Otra vuelta de tuerca - Henry James - E-Book

Otra vuelta de tuerca E-Book

Henry James

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Beschreibung

Una joven institutriz llega a una majestuosa mansión en el campo inglés para cuidar a dos niños adorables. Todo parece idílico… hasta que comienzan a suceder hechos inquietantes que no puede explicar. Apariciones perturbadoras, secretos silenciados y una sensación creciente de que algo —o alguien— acecha desde las sombras. ¿Están los niños realmente en peligro? ¿O todo es fruto de una mente que se descompone poco a poco? Otra vuelta de tuerca es mucho más que un clásico del suspense gótico: es un relato que desdibuja los límites entre lo real y lo imaginado, y que ha sido leído tanto como historia de fantasmas como desde una perspectiva puramente psicológica o incluso psiquiátrica. Henry James construye aquí un inquietante juego de espejos donde el lector, como la protagonista, se enfrenta a lo desconocido sin saber si está fuera… o dentro de uno mismo.

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Seitenzahl: 193

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Otra vuelta de tuerca

Otra vuelta de tuerca

Henry James

Créditos

Henry James

Título original: «The turn of the screw» (1898)

Traducción: Marino Costa González

Edición digital: Abril de 2025

Edita: Uve Books

www.uvebooks.com

ISBN: 978-84-129384-6-3

Otra vuelta de tuerca

La historia nos mantuvo casi sin aliento alrededor del fuego y, salvo por la evidente apreciación de lo horripilante que era, como debe ser toda historia extraña contada en un viejo caserón en la víspera de Navidad, no recuerdo que nadie dijese palabra alguna hasta que alguien señaló que era extraño que algo así le hubiese sucedido a un niño. El caso, debo mencionarlo, consistía en una aparición sucedida en una casa tan antigua como en la que nos habíamos reunido para la ocasión: una aparición terrorífica que asaltó a un niño pequeño que dormía en la habitación con su madre y la despertó del susto; ella intentó consolarle para que se volviese a dormir, pero antes de lograrlo le sorprendió la misma visión que había asustado a su pequeño.

No fue de inmediato, sino más avanzada la velada, que esto último hizo surgir de Douglas algo muy interesante sobre lo que deseo llamar la atención. Alguien más contó otra historia no muy llamativa, me fijé que Douglas no la estaba siguiendo. Significaba que estaba ingeniando algo y solamente debíamos esperar. Esperamos, de hecho, dos noches más; pero esa misma tarde, antes de despedirnos, sacó aquello que tenía en mente.

—Estoy de acuerdo —dijo refiriéndose al fantasma de Griffin, o el que fuera— con que aparecerse en primer lugar a un niño, a una edad tan tierna, le da un toque particular. Sin embargo, no es la primera historia que oigo de ese tipo, en la que está involucrado un niño. Si un niño aporta otra vuelta de tuerca al relato, ¿qué pensarían si hubiese dos niños?

—¡Por supuesto! —exclamó alguien—. Diríamos que darían dos vueltas de tuerca. Y, por supuesto, querríamos escuchar lo que les ocurrió.

Puedo ver a Douglas de espaldas al fuego, mirando a su interlocutor con las manos en los bolsillos:

—Nadie salvo yo la ha oído antes. Es una historia terrible.

Esto, naturalmente, lo expresaron varias voces distintas para realzar su importancia, y nuestro amigo, con calma, se preparaba para su triunfo mientras nos recorría con la mirada y decía:

—Está más allá de todo aquello que puedan saber. No conozco nada que se le acerque.

—¿Es auténtico terror? —recuerdo haber preguntado.

Explicó algo así como que no era tan sencillo como eso; como si estuviese perdido en cuanto a cómo clasificarlo. Pasó la mano sobre sus ojos y gesticuló una mueca de dolor:

—¡Es lo más horrible entre lo terrible!

—¡Qué maravilla! —exclamó una de las mujeres.

No le prestó atención; me miraba a mí como si, en mi lugar, estuviese viendo aquello de lo que hablaba:

—La increíble fealdad, el horror y el dolor.

