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*ADVERTENCIA: NO LEAS LA SINOPSIS DE ESTA NOVELA. Es mejor que vayas a ciegas, en serio… Pero si sientes la imperiosa necesidad de hacerlo, aquí la tienes: Tenía que haber sido más listo; tenía que haberla dejado en paz… Me dijo que tenía veintiún años, pero era mentira. Le llevaba una década, y, aunque era madura para su edad, debí mantener las distancias. O intentarlo, al menos. No había demasiados sitios donde esconderse en el campus, y sí un montón de sitios donde podían pillarnos. Nunca quise que ocurriera: yo era su profesor y ella debía ser solo mi alumna. Pero cuatro años después nos volvimos a encontrar… *¿Ves? Por eso no deberías haber leído la sinopsis, y deberías haber ido a ciegas. Por desgracia, este es un viaje emotivo a través de un romance con tintes tóxicos que te conducirá a lugares inesperados. A la autora le apetecía escribir algo como esto, así que no digas que no te habíamos avisado de lo que ibas a encontrarte.
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Seitenzahl: 236
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Título original: I Wish I Would've Chosen You
Primera edición: octubre de 2024
Copyright © 2024 by Whitney G.Published by arrangement with Brower Literary & Management
© de la traducción: Silvia Barbeito Pampín, 2021
© de esta edición: 2024, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]
ISBN: 978-84-10070-66-0
BIC: FRD
Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®
Fotografía de cubierta: Freepik
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Índice
Prólogo
Lección número 1
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
Lección número 2
12
13
14
15
16
17
18
19
20
20 (A)
20 (B)
21
22
23
Lección número 3
24
25
26
27
28
29
30
31
32
32 (A)
33
Lección número 4
34
35
36
37
38
39
40
41
42
Lección número 5
43
44
45
46
47
48
49
50
51
52
53
Lección número 6
54
54,5
55
56
57
58
59
60
61
62
63
64
65
65 (A)
65 (B)
66
66 (A)
67
68
69
70
71
Contenido especial
Para la era de la lavanda. La primera de muchas.
Yo
La última vez que salté de este puente un buen samaritano se zambulló en el mar y me rescató.
Me llevó hasta un bote cercano sin mi consentimiento y me hizo la reanimación cardio-pulmonar hasta que volví a la vida.
—¡Ay, Dios, casi se muere!
—¡Qué suerte ha tenido de que estuvieras aquí!
—¡Tiene mucho que agradecerte!
Los turistas lo colmaron de elogios inmerecidos, y menos mal que yo tenía demasiado frío y estaba demasiado entumecida como para responder, porque me habría encantado decirle algo como «Enhorabuena, señor. Acaba de destrozarme la vida».
Sin embargo, esta noche no hay ni un alma por aquí, así que no tengo que preocuparme por que me salven. Los secretos que escondo se ahogarán conmigo, y espero que las aguas nos anclen en algún lugar seguro.
Porque eso es lo que le prometí.
Nunca le hablé a nadie sobre lo que ocurrió entre el hombre del que nunca debí enamorarme y yo; le juré que los momentos que compartimos eran nuestros y solo nuestros, y que, si alguien me preguntaba, prefería morir antes que responder.
Incluso ahora, por muy tentada que esté de revivir nuestros recuerdos por última vez, debo evitar pensar en todos los sábados que nos escabullimos para que me abriera las piernas y me saboreara en algún lugar privado, en las numerosas veces que me agarró por las caderas mientras lo cabalgaba en los asientos al fondo de un cine vacío y en todas las madrugadas en que me besó con tanta avidez que todos los besos futuros iban a salir perdiendo en la comparación.
Las olas se encrespan de pronto con la promesa de atraparme cuando caiga. El viento me acaricia los rizos, inhalo el aire salado y aparto los dedos de la barandilla.
Voy a saltar a la de tres. Uno, dos…
«Finge hasta que lo consigas»
Mientras no cometas un fraude o le hagas daño a alguien, nadie tiene por qué saber que eres una mentirosa…
Boston (Massachusetts)
Genevieve
El tren traquetea con violencia sobre las vías y el vagón se menea con tanta fuerza que casi me caigo al suelo.
—Señoras y señores —anuncia una voz a través de la megafonía—, este tren se detendrá en la Estación Sur. Si ese es su destino, por favor, comprueben que tienen todos sus efectos personales antes de salir.
