Orlando furioso - Ludovico Ariosto - E-Book

Orlando furioso E-Book

Ludovico Ariosto

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Beschreibung

Escrito en 1532 por Ludovico Ariosto, "Orlando furioso" es el mejor poema épico del Renacimiento italiano y un referente de la literatura universal. 
El poema y epopeya, extensísimo, se compone de cuarenta y seis cantos escritos en octavas (casi 40.000 versos) por los que deambulan personajes del ciclo carolingio, algunos del ciclo bretín e incluso algunos seres inspirados en la literatura clásica griega y latina. 

"Orlando furioso" se inscribe dentro de dos ideales distintos, uno clásico del humanismo y otro de alma medieval o caballeresca y mezcla con admirable combinación lo alegre y lo serio, la gracia y el terror, con ciertos ribetes satíricos.

"Orlando furioso" es uno de los clásicos que más ha marcado el devenir de la cultura de Occidente.

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Tabla de contenidos

ORLANDO FURIOSO

Canto primero

Canto segundo

Canto tercero

Canto cuarto

Canto quinto

Canto sexto

Canto séptimo

Canto octavo

Canto noveno

Canto décimo

Canto undécimo

Canto duodécimo

Canto decimotercero

Canto decimocuarto

Canto decimoquinto

Canto decimosexto

Canto decimoséptimo

Canto decimoctavo

Canto decimonoveno

Canto vigésimo

Canto vigésimo primero

Canto vigésimo segundo

Canto vigésimo tercero

Canto vigésimo cuarto

Canto vigésimo quinto

Canto vigésimo sexto

Canto vigésimo séptimo

Canto vigésimo octavo

Canto vigésimo noveno

Canto trigésimo

Canto trigésimo primero

Canto trigésimo segundo

Canto trigésimo tercero

Canto trigésimo cuarto

Canto trigésimo quinto

Canto trigésimo sexto

Canto trigésimo séptimo

Canto trigésimo octavo

Canto trigésimo noveno

Canto cuadragésimo

Canto cuadragésimo primero

Canto cuadragésimo segundo

Canto cuadragésimo tercero

Canto cuadragésimo cuarto

Canto cuadragésimo quinto

Canto cuadragésimo sexto y último

RESUMEN ARGUMENTAL Y NOTAS

Índice razonado

ORLANDO FURIOSO

Ludovico Ariosto

Canto primero

1

Canto las damas y los caballeros,

las armas, los amores, las audaces

y corteses empresas de aquel tiempo

en que los moros dieron guerra a Francia

cruzando el mar de África y siguiendo

a su rey Agramante, airado y joven,

para vengar la muerte de Troyano

sobre el rey Carlo, emperador romano.

2

Diré a la vez de Orlando cierta cosa

que ni en prosa ni en verso ha sido dicha:

quien por hombre tan sabio era tenido

se volvió por amor furioso y loco,

si es que aquella que casi igual me tiene

y que lima mi ingenio por momentos

permite que me sea concedido

el que baste a acabar lo prometido.

3

Quered, oh generosa Hercúlea prole,

adorno y esplendor de nuestro siglo,

Hipólito, aceptar lo que este humilde

servidor vuestro quiere y puede daros.

Lo que os debo, pagarlo puedo en parte

con las palabras que la tinta engendra;

no me culpéis si lo que os doy es poco,

pues cuanto os puedo dar, os lo doy todo.

4

Oiréis, entre los más preclaros héroes

que me apresto a nombrar con alabanza,

recordar a Rugero, antigua cepa

de vuestros ilustrísimos ancestros.

Su gran valor y sus famosas gestas

os haré oír, si me prestáis oído

y cesan vuestros altos pensamientos

para que algo de espacio hallen mis versos.

5

Orlando, mucho tiempo enamorado

de Angélica la bella, y que al seguirla

dejó en la India, en Media y en Tartaria

infinitos trofeos inmortales,

al fin con ella regresó a Poniente,

donde al pie de los altos Pirineos,

con las gentes de Francia y de Alemania

el rey Carlo tenía su acampada,

6

para aplacar los bríos de los reyes

Marsilio y Agramante, envanecidos

el uno de juntar toda la gente

de África capaz de empuñar armas,

el otro por lograr que España ayude

a destruir el gran reino de Francia.

Y así Orlando llegó en un buen momento,

pero se acabaría arrepintiendo,

7

pues luego le quitaron a su dama:

¡así yerra a menudo el juicio humano!

Aquella a la que tanto defendiera

desde el confín hespérido al eolio,

sin empuñar espada y entre amigos

y aun en su tierra le es arrebatada.

Se la quitó el emperador queriendo

sabiamente apagar un grave incendio.

8

No hacía mucho que nació entre Orlando

y su primo Rinaldo una disputa:

por causa de la bella, ambos tenían

en deseo amoroso ardiendo el alma.

Carlo, molesto porque la discordia

afectaba al valor de sus guerreros,

determinó alejar a la doncella

confiándola al duque de Baviera.

9

Prometió concederla al caballero

que en tal jornada, en ocasión tan alta,

matase mayor número de infieles

y mejor le sirviese con su brazo.

Lo que pasó, contrario fue al deseo,

pues salió huyendo la cristiana gente,

el duque, entre otros muchos, fue apresado

y quedó el pabellón abandonado.

10

Era allí donde estuvo la doncella

como premio ofrecido al que venciese;

pero antes del combate, presagiando

que en aquella jornada la Fortuna

a la cristiana fe sería adversa,

montó en su silla y decidió marcharse:

entró en un bosque y, luego, en un sendero

vio que a pie se acercaba un caballero.

11

Calado el yelmo, la coraza prieta,

la espada al flanco y el escudo al brazo,

corría más ligero por el bosque

que el villano desnudo en pos del palio.

Nunca tan presta fue la pastorcilla

al apartar el pie de la serpiente,

como en frenar Angélica fue rauda

cuando vio que el guerrero se acercaba.

12

De un paladín gallardo se trataba,

hijo de Amón, señor de Montalbán,

a quien Bayardo, su corcel, un día

se escapó de su mano en raro lance.

En cuanto su mirada dio en la dama,

reconoció al instante, aun desde lejos,

el bello rostro y el semblante angélico

que en amorosa red lo tiene preso.

13

La dama da la vuelta al palafrén,

lo aguija a toda rienda por el bosque,

ya por los claros o las espesuras,

sin buscar el camino más seguro:

fuera de sí, desencajada y pálida,

deja que el corcel vaya a su capricho.

Aquí y allá, vagó tanto en la selva,

que acabó por hallar una ribera.

14

En la ribera dio con Ferragut,

todo cubierto de sudor y polvo,

a quien la mucha sed y el gran cansancio

lo habían alejado del combate.

Después, para su mal, al detenerse

con ansia de beber precipitada,

el yelmo, ay, se le cayó en el río

y ya casi lo daba por perdido.

15

Despavorida, la doncella iba

gritando lo más fuerte que podía;

con los gritos se yergue el sarraceno

en la orilla, y al ver su rostro cerca

la conoce al momento, aunque ella estaba,

por el temor, muy pálida y turbada;

de tiempo atrás no sabe nada de ella,

pero es sin duda Angélica la bella.

16

Como él era cortés y quizá ardía

su corazón como el de los dos primos,

con petulancia le ofreció su ayuda

como si conservase aún el yelmo:

sacó la espada y fue desafiante

a Rinaldo, que en nada le temía.

Se conocían bien, y muchas veces

estuvieron sus armas frente a frente.

17

Así dio inicio una feroz batalla

a espadas, pues a pie se combatían:

ni la armadura, ni la espesa malla,

ni aun un yunque aguantara tales golpes.

Mientras se afanan uno contra otro,

el palafrén aprieta más el paso,

pues cuanto lo permiten sus pezuñas

lo aguija la doncella puesta en fuga.