—Bueno —dije—, siéntese y comience.

Se giró hacia el fuego, añadió unos trozos de leña y lo observó durante un instante. Entonces volvió a mirarnos y dijo:

—Aún no puedo hacerlo. Tengo que enviar una carta a la ciudad. —Hubo una queja unánime, seguida de varios reproches; tras esto, de manera preocupada, explicó—: La historia está escrita, guardada a buen recaudo en un cajón. No ha salido de ahí en muchos años. Puedo mandar una carta a mi criado junto con la llave; me enviará el paquete en cuanto pueda disponer de él.

Parecía dirigirse hacia mí, como si me estuviese pidiendo auxilio para evitar la duda. Había roto una capa de hielo formada durante muchos inviernos y tenía sus razones para tan largo silencio. Los otros lamentaban que se pospusiese, pero eran sus recelos lo que me atraía. Le hice prometer que escribiría a primera hora de la mañana y que nos reuniríamos para oírla lo antes posible; entonces le pregunté si la experiencia en cuestión había sido suya. Su respuesta fue breve:

—¡Por Dios, por suerte no!

—¿Es suyo? ¿Lo escribió usted?

—Solamente llevo su marca aquí mismo —se tocó el corazón—, nunca la he perdido.

—Entonces el manuscrito…

—Está escrito en tinta antigua y desvaída, con la caligrafía más bella. —Se volvió de nuevo hacia el fuego—. Lo escribió una mujer. Lleva veinte años muerta. Me envió las páginas en cuestión justo antes de fallecer.

Todos estaban escuchando, comentando o interrumpiendo. Él los ignoró sin sonreír, pero tampoco se enfadó.

—Era encantadora, diez años mayor que yo. Se trataba de la institutriz de mi hermana —dijo calmado—. Nunca vi una persona más agradable en ese cargo; hubiese merecido algo mejor. Eso fue hace mucho tiempo y el relato sucedió mucho antes. Yo estaba en Trinity y la encontré en casa al volver en mi segundo verano. Ese año estuve allí mucho tiempo, fue muy agradable. En sus ratos libres charlábamos y paseábamos por el jardín; durante esas charlas me quedaba impresionado de lo inteligente y encantadora que era. Sí, no se rían: me gustaba mucho y me alegra pensar que a ella también le gustaba. Si no hubiese sido así no me lo habría contado. Nunca se lo dijo a nadie.No solo porque ella afirmara no haberlo hecho, sino porque yo estaba seguro. Se darán cuenta al momento de escuchar la historia.

—¿Tan aterradora es?

Me corrigió.

—Se darán cuenta —repitió—, se darán cuenta.

Yo también le corregí.

—Ya veo. Estaba enamorada.

Se rio.

—Muy perspicaz. Sí, estaba enamorada. En realidad, lo había estado. Eso dijo, no podía contar la historia ignorando ese asunto. Ella supo que me había dado cuenta, pero ninguno hablamos de ello. Recuerdo el momento y el lugar: uno de los extremos del jardín, a la sombra de las enormes hayas en una de esas largas y calurosas tarde de verano. No era un lugar como para estremecerse, pero… ¡vaya! —Se alejó del fuego y se reclinó en la silla.

—¿Le llegará el paquete el jueves por la mañana? —pregunté.

—Probablemente no llegue hasta el segundo correo.

—Bueno, entonces, tras la cena…

—¿Nos reuniremos aquí? —Nos miró a cada uno de nosotros de nuevo—. ¿Nadie piensa irse? —preguntó con un atisbo de esperanza.

—¡Nos quedamos todos!

—¡Me quedo!… ¡Y yo también! —exclamaron las damas, que ya se habían preparado para marchar.

La señora Griffin, sin embargo, necesitaba que se aclarase algo:

—¿De quién estaba enamorada?

—La historia lo dirá —respondí yo mismo.

—¡Vaya, no puedo esperar a oírla!

—La historia no lo contará —dijo Douglas—; al menos no de manera literal ni vulgar.

—Es una lástima, entonces. Solamente así podría entenderlo.

—¿No nos lo dirás, Douglas? —preguntó alguien.

