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¡La reclamó con una sorprendente petición de matrimonio! Liza Benton nunca habría imaginado que su camino se cruzaría con el de Fausto Danti. No podía soportar su arrogancia… ¡hasta que una inesperada noche de pasión le demostró lo muy compatibles que podían llegar a ser! Fausto sabía que sus conflictivas personalidades convertían a Liza en la última mujer con quien debería casarse. ¡Ella lo desafiaba a la menor ocasión! Pero la química que compartían era innegable. Así que esa vez el altivo italiano estaba decidido a luchar contra el fuego con fuego…
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Seitenzahl: 194
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Kate Hewitt
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Orgullo italiano, n.º 2873 - septiembre 2021
Título original: Pride and the Italian’s Proposal
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-915-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
A QUE NO adivinas quién acaba de llegar?
Liza Benton miró el ruborizado rostro de su hermana y se echó a reír.
–Seguro que no –respondió con una sonrisa–, teniendo en cuenta que no conozco a nadie aquí –contempló el elegante y atestado bar del Soho en el que se encontraban. En aquel momento estaba lleno de gente glamorosa con mucho más dinero y gusto por la moda que ella.
Hacía solo mes y medio que Liza se había trasladado de la rural Herefordshire y se sentía totalmente fuera de lugar. Pero su hermana pequeña Lindsay, de visita aquel fin de semana con su madre Yvonne, parecía decidida a convertirse en la reina de la fiesta. Había sido Lindsay quien le aseguró a Liza y a su hermana mayor Jenna que el Rico’s bar era el lugar más de moda de todo Londres.
–Todo el mundo va allí –le había asegurado con la ingenua seguridad de sus diecisiete años.
Teniendo en cuenta que apenas había abandonado su pequeño pueblo de Herefordshire salvo para las excursiones del instituto, Liza no sabía muy bien cómo podía estar enterada de tales cosas. A ella aquel bar no le parecía tan especial, aunque tenía que reconocer que sabía muy poco de aquellas cosas. A sus veintitrés años, había dedicado la mayor parte de su tiempo a ayudar a su numerosa familia y a sacarse luego la licenciatura. Ni la socialización ni el romance habían jugado un gran papel en todo ello, a excepción de un desafortunado episodio en el que prefería no profundizar.
–Bueno, entonces… ¿quién acaba de entrar? –quiso saber Jenna, la hermana mayor, mientras Lindsay hacía amago de caerse de la silla en la que estaba sentada, en plan melodramático. Su madre bebió un sorbo de su cóctel y abrió mucho los ojos a la espera de que su hija pequeña respondiera de una vez. Le encantaban los cotilleos tanto como a Lindsay.
–Chaz Bingham –anunció por fin Lindsay, triunfante.
Liz y Jenna se la quedaron mirando sin comprender, pero Yvonne chasqueó la lengua con un gesto de inteligencia.
–Lo vi en una revista justo la semana pasada. Hace poco que heredó un negocio importante de inversiones, ¿verdad? –la madre hablaba con el mismo aire mundano que la hija, pese a que había salido de Herefordshire todavía menos que ella. Todos sus conocimientos procedían de las revistas del corazón y de los cotilleos televisivos, cosas ambas que para ella eran como el Evangelio.
–Algo así –dijo Lindsay–. Está forrado. ¿No es guapísimo?
Había alzado tanto la voz que los elegantes ocupantes de la mesa más próxima cruzaron una mirada con un gesto burlón. Liza, volviéndose hacia Jenna, puso los ojos en blanco. Nunca había soportado a los esnobs, a la gente que pensaba que su familia era… excesiva, poco discreta. Su adorada familia, con su excéntrico padre, su exuberante madre y las cuatro chicas Benton: la preciosa Jenna, la ingeniosa Marie, la divertida Lindsay y… Liza. Liza desconocía cuál era su calificativo más característico. ¿Normal? ¿Aburrida? Sabía que no poseía ni la belleza de Jenna ni la inteligencia de Marie, y definitivamente tampoco la vivacidad de Lindsay. Eso había resultado evidente en más de una ocasión, pero una vez…
–¿Dónde está? –quiso saber su madre al tiempo que se descoyuntaba el cuello en su ansia por localizar al misterioso a la vez que supuestamente impresionante Chaz Bingham.