18

Después de mucho fatigarse en vano

cada guerrero en someter al otro,

ninguno de los dos pudo tenerse

por más diestro en el uso de las armas;

el primero en hablar al caballero

de España fue el señor de Montalbán,

como quien tiene el corazón ardiendo

y se consume sin hallar remedio.

19

Dijo al pagano: —Crees que la ofensa

es sólo para mí, y es también tuya:

si es que acaso los rayos luminosos

del nuevo sol te han abrasado el pecho,

¿qué ganas con tenerme entretenido?

Aunque al final me mates o me apreses,

no creas que será tuya la dama,

pues cuanto más tardamos, más escapa.

20

Mejor será, si de verdad la amas,

que te atravieses pronto en su camino

para que se demore y no se vaya

todavía más lejos. Sólo entonces,

cuando ella esté en nuestro poder, la espada

habrá de decidir quién la hace suya:

porque tan largo afán, de lo contrario,

no hará otra cosa que perjudicarnos—.

21

No disgustó al pagano la propuesta

y la competición fue interrumpida;

tal paz nació entre ellos, de tal modo

la ira y el odio se desvanecieron,

que el pagano al partir no permitió

que el buen hijo de Amón siguiese a pie:

con gentileza en su corcel lo monta

y a la zaga de Angélica galopa.

22

¡Oh gran bondad de antiguos caballeros!

Eran rivales, en la fe contrarios,

tenían todo el cuerpo dolorido

con los feroces golpes que se dieron,

y ahora van juntos por oscuras selvas

y torcidas veredas sin recelo.

Cuatro espuelas picaban al caballo

y llegó hasta un sendero bifurcado.

23

Como ignoraban cuál de los caminos

había preferido la doncella

(pues en los dos había huellas frescas

sin diferencias que los distinguiesen),

siguieron el designio de la suerte,

Rinaldo uno, Ferragut el otro.

Se adentró por el bosque el sarracino

y volvió al punto del que había salido.

24

Está de nuevo, pues, en la ribera

en donde el yelmo se le hundió en el agua.

Como sabe que no hallará a la dama,

piensa en recuperar el yelmo hundido,

y por la parte donde le cayera

se abisma en lo más hondo de las ondas,

pero en la arena está tan sepultado,

que muy arduo será recuperarlo.

25

Con una enorme rama deshojada

hizo un largo varal y lo más hondo

del río revolvió, y no quedó parte

que no batiera, hurgara y removiera.

Así iba prolongando su dilema

con insistencia y rabia jamás vistas,

cuando emergió del río un caballero

mostrando el pecho con aspecto fiero.

26

Iba todo cubierto de armadura,

excepto la cabeza, y sujetaba

en la mano derecha un yelmo: el mismo

que Ferragut había buscado en vano.

Se volvió a Ferragut con gesto airado

y dijo: —Oh tú, marrano, fementido,

¿por qué te irritas por perder el yelmo

si hace tiempo que debes devolvérmelo?

27

Acuérdate, pagano, que al dar muerte

al hermano de Angélica juraste

(¡y aquí lo tienes!) que a los pocos días

tirarías también el yelmo al río.

Y ahora que la Fortuna favorece

mi deseo y no el tuyo, no te enfades;

y si te enfadas, piensa que la causa

no es otra que tu falta de palabra.

28

Si pretendes un yelmo fino y bueno,

busca otro con más honor logrado:

el paladín Orlando lleva uno

que fue de Almonte, y es quizá más fino

el que Rinaldo le quitó a Mambrino.

Gana con tu valor alguno de esos

y déjame este a mí, pues lo juraste

y la palabra debe respetarse—.

29

Tan improvisamente aparecida

esta sombra en el agua, el sarraceno,

pálido el rostro y erizado el pelo,

enmudeció y no pudo decir nada.

Cuando oyó que el mismísimo Argalía,

a quien había dado muerte, ahora

le afeaba su falta de palabra,

de vergüenza y de ira se abrasaba.

30

Como era cierto lo que le decía

y no supo inventar ninguna excusa,

se quedó enmudecido y sin respuesta;

le horadó el corazón tanta vergüenza,

que juró por la vida de Lanfusa

no cubrir su cabeza con más yelmo

que aquel tan especial que en Aspramonte

le quitó el buen Orlando al fiero Almonte.

31

Esta vez observó su juramento

mucho mejor que en otras ocasiones.

Insatisfecho parte, y todavía

durante muchos días se concome.

Sólo piensa en hallar al paladino

y por doquier lo busca sin descanso.

Otra ventura al buen Rinaldo espera,

pues caminó por diferente senda.

32

Al poco ve Rinaldo ante sus ojos

a su corcel dando feroces saltos:

—¡Para, Bayardo, so, detén el paso,

que siento el infortunio de tu ausencia!—.

Pero el sordo caballo no retorna

y escapa cada vez más velozmente.

Rinaldo insiste y de ira se consume,

mas sigamos a Angélica que huye.

33

Huye a través de selvas espantosas,

lugares yermos y deshabitados.

Los ruidos que oye entre el follaje

y las ramas de cedros, olmos y hayas

hacen que, con temores no previstos,

encuentre aquí o allá rumbos extraños,

y en cualquier sombra vista en la montaña

se teme que Rinaldo esté a su espalda.

34

Igual que la gamuza o cabritilla

que entre las frondas de su bosque ha visto

que el leopardo desgarró a su madre

las entrañas, el pecho o la garganta,

y huye del cazador entre las selvas

temblando de pavor y de recelo:

en cualquier zarza que al pasar menea

se imagina en las fauces de la fiera.

35

Un día con su noche fue vagando

y aun otro día sin saber por dónde.

Llegó por fin a un bosquecillo ameno

que el aire más sutil refresca y mueve.

Dos arroyos clarísimos renuevan

la hierba sin descanso, y el murmullo

de su lento fluir entre las guijas

produce una dulcísima armonía.

36

Creyendo, pues, que estaba ya segura

y alejada mil millas de Rinaldo,

cansada del calor y del camino,

decide reposar por un momento:

desmonta entre las flores y da suelta

al caballo, que al verse sin las riendas

yerra en torno a las ondas cristalinas,

de fresca hierba y de verdor ceñidas.

37

Cerca de allí ve una espesura llena

de espinos blancos y de rosas rojas

que en el agua se espeja, y amparada

del sol por las altísimas encinas;

permite así este espacio la más fresca

estancia entre las sombras más secretas,

y es la fronda tan rica y tan tupida,

que ni entra el sol, ni puede entrar la vista.

38

En su interior las tiernas hierbas forman

un suave lecho que al reposo invita.

Entra la bella dama y allí mismo

se tiende, se acurruca y se adormece.

Pero por poco tiempo, porque cree

oír unas pisadas que se acercan.

Se levanta del lecho muy despacio

y ve en la orilla a un caballero armado.

39

No sabe si es amigo o enemigo,

dudosa entre el temor y la esperanza,

y aguarda con tal ansia el fin del lance,

que en su aflicción ni a suspirar se atreve.

Desciende el caballero junto al río

posando la mejilla sobre el brazo:

tan abstraído está en su pensamiento

que parece de ruda piedra hecho.

40

Más de una hora estuvo pensativo

y cabizbajo el paladín doliente;

después, con tono triste y afligido

tan suavemente comenzó a dolerse,

que hasta una roca se compadeciera

y un tigre cruel clemente se tornara.

Suspira y llora y son como veneros

sus mejillas, y el pecho un Mongibelo.

41

—Pensamiento que hielas y que abrasas

mi corazón, por el dolor roído,

¿qué puedo hacer si ya he llegado tarde

y otro ha cogido el fruto antes que yo?

Sólo obtuve palabras y miradas

y otro ha gozado del botín entero.