Me levanto y me aseguro de que el carnet de la academia Phillips Exeter sigue metido en mi sujetador; cojo la mochila y salgo a la lluvia.
«8:17, 9:29, 10:11, 10:29».
Me repito las horas de salida de los trenes, convenciéndome de que, mientras regrese al campus antes de medianoche, podré seguir viajando los fines de semana a Boston, disfrazada de estudiante universitaria. Haría cualquier cosa con tal de pasar un rato con gente que no piense que es rarísimo estar obsesionada con los libros.
Al doblar la esquina, las brillantes luces del Café Sauvage me dan la bienvenida. Entro y busco un reservado al fondo.
Por alguna extraña razón, no hay machos alfa con sus diarios rojos, gilipollas engreídos con los bolígrafos en la mano ni bollitos buenorros sentados a las mesas; ni siquiera veo a ninguno de los habituales amantes de la literatura.
De repente sube al escenario un tipo vestido con un traje completamente negro y una boina rosa, así que supongo que el espectáculo está a punto de comenzar.
—Esta noche —anuncia— voy a leeros un pasaje de mi futuro poema más vendido y premiado: Lo que hace el amor. —Vale, eso es que van con retraso—. «Mi polla rozó su virginidad; yo estaba muy duro, una barbaridad». —Cierra los ojos y hace una larga pausa. Y la pausa se prolonga—. ¿Por qué no aplaudís? —pregunta—. Estoy aquí, desnudando mi alma ante vosotros sin pedir nada a cambio… —El público aplaude y él inspira hondo antes de continuar—: «Era cálida, húmeda y estrecha, y mi corazón latía a toda mecha. Cuando se rompió el condón, me llevé un susto del copón».
Tiene que ser una broma…
Compruebo en el teléfono si he cometido algún error, y la respuesta aparece ante mis ojos al instante.
Ag, he venido dos semanas antes de tiempo.
Esta no es la noche romántica, es la de micro abierto. Decepcionada, le hago señas a la camarera, que se acerca a mi mesa.
—¿Sí, señorita?
—¿Me trae un zumo de arándanos?
—¿Con vodka?
—No, solo el zumo.
—«La goma se rompió y mi berenjena empequeñeció». —El poeta gime al micro—. «Su coño era el cielo, te lo digo como lo veo».
—Vale, que sea con vodka. —Le tiendo mi carnet de conducir.
—Buena elección. —Se lo guarda en el delantal—. Enseguida vuelvo.
Les estoy echando un vistazo a los eventos del próximo fin de semana cuando aparecen un montón de mensajes en la pantalla.
Mi querida guardiana: Hola, acabo de ir a tu habitación y no estás. Ya ha pasado el toque de queda. ¿Dónde te has metido?
Mierda…
Yo: ¿Estás segura de que no estoy ahí?
Mi querida guardiana: Estoy en tu habitación ahora mismo. Y te he llamado tres veces. Contesta de una vez.
El volumen está demasiado alto para llamar sin que me pillen en una mentira, así que me levanto de la silla, me escabullo entre las mesas y corro hacia los aseos.
Mi querida guardiana: ¿Hola? ¿Genevieve?
Hay quince mujeres delante de mí en la cola y no puedo permitirme esperar tanto. Presa del pánico, veo que el baño de hombres está vacío y me cuelo dentro. Paso por delante de la fila de urinarios vacíos y, al llegar junto a los lavabos, la llamo.
—¡Por fin! —dice—. ¿Dónde leches estás?
—Yo… —Me aclaro la garganta—. Estoy en uno de los reservados de la biblioteca.
—¿Otra vez? —Suspira—. ¿Recuerdas que casi te amonesté el fin de semana pasado por saltarte el toque de queda?
—Es el único momento en que tengo todo el sitio para mí…
—Vale. —Chasca la lengua—. Lo dejaré pasar una última vez, pero de ahora en adelante quiero que estés aquí a medianoche todos los fines de semana, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Gracias, Heather.
—Otra cosa… No creo que debas… Espera un momento, ¿qué es ese ruido?
Las paredes tiemblan por culpa del sonido de un bajo, lo que quiere decir que el ínclito poeta ha añadido música a su actuación o que un dj lo ha sacado del escenario.