–Allí –Lindsay señaló con el dedo la entrada del bar y Liza sofocó una carcajada.
–¿Es necesario anunciarlo por megafonía? –inquirió, irónica, antes de mirar hacia la entrada del bar… para quedarse sin respiración a la vista del recién llegado. Ahora que lo veía, se daba cuenta de que habría resultado imposible no fijarse en él. Era como si consumiera todo el espacio posible. Y todo el aire.
Sacaba al menos una cabeza a cualquier otro hombre del local. El pelo muy negro peinado hacia atrás subrayaba una frente alta y recta de aristócrata. Sus ojos gris acero recorrían la sala con un gesto desdeñoso, fruncidos sus bien perfilados labios en una mueca cínica. Todo ello, junto con sus pómulos y su maciza mandíbula, le recordó a Liza las tórridas novelas que tanto le gustaba leer.
Lucía una camisa blanca como la nieve, cuyos últimos botones desabrochados revelaban un cuello musculoso y bronceado, con un ajustado pantalón negro. Todo en él hombre exudaba poder, riqueza y, por encima de todo, arrogancia.
–¿Lo has visto? –inquirió Lindsay.
Liza asintió con la cabeza. ¿Cómo habría podido no verlo? Pero… ¿cómo era posible que hubiera reaccionado de una manera tan visceral a un extraño?
–Jenna, creo que se ha fijado en ti –susurró Yvonne con voz excitada.
Jenna se sonrió, ruborizada. Liza pudo ver que el Adonis moreno no estaba mirando en absoluto a su hermana: quien lo estaba haciendo era el tipo de pelo rubio despeinado y rubicundas mejillas que lo acompañaba. ¿Era aquel Chaz Bingham? Entonces… ¿quién era el otro?
Sin pensar, se dedicó a buscarlo… solo para encontrarse súbitamente asaeteada por su sardónica mirada durante un terrible segundo. Aquel hombre, por un instante, pareció atravesarla con sus ojos gris acero antes de desviar la vista con un gesto de indiferencia.
–¡Viene hacia aquí! –chilló Lindsay.
Efectivamente, el tal Chaz se estaba acercando a su mesa. Liza se preparó para lo peor, preguntándose si no iría a pedirles que bajaran la voz, o quizá requiriera la silla en la que habían amontonado sus abrigos. El rubio lanzó a Jenna una sonrisa inmensamente atractiva antes de proyectarla sobre todas ellas, a la vez.
–¿Puedo invitarlas a una copa?
–Oh –Jenna se estaba ruborizando hasta la raíz. Con su larga melena rubia y sus ojos azul claro, para no hablar de su curvilínea figura, a su hermana nunca le habían faltado admiradores.
–¡Sí, por favor! –intervino Lindsay al tiempo que soltaba un elocuente codazo a Jenna.
Chaz sonrió y fue a la barra a pedir las copas.
–De todas las mujeres que hay ahora mismo en el local… –susurró su madre con gesto triunfante–, ¡te ha elegido precisamente a ti!
–Mamá, solo me ha invitado a una copa –protestó Jenna, pero Liza podía ver que no le quitaba a Chaz la mirada de encima. En cuanto a su propia mirada, voló instintivamente hacia el otro hombre, aquel que le había despertado un cosquilleo por todo el cuerpo. Evidentemente estaba con Chaz, porque se había reunido con él en la barra.
–Cuando vuelva –instruyó de pronto su madre a Jenna–, por el amor de Dios, invítale a sentarse con nosotras.
–Mamá…
–Por supuesto que lo hará –rio Lindsay–. Porque si no se atreve ella, lo haré yo. Ya os he dicho que está forrado.