Si no hay fruto ni flor que yo merezca,

¿por qué mi corazón sufre por ella?

42

La doncella es lo mismo que la rosa,

que en su jardín reposa protegida

entre espinas y está sola y segura,

pues no hay grey ni pastor que se le acerque;

el aire y el rocío de la aurora

y la tierra y el agua la tutelan.

Los galanes y las enamoradas

en el pecho o la sien suelen mostrarlas.

43

Pero en cuanto la rosa es arrancada

del verde cepo, del materno tallo,

pierde todo el favor, gracia y belleza

que los hombres y el cielo le conceden.

La virgen, que su flor custodiar debe

más que sus ojos o su vida y deja

que otro la coja, pierde su excelencia

y los demás amantes la desprecian.

44

Que sea vil a los demás y sólo

la ame aquel a quien hizo tanta ofrenda.

¡Ay, Fortuna cruel, Fortuna ingrata!

Los demás triunfan, yo sin nada muero.

¿Será que no merezco ya su gracia?

¿Será que puedo ya perder mi vida?

¡Prefiero ver mis horas acabadas

y dejar de vivir, si no he de amarla!—.

45

Si alguno me pregunta quién es este

que derrama en el río tantas lágrimas,

le diré que es el rey de la Circasia

Sacripante, de amor atormentado;

y diré más, porque su pesadumbre

tiene una sola causa, el ser amante,

uno más de los que esta hermosa tiene:

ella lo ha conocido fácilmente.

46

A causa de este amor había llegado

desde Oriente hasta donde el sol se abate;

en India se enteró, para su mal,

que ella seguía a Orlando hacia Poniente;

y en Francia supo que el emperador

la encerró para darla al más intrépido

paladín que en la guerra contra el Moro

con más honor sirviese al Lis de Oro.

47

Él asistió al combate y allí supo

de la cruel derrota del rey Carlo:

buscó algún rastro de la bella Angélica,

pero no hubo manera de encontrarlo.

Ésta es, pues, la penosa y triste nueva

que lo hace padecer de mal de amores

y proferir palabras tan sombrías,

que de lástima el sol se detendría.

48

Mientras éste se aflige y se lamenta

haciendo de sus ojos tibias fuentes

y va diciendo muchas más razones

que no creo preciso referiros,

decide su fortuna caprichosa

que al oído de Angélica se acerquen,

y así tal ocasión se le presenta,

que ni en mil años alcanzar creyera.

49

Con enorme atención la bella atiende

al llanto, a las palabras y al semblante

de aquel que jamás deja de adorarla;

no es la primera vez que ella lo sabe,

pero, incapaz de compasión, se muestra

más fría y dura que una roca, al modo

de quien a todos sin piedad desdeña,

pues nadie en su opinión es digno de ella.

50

Pero el verse perdida en aquel bosque

le aconseja tomarlo como guía,

pues es muy terco el que no pide ayuda

cuando se halla con el agua al cuello.

Si esta oportunidad desaprovecha,

jamás encontrará tan buena escolta,

pues conoce hace mucho al rey y sabe

que es más leal que cualquier otro amante.

51

Mas no tiene intención de dar alivio

al ansia que destruye a quien la ama,

ni reparar tanto dolor pasado

con el placer que todo amante ansía,

sino tan sólo urdir algún engaño

para poder tenerlo esperanzado,

y en cuanto de este ardid se haya servido,

vuelta a su natural empedernido.

52

Del matorral oscuro y fosco sale

de improviso ostentando su belleza,

igual que de la selva o de la gruta

aparecen Diana o Citerea,

y dice: —Paz, amigo, y que a tu lado

defienda Dios mi fama y no permita

que contra la razón, porque no hay causa,

tengas de mí una opinión tan falsa—.

53

No con más gozo, no con tanto asombro

levantó madre alguna la mirada

hacia el hijo al que diera por perdido

cuando sin él volvieron los ejércitos,

como gozo y asombro el sarraceno

sintió al ver de improviso ante sus ojos

aquel altivo porte, los modales

gallardos y el angélico semblante.

54

De dulce y amoroso afecto henchido,

hacia su amada y diosa fue corriendo,

que estrechamente se abrazó a su pecho

(cosa que en el Catay nunca la hiciera).

Este abrazo le lleva el pensamiento

al refugio natal, al reino patrio,

y así se aviva en ella la esperanza

de volver a ver pronto su morada.

55

Ella le cuenta todo lo ocurrido

desde que le ordenó viajar a Oriente

para solicitar al rey la ayuda

de sericanos y de nabateos;

y le cuenta que Orlando la ha salvado

de la muerte, la infamia y los peligros,

y que conserva la virgínea flor

igual que estaba el día en que nació.

56

A lo mejor era verdad, mas nadie

con dos dedos de frente lo creyera;

pero él, que sucumbió en peores yerros,

sin extrañarse lo creyó posible.

Lo que ve el hombre, Amor lo hace invisible,

y Amor nos hace ver lo que no existe.

En fin, se lo creyó, que el triste suele

creerse fácilmente lo que quiere.

57

—Si por bobo no supo el caballero

de Anglante aprovechar las ocasiones

—para sí se decía Sacripante—,

pues peor para él, que la Fortuna

no le volverá a hacer tan gran obsequio;

yo no tengo interés en imitarlo

ni en desaprovechar un bien tan grande,

porque no haría más que lamentarme.

58

Fresca y lozana cogeré la rosa,

pues la tardanza mengua su esplendor.

Sé bien que a una mujer no hay cosa alguna

que le sea más dulce y placentera,

pese a que ella se muestre desdeñosa

y tal vez melancólica y doliente.

Ni por desdén fingido o por rechazo

dejaré de pintar lo que he trazado—.

59

Así dice, y en tanto que se apresta

al dulce asalto, llega a sus oídos

desde el bosque vecino un gran estrépito

y a su pesar desiste de la empresa:

se cala el yelmo (pues, a vieja usanza,

llevaba siempre presta la armadura),

le apareja las riendas al caballo

y se monta en la silla, lanza en mano.

60

Por el bosque aparece un caballero

ostentando fiereza y gallardía:

de blanco cual la nieve va vestido

y un cándido penacho por cimera.

Viendo el rey Sacripante con fastidio

que aquella aparición inoportuna

interrumpió el placer que tanto ansiaba,

lo contempla con pérfida mirada.

61

Se acerca y sin dudar lo desafía,

creyéndose capaz de derribarlo.

El otro, que no creo que valiese

ni una migaja menos, vindicándose,

corta las amenazas por lo sano,

aguija y a la vez la lanza enristra.

Con ímpetu arremete Sacripante

y frente a frente corren a atacarse.

62

Ni leones ni toros al batirse

con tanta furia y crueldad acuden

como van al combate estos guerreros,

que a la par destrozaron sus escudos.

Con el tremendo choque se estremecen

fértiles valles y desnudos cerros;

menos mal que eran buenas las corazas

e hicieron que sus pechos se libraran.

63

No torcieron su marcha los caballos

y se embistieron como dos carneros;

el del guerrero infiel, que era magnífico,

murió al instante tras la acometida;

cayó el otro también, mas fue bastante

sentir la espuela para levantarse.

El del rey sarraceno halló la muerte

trabando con su peso a su jinete.

64

Y cuando el vencedor desconocido

vio abatido al rival bajo el caballo,

sin interés por proseguir la lucha,

se quedó satisfecho con el duelo

y se lanzó al galope por la selva

siguiendo la vereda más derecha.

Cuando el pagano sale de su aprieto,

ya se ha alejado el otro un largo trecho.

65

Igual que se levanta el aturdido

y medroso labriego tras el rayo

que lo sorprendió arando con sus bueyes,

muertos a causa del furor fulmíneo,

y ve sin hojas ni prestancia el pino

que cotidianamente divisaba,

así cuando se irguió quedó el pagano,

y Angélica lo estaba presenciando.