Volvió a ponerse en pie de nuevo.

—Sí que lo haré. Mañana. Ahora debo acostarme. Buenas noches.

Se apresuró a coger un candelabro y nos dejó allí, perplejos. Le oímos subir las escaleras desde el otro extremo del gran salón; entonces, la señora Griffin dijo:

—Bueno, aunque no sepa de quién estaba enamorada la institutriz, sí sé de quién estaba enamorado él.

—Era diez años mayor —dijo su marido.

—Razón de más, ¡a esa edad! Pero su reticencia resulta bastante agradable.

—¡Cuarenta años! —respondió Griffin.

—Y menuda explosión final.

—La explosión —retomé— será un gran acontecimiento la noche del jueves.

Todos coincidieron en que, al revelarse aquello, lo demás perdió importancia. Esa era la última historia de la noche, aunque incompleta, como el anuncio de una serie; nos dimos las manos y «armados con nuestros candelabros», como alguien dijo, nos fuimos a la cama.

Al día siguiente supe que la carta había partido en el primer correo de la mañana hacia su apartamento en Londres; pero a pesar de la difusión de este hecho, o puede que, gracias a eso mismo, le dejamos tranquilo hasta después de cenar, se trataba de la hora propicia en la que podríamos experimentar el tipo de emociones que anhelábamos. Entonces, Douglas se volvió tan comunicativo como esperábamos y nos explicó sus razones para ello. De nuevo volvió a situarse frente a la chimenea del salón en la que nos había sorprendido la noche anterior. Era como si la narración que nos había prometido leer requiriese algún tipo de prólogo para poder entenderse correctamente. Antes que nada, quiero dejar claro, sin lugar a dudas, que se trata de una transcripción exacta, hecha por mí, mucho tiempo después. El pobre Douglas, cuando ya vislumbraba su muerte, me confió el mismo manuscrito que le había llegado el tercero de aquellos días; lo hizo en el mismo lugar en el que, de manera efectista, comenzó su lectura al comienzo de la cuarta noche frente a nuestro silencioso grupo. Gracias a Dios, las damas que decían que no se iban a marchar lo hicieron: no les quedó otro remedio, ya que tenían otros asuntos que atender. Se marcharon sin poder satisfacer su curiosidad, agudizada por Douglas, que durante esos días nos fue preparando para la lectura. Con su marcha, la audiencia era menor pero más selecta, reunida alrededor del fuego y compartiendo el entusiasmo del momento.

El primero de estos avances consistía en que la historia estaba escrita a partir de un punto en que el relato ya había comenzado. Nos contó la historia de su amiga, la menor de las muchas hijas de un pobre párroco local que, a los veinte años, había conseguido su primer empleo dando clase. Llegó a Londres de manera apresurada para responder en persona a un anuncio acerca del cual ya había entablado una breve conversación por carta con el anunciante. Este la recibió en una casa de la calle Harley que la dejó impresionada por lo grande e imponente que era. Se trataba de todo un caballero, un soltero en la flor de la vida; era como si hubiese surgido de un sueño o una vieja novela frente a aquella chica temblorosa y ansiosa que acababa de salir de una vicaría de Hampshire. Es fácil recordar a un hombre de ese tipo; no es de aquellos que se olvidan fácilmente. Era guapo, agradable y simpático, distraído, alegre y generoso. Era inevitable que quedase impresionada por lo galante y espléndido que era, pero lo más importante de todo, y que luego le daría el coraje que mostró, fue que le planteó todo ese asunto como gran favor, algo por lo que estaría tremendamente agradecido. Ella le describía como alguien rico, pero terroríficamente extravagante; le veía como alguien a la moda y de buen ver, con costumbres muy caras y agradable con las mujeres. Su residencia en la ciudad era un caserón enorme lleno de recuerdos de sus viajes y trofeos de caza; pero su antiguo hogar era un lugar más familiar ubicado en Essex, al que quería que se dirigiese de manera inmediata.