Liza alzó su copa, ya casi vacía: ella había sido la única en rechazar la invitación de Chaz Bingham. ¿Se sentaría con ellas si se lo pedían? Y si lo hacía, ¿lo acompañaría también su moreno y orgulloso amigo? El corazón le dio un vuelco y decidió de repente que necesitaba otra copa.
–Liza, ¿a dónde vas? –le preguntó su madre–. Chaz volverá en cualquier momento.
Se había referido a él como si lo conociera de toda la vida, y eso que el hombre aún no se había presentado.
–Creo que al final me tomaré otra copa –y se dirigió hacia la barra… donde continuaba apoyado el misterioso amigo moreno de Chaz.
–¿Por qué diablos has elegido este lugar? –Fausto Danti contempló el atestado bar con una mueca de disgusto. Recién aterrizado en Londres procedente de Milán, había esperado una tranquila cena en un selecto y discreto club en compañía de su viejo amigo de la universidad, y no unas copas en un bar que parecía lleno de turistas y estudiantes.
–¿Qué pasa? ¿No te gusta? –lo miró divertido–. Siempre has sido un esnob, Danti.
–Yo lo llamaría «selectivo».
–Necesitas soltarte un poco. Te lo llevo diciendo desde que estábamos en la universidad –señaló con la cabeza la mesa llena de parlanchinas mujeres–. ¿No es esa la criatura más adorable que has visto nunca?
–Está bastante bien –repuso Fausto–. Es la única guapa de todas.
–Pues yo creo que sus hermanas tampoco están nada mal.
–¿Hermanas? –Fausto arqueó una ceja– ¿Cómo sabes que no son simplemente amigas?
–Todas se parecen y la mayor es obviamente su madre. En cualquier caso, pretendo conocerlas a todas. Y tú podrías hacer lo mismo.
Fausto resopló ante semejante sugerencia.
–No tengo ningún deseo de hacer tal cosa.
–¿Qué me dices de la del pelo rizado?
–Parece tan sosa y aburrida como la otra, si no más –apenas había echado un vistazo a las mujeres. No tenía intención alguna de ligar con nadie. Si estaba allí, en Inglaterra, era para resolver los problemas de la oficina de Londres. En cuanto terminara, se marcharía corriendo a Italia, donde su madre estaría esperando que anunciara pronto su decisión a la hora de elegir novia. El simple pensamiento le revolvía el estómago, –Oh, vamos, Danti –insistió Chaz–. Relájate, si es que te acuerdas aún de cómo se hace. Sé que has estado trabajando duro estos últimos años, pero… ¡divirtámonos un poco!
–No es así como yo suelo divertirme –replicó Fausto mientras agradecía al camarero el chupito de whisky que acababa de servirle–. Y ciertamente no con un puñado de cazafortunas aparentemente dispuestas a hacerte la corte.
–¿Hacerme la corte? Ese es más bien tu estilo, amigo. Venga –lo animó Chaz mientras recogía las copas que había pedido, incluido un cóctel de desagradable aspecto con una sombrilla rosa.
Reacio, Fausto siguió a su amigo a la mesa de las mujeres. La rubia en la que se había fijado Chaz era indudablemente muy bella, aunque insulsa, sin misterio alguno. La segunda hermana, la más joven, era todo aspavientos, excesivamente maquillada, con el cabello castaño claro recogido en una cola de caballo y un ajustado top que resaltaba sus curvas. Si algo reflejaba su mirada era avaricia. La mirada de una cazafortunas.
La madre parecía cortada por el mismo patrón, vestida de manera igualmente provocativa, pero… ¿no había visto a otra sentada a esa misma mesa? Fausto evocó fugazmente una melena castaña y rizada y un par de chispeantes ojos dorados. ¿Dónde se habría metido?
