Patas de perro - Carlos Droguett - E-Book

Patas de perro E-Book

Carlos Droguett

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Beschreibung

Los sujetos en los márgenes, postergados y diferentes son referencias obligadas en la narrativa de Carlos Droguett. Esta novela, una de sus obras fundamentales, cuenta el viaje de Bobi, un niño que transita entre lo humano y lo indómito, con el dolor y el orgullo de su singularidad. Narrada con una prosa densa y voraz, la tensión entre la diferencia y los intentos crueles del mundo por normalizarla y adoctrinarla, nos ponen cara a cara al dolor y a la resistencia humana.

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Droguett, Carlos / Patas de perro

Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2021, 1ª edición, p.496, 13,5x21 cm.

Dewey: Ch863

Cutter: D8352

Colección La recta provincia

Materias:

Literatura chilena. Siglo XX.

Droguett, Carlos, 1912-1996.

Escritores chilenos.

Novelas chilenas.

Prosa chilena.

Eltit, Diamela, pról.

PATAS DE PERRO

CARLOS DROGUETT

© Herederos de Carlos Droguett, 2021

© Diamela Elttit (del epílogo), 2021

© Ediciones Universidad Diego Portales, 2021

Primera edición: junio 2021

Inscripción n.° 30.604 en el Departamento de Derechos Intelectuales

ISBN 978-956-314-494-9

ISBN Digital 978-956-314-557-1

Universidad Diego Portales

Dirección de Publicaciones

Av. Manuel Rodríguez Sur 415

Teléfono: (56 2) 2676 2136

Santiago – Chile

www.ediciones.udp.cl

Edición: Nicolás Leyton

Diseño: Carlos Altamirano

Diagramación digital: ebooks [email protected]

ÍNDICE

Patas de perro

Tres lecturas de Patas de perropor Diamela Eltit

Patas de perro

A mis hijos,

Carlos, que busca una vida pura,

Marcelo, que pide un tema puro.

…y ahora dicen algunos que yo me estoy volviendo loco y que el niño jamás existió. Los padres de Bobi se ríen de mí cuando les converso y un día hasta me mostraron la libreta de matrimonio donde constan todos sus hijos, muertos y vivos, pero ningún monstruo, bramó el borracho con miedo u odio. El profesor, con el que me suelo encontrar, me mira sin saludarme y se lleva la mano a la garganta en un vago gesto de dolor. El teniente, cuando me ve en la calle, me saluda con extraña amabilidad, ya que jamás fuimos amigos, y me pregunta con insistencia, con demasiada insistencia, que cómo me he sentido. Escudero, con el que hablo algunos días, recuerda perfectamente aquel sermón que él disparó a los fieles un domingo del invierno de 1951; dice que Bobi estaba cerca del púlpito bebiéndose sus palabras, comiéndoselas, más bien, como un perro que caza al vuelo su pitanza. Estuvo aquí esta mañana y, respondiendo a mis dudas, me dijo que no les haga caso a Cruz Meneses ni a los padres del niño. ¡Era un gran muchacho!, suspiró…