Le habían dejado al cuidado de sus sobrinos, un niño y una niña pequeños cuyos padres habían fallecido en la India. Se trataba de los hijos de su hermano, un militar, que había fallecido dos años atrás. Debido a las obligaciones de un hombre en su posición, los niños eran una carga muy pesada para él: un hombre solitario e impaciente, sin la experiencia necesaria para hacerse cargo de ellos. Sin duda, para él eran una gran fuente de preocupaciones, pero sentía lástima por ellos e hizo todo lo que estuvo en su mano: Los envió a su casa de campo, convencido de que allí estarían más cómodos, y los mantuvo bajo el cuidado de las mejores personas que pudo encontrar para cuidar de ellos; incluso mandó a parte de sus propios criados para que les atendiesen y ocasionalmente iba en persona para ver cómo se encontraban. Lo incómodo del asunto era que no tenían más relación que esa, ya que sus propios asuntos consumían casi la totalidad de su tiempo. Les había instalado en Bly, un lugar tranquilo y agradable, y había puesto al mando de la casa a una gran mujer: la señora Grose, la cual estaba convencido que agradaría a su visitante y que anteriormente había sido doncella de su madre. Se trataba del ama de llaves y durante esa temporada había estado ocupándose de la niña, por la cual, al no tener hijos propios, por suerte, sentía un gran cariño. Había mucha gente para ayudar, pero la señorita que debiese acudir como institutriz estaría a cargo de todo. En vacaciones también tendría que ocuparse del niño, que llevaba un trimestre en el colegio. El chico era aún muy joven para ir a la escuela, pero ¿que más se podía hacer? Quedaba muy poco para que comenzasen esas vacaciones, por lo que llegaría de un día a otro. Anteriormente había estado a cargo de ellos otra institutriz, pero, por desgracia, había muerto. Había hecho un gran trabajo con ellos y se trataba de una persona muy respetable hasta aquel día; fue precisamente por esto por lo que no quedó más remedio que mandar al pequeño Miles a la escuela. Desde entonces, la señora Grose hizo todo lo que pudo por atender a Flora. En la casa estaban además un cocinero, una doncella, una lechera, un viejo poni, un viejo mozo de cuadra y un viejo jardinero; todos ellos igual de respetables.

Justo cuando Douglas había terminado de presentar la situación, alguien preguntó:

—¿Y de qué había muerto la anterior institutriz? ¿De un exceso de respetabilidad?

—Todo llegará a su debido tiempo. No debo anticipar nada —respondió.

—Discúlpeme, pensé que eso era justo lo que estaba haciendo.

—Si estuviese en el lugar de la sucesora —sugerí—, me hubiese gustado saber si el trabajo tenía algún tipo de…

—¿Peligro de muerte? —dijo Douglas terminando mi frase—. Quería saberlo y por supuesto que lo acabó sabiendo. Mañana podrás oír lo que averiguó. Entre tanto, por supuesto, las perspectivas no le resultaban muy alentadoras. Era joven, inexperta y nerviosa, y a la vista estaban unas grandes responsabilidades y una compañía escasa: una gran soledad. Dudó. Se pasó un par de días considerando la oferta y buscando consejo. Pero el salario que le ofrecían superaba con mucho sus modestas expectativas y en la segunda entrevista se armó de valor y aceptó la oferta.

Al llegar a este punto, Douglas hizo una pausa que, en beneficio del resto, me hizo añadir:

—La moraleja de esto es, por supuesto, que ese hombre tan maravilloso consiguió seducirla. Acabó sucumbiendo.

Se levantó y, como la noche anterior, se acercó al fuego y movió un tronco con el pie dándonos la espalda por unos momentos.

—Solamente le vio dos veces.

—Sí, pero ahí está precisamente la belleza de su pasión.

Tras decir esto, para mi sorpresa, Douglas se giró hacia mí:

—Fue algo hermoso. Pero también hubo otras —continuó— que no aceptaron, no cedieron. Le fue franco al respecto de las dificultades que para otras aspirantes al puesto resultaron ser inaceptables. De algún modo, tenían miedo. Sonaba aburrido y extraño; sobre todo debido a su condición principal.

—¿Cuál era?

