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La creación es el hogar de dos estirpes de dioses: los ases, liderados por Odín, y los vanes, muy vinculados a las fuerzas de la naturaleza. Desde Asgard, donde los ases acaban de establecerse, Odín, siempre atento a las señales que anuncian el Ragnarök, descubre que los gigantes han aprendido la magia de los vanes. El dios ve la oportunidad de iniciarse en esta poderosa hechicería cuando Gullveig, una van, llega a Asgard. Pero Gullveig es codiciosa y artera y sus artimañas amenazan con desencadenar una guerra entre ambas estirpes divinas. ¿Sobrevivirían los nueve mundos a un conflicto semejante?
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Portada
Portadilla
Genealogía de la primera generación de dioses
Odín
Frigg
Lodur
Tyr
Hoenir
Mimir
nueve madres
Heimdall
Thor
Jord
Primera generación de gigantes
Genealogía de la primera generación de dioses
Njörd
Niorunn
Freya
Frey
Dramatis personae
Los ases
Odín Padre de Todos — señor de Asgard y primero de los dioses, vigila los nueve mundos desde su trono Hlidskjalf, situado en el palacio de techo de plata llamado Valaskjalf, en busca de señales que anuncien la llegada del Ragnarök.
Mimir— guardián de la fuente de la sabiduría, situada en un espacio intermedio entre los mundos, bajo las raíces del árbol Yggdrasil, y de la cual solo él puede beber, siempre sin tocar las aguas.
Thor— primogénito de Odín, de asombrosa fuerza pero aún joven e impetuoso, poco capaz de controlar su temperamento, que está vinculado con la tormenta.
Heimdall— hijo adoptivo de Odín, dotado de una extraordinaria percepción, por lo cual su padre le encarga la tarea de custodiar la entrada de Asgard a través del puente Bifröst.
Tyr— viejo amigo de Odín, de la primera generación de dioses, los hijos de los primeros gigantes, que destaca por su sabiduría y buen juicio, que Odín siempre tiene en cuenta.
Hoenir— dios de físico imponente, aunque de poco ingenio, que Odín gusta de tener a su lado para que siempre le dé la razón.
Dramatis personae
Los vanes
Gullveig—diosa de Vanaheim con gran apetito por las riquezas que practica la magia seid, mediante la cual es capaz de ver el futuro, inducir visiones y manipular las mentes débiles.
Njörd— primero de los vanes, dios de la tierra fértil, de la costa marina y de los vientos, viejo amigo de Odín, a quien ayudó a llenar el mundo de vida en el principio de los tiempos.
Frey— hijo de Njörd y de su hermana Niorunn, es uno de los vanes principales, un dios de gran hermosura con poder sobre la lluvia y el buen tiempo, asociado a la fertilidad viril.
Freya— hija de Njörd, la diosa más hermosa e importante de los nueve mundos por sus poderes sobre la fertilidad, el amor y la belleza, pero también por ser la mayor conocedora y practicante de la magia seid.
ás allá de las aguas tempestuosas se levantala gran cordillera. Y al otro lado de esta muralla natural, el viento azota vastos páramos, riscos violentos y bosques oscuros en los que de tanto en cuanto resuenan bramidos semejantes a truenos de alta montaña. Es la hostil naturaleza de Jötun-heim, el hogar de los gigantes.
En aquellos días de la estación invernal, una densa hueste de nubes se había instalado sobre aquella región desabrida hasta el punto de que era imposible precisar dónde acababa la tierra y dón-de empezaba el firmamento. Con aquella luz mortecina, parecía que el mundo estuviera exhausto, que hubiera perdido fuelle.
En lo alto, dos siluetas negras surgieron del cielo empañado, dos cuervos cuyos agudos ojos escudriñaban el suelo desde las alturas. Los vivaces Hugin y Munin compartían una expresividad de ines-perada inteligencia. En sus pupilas se adivinaba una fuerza miste-riosa, un anhelo por conocer. Ambos obedecían al mismo señor, cuya voluntad henchía sus alas desde la lejana Asgard. A él regresaban las aves después de sus viajes para informar con detalle de lo que sus ojos habían registrado a lo alto y ancho de los nueve mundos.