Chaz dejó las copas sobre la mesa con una caballerosa reverencia y, de manera previsible, la hermosa rubia los invitó con un balbuceo a reunirse con ellas. Su amigo no lo dudó y se sentó de inmediato a su lado. Dado que ello no le dejaba otra opción que sentarse al lado de la adolescente de mirada avariciosa, fríamente informó a todas que prefería quedarse de pie.
–Ya. No me extraña nada –pronunció una voz cerca de su oído: la de la mujer a la que había estado mirando antes, que apareció de pronto para sentarse a la mesa junto a la rubia–. Porque la verdad es que parece como si se muriera de ganas de salir corriendo de aquí.
Fausto clavó la mirada en sus ojos dorados: eran tan brillantes como recordaba. O incluso más, porque en aquel momento parecían escupir fuego.
–Admito que esta no habría sido mi primera elección –replicó, deteniéndose a mirar largamente a la mujer que se había atrevido a desafiarlo.
Su melena castaña se derramaba sobre sus hombros en una cascada de rizos. Largas pestañas de color chocolate enmarcaban sus grandes ojos castaños. Lucía un sencillo suéter verde y vaqueros, En conjunto, pensó Fausto, no tenía nada de remarcable.
La mujer arqueó las cejas mientras le sostenía la mirada, con una expresión que parecía haber cambiado de la furia a la burla. Y a la indiferencia. Chaz ya estaba ocupado con las presentaciones.
–Jenna… Lindsay… Yvonne… Liza –repetía su amigo con deleite, y Fausto hundió las manos en los bolsillos del pantalón.
Ahora sabía que se llamaba Liza. Aunque tampoco le importaba, claro.
–¿Y usted? ¿Cuál es su nombre? –inquirió Yvonne, la madre, entusiasmada. Obviamente sabía de sobra quién era: Chaz solía aparecer en las crónicas de sociedad y en las revistas del corazón.
–Chaz Bingham. Este es un buen amigo de la universidad, Fausto Danti. Ha venido de Milán para ocuparse por unos meses de la oficina que su familia tiene en Londres.
Fausto le lanzó una fría mirada: no necesitaba que aquella gente supiera de su negocio. Chaz le sonrió, tan contumaz como siempre.
–¿Qué piensa de nuestro país, señor Danti? –le preguntó de pronto la madre.
–Lo sigo encontrando tan bien como cuando estudiaba en la universidad, hace ya quince años –respondió, indiferente. La mujer soltó una temblorosa carcajada y se ruborizó antes de beber un trago de su ridículo cóctel.
Instintiva e involuntariamente, Fausto volvió la mirada hacia la tal Liza… y descubrió que lo estaba mirando con indisimulada furia. Esa vez fue ella la que apartó la vista, en un deliberado desaire que él no pudo menos que encontrar irritante.
Chaz se había puesto a charlar animadamente con Jenna, lo cual dejó a los cuatro, a Fausto y a las tres mujeres, sumidos en un tenso e insufrible silencio. Al principio Lindsay se animó con algunos intentos de conversación que Fausto rechazó sin reservas. Estaba cansado y no tenía ningún interés en conocer a aquella gente. Al cabo de unos minutos, miró de forma elocuente su reloj. Chaz se dio cuenta, pero lo ignoró. Fausto rechinó los dientes.
–Lamento que le estemos entreteniendo –comentó de pronto Liza con tono ácido.
–Es Chaz quien me está entreteniendo –replicó imperturbable y ella soltó un resoplido de indignación.
–Parece que se lo está pasando muy bien –señaló con la cabeza a Chaz y a Jenna, que seguían hablando animados, con las cabezas muy juntas–. Seguro que no le importará que usted se marche –arqueó las cejas, expectante.
Fausto descubrió un brillo de desafío en sus ojos que no pudo menos que provocarle una punzada de reacia admiración. Estaba delante de una mujer con mucho más fuego que su bella hermana. Muchísimo más misteriosa.