—No oigo nada. —Abro el grifo del lavabo y me agacho un poco más—. Quiero decir, salvo la lluvia y mi lista de reproducción. Últimamente el volumen de mi portátil se ha vuelto loco.
—Ay, el mío también —ríe—. Es una cosa rarísima. Da igual. Este año va a haber cambios porque se nos va a unir un montón de gente nueva en el campus…
Me estoy esforzando por escuchar lo que dice cuando la puerta se abre a mi espalda. Me doy la vuelta y me encojo aún más contra el lavabo.
—Ajá… —Cierro el agua mientras ella sigue y sigue hablando—. Sí, ya…
—¡A mí también me hace mucha ilusión! —exclama ella, y el tipo que ha entrado enciende el secador de manos, que es superruidoso, y luego gruñe. Gruñe de verdad, como si yo le estorbara—. Esto… ¿Genevieve? —pregunta Heather—. ¿Qué ha sido ese gruñido?
—Nada, es que tengo mucha hambre. —Debo colgar ya—. Me iré en cuanto termine este capítulo, te lo prometo.
—Vale —cede al fin—. Hasta luego.
—Hasta luego. —Cuelgo y me doy media vuelta—. ¿En serio? ¿No has visto que estaba al teléfono? ¿Por qué…? —La frase muere en mis labios cuando veo al tío con el que estoy hablando, y parpadeo varias veces, para asegurarme de que es de verdad.
El hombre que tengo enfrente es la perfección hecha carne: desde los ojos de un azul intenso, que me retan a acercarme, hasta la línea cincelada de la mandíbula, parece sacado de una revista, y no pega nada en este sitio.
Lleva un abrigo gris marengo sobre el traje oscuro; se pasa una mano por el pelo corto, negro como ala de cuervo. Y repite el gesto como si se hubiera dado cuenta de que yo también quiero hundir los dedos en su cabello.
Para. Espabila.
—Estaba hablando por teléfono cuando has entrado —digo, centrándome en su falta de cortesía—. Lo menos que podrías haber hecho es quedarte callado.
—Perdona —sonríe—. ¿A quién le estabas mintiendo?
—Eso no es asunto tuyo —replico, y él da un paso en mi dirección—. Eres un maleducado.
—Y tú, la hostia de guapa. —Sonríe y deja ver una hilera perfecta de dientes de un blanco nacarado. Me sonrojo, sin saber muy bien cómo contestar—. Soy Liam —se presenta—. ¿Has venido sola?
—No. Mi novio es el ínclito poeta que acaba de actuar.
—Cuánto lo siento… —Parece decepcionado—. Le he dado cien dólares para que nos ahorre el espectáculo.
—Le has pagado mucho. Estoy convencida de que habría aceptado por veinte.
Se ríe.
—Entonces, ¿no es tu novio?
—Desde luego que no.
—¿Eso significa que puedes decirme tu nombre?
—Rebecca.
—Mmm. Rebecca… —El nombre sale de sus labios de un modo tan seductor que me encuentro deseando haberle dado el de verdad—. ¿Puedo invitarte a una copa?
Asiento y él abre la puerta, me coge de la mano y me guía hasta unas escaleras que llevan a una zona con un tejadillo de metal.
La camarera nos sirve vino y yo miro el reloj del edificio de enfrente.
«8:17, 9:29, 10:11, 10:29».
—¿A qué te dedicas, Rebecca? —pregunta.
—A nada. Ahora mismo estoy estudiando.
—¿Estás haciendo un posgrado o vas a la universidad?
Ninguno de los dos.
—Un posgrado. —No quiero arriesgarme a que se vaya—. En Escritura Creativa.
—Qué interesante —sonríe—. Yo también estudié eso, pero acabé trabajando en Wall Street.
—¿Intentas advertirme de que no voy a ganarme la vida como escritora?
—Estoy convencido de que ya lo sabes.
—Estoy preparada para ser una sin techo. —Me río—. ¿Quién es tu autor favorito?
—Buf, podría darte una lista larguísima.
—Tengo tiempo…
Sonríe y, de algún modo, nos sumergimos en todo lo relacionado con la literatura, y con cada frase veo lo mucho que conectamos: compartimos los mismos autores favoritos —menos los que me dejan con el corazón en un puño al escribir finales abiertos—, nos encanta sumergirnos en mundos fantásticos y compartimos la misma profunda pasión por la escritura.