Por grande que fuera el poder de Odín, el Padre de Todos no era dueño de la creación, ni tampoco el ser más poderoso que había en ella. Eran muchos los secretos que aún quedaban fuera de su alcance. Desde que las nornas —las tejedoras del destino— le re-
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velasen que, a pesar de sus esfuerzos, un día la creación llegaría a un final trágico, todo su afán estaba puesto en hallar el modo de impedirlo. De un tiempo a esta parte, había descubierto movimien-tos en Jötunheim que lo inquietaban, alteraciones del curso natural de las cosas, desórdenes en la naturaleza. La ignorancia era un lujo que ya no podía permitirse.
Pero la exploración de sus enviados estaba resultando infructuo-sa. Por más afilados que fueran sus sentidos, algo allá abajo jugaba a confundirlos una y otra vez. Tan pronto atisbaban siluetas de enormes proporciones reunidas en asamblea o en tránsito a alguna parte, descendían en círculos concéntricos para espiarlas. Entonces estas se esfumaban, transformadas en vapor, como si otros tantos géiseres hubieran brotado de la tierra en ese mismo instante. De igual modo, cuando intentaban seguir de cerca las roncas voces de los gigantes para discernir de qué hablaban, estos parecían desva-necerse, dejando tras de sí una reverberación ininteligible, imposible de diferenciar de los lamentos del viento en las quebradas.
Largo tiempo estuvieron Hugin y Munin sobrevolando aquel territorio, tratando en vano de descubrir qué tramaban sus mora-dores. Eran eludidos de continuo por ardides y repentinas muta-ciones. Cuando, en un último intento por aproximarse a una de aquellas criaturas, descendieron peligrosamente hasta casi su altu-ra, las cumbres parecieron bramar y de algún lugar cayó un alud de piedras repentino y brutal que pretendía aplastarlos. Mientras huían, disuadidos definitivamente de su propósito, sintieron mil ojos prendidos en su estela.
Batiendo con vigor sus negras alas, sobrevolaron otra vez la altísima cordillera y luego el mar, que cruzaron ansiosos por dar noticias de lo que habían observado, que no carecía de sentido. No tardaron en atisbar las costas de la región donde habitan los hom-bres, en cuyo corazón se destacaban las poderosas montañas que conformaban el macizo central.
Según sobrevolaban Midgard, fueron viendo cómo asomaban las granjas y los campos roturados entre el verdor. En aquel colo-rido mosaico de parcelas, rebaños y senderos transcurría afanosa-
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mente la vida de hombres y mujeres, en pugna continua para arre-batar al caos, a la noche y a las fieras un pedazo de certidumbre al que llamar hogar.
Al llegar a las montañas centrales, que tenían como referencia, ascendieron hacia las regiones más elevadas del cielo, que se lan-zaron a atravesar como dos proyectiles que quisieran alcanzar las estrellas. A medida que subían, escaseaba el aire y la luz se desva-necía, dejando entrever un espacio oscuro allá donde la luz ya no alcanzaba, pero nada temían las aves ni sufrían nada, sino que pa-recían impulsadas por una fuerza ajena a ellas, que las protegía y que aguzaba aún más sus sentidos, permitiendo que percibiesen algo que no parecía estar allí. Continuaron ascendiendo hasta don-de ningún otro de su especie podía remontar el vuelo, hasta el lí-mite de lo visible. Allí se adentraron sin miedo y desaparecieron.