–Me siento inclinado a darle la razón. Y, siendo como es el caso, me marcharé ahora mismo –dijo antes de despedirse con un simple movimiento de cabeza tanto de las mujeres como de su amigo, que se limitó a sonreír tristemente para continuar luego hablando con Jenna.
No pudo, sin embargo, evitar mirar por última vez a Liza antes de marcharse y, cuando se encontraron sus miradas, algo se estremeció en su interior. Solo que duró muy poco porque, con el mismo desdén que antes había demostrado él, la mujer apartó la vista.
LIZA MIRABA fijamente el techo del dormitorio mientras la luz otoñal se filtraba por las cortinas, tiñendo de oro su diminuta habitación. No se daba cuenta de ello porque en su mente estaba viendo a Fausto Danti, con sus ojos color gris acero y su boca bellamente esculpida, su cabello negro como la noche y su desdeñosa actitud.
Imbécil. Grosero, arrogante, irritante patán… Cerró los puños cuando recordó su aristocrático comentario: «Parece tan sosa y aburrida como la otra, si no más». Se lo había oído cuando se acercó a la barra para pedir otra copa y las palabras la habían abrasado por dentro, como recordándole que no era nada especial. Era una sensación que siempre había tenido, pero que se lo hubiera recordado un desconocido y de forma tan implacable…
Se sentía como si Fausto Danti le hubiera arrancado la mal curada costra de la herida que se había esforzado por esconder a todo el mundo, ella misma incluida. Siempre había sabido que no era tan hermosa como Jenna ni tan inteligente como Marie, ni tan vivaz como Lindsay. Después de escuchar su cáustico comentario, había vuelto corriendo a su mesa, furiosa y dolida, antes de que él la descubriera. Y luego estaba la altivez con que las había mirado a todas, sin molestarse en mostrar una mínima cortesía.
El estómago le dio un vuelco al recordar la manera en que la había mirado a ella… Porque algo en aquellos ojos del color del acero la había hecho estremecerse y arder por dentro. Por mucho que quisiera odiarlo, aquella mirada le había despertado un dulce y sorprendente anhelo imposible de negar.
Pero si tenía que fiarse de las palabras que él le había dirigido, por fuerza debía haber malinterpretado aquella mirada, lo que suponía una nueva humillación. En cuanto a su propia reacción, de lo más humillante, no podía ser más lógica: el hombre era verdaderamente atractivo. Cualquier mujer con sangre en las venas habría reaccionado a su físico, aunque después de la marcha de Chaz, tras el intercambio de números de móvil con Jenna, la excitada charla entre su madre y hermanas había girado más sobre él que sobre Fausto Danti.
¿Llamaría a Jenna? ¿Le pediría que saliera con él? ¿Cuándo? ¿Dónde? Las especulaciones les habían ocupado media velada, hasta que finalmente Liza se retiró para dormir. No tenía la menor duda de que la conversación del nuevo día retomaría el tema de Chaz. El guapo, educado, encantador Chaz Bingham, claramente a punto de perder la cabeza por Jenna. Y mientras tanto ella no podía dejar de pensar en Fausto Danti…
Con un suspiro, se levantó de la cama. Tenía la sensación de que aquel iba a ser un día muy largo.
Para el domingo por la noche, cuando se despidió de su madre y hermanas antes de su partida para Herefordshire, Liza tenía la sensación de que el fin de semana se le había hecho eterno. Continuamente habían estado hablando de Chaz, Chaz, Chaz…
Liza se había cansado mortalmente de pensar tanto en Chaz Bingham… y también en Fausto Danti. ¿Por qué se había mostrado tan grosero? ¿Quién se creería que era? ¿Se había imaginado ella algún tipo de… de chispa en la manera en que la había mirado? Por supuesto que sí. Era ridículo pensar lo contrario.