Antes de darme cuenta, son las tres de la mañana. Me he pasado con las copas, las rodillas de Liam rozan las mías, he perdido el último tren y voy a faltar a la charla de orientación a menos que averigüe cómo teletransportarme antes de que amanezca.
—¿Pasa algo, Rebecca? —Liam se inclina hacia mí y poso la frente sobre la de él.
—No —digo cuando sus labios rozan los míos—. Nada en absoluto. —Veo el bulto en sus pantalones y contengo un grito al intuir que está a punto de pedirme que me vaya a casa con él—. No soy partidaria del sexo en la primera cita. —Sus labios dibujan una sonrisa.
—De acuerdo. —Me acaricia el pelo—. ¿Y eres partidaria de que te devore hasta que estés chorreando por toda mi cara?
—Eeeh… yo… —Ningún hombre me había hablado así jamás—. Sí…
—Bien. —Se aparta muy despacio y apura su copa—. ¿Dónde te alojas?
—Mi casa está a hora y media en tren.
—¿Y tienes que hacer ese recorrido todos los días? —Enarca una ceja—. ¿A qué universidad vas?
—Esto… Es más un…
—¡Buzzz! ¡Buzzz! ¡Buzzz!
Su móvil vibra de repente; la primera interrupción en toda la noche.
—Espera un momento —dice antes de responder—. ¿Diga? Sí, sigo en Boston. ¿Pero ahora mismo? —Suspira—. No, lo entiendo, ya me encargo yo. Voy a por el coche, tú dame la dirección en cuanto la tengas. —Cuelga y me dedica una sonrisa comprensiva—. Lo siento. Era de mi nuevo trabajo. Me necesitan para solucionar algo urgente.
—Entonces, ¿eres médico de urgencias o algo así?
—Ya me gustaría. Déjame compensarte.
—No tienes por qué…
—Pero quiero hacerlo. —Le da un toquecito a la pantalla del móvil—. ¿Cuál es tu número de teléfono? —Se lo doy de un tirón antes de que me dé tiempo a meditarlo, y él lo guarda—. Te llamo mañana. —Deja un puñado de billetes sobre la mesa—. Para pagar esto.
Se marcha sin apartar la mirada de mí hasta que llega a los escalones.
Tras sopesar mis opciones de transporte, apuro el resto de la bebida y bajo a pagar.
—Ah, eres tú. —La camarera pone los ojos en blanco cuando me acerco.
—Pues sí. —Me encojo de hombros—. Quiero pagar y recuperar mi carnet. ¿Te encargas tú? —Deja un vaso y me mira como si no me hubiera entendido—. Lo necesito para regresar a casa. —Señalo la caja donde guardan los documentos de identidad—. ¿Me lo das?
No me hace ni caso: abre una cerveza y se la sirve a otro cliente; después, coge el teléfono.
—A la señorita Warren le gustaría recuperar su carnet, señor —dice—. Sí, está en el bar.
Siento la tentación de alargar la mano por encima del mostrador y cogerlo yo misma, pero un tipo con traje azul marino coge la caja y me sonríe.
—Sígame, señorita Warren. Yo me encargo de todo.
—Gracias. —Lo sigo hasta una oficinita que hay más allá de la barra. Cierra la puerta tras de mí y su sonrisa desaparece al instante.
—Oficiales, esta es la joven por la que los he llamado esta noche.
¡¿Qué?! Veo a un grupo de policías junto a la puerta de salida.
—Deme su bolso y vacíese los puñeteros bolsillos —ordena el más alto con tono firme.
—Espere. ¿Qué pasa? —Trago saliva—. No he robado nada, se lo juro.
—No me haga pedírselo dos veces, señorita. —El oficial tiende la mano—. Ya me ha escuchado.
Demasiado aturdida para pensar, obedezco y él deja mi bolso sobre el escritorio. Mientras un policía me hace una foto con un flash superbrillante, el otro rebusca en mi cartera. Saca las tarjetas de crédito una a una y luego el carnet de conducir.
Y luego saca mi otro carnet de conducir.
Y otro más…
—«Rebecca Warren», «Tate Jensen», «Isadora Jacobs» y «Genevieve Edwards» —lee—. La única identificación que le pertenece. Y también la única que le reconoce una edad de menos de veintiún años. ¿Por qué?