Apenas salieron de la niebla y la dejaron atrás, sobrevolaron un gran puente de cuya cabecera partían estelas irisadas que se perdían mul-tiplicadas hacia el abismo: Bifröst, la pasarela que conduce a la mo-rada de los dioses. Mientras comenzaban a adentrarse en territorio divino, sintieron clavada en ellos la mirada de Heimdall, el guardián del puente, quien, a pesar de su mocedad, se había consagrado en cuerpo y alma a su tarea. El joven Heimdall los inspeccionó desde la mansión que estaba edificando allá donde acababa el puente.
La hermosa Asgard los recibió con el esplendor de sus praderas de hierba mullida, sus exuberantes bosques de árboles gigantescos, sus montañas anfractuosas con picos nevados, sus ríos caudalosos y rebosantes de peces de escamas de oro. En medio de este des-pliegue magnífico, dispersos entre la frondosidad, sobresalían pa-lacios y mansiones de geometría impecable y refulgentes formas, aunque todavía en construcción. La tierra de los dioses parecía existir sin esfuerzo, como si la materia y la forma no fueran sino la pura expresión de la voluntad de sus moradores. A la sobrecoge-dora envergadura de su naturaleza se añadía la osadía que los dio-
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ses se afanaban por dar a sus moradas y la riqueza de los materia-les que empleaban: era tal la abundancia del oro y la plata bajo el cielo despejado que el recién llegado tenía que entrecerrar los ojos para no verse deslumbrado por la sinfonía de destellos.
En lo alto de una cima se erguía el más fastuoso de los palacios de Asgard, el primero cuya edificación se había finalizado: Valas-kjalf. Los cuervos se esforzaron por igualar su altura y luego, pla-neando, se dejaron caer sobre la esplendorosa techumbre, hecha enteramente en plata. Cuando parecía que estaban a punto de cho-car contra ella, simplemente la atravesaron igual que si se zambu-llesen en un lago de aguas calmas.
Adentro los aguardaba el Padre de Todos, sentado en el trono Hlidskjalf, que estaba tallado directamente sobre la cumbre de la montaña, alrededor de la cual había levantado él su palacio, de modo que el pico emergía del suelo del gran salón y se elevaba hasta el centro de la alta bóveda. Desde el sitial, las paredes y el techo se desvanecían ante la vista y daba la impresión de que se estaba en el pico desnudo, sin rastro del edificio, en la cima de la creación, otero de los nueve mundos, desde donde podía observarse hasta el último rincón de lo existente. Cuando Odín extendió su brazo, los cuervos se posaron sobre él, acabando por fin su agotador viaje.
Su amo vestía una túnica de un intenso azul oscuro, ricamente ribeteada en plata. Algo en sus penetrantes ojos y en su barba en-sortijada parecía esforzarse por desmentir el agotamiento de su rostro. Aferrado a su muñeca, Hugin permaneció erguido, con la cabeza moviéndose en nerviosas sacudidas. Munin, por su parte, dio pequeños saltos para llegar hasta su hombro, acercó el pico al oído de Odín y comenzó a verter el relato de su expedición.
El primero de los dioses frunció el ceño a medida que el men-saje se iba haciendo inteligible, pues con él confirmaba sus recien-tes temores. En los últimos tiempos, cuando miraba hacia las tierras de Jötunheim, las tinieblas devoraban el paisaje y sus ojos no eran capaces de distinguir nada en su seno. Por ese motivo había envia-do a sus espías, que ahora regresaban declarando que habían sido descubiertos y rechazados.
«Adentro los aguardaba el Padre de Todos, sentado en el trono Hlidskjalf, que estaba tallado directamente sobre la cumbre de la montaña».
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¿Qué artimañas eran aquellas con las que los gigantes burlaban a sus agentes y lograban sustraerse a su conocimiento? ¿Eran sus secretos una amenaza para el orden por cuyo establecimiento tan-to habían penado los suyos? El dios apretó los labios. En ellos se dibujaba el surco tenue y sanguinolento del vino. Si lo inquietaba sentirse impotente, saberse ignorante lo enojaba hasta el paroxismo.
