella.

Annabelle supo que no se trataba de algún extraño juego: realmente había un problema. Se quedó helada mientras se imaginaba una gran serpiente acercándose. Una venenosa, de grandes colmillos, diseñada para matar en seis dolorosos segundos. O quizá estuviera amenazada por algo peor, aunque en aquel instante no conseguía imaginarse nada que lo fuera.

–¿Un oso? –inquirió esperanzada. Ser despedazada le parecía mejor que cualquier trato con una serpiente–. ¿Se trata de un oso?

–Un caballo.

–¿Qué?

Se volvió para descubrir al gran semental blanco del que habían estado hablando el día anterior. Al parecer se había escapado del establo y trotaba en ese momento hacia ella. Era un animal hermoso, como sacado de una película. La crin y el rabo resplandecían, cada músculo se dibujaba bajo su blanco pelaje y sus cascos eran de un negro brillante. Sus oscuros ojos estaban clavados en los suyos mientras se dirigía directamente hacia ella.

Pensó que tenía una expresión muy tierna, con lo que su nerviosismo desapareció. Era casi como si quisiera asegurarle que nada tenía que temer. Se llevó una mano al pecho.

–Me has asustado... Creía que era una serpiente. Aunque detesto ser tan poco original, comparto el típico miedo femenino a las serpientes –se volvió hacia el caballo–. Hey, chicarrón... Eres precioso. Pensaba que me daban miedo los caballos por lo grandes que son, pero tú eres muy bueno, ¿verdad?

–Annabelle, quédate tranquila –el tono de Shane era insistente, casi temeroso.

–De acuerdo –dijo ella–. Eso puedo hacerlo.

–Retrocede lentamente.

Por el rabillo del ojo, vio a Elias aproximándose con un lazo. El joven se acercaba agachado, casi corriendo. Pensó que probablemente estaría exagerando para impresionarla.

–Hey, chico –murmuró, estirando una mano para acariciar la cabeza del animal–. ¿Quién es el más guapo del mundo?

Khatar se acercó todavía más, con la cabeza tocando casi la cara de Annabelle. Ella le sonrió y aspiró el aroma del caballo. No era tan apabullante como había imaginado. Le palmeó el cuello.

–Eres muy fuerte –le dijo–. ¿No te dicen eso todas las chicas? Apostaría a que eres muy popular entre las yeguas.

El animal apoyó la cabeza en su hombro. Era tanto el peso que casi se le doblaron las rodillas, pero se las arregló para mantenerse en pie. Cuando lo abrazó, habría jurado que lo oyó suspirar.

–¿Qué pasa? –le preguntó, apartándose para frotar la mejilla contra la suya–. ¿Te sientes solo? ¿Es que Shane no te hace caso?

Miró por encima de su hombro y vio que ambos hombres la contemplaban fijamente. Los ojos de Elias estaban muy abiertos, al igual que su boca. Shane también estaba sorprendido, pero no tenía un aspecto tan cómico.

–¿Qué? –preguntó.

–Quédate tranquila –le aconsejó Elias. Su tono sonaba extrañamente urgente.

–Estoy tranquila. ¿Qué os pasa a vosotros dos? –miró a su alrededor, medio esperando ver una serpiente al acecho, o doce.

Shane y el joven cruzaron unas palabras en un susurro. En seguida, Elias comenzó a rodear al semental. Khatar, mientras se dejaba acariciar por Annabelle, lanzó una coz como si tal cosa. Elias saltó hacia atrás.

–Annabelle, por favor, apártate.

El tono de Shane había sonado severo. Annabelle obedeció. Khatar la siguió, frotándole el hombro con la nariz.

–¿Voy a montarlo? –inquirió.

–¡No! –respondieron ambos hombres a la vez.

–De acuerdo, de acuerdo... –volvió a concentrar su atención en Khatar–. ¿Eres muy valioso? ¿Es ese el problema? Eres lo suficientemente precioso como para valer un fortunón. Aunque «guapo» sería una palabra más adecuada, ¿verdad? ¿Quién es el chico más guapo...?

Elias y Shane volvieron a comentar algo en susurros.

–Annabelle, vamos a ponerle un ronzal a Khatar –dijo Shane con tono razonable, ligeramente irritante.

–¿Quieres que lo haga yo? –se ofreció ella–. Parece que le gusto.

–No. Quiero que retrocedas lentamente, mientras yo me coloco entre tú y él.

Annabelle tomó la gran cabeza del caballo con ambas manos y le dio un leve beso, arriba de la nariz.

–Pórtate bien con Shane, ¿me oyes?

Los ojos del animal parpadearon antes de mirar al vaquero. Las orejas se le pusieron de punta.

Annabelle no sabía gran cosa de caballos, pero aquella no le pareció una buena señal.

–¿Por qué no me quedo cerca? –le propuso–. Así se quedará tranquilo.

–No está loca, jefe –dijo Elías–. Míralo.

«No está loca». Vaya. Quizá podría mandar imprimir ese texto como calcomanía para el parachoques de su coche. Sería una buena manera de anunciarse en el mercado sexual. Los hombres acudirían en manadas.

Shane dudó por un segundo y luego asintió.

–Ten cuidado –le dijo–. Vigila sus cascos. Le gusta dar coces.

–¿Cómo lo sabes? ¿Te ha coceado a ti?

–No, pero...

Cruzó los brazos sobre el pecho.

–¿Ha hecho este caballo alguna cosa mala desde que lo compraste?

–No, pero...

Annabelle suspiró.

–¿Por qué crees entonces que es problemático?

–No lo creo. Es un caballo estupendo. ¿Te parece bien? ¿Estás contenta?

Shane avanzó. Khatar se removió ligeramente. Annabelle le frotó el cuello.

–No pasa nada, chicarrón. Él no va a hacerte daño y yo me quedo aquí contigo.

Khatar se relajó y Shane le puso el ronzal. Fue ella la que recogió la cuerda.

–Ahora te tengo en mi poder –el animal dio un paso hacia ella. Miró a Shane–. Supongo que ahora podré llevarlo a donde tú me digas.