66

Gime y suspira, pero no dolido

por algún hueso roto o algún brazo

dislocado, mas sólo por vergüenza:

jamás tuvo en la vida tal sonrojo;

y por si fuese poco haber caído,

su amada fue la que le prestó ayuda.

A fe mía que hubiese enmudecido

a no ser que ella hubiese hablado y dicho:

67

—Animaos, señor, no os angustiéis,

pues no tuvisteis culpa en la caída:

fue culpa del corcel, que precisaba

pasto y reposo, no nuevos torneos.

Y no merece gloria aquel guerrero

que como perdedor se ha comportado:

por lo que a mí respecta, pienso y creo

que en marcharse del campo fue el primero—.

68

Mientras ella consuela al sarraceno,

al galope tendido en un rocín,

portando un cuerno y un morrión colgados,

acude de improviso un mensajero

que les parece exhausto y abatido.

Se acerca a Sacripante y le pregunta

si ha cruzado un guerrero la floresta

con blanco escudo y cándida cimera.

69

Respondió Sacripante: —Me ha rendido

aquí mismo y acaba de marcharse;

dime su nombre, por favor, que quiero

saber quién me dejó tan mal parado—.

Y el mensajero dijo: —Sin demora

daré satisfacción a tu deseo:

debes saber que te tiró por tierra

el ínclito valor de una doncella.

70

Es mujer muy gallarda y muy hermosa

y no voy a esconderte más su nombre:

es Bradamante quien te ha arrebatado

todo el honor que habías conseguido—.

Tras esta explicación del mensajero

no acabó el sarraceno muy contento:

sin saber qué decir ni hacer, se queda

con la cara encendida de vergüenza.

71

Reflexionó durante largo tiempo

en lo ocurrido, pero siempre en vano,

porque al saberse por mujer vencido,

más se entristece cuanto más lo piensa;

y sin decir palabra, quedamente

montó el otro corcel y ofreció a Angélica

la grupa, postergando su cortejo

para mejor y más feliz momento.

72

En cuanto de aquel sitio se alejaron

un par de millas, un enorme estruendo

se oyó a su alrededor y parecía

que el bosque entero estaba estremeciéndose;

apareció un corcel majestuoso,

con paramento de oro guarnecido:

vadea arroyos, matorrales salta

y a su paso los árboles arrasa.

73

—Si no enturbia mis ojos —dijo ella—

la confusión del aire o del follaje,

Bayardo es el corcel que está cruzando

el bosque por la parte más espesa.

Lo reconozco sin dudar: Bayardo.

¡Qué bien ha comprendido nuestro apuro!

Una montura para dos no basta

y viene a remediar lo que nos falta—.

74

Desmonta el circasiano y se aproxima

con la intención de asirlo por el freno;

se volteó el corcel como un relámpago

y le dio con las ancas su respuesta,

mas no atinó de lleno la pezuña.

¡Pobre del paladín si lo alcanzaba!

Con su coz rompería este caballo

un monte de metal en mil pedazos.

75

Después acude manso a la doncella

con humilde semblante y gesto humano,

igual que un perro que rabea y salta

cuando tras unos días ve a su amo.

El buen Bayardo aún la recordaba:

en Albraca comía de su mano

en el tiempo en que estaba enamorada

de Rinaldo, mas él la despreciaba.

76

Toma la rienda con su mano izquierda

y con la otra le acaricia el pecho;

Bayardo, con ingenio prodigioso,

se deja sujetar como un cordero;

la ocasión aprovecha Sacripante

y lo monta, lo aguija y lo domeña.

Entonces deja Angélica la grupa

de su corcel y ocupa la montura.

77

Echa un vistazo alrededor y aprecia

que a pie se está acercando un hombre armado;

de desdén y de cólera encendida,

ve que es el sucesor del duque Amón.

Más que a su propia vida él la desea;

cual la grulla al halcón lo odia ella.

Hubo un tiempo en que él la odiaba a muerte

y ella lo amó: se revolvió su suerte.

78

Sucedió por efecto de las aguas

con virtudes opuestas de dos fuentes

que están en las Ardenas, no muy lejos:

una produce un amoroso afán,

la otra llena de odio a quien la bebe

y al punto hiela las antiguas llamas.

De una gustó Rinaldo: ama y adora;

Angélica bebió el odio en la otra.

79

Aquel licor mezclado con secreta

ponzoña que el amor trueca en desprecio,

hace que en cuanto ha visto ya a Rinaldo

se le nublen a Angélica los ojos,

y con voz temblorosa y con el rostro

tristísimo suplica a Sacripante

que no espere más tiempo a aquel guerrero

y que con ella continúe huyendo.

80

—¿Es que acaso he perdido tanto crédito

con vos —dijo después el sarraceno—

que me creéis inepto e incapaz

de defenderos hoy de este guerrero?

¿Acaso os olvidáis de las batallas

de Albraca y de la noche en que, luchando

por vuestra salvación, solo y desnudo,

os libré de Agricán y de los suyos?—.

81

Ella no le responde y ya no sabe

qué hacer, porque Rinaldo se aproxima

amenazando al sarraceno a voces,

pues ha reconocido a su caballo

y el angélico rostro que ha encendido

su corazón en amoroso fuego.

Lo que se avino entre estos dos soberbios

para el canto siguiente lo reservo.

Canto segundo

1

Injustísimo Amor, ¿por qué el deseo

casi nunca se ve correspondido?

¿Por qué, malvado, te complaces tanto

con la discordia de los corazones?

No me dejas cruzar el paso franco

y me conduces por la negra hondura.

De quien me ama quieres que me aleje

y adore y ame a aquel que me aborrece.

2

A Angélica haces bella ante Rinaldo

y a él, ante ella, feo y despreciable:

cuando ella lo amaba y admiraba,

entonces él la odiaba hasta el extremo.

Ahora se aflige en vano y se atormenta;

así obtienen los dos parejo premio:

ella lo odia con rencor tan fuerte,

que antes que estar con él quiere la muerte.

3

Rinaldo con orgullo al sarraceno

gritó: —¡Baja, ladrón, de mi caballo!

Detesto que me quiten lo que es mío

y el que lo hace ha de pagarlo caro.

Quiero también quitarte a la doncella,

pues dejarla contigo es grave yerro.

Tan perfecto corcel, tan digna dama,

no hacen con un ladrón buena compaña—.

4

—Mientes llamándome ladrón —repuso

con no menor enojo el sarraceno—,

y quien te lo llamase a ti diría

mayor verdad (según lo que se cuenta).

Ahora se verá quién de nosotros

más digno es de la dama y del caballo,

aunque es verdad que no hay mejor compaña

en todo el mundo que la de esta dama—.

5

Como perros rabiosos incitados

por el odio o la envidia se abalanzan

rechinando los dientes, con los ojos

torvos como tizones encendidos,

y con fieros gruñidos y los lomos

erizados acuden a morderse,

así entre gritos sus espadas cogen

el circasiano y el de Claramonte.

6

Uno va a pie y el otro va a caballo:

¿le daríais ventaja al sarraceno?

Pues no, porque en tal guisa quizá vale

menos aún que un inexperto paje,

y, siguiendo su instinto, el buen caballo

no desea ultrajar a su señor:

ni con mano ni espuela el circasiano

logra que dé el corcel ni un solo paso.

7

Si lo azuza, el caballo se detiene,

y si lo frena, o trota o va al galope;

esconde la cabeza entre las patas,

luego salta, cocea y corcovea.

El sarraceno, viendo que no es hora

de domar a una bestia tan soberbia,

pone la mano en el arzón, se alza

y al punto por el lado izquierdo salta.

8

Libre el pagano con un ágil salto

de la obstinada furia de Bayardo,

se dio comienzo a la solemne liza

de este par de gallardos caballeros.