—Que nunca debían molestarle, nunca jamás: no debían pedirle nada, ni quejarse o escribirle acerca de ningún tema; ella debía responder todas las preguntas por sí misma, recibiría el dinero de mano de su abogado y se encargaría de todo mientras le dejaba en paz. Prometió hacer todo esto. Posteriormente, me diría que cuando él sostuvo su mano durante un momento tranquilo y encantador, agradeciéndole su sacrificio, se sintió inmediatamente recompensada.

—¿Esa fue toda su recompensa? —preguntó una de las damas.

—Nunca le volvió a ver.

—¡Vaya! —exclamó.

Nuestro amigo nos abandonó de inmediato y esa fue la última palabra relevante acerca del asunto hasta que, la noche siguiente junto al fuego, sentado en la mejor silla, abrió la cubierta roja y desgastada de un delgado y anticuado volumen de cantos dorados. Todo aquello llevó más de una noche, pero en aquella ocasión la misma dama formuló otra pregunta:

—¿Cómo se titula?

—No tiene título.

—¡Yo tengo uno! —dije.

Pero Douglas, como si no me hubiese escuchado, comenzó a leer con una voz clara y elegante que reflejaba la hermosa caligrafía de la autora.

I

Recuerdo que todo comenzó como una serie de altibajos, un balancín de buenas y malas sensaciones. Aún en la ciudad, tras aceptar su ofrecimiento, pasé un par de días muy malos, me vi presa de nuevas dudas: estaba segura de que había cometido un error. Mientras pensaba en todo aquello, pasaron las largas horas dentro de aquel carruaje que avanzaba dando tumbos y balanceándose y balancearse camino del lugar en el que me recogería otro vehículo de la casa. Me habían informado de que dispondría de ese servicio y encontré, al final de aquella tarde de junio, una espaciosa calesa aguardándome. Viajar a esa hora, en un día espléndido, a través de un campo cuyo dulzor veraniego parecía ofrecerme una amigable bienvenida, hizo que mi coraje se volviese a fortalecer de nuevo y, al doblar la avenida la avenida, sentí una sensación de alivio que probablemente no era sino prueba del abismo en que había caído. Supongo que esperaba o temía encontrar algo tan deprimente que todo lo que había visto hasta ese momento era una grata sorpresa. Recuerdo que una de las impresiones más agradables fue su fachada amplia y limpia, con ventanas abiertas y sus cortinas alegres y un par de doncellas asomadas; recuerdo el césped y las flores de colores brillantes, el crujido de las ruedas en la gravilla y las abarrotadas copas de los árboles que los cuervos sobrevolaban en círculos, graznando en el cielo dorado. La escena tenía una grandeza que la hacía muy distinta de mi pequeño hogar. De inmediato apareció en la puerta principal, llevando a una niñita de la mano, una persona muy educada que me saludó con una reverencia muy decorosa al bajar del coche, como si fuese la señora de la casa o una visitante distinguida. Tras lo de la calle Harley, me había hecho una idea mucho más pobre del lugar así que, al recordarlo, pensé que el propietario era más caballeroso de lo que había imaginado y que disfrutaría de la estancia más allá de su promesa.

No tuve ninguna otra decepción hasta el día siguiente, las horas restantes transcurrieron alegremente tras conocer a la más joven de mis pupilos. La pequeña que acompañaba a la señora Grose me pareció una criatura tan encantadora que me sentí afortunada de tratar con ella. Era la niña más hermosa que había visto y, más tarde, me hizo preguntarme por qué mi empleador no me había contado más sobre ella. Dormí poco esa noche, estaba demasiado excitada; algo que me sorprendió, recuerdo, dada la generosidad con la que me habían tratado. La habitación era enorme e impresionante, una de las mejores de la casa: tenía una gran cama con dosel, unos enormes cortinajes bordados y unos espejos inmensos en los que, por primera vez, podía verme de la cabeza a los pies; todo aquello me impresionó, al igual que el extraordinario encanto de mi pequeña alumna y más cosas que estaban por llegar… Desde el primer momento me di cuenta de que podría llevar una buena relación con la señora Grose, algo que durante mi trayecto en carruaje temía que no fuese posible. Lo único que en aquella temprana impresión pudo haberme hecho retroceder fue el hecho evidente de que estuviera tan contenta de verme. Tardé media hora en darme cuenta de su alegría, se trataba de una mujer robusta, sencilla, franca y honesta, se notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo para que no se le notara demasiado. Me hizo preguntarme por qué no querría que me diese cuenta y de haberlo meditado con recelo me hubiese sentido incómoda.