ESCRIBO para olvidar, esto es un hecho, necesito meter un poco de tranquilidad en mi alma, necesito descansar, necesito dormir, Dios sabe, sólo Dios sabe que hace diez meses que no duermo, aunque él tampoco dormía, bien lo recuerdo. No puedo dormir, no puedo olvidar, no puedo olvidarlo, sólo por eso escribo, para echarlo de mi memoria, para borrarlo de mi corazón, tal vez después decida morirme o no vivir, porque él, su figura menuda y pálida, con ese aspecto sucio del sufrimiento, era lo único que me ataba a este mundo, a esta silla, a este trozo de madera en que escribo, pero lo olvidaré, escribo para olvidarlo, sé que lo destruiré totalmente, como él me destruyó sólo con salir corriendo aquella tarde. Él bien sabía que yo lo necesitaba, sabía, como lo sé yo y me lo digo a veces, que él me necesitaba, que yo era su mundo, como él era el mío. ¿Por qué salió huyendo, entonces, sin siquiera entregarme su mano, sin rozar su rostro fugaz, su puñado asustado de pecas contra mi barba canosa? Yo sabía que él estaba llorando ahí afuera, lo presentía, más bien, mientras sentía mis propias lágrimas, días más tarde creía oírlo sollozar todavía en el suelo frío de la cocina, ahí, en ese rincón amable que él limpió con el roce de sus piernas durante muchas noches. Llegó como se fue, sin motivo, sin explicaciones, casi sin lágrimas, sin sollozos, una soledad lo trajo y otra soledad se lo llevó, me he quedado solo, completamente solo, porque ahí está el gastado rincón de baldosas donde dormía, pues nunca quiso usar la cama que juntos fuimos a comprar a la feria, ahí está su plato, duro y hostil de puro inservible, como si él jamás hubiera pasado por el pasadizo, golpeado la puerta de la calle, echado por la ventana su risa, esa risa áspera y desolada, sin embargo alegre, cuando le advertía: ¿Sabes? ¡Mañana es sábado! Entonces se desgranaban sus risas desde lo alto de las ramas y lo veía revolar y estremecerse sus piernas que rodaban con él por el suelo, ahí está su ropa, sus tejidos de lana para el invierno, sus gorras, sus bufandas. Dios, qué modo de comprarle ropa, qué empecinamiento de conservarlo tibio y preservado junto al fogón, en pleno fuego de la fiebre, qué horror al frío, al espantoso y solitario frío, al horrible invierno abierto, y comencé a comprarle ropa a montones y élse reía cuando me veía llegar con los enormes paquetes que no cabían por la puerta y se trepaba en ellos y se zambullía en las lanas y los algodones y surgía coronado de listas y de flores de género y de un olor industrial y triste, y aullaba, aullaba como un verdadero perro y me daba miedo y me tornaba asustado y pensativo y pensaba que estaba procediendo bien al comprar todas esas frazadas y esas colchas y esos ponchos y esas batas y esas camisas afraneladas y esas gorras de bruja y esos gorrones de pensionado, y cuando miraba súbitamente sus piernas el terror me golpeaba el pecho y sentía verdadero pavor cuando lo sentía reír, reírse de mí, olvidado de todo, felizmente olvidado de todo, de su situación, de mi situación, especialmente de su cuerpo, al que no se acostumbraba del todo, al que yo temía comenzara a tomarle horror, verdadero pánico y ese como miedo desprendido, desprendido de las manos y de la boca, ese miedo que se evapora por el pelo y nos deja solos, solos ya con la soledad total, con la muerte trepando fríamente por las piernas. Ahí están sus zapatos, esas botas que busqué con tanto cariño y pesadumbre cuando estuve en el norte y que desataron un drama entre los dos y él se negaba a ponérselas. Lo sentía llorar afirmado en los ladrillos, llorar más que con dolor, con vergüenza y humillación, y como yo me asomara por la ventana para llamarlo, él estaba vuelto de espaldas, peinándose con furia y dejadez el llanto, y emanaba de él esa soledad frágil que nunca nos dejó desde que me lo entregó su madre aquella mañana en la calle Salesianos y él se cogió rápidamente de mi mano, se aferró a ella como un nudo y me encogió el corazón y no lo quería mirar y miraba los ojos de la madre y veía ese alivio destapado en sus grandes pupilas cuando oía que yo le aseguraba que me lo llevaba inmediatamente, sin esperar hasta la tarde ni hasta mañana ni hasta el próximo domingo; cuando caminamos, él se estremecía despacito, aferrado siempre a mi mano, y yo le miraba los pies. Tal vez desde aquel mismo momento había decidido comprarle un par de zapatos, sin preguntarle nada, sin insinuarle nada, quería hacerle un verdadero regalo, un inolvidable obsequio, quería darle una sorpresa y yo la tuve, él me la dio. Vi que me miraba con odio, con tajante y relampagueante odio y al mismo tiempo con sorpresa, con miedo, con desconfianza, apretados sus labios, alargaba su rostro hacia mí, hacia la pared, hacia el barrio donde correteaba cuando niño, donde lo levantó ensangrentado aquella tarde su padre y el padre olía a vino, a cuero y a carne muerta de vacunos y él, más que pena, más que susto, tenía asco, deseos de vomitar, quería respirar aire