Al acariciar la madera, Odín sintió su contacto húmedo y rugoso bajo los dedos. El gran fresno Yggdrasil sostenía la creación en su tronco, sus ramas y sus raíces, pero no se presentaba a la vista de los profanos, sino que solo estaba al alcance de los iniciados. El dios percibía en él a una criatura hermana, animada por un vigor des-bordante. Yggdrasil alumbraba vida y orden, salvaba el abismo in-concebible que separa la potencia del acto, la nada de la existencia, irrigando con su luz todo lo que una vez fue tan solo vacío. Cuan-do, al tocarlo, Odín penetraba en su conciencia, le parecía que en verdad no era la sangre de los primeros gigantes sino la savia del gran fresno Yggdrasil lo que corría por sus venas.
Cubriendo los pasos finales del trayecto impreciso que lo había conducido hasta allí, atravesó el enzarzado follaje y los jirones de niebla para salir al lugar donde la fuente de la sabiduría manaba de las rocas y formaba una pequeña laguna.
Apenas el guardián del manantial, Mimir1, oyó sus pasos, aso-mó por la puerta de su pequeña casucha, un amontonamiento de piedras cubiertas de tierra sobre el que crecía la hierba, indistin-guible del lecho del bosque. Mimir no mostró sorpresa alguna al verlo llegar, sino que se recostó a esperarlo contra el pliegue de una de las enormes raíces que bordeaban la laguna. A pocos pal-
1 Puesto que algunas fuentes sitúan el pozo de la sabiduría en Jötunheim, a veces se identifica a este enigmático personaje como un gigante, vinculado familiarmente con Odín a través de su madre, la giganta Bestla. Pero la mayoría de expertos lo consideran un as de los primeros tiempos y ubican el pozo en el centro del cosmos.
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mos de él fluía con parsimonia el manantial. Por encima de su cabeza se abovedaba de forma natural el dosel arbóreo, que daba forma a un espacio propicio al recogimiento. Las fosforescencias emitidas por los líquenes adheridos a la roca y los rizomas daban una cualidad fantasmagórica a la fuente de la sabiduría que cus-todiaba Mimir.
—Hace tiempo que no vienes en busca de consejo. ¿Acaso tus fuerzas y tu sapiencia han alcanzado el punto en que se bastan a sí mismas? —dijo, mientras que el otro se le acercaba.
—¿Acaso soy yo el guardián de esta fuente, el único a quien le está permitido beber?
—Tú tienes tus ardides, tus espías y el sagrado trono de Hlids-kjalf.
—Y, sin embargo, no es suficiente. Vengo en busca de ayuda, no a batallar contigo, honorable Mimir —adujo Odín, cansado, y lue-go se sentó junto a él.
Los dos guardaron silencio por unos momentos en los que se hizo perceptible el quedo rumor del arroyo. La fuente de la sabi-duría se encontraba en algún lugar entre los mundos, un espacio perdido entre las raíces retorcidas y las ramas de Yggdrasil a don-de era imposible saber cómo llegar, más que extraviándose previa-mente una y otra vez por territorios desconocidos. A falta de cual-quier referencia con que medir allí el tiempo, era solo el lento pero constante repiqueteo de las gotas de agua al caer en la charca el que permitía tomar conciencia de su transcurso.
—Dime —dijo al fin Mimir—, ¿verdaderamente lo que no sabes es lo que te inquieta, o se trata más bien de lo que ya conoces?
Los claros ojos y las sienes plateadas de Mimir relampagueaban en la mágica luz del lugar. Odín esbozó una sonrisa. No cabía ocultar nada a aquel dios, a quien aquellas aguas brindaban un conocimiento sin fondo. El Padre de Todos lanzó una mirada an-helante a las aguas. No eran las únicas que contenían secretos del universo.
—Hace ya tiempo visité otro manantial —explicó—, el que cuidan las tres hermanas que tejen el tapiz del destino.