Pero era un alivio que no hubiese nada incómodo conectado con la radiante imagen de mi pequeña. La idea de contemplar su belleza angelical fue probablemente la causa de la inquietud que hizo que me levantase antes del alba para deambular alrededor de la habitación e inspeccionarlo todo; observé, a través de la ventana abierta, el distante amanecer veraniego mientras observaba los rincones visibles del resto de la casa

de la casa que alcanzaba con la vista; al disiparse la oscuridad los pájaros comenzaron con su incesante gorjeo y me pareció oír uno o dos sonidos menos naturales que parecían proceder del interior de la casa. Hubo un momento en el que me pareció escuchar el llanto de un niño, débil y lejano; más tarde me estremecí cuando, frente a mi puerta, escuché el paso leve de unos pies. Sin embargo, esos detalles no quedaron suficientemente marcados y es ahora a la luz, o más bien debería decir a la penumbra, de aquello que sucedió después, cuando regresan a mi memoria. Vigilar, enseñar y «formar» a la pequeña Flora habría de ser, con toda evidencia, la realización de una vida feliz y plena. En la planta baja acordamos que a partir de la noche siguiente dormiría en mi habitación, su camita blanca ya había sido preparada a ese fin. Me había comprometido a encargarme de ella por completo y esa fue la última noche que pasó en la habitación de la señora Grose por consideración a mi inevitable extrañeza y su natural timidez. Pese a esta timidez —acerca de la cual la propia niña era extraordinariamente franca y valiente, reconociéndola y permitiéndonos, con la serenidad del Niño Jesús de Rafael, que discutiésemos acerca de ella—, estaba segura de que yo acabaría gustándole. Había algo que en aquel momento ya me agradaba de la señora Grose: disfrutaba al ver cómo me maravillaba en la mesa con mi pupila sentada en una silla alta y con su babero puesto; me observaba a través de las velas y por encima del pan y la leche. Naturalmente, en presencia de Flora había cosas entre nosotras que debían resolverse mediante miradas prolongadas o referencias vagas.

—Y el pequeño ¿se parece a ella? ¿Es igual de extraordinario?

Uno no debe alabar a un niño.

—Vaya, señorita, es muy extraordinario. ¡Sobre todo si tiene buena opinión de esta pequeña! —Y allí se quedó, con el plato en la mano, resplandeciente, mirando, a nuestra acompañante, que no dejaba de observarnos con una expresión divina en sus ojos y sin ninguna otra intención.

— Sí; sí la tengo…

—¡El caballerito la va a fascinar!

—Bueno, sí, creo que es para lo que he venido, para que me fascinen. Me temo, sin embargo —recuerdo haber añadido por impulso—, que soy fácilmente impresionable. Ya me ocurrió en Londres.

Aún puedo ver la cara de preocupación de la señora Grose al oír eso.

—¿En la calle Harley?

—Sí, en la calle Harley.

—Bueno, señorita, no es la primera… y seguro que no será la última.

—Ah, no tengo la intención —casi me echo a reír— de ser la única. Tengo entendido que mi otro alumno llega mañana, ¿no?

—Mañana no, el viernes, señorita. Llegará igual que usted, en el carruaje al cuidado del cochero y luego le recogerá la misma calesa.

Inmediatamente expresé que lo más adecuado, además de agradable y amigable, sería que acudiese con su hermana a la llegada del carruaje; una idea con la que la señora Grose estuvo tan sinceramente de acuerdo que de alguna manera su reacción fue reconfortante, por suerte no era algo fingido y estaríamos unidas ante todos los problemas. ¡Estaba encantada de tenerme ahí!