puro, salir corriendo hacia los potreros, más allá de la línea del tren. Alguna tarde, sentados en la penumbra, me contaba aquello y yo no lo olvidaba, pero tampoco podía olvidar su mirada aterrorizada cuando fui sacando de la caja las altas botas invernales y en mi gesto y mi fanfarrona sonrisa comprendía que no podían ser para mí sino para él. ¿Cómo se me había podido ocurrir aquella barbaridad? ¿Cómo no se me había ocurrido, en cambio, que ocultar aquello era un insulto, una crueldad, una cobardía, una vergonzosa fuga de la soledad que nos correspondía? Lo sentí abrazado a mis piernas, lo sentí derrumbado junto a mí mientras el dolor roncaba en su garganta. Oh padre, padre, me decía y no lo olvido, ¿por qué fuiste a comprarlas, por qué lo hiciste? Y la idea de él era que, materialmente, yo, mi cuerpo, mis piernas, mi boca, mis manos, mis pensamientos, mis monedas, mi voluntad, mi amor, mi odio, todo yo completamente, había caminado hasta la zapatería de don Cosme para comprarle las botas, ¡esas botas para esconderme dentro!, sollozaba y tornaba a remecerme las piernas. ¿Por qué tengo que esconderme, qué tenemos que esconder tú y yo? ¿No es hermoso todo esto, no tenemos tú y yo, padre, que hacerlo hermoso? ¿No es ése nuestro pacto? Sí, hijo, sí, la Naturaleza no produce nada superfluo, decía yo débilmente, lleno de dudas, recordando mi remota y breve época de aspirante a profesor de filosofía, y tú no lo eres, no puedes serlo, tienes que enfrentarte al mundo, tienes que vencer al destino, conformarlo con tu cuerpo y con tu alma, no dejarte sorprender, tienes que estar alerta frente a la vida, no dejarte coger, los que se olvidan son cogidos, viene la muerte y los atropella, los tritura. Eso le decía vagamente, sin mucha convicción, pero con un grande deseo de nutrirme yo mismo con aquella debilidad, sacar fuerzas de esa maldición y esa burla y dejándolo apoyarse en mí, apoyarme yo en él para seguir caminando, pero ahí estaban las botas, tan compactas y altas que oscurecían la pieza, tan grandes que él, sollozando, empezó a trepar por una, y como se volcara ella, gateaba escurriéndose hacia adentro. Tenía razón, lo recogí del suelo, le pedí perdón por mi extravío y le prometí no destruirlas sino dejarlas colgadas tras la puerta, al alcance de mi vista para que, teniéndolas presentes siempre, no olvidara ese momento de ruina, de vergüenza y de debilidad. Él decía: Sí, sí, sí, aguzando las palabras, sacándolas pulidas e hirientes y desconfiadas, al mismo tiempo gozosas, de su garganta, pero en seguida se quedaba triste. ¿Qué soy yo?, me preguntaba avergonzado, humillado y rencoroso, ¿qué soy yo, pues? Y me urgía una respuesta, me tironeaba del abrigo, pues yo tiritaba de frío en medio del cuarto, sintiendo todavía el viento que azotaba mis piernas en la estación de La Calera. ¿Qué eres, qué eres? Dios, ¿y qué soy yo? Ahí están los zapatos todavía y ahí los dejaré para que pase a través de ellos el tiempo indicándome los años transcurridos desde que él se fue. Pero no han transcurrido años, sólo meses, y ahora escribo para olvidarlo o para hacer que vuelva, aunque estoy seguro de que no ha de volver. Cruz Meneses decía al principio que habrá muerto, pero muerto no lo han encontrado, ni vivo tampoco. Y vivo, vivo, estaría aquí naturalmente, ahí, en su rincón, leyendo, rastreando música en la radio, mirándome para preguntarme: ¿Qué soy yo, por qué estoy aquí, qué he hecho? Confieso que al principio tuve esperanzas de que volvería, más aún, tuve la seguridad de que lo sentiría, cualquiera tarde, llegar corriendo por el pasadizo, pero fue inútil que en la noche dejara entreabierta la puerta, aquella misma noche, mientras los pitidos de los carabineros y la bocina de la ambulancia atravesaban mi sueño desvelándome, sentí caminar a alguien en el patio y sonar las ollas en la cocina, verdad que había viento después de la intensa lluvia, verdad que se iban por la avenida los techos de las casas que resonaban, serán los gatos, serán los gatos, pensaba yo a medias despierto, a medias asustado y lleno de esperanzas, si habrá vuelto esta criatura, me reía en la oscuridad con la certeza, apretada mi boca contra la almohada, lo sentía reírse con una risa suave, adulta y cínica, tenía ahora un pelo desteñido y tieso, un pelo vividor y corrompido y unos labios rojos y ávidos, y me miraba con repulsión, con odio, echando sus piernas, sus hermosas botas engrasadas, recién engrasadas, en medio del cuarto, pero si él es morenito, pero si no es él, si me lo habrán cambiado los pacos, deben andar ladrones en la cocina, me repetía, y estaba tendido bajo la noche y las nubes cálidas, familiares e inocentes pasaban al alcance de mis manos, yo cogía las ropas y suspiraba, ladrones son, pero ese niño no es él, él tiene el pelo crespo y una cabeza hermosa y potente y esas piernas de explorador o colono bestial no son de él, esas piernas encueradas no son las suyas, me reía, me hundía en el sueño, me sentía mojado, llovió toda la noche.