Suenan por alto y bajo las espadas:

más lento era el martillo de Vulcano

en la caverna humosa sobre el yunque

batiéndole los rayos al dios Júpiter.

9

Con largos golpes y fingidos tiros

muestran su maestría en el combate:

ora acometen, ora retroceden,

ora amagan el golpe, ora se cubren,

ora embisten, avanzan, se retiran,

esquivan estocadas, se voltean;

y si acaso uno de ellos retrocede,

el otro pone el pie inmediatamente.

10

Rinaldo, espada en alto, se abalanza

arremetiendo contra Sacripante,

y éste pone su escudo, hecho de hueso

con una plancha de templado acero.

Fusberta, aunque es muy grueso, lo atraviesa

y el bosque entero gime y se estremece.

Roto el escudo como frágil hielo,

quedó muy aturdido el sarraceno.

11

Cuando vio la doncella temerosa

la enorme destrucción del fiero golpe,

el pavor demudó su hermoso rostro,

como al reo emplazado ante el suplicio;

piensa que no conviene entretenerse

ni quiere que Rinaldo la cautive,

aquel Rinaldo al que ella odiaba tanto

cuando él estaba de ella enamorado.

12

Da la vuelta al caballo y por el bosque

galopa atravesando un paso angosto,

y vuelve atrás su rostro macilento

creyendo que Rinaldo la persigue.

Y al poco espacio de salir huyendo,

dio en cierto valle con un ermitaño

de muy devoto y venerable aspecto

y larga barba hasta mitad del pecho.

13

Menguado por los años y el ayuno,

sobre un tardo pollino caminaba;

parecía el más íntegro y honesto

de todos los mortales de este mundo.

Y en cuanto vio aquel rostro delicado

de la doncella que se le acercaba,

su ánimo abatido y achacoso

por caridad se le avivó de pronto.

14

La mujer al buen monje le suplica

que le indique el camino hacia algún puerto:

quiere salir de Francia y de ese modo

dejar de oír el nombre de Rinaldo.

El monje, que era experto en nigromancia,

consuela sin cesar a la doncella:

le prometió sacarla del peligro

y después echó mano a su bolsillo.

15

Sacó un libro de efecto milagroso:

leyó apenas la página primera

y salió un duende en forma de escudero

dispuesto a obedecer todas sus órdenes.

Movido por la fuerza de aquel libro,

acudió adonde estaban en el bosque

los dos guerreros, que en verdad no holgaban,

y allí se entremetió con gran audacia.

16

—Perdonad, caballeros, ¿qué provecho

sacará el que dé muerte a su enemigo?

¿Qué mérito obtendréis de vuestro esfuerzo

cuando hayáis dado fin a la batalla,

si el conde Orlando, sin entrar en liza,

sin romper ni una lanza ni una malla,

conduce hacia París a la doncella

que os ha metido en esta pugna fiera?

17

A una milla de aquí yo he visto a Orlando

y hacia París se iba con Angélica;

reía y se burlaba de vosotros

por enzarzaros en tan necia lucha.

Lo mejor que podéis hacer ahora,

sin más tardanzas, es seguir su rastro,

pues si Orlando consigue entrar con ella

en París, nunca volveréis a verla—.

18

¡Si vierais cómo se turbaron ambos

con la noticia! Tristes y asustados,

por su gran enemigo escarnecidos,

ciegos y necios se consideraban.

El buen Rinaldo corre hacia el caballo

con jadeos de fuego, maldiciendo

y jurando con rabia y con furor

que ha de arrancarle a Orlando el corazón.

19

Luego alcanza a Bayardo, sobre él salta,

parte al galope y sin pensar siquiera

en despedirse ni ofrecer montura

al caballero que en el bosque deja.

El fogoso caballo, espoleado,

rompe y patea todo lo que encuentra:

ni espinas, piedras, ríos ni hondonadas

consiguen desviar su cabalgada.

20

No os extrañéis, señor, si ahora Rinaldo

con tal facilidad monta al caballo

al que persiguió en vano tantos días

y al que nunca logró tocar las riendas.

Y es que el corcel, con intelecto humano,

no huía por capricho: pretendía

guiar a su señor hacia la dama

a la que con ardor siempre invocaba.

21

Cuando ella se escapó del pabellón,

la siguió con la vista el buen caballo,

que estaba sin montura, pues su amo

descabalgó para poder batirse

en igualdad con otro contendiente

parejo en la destreza de las armas;

después siguió sus huellas con deseo

de reunirla un día con su dueño.

22

Deseaba llevarlo hasta la dama,

por eso huyó internándose en la selva

sin permitir jamás que lo montase

y lo guiase por distinto rumbo.

Por él logró Rinaldo un par de veces

dar con la dama, pero lo impidieron

primero Ferragut y acto seguido

el circasiano, como habéis oído.

23

Ahora también creyó Bayardo al duende

que a Rinaldo mostró las falsas huellas

de la doncella, y se mantuvo atento

y sumiso al gobierno de su dueño.

De ira y amor ardiendo, el buen Rinaldo

hacia París cabalga a rienda suelta,

y le parecen (tanto es su deseo)

lento el caballo y aun el mismo viento.

24

Ni de noche desiste de seguirla

para topar con el señor de Anglante,

tanta es la fe que presta a las palabras

falaces del astuto nigromante.

Cabalga sin parar mañana y noche

y al fin logra avistar aquella tierra

que al abatido Carlos diera albergue

y a los tristes despojos de su hueste:

25

y como espera el cerco y la batalla

del africano rey, con gran cuidado

recluta hombres y reúne víveres,

excava fosos y repara muros.

Procura conseguir sin dilaciones

todo lo que precisa en su defensa;

piensa en mandar a alguien a Inglaterra

para juntar una mesnada nueva.

26

Porque quiere volver a campo abierto

y renovar la suerte de la guerra.

Manda al punto a Rinaldo hacia Bretaña

(después recibió el nombre de Inglaterra),

pero el pobre Rinaldo se lamenta,

y no porque desprecie aquellas tierras,

sino tan sólo por la urgencia: Carlos

no le deja ni un día de descanso.

27

Nunca hiciera Rinaldo cosa alguna

con menos ganas, pues dejar debía

la búsqueda de aquel rostro sereno

que le ha arrancado el corazón de cuajo;

pero partió por obediencia a Carlos

y en pocas horas alcanzó Calais,

y el mismo día en que llegó a aquel puerto

se dispuso a embarcar sin perder tiempo.

28

Contra el sentir de todos los marinos

(tal era su deseo de volver),

decidió navegar en un mar fiero

que amenazaba tempestad horrible.

El Viento, airado al verse despreciado

con osadía, desató tormentas

y removió las aguas con tal rabia,

que llegó el oleaje hasta la gavia.

29

Los marineros al instante arrían

las velas principales pretendiendo

volver lo antes posible al mismo puerto

del que zarparon en tan mala hora.

—No está bien —dijo el Viento— que tolere

las libertades que os habéis tomado—.

Y si intentan torcer hacia otro sitio,

los hace zozobrar con más bufidos.

30

Ora a popa, ora a proa, apenas pueden

resistirlo y el viento va creciendo;

van de aquí para allá arriando velas,

navegando en el mar embravecido.

Pero son telas de diversos hilos

las que pretendo urdir, y por tal causa

dejo a Rinaldo en la agitada nave

y vuelvo a discurrir de Bradamante.

31

Hablo de aquella célebre doncella

por quien quedó abatido Sacripante

y era del paladín muy digna hermana,

hija de Beatriz y el duque Amón.

Carlos y Francia entera se asombraron

tanto con su coraje y poderío

(que en más de una ocasión los ha probado),

como con el valor del buen Rinaldo.