—Porque… pensaba entregar el resto en objetos perdidos en algún momento…
—Claro que sí. —Pone los ojos en blanco y les saca una foto a todos los carnets antes de pasárselos a su compañero—. Tiene suerte de que el dueño del bar sea un compañero exalumno de Exeter que ha llamado al colegio en lugar de denunciarla.
—Puedo explicarlo. Solo vengo aquí cuando hay una noche de poesía o un evento especial, así que no…
—Ahórratelo. —Me corta—. No hay excusa que valga para justificar un robo de identidad o el consumo de alcohol en menores. No tienes veintiuno. Joder, ni siquiera tienes dieciocho. —Me muerdo el labio inferior mientras él revisa los bolsillos de mi bolso, incluso los ocultos. Saca un paquete de condones y sacude la cabeza, pero no hace ningún comentario—. Ya puedes volver a meterlo todo en el bolso —dice, indicándome que organice el lío que ha formado con mis cosas—. Por esta vez te dejaré marchar con una amonestación, pero mañana a primera hora todos los dueños de bares de esta ciudad van a recibir una foto tuya. Si alguno de ellos me llama en los cuatro próximos años, irás derechita a la cárcel. ¿Entendido?
—Sí, señor.
Cuando me hace salir, un par de faros doblan la esquina, se abre la puerta del conductor y Liam se baja del vehículo. Mira al policía y luego me mira fijamente a mí.
Nooo. Por favor, Dios, no…
—¿Es usted la persona que han mandado de Exeter? —pregunta el oficial.
—Sí. —Liam sigue mirándome fijamente—. Soy yo.
El oficial le hace una foto con flash y se aclara la garganta.
—El director acaba de confirmar que es quien dice ser.
—Conduzca con cuidado. Y tenga cuidado también con nuestra joven borrachuza. —El policía me acompaña al asiento del copiloto—. No la he sermoneado mucho porque imagino que ya lo hará la academia, pero sí le he confiscado todos los carnets falsos.
—¿Carnets falsos? —pregunta Liam.
—Ah, sí. —El policía suelta una risita mientras me ayuda a subir al coche—. Esta chica tenía toda una colección. Era Taylor, Isadora, Rebecca… Los jóvenes de hoy en día…
—Sí, ya. —Liam se acerca a la puerta del conductor y me mira a través del cristal—. Muchas gracias, oficial.
Genevieve
—Paf, paf, paaaf…
Los limpiaparabrisas atacan el cristal mientras Liam acelera por la autopista. Los cuatro aros del logotipo de su Audi en el salpicadero son como cabezas que asienten como dándole la razón.
No ha pronunciado ni media palabra desde que hemos arrancado, y tampoco se ha molestado en encender la radio o la calefacción.
Mira hacia delante con los dientes apretados y se aferra al volante con tantas ganas que puedo ver los huesos de los nudillos marcados bajo la piel.
Gracias al embriagador aroma amaderado de su colonia y al alcohol que corre por mis venas, me convenzo de que todo esto es un sueño y que voy a despertarme en mi dormitorio en cualquier momento.
—Entonces, ¿eres uno de los nuevos de seguridad? —Intento entablar conversación—. ¿Por eso te han llamado para que me recogieras? —Agarra aún más fuerte el volante y no responde—. Que conste que no estaba de fiesta, solo quería tomar el aire y charlar de literatura. —Él gruñe—. Por eso te he dicho que me llamaba Rebecca. —Nos detenemos frente a un semáforo en rojo y trago saliva—. Pensaba decirte la verdad cuando me llamaras porque, aunque hemos conectado, no quería… —Cierro la boca cuando se gira lentamente para mirarme.
Los iris azul marino que me habían cautivado ahora solo dejan ver furia; los labios perfectos que estaban a punto de rozar los míos ya no son invitadores: se han convertido en una línea fina y airada.
El semáforo cambia a verde y él reanuda la marcha.
No me atrevo a decir ni una palabra más.
Una hora más tarde, Liam se detiene ante la verja dorada que custodia la entrada principal de la academia Phillips Exeter; se inclina sobre mí para abrir la guantera y saca un pase rojo: está claro que es uno de los nuevos seguratas.