Todos aquellos pensamientos volvieron a asaltarla mientras se dirigía a trabajar el lunes. Como ayudante de un pequeño editor de poesía, todo en su trabajo la encantaba: la elegante oficina de Holborn, con sus numerosas estanterías y sus altos ventanales que daban a Russell Square. Adoraba a su jefe, el anciano Henry Burgh, cuyo abuelo había fundado la empresa cien años antes.
La editorial sobrevivía por los pelos… así como por la generosa pero menguante herencia del dueño. Liza ignoraba quién podía comprar aquellos finos tomos de poesía de papel biblia e ilustraciones a plumilla: en cualquier caso, eran los libros más bellos que había visto en su vida y ella disfrutaba con aquella combinación de poesía antigua clásica y los más modernos poetas. El problema era que mientras trabajaba sentada ante su escritorio en aquella magnífica sala… seguía pensando en Fausto Danti.
–Pareces un poco distraída –observó Henry cuando abandonaba su despacho para entregarle unos manuscritos, siempre tan elegante con su traje de tweed de tres piezas y leontina de oro.
–Lo siento –bajó la cabeza, culpable–. He tenido un fin de semana muy ocupado. Visita familiar.
–Ah, ¿y qué les pareció la ciudad? –enarcó sus pobladas cejas grises, sonriente.
–Les encantó, claro.
–Me alegro. La próxima vez que vengan, ¿por qué no las traes aquí para que las conozca?
Liza asintió agradecida, aunque, para sus adentros, dudaba que su madre y hermanas quisieran visitar su lugar de trabajo. A ninguna de ellas, ni siquiera a Marie, les interesaba la poesía. A su padre, sí, pero siempre se resistía a abandonar la antigua vicaría de Little Mayton que treinta años atrás había comprado a precio de ganga y reformado poco a poco.
¿Qué pensaría Fausto Danti de su lugar de trabajo?, se preguntó después de que Henry se retirara a su despacho. ¿Le gustarían los libros? ¿La poesía? Quizá sí. Había percibido una latente, contenida intensidad en él que sugería una cierta vida interior. ¿Pero por qué pensaba que aquel hombre debía de tener alguna profundidad, más allá de su apariencia sexy?
–¡Liza!
Jenna abrió la puerta de su minúsculo apartamento tan pronto como Liza llegó a lo alto de la escalera, asustándola.
–¿Qué pasa?
–Nada malo –respondió Jenna con una carcajada–. Todo es maravillosamente perfecto. O al menos… ¡puede que lo sea! –acercó su móvil al rostro de su hermana–. ¡Mira! Un mensaje suyo.
–«Si estás libre este fin de semana» –leyó Liza–, «me encantaría que vinieras a la pequeña fiesta campestre que voy a dar en mi casa de Surrey» –alzó la mirada hacia su hermana–. ¿Una fiesta? ¿En serio?
Jenna se mordió el labio, con la duda brillando en sus azules ojos.
–¿Por qué no?
–Solo lo has visto una vez, Jen. ¿Y ahora quiere que vayas a su casa? No sé… ¿no te parece que es un poquito… pronto?
–Habrá mucha gente allí. Y solo será un fin de semana.
–Ya, pero…
–A la gente le gusta hacer esas cosas. Que nosotras no vayamos a fiestas así no significa que no sea lo normal.
–Supongo –Liza le devolvió el teléfono mientras entraba en su apartamento. Estaba cansada y le dolían los pies después de una larga caminata desde la parada de metro. Para colmo, resultaba obvio que su hermana deseaba hablar de Chaz. Otra vez.
–¿Piensas que no debería ir? –le preguntó Jenna mientras Liza abría la nevera y examinaba su escaso contenido–. No lo haré si lo piensas de verdad.
–No soy yo quien tiene que…
–Pero necesito tu aprobación. Yo confío en ti, Liza. ¿Te parece una idea muy loca? Apenas lo conozco, pero es que parece tan majo…
–Seguro que lo es –admitió Liza, sincera.
–Y me gusta –Jenna se mordió el labio–. Más de lo que debería, probablemente, teniendo en cuenta lo poco que le conozco.