32

Esta dama fue amada de un guerrero

que de África llegó con Agramante,

nació de la semilla que Rugero

sembró en la infausta hija de Agolante;

y ella no lo rehusó, pues no fue un oso

ni fue un fiero león quien la engendrara,

pero sólo una vez quiso la suerte

que pudieran los dos hablarse y verse.

33

Bradamante va en busca de su amado,

que tiene el mismo nombre de su padre,

sola y segura va como si hubiera

un millar de patrullas en su guarda;

y en cuanto consiguió que el circasiano

besase el rostro de la madre tierra,

cruzó un bosque y un monte velozmente

y fue a parar junto a una hermosa fuente.

34

Fluye la fuente en la mitad de un prado

de bellas sombras y de antiguos árboles,

cuyo murmullo invita al caminante

a refrescarse y a tener sosiego;

un culto montecillo a mano izquierda

lo protege del sol del mediodía.

Llegó, tendió la vista y al momento

distinguió la muchacha a un caballero;

35

un caballero que en el margen verde,

blanco, azul y carmín de un bosque umbrío,

estaba silencioso, pensativo

y solo junto al líquido cristal.

Penden de un haya el yelmo y el escudo,

el caballo está atado y el guerrero,

húmedos ojos y abatido rostro,

tiene un aspecto triste y pesaroso.

36

Y ese deseo que tenemos todos

de conocer ajenas peripecias

hizo que la doncella preguntase

la causa de su mal al caballero.

La confesó con claridad, movido

por el habla cortés y la apariencia

de aquella que, desde el primer vistazo,

le pareció un guerrero muy gallardo.

37

Y dijo así: —Señor, yo comandaba

peones y jinetes hacia el campo

en que Carlo aguardaba al rey Marsilio

para cortarle el paso al pie del monte;

una joven hermosa iba conmigo

y por ella de amor me ardía el pecho.

Topé en Rodona con un hombre armado

montado sobre un gran caballo alado.

38

Cuando el ladrón (que no sé si sería

un mortal o un demonio del infierno)

vio a la adorada y bella amada mía,

como el halcón que para herir se lanza,

baja y sube al instante y extendiendo

las garras, la arrebata en un segundo.

Y aun antes de que yo pudiera verlo,

el grito de mi dama oí en los cielos.

39

Así el rapaz neblí llevarse suele

al polluelo que está junto a su madre,

y ella, desprevenida, se lamenta

y tras él chilla y cacarea en vano.

Yo no puedo seguir a alguien que vuela

y entre montes y rocas se encastilla.

Apenas anda mi caballo, exhausto

de tanto fatigarse entre peñascos.

40

Como mayor dolor no sentiría

si el corazón del pecho me arrancaran,

dejé a mis compañeros que siguiesen

su camino sin guía ni caudillo,

y atravesando cerros empinados

tomé la senda que el Amor mostraba

hacia donde creí que aquel rapaz

se llevó mi consuelo y mi solaz.

41

Seis días caminé mañana y noche

por cuestas y pendientes escabrosas,

sin hallar un camino, ni un sendero,

ni siquiera señal de rastro humano;

llegué después a un valle hirsuto y fiero,

lleno de horribles breñas y cavernas,

y un castillo roquero alto en su centro

maravillosamente fuerte y bello.

42

Resplandece a lo lejos como el fuego

(quién sabe si es de terracota o mármol),

y cuanto más me acerco a sus brillantes

muros, más admirable me parece.

Luego supe que diablos habilísimos,

invocados con magias y conjuros,

lo revistieron de radiante acero

templado en aguas del estigio fuego.

43

Las torres son de acero tan pulido,

que no saben de manchas ni de herrumbre.

El malvado ladrón de noche y día

asola la región y allí se esconde.

No hay quien remedie sus rapacerías:

de nada sirven gritos y blasfemias.

Me robó el corazón junto a mi amada,

y ya no tengo fe en recuperarla.

44

¡Ay de mí!, que tan sólo mirar puedo

la roca en que mi bien está encerrado,

como raposa que oye a su cachorro

en el nido del águila gimiendo

y mira en torno sin saber qué hacer,

desesperada por nacer sin alas.

El castillo es muy alto y escarpado:

nadie lo alcanzará si no es un pájaro.

45

Y en esto vi llegar dos caballeros

con un enano que los conducía;

se avivó mi deseo y mi esperanza,

mas fue esperanza y fue deseo vano.

Eran guerreros de sublime arrojo:

uno Gradaso, el rey de Sericana,

Rugero el otro, joven aguerrido,

en la corte africana el preferido.

46

Dijo el enano: «Vienen a enfrentarse

con el señor de aquel castillo insólito

que cabalga por ruta desusada

bien armado sobre un caballo alado».

Yo les dije: «¡Señores, apiadaos

de mi caso inhumano y lastimoso!

Cuando, como lo espero, hayáis vencido,

que libréis a mi dama os solicito».

47

Y les conté entre lágrimas el modo

en que, para mi mal, me la robaron.

Ellos muy cortésmente prometieron

ayudarme y bajaron por el cerro.

Yo miré la batalla desde lejos

con súplicas a Dios por su victoria.

Bajo el castillo hay tanto espacio llano

cuanto alcanzan dos tiros con la mano.

48

Ya al pie de la alta roca, ambos querían

adelantarse a combatir primero.

Gradaso comenzó, quizá por suerte

o quizá por descuido de Rugero.

El sericano hace sonar su cuerno:

retumban el peñasco y el castillo.

Salió al instante el caballero armado

y apareció sobre el caballo alado.

49

Poco a poco se fue elevando luego

como suele la grulla peregrina,

que va corriendo un trecho y después alza

el vuelo una o dos brazas sobre tierra,

y cuando ya están todas en el aire

muestra veloz las alas extendidas.

El nigromante se elevó tan alto,

que ni un águila puede superarlo.

50

Después se dio la vuelta y el caballo

cerró las alas y cayó en picado,

cual se abate el halcón amaestrado

para hacer presa en el pichón o el pato.

El caballero, con la lanza en ristre,

con pavoroso estruendo hiende el aire.

Ni tiempo de mirar tiene Gradaso:

ya se le viene encima a golpearlo.

51

Rompe en Gradaso el asta el nigromante

y Gradaso no hiere más que el viento;

no cesa el volador en sus batidas

y se aleja de allí; fue tan terrible

el choque aquel, que la briosa alfana

dio con su grupa sobre el verde prado.

Era la de Gradaso la más fina

alfana que jamás llevó una silla.

52

El volador subió hasta las estrellas,

se dio la vuelta, descendió en picado

y así consiguió herir al distraído

Rugero, que a Gradaso contemplaba.

Se retorció Rugero con el golpe,

reculó su corcel no pocos pasos,

y cuando se volvió intentando herirlo

lo vio alejarse por el cielo altísimo.

53

Ora a Gradaso, ora a Rugero hiere

en la frente, en el pecho y en la espalda,

pero los golpes de éstos dan en falso;

de tan veloz, la vista no lo alcanza.

Va haciendo enormes círculos y cuando

finge golpear a uno, atiza al otro:

de tal manera los deslumbra a ambos,

que no advierten por dónde va a atacarlos.

54

Duró la liza entre estos caballeros

de la tierra y el cielo hasta la hora

que tiende un velo oscuro sobre el mundo

y descolora todas las bellezas.

Fue como os digo y no os añado un pelo:

yo lo vi, yo lo sé; no sé si a otros

lo contaré, pues se parece esto

más a lo falso que a lo verdadero.

55

Llevaba oculto el paladín celeste

el escudo bajo un lienzo de seda.

No sé por qué motivo lo mantuvo

tanto tiempo con esa cobertura,

pues cuando lo descubre, al punto logra

que quien lo mira quede deslumbrado

y caiga como un cuerpo muerto cae

y sucumba en poder del nigromante.

56

El escudo relumbra cual carbúnculo

y no hay luz más luciente que la suya.