Baja la ventanilla y sale un guardia nocturno con un paraguas.
—Gracias por traer a la señorita Edwards al campus —dice el guardia—. ¿Va a acercarla hasta Hoyt Hall?
—No —responde, seco—. La dejaré aquí mismo.
—Muy bien, señor. —El guardia se acerca a mi lado del coche, me ayuda a salir y me acompaña al interior de su garita. Y ahí me da el familiar papel rosa con la amonestación.
Repaso las frases habituales marcadas con un círculo: «Delincuencia», «Incumplimiento de la política de la academia» y «Violación del código de conducta estudiantil», y veo que hay algo de lo que nunca me habían acusado: «Cometer una infracción susceptible de expulsión».
Mi último año ha terminado…
Más tarde, esa noche. (Bueno, esa mañana)
Liam
Me niego a creer lo que ha ocurrido. No puedo haber pasado la noche con una menor, así que pienso quedarme mirando las grietas del techo hasta que alguien me diga que todo ha sido una pesadilla.
—Señor, ¿necesita atención médica? —Un hombre barbudo se detiene ante mí con un portapapeles—. ¿Señor?
—Estoy bien. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque está tirado en el suelo y hablando consigo mismo. Lleva horas así.
—Ah, claro. —Me obligo a levantarme—. Gracias por su preocupación.
—De nada.
Entro en la sala que acabará siendo mi biblioteca y abro el cajón superior del escritorio. Saco mi bourbon favorito, lo destapo y bebo un sorbo directamente de la botella.
Hoy es el día de la mudanza para los profesores del campus, y se supone que debo asistir a un encuentro que me ayudará «a prepararme para tratar con las prestigiosas y asombrosas mentes de esta estimada academia», pero no estoy de humor para conocer a nadie más en este momento.
No puedo dejar de pensar en la noche anterior ni de arrepentirme de cada una de las palabras que dije. Me encantaría echarle la culpa al alcohol, pero estaba completamente sobrio.
Cuando «Rebecca» se dio la vuelta para mirarme a la cara en aquel cuarto de baño, me obligué a parpadear un par de veces, para asegurarme de que era real: una preciosidad de ojos avellana, con un vestido de color lavanda claro que se ceñía a sus curvas perfectamente y dejaba al descubierto la turgencia de sus pechos. Llevaba el pelo negro ondulado recogido en una coleta baja que le caía sobre los hombros y me tentaba a deslizar los dedos por ella.
Sus carnosos labios rosados se abrieron en una O perfecta al mirarme, y al instante me sentí tan atraído por ella como nunca antes.
Había supuesto que era una estudiante, pero creía que estaba haciendo un posgrado, o tal vez asistía a la universidad, pero de ninguna manera al instituto; sin embargo, cuanto más me repito la conversación, más veo la estrategia y el engaño en sus respuestas: «Ahora mismo estoy estudiando», «Mi especialidad es la Escritura Creativa», «Solo puedo llegar a casa en tren». Doy otro trago al recordar que «Rebecca» fue la primera en abordar el tema del sexo, pero fui yo quien se ofreció a devorarla.
Mierda.
—¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!
—¡Dejen las estanterías ahí mismo! —increpo a los de la mudanza—. De todos modos, hoy solo va a llegar la mitad de mis muebles…
Los golpes en la puerta continúan a pesar de mi petición. Sin soltar la botella, voy al salón, pero no veo a los de la mudanza por ninguna parte. Abro la puerta principal y me encuentro cara a cara con el director más antiguo de la academia.
—¿Piensas invitarme a entrar? —pregunta.
—Deme un minuto, jefe de estudios Peterson.
—Es director Peterson. —Sonríe—. Aunque no hace falta que seas tan formal conmigo cuando estamos solos. Eres mi nieto. —Abro más la puerta y le hago pasar—. El colchón hinchable y la mesa de Ikea dan un toque muy especial —bromea—, muy elegante.
—Sí, yo opino lo mismo.
—Esta tarde te llegará la mesa redonda, pero quería hablarte de lo de anoche… —Se pasa una mano por el pelo—. Siento haberte molestado con semejante petición. No podía arriesgarme a enviar a uno de los profesores titulares.
—¿Por qué? ¿Sus horas de sueño valen más que las mías?