ESTOS SON simples apuntes hilvanados para olvidar una terrible historia que no he podido destruir del todo, porque el sueño no me acompaña, el sueño se fue tras esa criatura en ese anochecer lluvioso y desde entonces sufro de insomnio, estoy flaco, muy flaco, tanto que Cruz Meneses me dice que cuando uno empieza a peinar canas debe cuidarse del cáncer que desea peinarlo a lo último, pero Cruz Meneses no sabe lo que habla, no tengo cáncer, sólo soledad, ni mucha ni poca, la que tenía antes de aparecer él en mi vida, la misma soledad, ni más ni menos, nunca fui un exagerado y, si fuera cáncer, habría comenzado estos apuntes diciendo el día y la hora en que sentí los primeros alfilerazos en el vientre, pero a mí no me come el gusano todavía, sólo la soledad, la misma soledad de siempre, un poco más exacerbada, un poco más subrayada por su ausencia y por las circunstancias que la acompañaron. Y escribo, en primer término, para tratar de conciliar el sueño, meses que no duermo, apenas unas horas los días sábados, los días en que íbamos a la feria o tomábamos el autobús hacia San Bernardo y nos veníamos ya de noche, él pegado a mi cuerpo, como queriendo ocultarse en él, no avergonzado de que lo miraran sino furioso de que lo miraran con sorpresa cuando ya comenzaba a adquirir la certeza de que él, tal como era, tal como era su hermoso cuerpo original, era un ser singular, de singular destino, y que por eso había sido echado al mundo por el Dios Creador. Eres el único, el único, le decía yo, sonriendo, echando mis manos en sus hombros y haciendo que me mirara a los ojos. No hay otro como tú, criatura, ¿te das cuenta? De ti solo depende hacer de este accidente de la Naturaleza, de esta brutal injusticia de Dios, una cosa notable. Sí, podría ser, agregaba sin mucha convicción, no con desconfianza pero con dudas, dudas que venían de ese pasado reciente y doloroso que no olvidaba y que a veces me iba contando. Apegado a mí, hundía en la noche sus ojos y cuando nos bajábamos del autobús me iba conversando. Hablaba sin mirarme, como si les hablara a las nubes, a los árboles que se iban rectos hacia arriba, hundidos en el sueño, como si le hablara a su cuerpo, como si quisiera que lo escucharan especialmente sus piernas. Alzaba un poco la voz, lo que no era necesario porque la noche estaba silenciosa, remecida imperceptiblemente por una leve presencia de lluvia y nadie pasaba por los jardines y los automóviles se deslizaban raudos y misteriosos hacia la neblina que se algodonaba a lo lejos. Cogido de mi brazo había en él una extraña seguridad que me hacía mirar con optimismo los días futuros que nos verían siempre juntos, porque los dos estábamos solos, él dejado por sus padres en mis manos, sin asco, pero con certero alivio, yo abandonado por la mujer que debía casarse conmigo cuando supo mi decisión de llevar a vivir con nosotros a esa criatura y, lo peor, que había decidido adoptarlo como hijo. Recordando esta escena suspiré, mientras él, subiendo conmigo los peldaños, se afirmaba en su idea: Mis padres se deshicieron de mí porque los humillaba mi presencia; no porque fueran pobres, pobres son, pobres fuimos desde muchos años, pero nunca faltó comida en la mesa. Claro es que yo puedo hablar mejor de la comida que andaba por el suelo, dijo bajando suavemente la voz, la garganta firme pero velada. Lo miré y no quería preguntarle nada, pero él aclaró: Cuando nací y empecé a caminar, mi padre se deshizo de los dos perros, uno, el Rial, amaneció envenenado, hinchado y como amoratado o verdoso, como si lo hubieran pintado por fuera malamente, la lengua enorme que no hubiera podido caber en el hocico si él resucitaba. Al Guaina lo mató a patadas, lo recuerdo porque no estaba borracho entonces, sólo furioso y triste, yo estaba sentado en la solera y él, antes de entrar a la casa, llamó al Guaina con voz potente y