Resulta inevitable a quien lo mira

quedar allí cegado e inconsciente.

También perdí el control de mis sentidos

y tardé mucho tiempo en reponerme;

no vi ni a los guerreros ni al enano,

sino oscuro el lugar, desierto el campo.

57

Y por esta razón pensé que el mago

los capturó a los dos de un solo golpe

y con el resplandor logró llevarse

juntas su libertad y mi esperanza.

Y al lugar en que mi alma estaba presa

dije al partir mis últimas palabras.

Y ahora decidme si en el mundo anida

pena de amor más triste que la mía—.

58

Confesada la causa de su duelo,

volvió a su primer llanto el caballero,

conde de Pinabelo, que era hijo

de Anselmo de Altarriba de Maganza;

como propio de gentes tan inicuas,

no fue cortés ni supo ser leal,

y en sus nefandos y execrables modos

no igualó a los demás: los pasó a todos.

59

La bella dama, al magancés atenta

y a su relato, demudó su aspecto,

pues al oír que hablaba de Rugero

mostró en su rostro una alegría enorme,

pero al saber que estaba en cautiverio,

con angustia de amor quedó turbada.

No le bastó con un relato y quiso

oírlo varias veces repetido.

60

Y cuando al fin se dio por satisfecha,

le dijo: —Caballero, reposaos,

que quizá os beneficie mi venida

y este día os resulte venturoso.

Vayamos hacia aquel recinto avaro

que tan rico tesoro nos esconde.

No será empresa vana esta fatiga

si la Fortuna no se muestra esquiva—.

61

Respondió el caballero: —¿Acaso quieres

que vuelva y te acompañe a aquellos riscos?

Yo nada pierdo con volver, pues todo

lo que tuve perdí, mas tú te expones,

si atraviesas por hoyas y barrancas,

a acabar en prisión. Pero así sea.

Y no podrás hacerme ni un reparo:

tú quieres ir, y yo ya te he avisado—.

62

Cuando acabó de hablar, montó a caballo

e hizo de guía a aquella dama intrépida

que se arriesga por causa de Rugero

a que el mago la aprese o le dé muerte.

Y en esto se aparece el mensajero,

que a grandes voces grita: —¡Espera, espera!—.

Era el que había dicho al circasiano

que ella fue quien lo había derribado.

63

Nuevas da el mensajero a Bradamante

de Montpellier y de Narbona, donde,

como en toda la costa de Aguas Muertas,

ondean los pendones de Castilla;

y que Marsella, estando ausente aquella

que la debe guardar, pide socorro,

requiere urgentemente su presencia

y a través de este heraldo se lo ruega.

64

Esta ciudad y todo el territorio

que entre el Varo y el Ródano se extiende,

lo encomendó el emperador un día

a la hija de Amón, en quien fiaba,

pues solía admirarla estupefacto

cuando ella usaba con valor sus armas.

Solicitando ayuda, como digo,

el nuncio de Marsella era venido.

65

La joven, asombrada e indecisa,

entre volver o no volver vacila:

el deber la reclama por un lado,

y por otro el amor la solicita.

Decide proseguir en su aventura

y salvar a Rugero del hechizo,

y aunque capaz no sea de lograrlo,

quedar cautiva al menos a su lado.

66

Con sus excusas se quedó el heraldo

al parecer tranquilo y satisfecho.

Y después emprendió su recorrido

con Pinabelo, que se muestra inquieto

pues ha sabido que ella es de un linaje

al que aborrece en público y privado,

y se angustia con cuitas venideras

si ella acaba sabiendo su ralea.

67

Entre los Claramonte y los Maganza

hay un odio sañudo y muy antiguo

demostrado en innúmeros combates

y en caudales de sangre derramada.

Pero el pérfido conde en sus adentros

piensa vengarse de la incauta joven,

o aprovechando la ocasión primera

abandonarla e ir por otra senda.

68

Tanto le ensombreció la fantasía

aquel odio ancestral y aquel recelo,

que se descarrió sin darse cuenta

y fue a parar en una selva oscura

en cuyo centro se elevaba un monte

coronado por una roca dura,

y la hija del duque de Dordoña

lo sigue siempre, nunca lo abandona.

69

Al verse en aquel bosque, el de Maganza

decidió deshacerse de la dama

y le dijo: —Es mejor, antes que el cielo

se oscurezca del todo, hallar albergue.

Tras aquel monte hay, si no me engaño,

un castillo fastuoso en pleno valle.

Tú espera aquí, que quiero con mis ojos

verificarlo desde aquel escollo—.

70

Y al momento encamina su caballo

a la alta cumbre del desierto monte,

mientras intenta ver si hay algún modo

para impedir que siga ella su rastro.

En la roca descubre una caverna

con hondura de más de treinta brazas.

Con picos la han tallado y con escoplos

y una gran puerta se divisa al fondo.

71

Al fondo se veía una amplia puerta

que conducía a una espaciosa estancia,

y allí una luz brillaba como tea

encencida en el centro de la cueva.

Mientras este felón está suspenso,

la dama, que de lejos lo seguía

para evitar así perder su huella,

pudo alcanzarlo al fin en la caverna.

72

Cuando vio aquel traidor que su artimaña

le sucedió al revés de lo previsto,

trazó un nuevo propósito pensando

deshacerse de ella o darle muerte.

Le pidió que subiera a aquella parte

hueca del monte en que encontró la gruta

y le dijo que al fondo se veía

el rostro de una joven hermosísima

73

que, a juzgar por su porte y ricas prendas,

era doncella del mejor linaje,

y que, sin fuerzas, triste y aturdida,

contra su voluntad está encerrada;

y que él ya había dado el primer paso

para desentrañar este suceso,

y que ha visto salir de la caverna

al que allí la ha metido por la fuerza.

74

Y Bradamante, que era tan valiente

como incauta, creyendo a Pinabelo

y queriendo ayudar a la doncella,

buscó algún medio para deslizarse.

Y torciendo la vista vio en la copa

de un olmo una frondosa y larga rama;

con la espada al instante la secciona

y la pone en el hueco de la fosa.

75

Después de confiarla a Pinabelo

por un extremo, se aferró a la rama;

pone los pies primero en la abertura

y por los brazos queda suspendida.

Sonríe Pinabelo, abre las manos

y pregunta qué tal se le da el salto.

Dice: —Ojalá estuviesen hoy contigo

todos los tuyos, para así extinguiros—.

76

No fue el albur de la inocente joven

como había querido Pinabelo,

porque al caer fue la robusta rama

la que en el fondo golpeó primero,

y, aunque acabó despedazada, pudo

sostenerla salvándole la vida.

Tan turbada la dama se ha quedado

como os lo cuento en el siguiente canto.

Canto tercero

1

¿Quién me dará la voz y las palabras

que convienen a asunto tan ilustre?

¿Quién prestará las alas a mis versos

para que asciendan hasta mi deseo?

Ahora no servirá un furor corriente:

mayor inspiración debe inflamarme,

y es que esta parte a mi señor la debo,

pues canta la raíz de sus ancestros.

2

De entre todos los próceres surgidos

del cielo a gobernar sobre la tierra,

no has visto, oh Febo que das luz al mundo,

estirpe más gloriosa, en paz o en guerra.

Ninguna otra nobleza por más tiempo

ha sido preservada, y si no yerra

la profética luz con que me inspiras,

perdurará mientras el mundo exista.

3

Para cantar completos sus honores

mi cítara no basta, sino aquella

con la que tú, pasados los titánicos

furores, alabaste al rey del cielo.

Si recibo de ti las herramientas

aptas para esculpir piedra tan digna,

en hermosas imágenes pretendo

poner todo mi afán, todo mi ingenio.

4

Y mientras tanto, con cincel inepto

iré quitando las primeras capas:

quizá pueda después con mejor arte

darle más perfección a este trabajo.