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Mimir asintió, respetuoso, diciendo:
—El saber de las nornas es muy superior al mío. Lo que te fuera revelado en la fuente del destino ha de ser causa de gran desazón, sin duda.
—No te equivocas.
—¿Y bien? ¿Qué fue? —inquirió Mimir.
Odín respondió, mirándolo a los ojos:
—El Ragnarök.
Mimir se estremeció al escuchar esa palabra, que reverberó con vida propia bajo el dosel arbóreo, y hasta las mudas raíces de Ygg-drasil pareció que se conmovían. Ninguno de estos fenómenos pasaron desapercibidos a los dioses sentados a la orilla, en quienes crecía el desasosiego. Mimir instó a Odín a que continuara.
—Dice la profecía —explicó el Padre de Todos— que el desti-no del mundo es la destrucción, que traerán el hielo y el fuego, los mismos que todo lo crearon al chocar en el principio de los tiem-pos. Grandes prodigios y terribles tragedias serán el anuncio del fin. —Mimir asentía según escuchaba—. Desde que las palabras enigmáticas de las tres hermanas llegaron a mis oídos, me esfuerzo por desentrañarlas, vigilo el mundo en busca de portentos, de de-sequilibrios, de amenazas. He de estar preparado para cuando lle-gue el momento de la batalla final. Todos hemos de estarlo.
Cuando Odín dejó de hablar, el guardián lo observó en silencio. ¿Pretendía él oponer su voluntad, por fuerte que fuera, al destino que todo lo dicta?
—El destino de los dioses está escrito desde el violento parto cósmico que alumbró el tiempo —le dijo—. ¿Qué orgullo insen-sato te lleva a soñar que podrás impedir que se dé cumplimiento a lo que no puede ser de otra manera?
—No estoy hecho para la resignación —respondió el otro—. Si el Ragnarök es el fin, defenderé la creación y a mi linaje hasta mi último aliento. No en vano mis hermanos y yo dimos muerte a Ymir, el ser primordial. Con sus restos forjamos el cielo y la tierra y luego brindamos a todos los seres un mundo al que llamar suyo. Los hombres, los enanos, los elfos y hasta los gigantes ocupan su
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lugar en razonable armonía. ¿He de sentarme a esperar a que el universo vuelva al caos primigenio contra el que tantos de los míos han combatido?
La voz de Odín se había ido alzando y resonaba. Mimir lo mi-raba muy sereno.
—Pero ¿cómo piensas torcer el destino?
—No lo sé aún, pero lo descubriré —contestó Odín, dejando a Mimir desconcertado por la mezcla de duda y convicción que tras-lucía la respuesta—. Solo sabiendo más que mis enemigos podré anticiparme al terror del que son agentes. Por eso necesito tu ayu-da y la de estas aguas.
Y diciendo tal, se incorporó, con el ánimo resuelto a no seguir pidiendo permiso para beber de la fuente. Mimir se alzó al punto asimismo, mostrándole su formidable estatura.
—No tientes antes de tiempo al destino que tanto aborreces. Bien sabes que soy yo quien ha de compartir las revelaciones de la fuente con quien pida conocerlas. Formula tu pregunta y yo te daré la respuesta.
Odín refrenó su ímpetu al darse cuenta de que estaba pronto a enfrentarse con el custodio ante las raíces del gran fresno. Nunca osaría desafiar la prohibición, porque provenía del árbol mismo, que tenía por lo más sagrado.
—Algo sucede en regiones remotas que escapa a mi conoci-miento. Los gigantes de Jötunheim emplean artes secretas capaces de mudar la apariencia de las cosas o tal vez de engañar a la men-te. Si de ellos ha de llegar la destrucción de los míos, tengo que conocer sus artimañas. ¿Qué magia es esa?
Mimir alargó su luengo brazo y, recogiendo el bello cuerno Gjallarhorn, tomó un poco de agua del manantial —que ni