—No estabas durmiendo. —Pone los ojos en blanco—. Pero no. Si se lo hubiera pedido a uno de ellos, el cotilleo habría corrido como la pólvora.
—¿Los profesores cotillean con los alumnos?
—Te sorprenderías… —Abre las persianas—. Fuera de las aulas, este lugar funciona prácticamente a base de rumores. Da igual. Dime, ¿la estudiante se mostró arrepentida cuando fuiste a buscarla?
—Sí. —Le salvé el pellejo aunque no se lo merezca.
—¿Estaba con alguien mayor cuando llegaste?
—Solo vi a los policías.
—Vale, bien. —Se da unos golpecitos en la barbilla—. Estoy recopilando todos los hechos antes de pensar en el castigo. ¿Se te ocurre algo?
—No. —Sacudo la cabeza: no quiero volver a pensar en esa chica. Con un poco de suerte, solo la veré de pasada mientras esté aquí.
—Me alegro de que hayas decidido impartir clases en Exeter para empezar de nuevo. Te vendrá bien tras el divorcio.
—Eso espero.
Les echa un vistazo a los tatuajes de mi brazo porque sabe muy lo que representan: el dolor y el sufrimiento al que he sobrevivido y que me he tatuado como recordatorio.
El nombre de su hijo —el vago de mi padre—, aunque no se merece estar ahí, aparece en cursiva bajo una frase en latín que significa «Cosas que casi me destruyen».
—Lo siento mucho, Liam —dice—. A veces hasta me arrepiento de que haya nacido.
—No es culpa tuya.
—Ojalá pudiera creerlo… —Me da un abrazo—. Si me necesitas, aquí estoy.
—Gracias. —Espero a que se vaya para regresar al despacho.
Saco un libro al azar de una caja y me felicito por no haber pensado en la noche anterior durante los cinco últimos minutos. Es un progreso, y me convenzo de que voy a poder olvidarme de ella.
Abro la novela y leo las primeras líneas:
«Anoche conocí a una hermosa mujer en un bar. Tenía el pelo negro como la tinta y unos ojos castaños que jamás voy a olvidar. Ella…».
Cierro el libro y opto por una ducha fría.
Domingo por la mañana
Exeter (New Hampshire)
Genevieve
Los ventiladores de madera del techo crujen y rechinan al girar, y solo sirven para remover el aire cálido del verano en la mal ventilada estancia. Aunque la academia presume de sus fondos de mil millones de dólares, sigue negándose a instalar el aire acondicionado en todos los edificios que la componen.
Estoy sentada en la sala de espera del despacho del director, retorciéndome las manos, con la cabeza dando vueltas en todas direcciones. Me han llamado aquí tantas veces este año que me conozco hasta la última línea del suelo.
—¿Señorita Edwards? —La secretaria asoma la cabeza por la puerta.
—¿Sí, señorita Swift?
—El director Peterson la recibirá ya.
—De acuerdo. —Me estiro la falda a cuadros del uniforme y echo a andar por el pasillo. Llego ante las enormes puertas de su despacho e inspiro hondo antes de llamar.
—Adelante, señorita Edwards —dice. Entro, esperando verlo sentado en su sillón de cuero, como de costumbre, pero está de pie frente al ventanal. Es idéntico a cualquier otro de los directores cuyos retratos cuelgan en lo alto de sus paredes, con ese cabello salpimentado de canas—. Siéntese —ordena con voz firme. Obedezco, y él deja pasar varios minutos antes de darse la vuelta para mirarme—. ¿No está harta de venir a este despacho, señorita Edwards? —Más que harta. Pero me muerdo el labio y me limito a asentir—. ¿Tiene la más remota idea de todo lo que se me pasó por la cabeza cuando la policía me llamó anoche?
—Señor, siento haber…
—No diga ni una palabra. —Su mirada es gélida—. No se atreva a hablar. Casi me muero del susto al pensar que podían haberme dicho que estaba herida… o muerta. Claro, que, para cuando acabe con usted, a lo mejor deseará que ese hubiera sido su destino. —Trago saliva y se me erizan los pelos de la nuca uno a uno—. Hay tres infracciones en esta academia que merecen la expulsión inmediata: plagio, inmoralidad y ausentarse sin permiso. ¿Es usted consciente de ello, señorita Edwards?
—Sí, señor.