Mas volvamos a aquel a quien no pueden

ni escudos ni corazas protegerlo:

hablo de Pinabelo de Maganza,

que procuró dar muerte a aquella dama.

5

Imaginó el traidor que la doncella

estaba muerta en la profunda sima.

Abandonó con macilento rostro

aquella aciaga y profanada puerta,

y se subió muy presto a la montura.

Fue propio de su alma enrevesada

ir añadiendo más y más pecados

y robó a Bradamante su caballo.

6

Dejémoslo, pues mientras desbarata

vidas ajenas, su morir procura;

vayamos a la dama traicionada

que estuvo por juntar muerte y sepulcro.

Después de haber caído golpeándose

con las piedras, se alzó muy aturdida

y cruzó aquella puerta que llevaba

a la otra gruta, que era aún más ancha.

7

Parece aquella estancia amplia y cuadrada

una devota y venerable iglesia,

sostenida en la hermosa arquitectura

de preciosas columnas de alabastro,

con un hermoso altar ante el que ardía,

en mitad del recinto una gran lámpara

que con su claro y refulgente fuego

llena de luz el uno y otro extremo.

8

La dama, al verse en un lugar sagrado,

con devota humildad estremecida,

se arrodilló elevando sus plegarias

a Dios de corazón y de palabra.

En ese instante se escuchó el chirrido

de un pequeño portón del que salió,

suelto el cabello, una mujer descalza

que por su nombre saludó a la dama.

9

Y dijo: —Oh bien nacida Bradamante,

por designio divino aquí llegada,

hace ya muchos días que Merlín,

con profético espíritu, me dijo

que por camino insólito vendrías

a adorar sus santísimas reliquias:

mi misión es contarte, revelado,

lo que los cielos te han determinado.

10

Ésta es la antigua y admirable gruta

que obró el muy sabio y conocido mago

Merlín en el lugar en el que fuera

por la Dama del Lago confinado.

Aquí está su sepulcro y en él yace

su carne corrompida, porque un día

lo persuadió la bella con sus ruegos

y vivo se metió, mas restó muerto.

11

El cadáver alberga un vivo espíritu

hasta que el son de angélicas trompetas

lo expulsen, si es vil cuervo, de los cielos

o lo ensalcen, si es cándida paloma.

También vive su voz; podrás oírla

apareciendo del marmóreo nicho:

siempre responde a aquel que le pregunta

por las cosas pasadas y futuras.

12

Llegué hace muchos días a esta cripta,

y vine de una tierra remotísima

para que el buen Merlín me revelase

un oscuro misterio de mi oficio.

Como esperaba verte, he prolongado

mi estadía un mes más de lo previsto,

porque Merlín, siempre veraz y exacto,

fijó este mismo día como plazo—.

13

La hija de Amón, atónita y callada,

escucha con fijeza su discurso;

se le desborda el corazón de asombro

y no sabe si duerme o si está en vela;

con la mirada tímida y remisa

(como propia de dama tan modesta)

le preguntó: —¿Qué mérito es el mío

para que pronostiquen mi destino?—.

14

Alegre con la insólita aventura,

acompañó a la maga, que al instante

la condujo al sepulcro que encerraba

los huesos de Merlín junto a su alma.

Era un arca de piedra refulgente,

dura y pulida y roja como el fuego,

y con su brillo la mansión, privada

de los rayos del sol, se iluminaba.

15

Ya fuese por virtud de algunos mármoles

que anulaban las sombras, como antorchas,

o por obra de hechizos y conjuros

y el examen de las constelaciones

(lo que más verosímil me parece),

mostraba el resplandor mil hermosuras

pintadas o esculpidas que a aquel sacro

y honorable lugar daban ornato.

16

Alzó el pie Bradamante atravesando

el umbral de la cripta, y al momento

el espíritu vivo del cadáver

con clarísima voz habló y le dijo:

—Que la Fortuna cumpla tus deseos,

oh casta y nobilísima doncella

de cuyo vientre ha de salir la estirpe

que Italia y todo el orbe glorifique.

17

La sangre que fluyera desde Troya

mezclada en los dos cauces más ilustres

será la flor, la gala, el ornamento

de todos los linajes conocidos

del Indo al Tajo, del Danubio al Nilo,

o en lo que va de Antártico a Calisto.

Y en tu progenie habrá grandes señores,

marqueses, duques y aun emperadores.

18

Y bravos capitanes, caballeros

que por la espada y la razón a Italia

devolverán pretéritos honores

y el antiguo valor de invictas armas.

Y señores tan justos como Numa

y el sabio Augusto, bajo cuyo cetro,

con gobierno benigno y generoso,

volverá la primera edad de oro.

19

Para que por ti pueda realizarse

la voluntad del cielo, que a Rugero

te asignó desde siempre por esposa,

sigue con fe y coraje tu camino,

pues no hay nada que pueda entrometerse

para desbaratar este propósito;

por ti caerá al primer asalto en tierra

aquel malvado que tu bien encierra—.

20

Calló Merlín para dar paso al arte

de la hechicera, que se proponía

mostrarle a Bradamante la apariencia

de cada uno de sus herederos.

Llamó a un sinfín de espíritus llegados

no sé si del infierno o de otras partes

y en un mismo lugar todos reunidos

con diferentes rostros y vestidos.

21

Llamó después a la doncella al templo;

había trazado un círculo capaz

de abarcarla tendida, y aun sobraba

alrededor de un palmo; con objeto

de evitar que la hirieran los espíritus,

le puso un capuchón de cinco puntas.

Le dice que esté atenta y en silencio;

abre el libro y conjura a los espectros.

22

De la primera cueva una gran turba

sale y rodea el círculo sagrado;

cuando quieren entrar, se cierra el paso

cual si un foso o un muro lo ciñesen.

Los espíritus iban penetrando

en la estancia del arca prodigiosa

que contenía de Merlín los huesos

después de dar tres vueltas a aquel cerco.

23

Le dijo la hechicera a Bradamante:

—Si te explico los nombres y las gestas

de todos los que ahora he convocado

ante ti conjurando a estos espíritus,

no sé decirte cuándo acabaríamos,

porque no bastará una noche entera;

escogeré a unos pocos muy selectos,

según lo exija la ocasión o el tiempo.

24

Aquel primero que se te parece

en el semblante hermoso y digno ha sido

en Italia raíz de tu familia,

fecundado en tu vientre por Rugero.

Por su mano confío en ver la tierra

teñida con la sangre de Pontiero,

y reparada la traición aleve

de quienes a su padre darán muerte.

25

Derrotará también a Desiderio,

rey de los longobardos, y esta hazaña

será premiada por el magno Imperio

con el dominio de Este y Calaone.

El de detrás es tu sobrino Huberto,

honra del reino hesperio y de las armas:

la santa Iglesia por su valentía

se verá muchas veces defendida.

26

Ahí está Alberto, capitán invicto

cuyos trofeos colmarán los templos;

y su hijo Hugo, que obtendrá Milán

y ostentará en su enseña las culebras.

Azzo el de más allá, que de su hermano

el reino heredará de los insubrios.

Y ahí Albertazzo: con criterio sabio

de Italia expulsará a los Berengario;

27

será digno del César esposando

a la hija de Otón, la hermosa Alda.

¡Mira, otro Hugo, qué bella prosapia,

que no se aparta del valor paterno!

Éste será el que humille justamente

la soberbia romana en la defensa

y en la liberación de Otón Tercero

y del Papa después de un grave asedio.

28

Ahí está Folco, que a su hermano dona

todos los feudos que en Italia tiene

y toma posesión de un gran ducado

en lejanos dominios alemanes,

y allí dará, por sucesión materna

tras el triste declive del linaje,

nuevo brío a la casa de Sajonia

y con la prole avivará su historia.

29