el Guaina se arrastró cariñoso hacia él y mi padre se agachó y le acarició el vientre buscando el lugar donde plantar sus patadas y el perro se quedó ahí y como que se tendía para esperar a la muerte y se le habían secado los aullidos en el hocico y mi padre lo miraba y me miraba después a mí, me miraba largamente y yo lo veía tan desamparado y sabía que si lloraba sería malo para mí, ¿qué crees tú? Cuando el Guaina estuvo bien muerto, salieron mis hermanos Augusto y Chepo y lo cogieron en silencio y, como yo estaba pálido y asustado, para olvidarme un poco me acerqué a ellos y quise coger el hocico del perro para ayudarlos, pero el Augusto me empujó, me empujó firme hasta la pared, y así se fueron sin hablar por la calle, arrastrando al perro como un saco un poco reventado y Ramón los miraba. No, no jugaban conmigo, conversaban, sí, claro que conversaban y me contaban sus cosas y yo les contaba las mías, pero a medias palabras, sin decirlo todo, sin mostrar todos sus deseos y sus intenciones. No puedo decir que no me querían, me querían, sí, un poco, no mucho, si me moría no me echaban demasiado de menos y seguro que respiraban mejor y era evidente que fue una insolencia mía venir al mundo en aquella familia, en aquel barrio. ¿No querrás creer que se enfermó la matrona cuando fueron apareciendo mis piernas entre las sábanas y la sangre? Me ayudó un poco la falta de luz porque había habido un incendio la noche antes en la barraca y todo el barrio estaba sumido en la oscuridad y tenían las dos lámparas en el suelo y la de doña Manuela en la mesa del comedor y con los quejidos de mi madre y los gritos escandalizados de la matrona me dejaron en el suelo y ahí me estaba olisqueando con tiento el Rial y como que me quería reconocer. Llegó la ambulancia y la matrona seguía desmayada y se quejaba después asustada y enfurecida y mi padre estuvo bebiendo una semana, sin querer mirarme, sin querer entrar a la pieza, sin querer hablar con mi madre. A nadie le miraba la cara y después, mientras yo crecía y mostraba bárbaramente mis piernas y se veía de una vez que no eran las piernas de un cristiano, del hijo de un honrado obrero, él llegaba en la noche, silencioso y lúgubre, echaba la sombra por las paredes y me alzaba las ropas de la cama, de la cama pobre de mi hermano Augusto, y ahí estaban mis piernas insolentes cayendo desde mi cintura como otra persona. Se estaba un rato largo mirándome y cuando se iba de ahí era porque mi madre sollozaba adentro hacía rato y mis hermanos reían avergonzados y felices diciendo que me habían visto. Yo era una vergüenza para mis viejos, ¿sabes?, y sólo tengo trece años. Me contó que en sus primeros años no tuvo dificultades que le dolieran ahora, que recordara con horror o humillación, su madre era cariñosa, a veces más cariñosa con él que con sus hermanos, lo que lo afrentaba, su padre llegaba tarde, cuando ya las luces de la calle estaban encendidas y temblaban en las ventanas las luces de las velas y de las lámparas a parafina. Su padre no lo odiaba, lo ignoraba simplemente, no hablaba casi, sólo hacía cosas, cosas que él no podía olvidar. Hay muchos perros en esta casa, rezongó una noche y al otro día fue que amaneció envenenado el Rial. Él no olvidaba el hocico ansioso del perro, ávido de carne y de leche, un poco sediento, un poco regocijado y babeante, volcado como un mueble, bocabajo en el suelo y tan pesado, como si la muerte fuera un montón de piedras, y estaba asustado y miraba con humildad, con un poco de sorpresa y extrañeza sus propias piernas. Ellas son yo, pensaba y se llenaba de vergüenza, pero sabía que ellas lo ignoraban, que ignoraban todos los dolores, los horrores, las humillaciones e informes tragedias que estaban trayendo hasta la casa. Comprendía que debió morirse al nacer o después, cuando su madre lloraba por las noches, pero nada de eso había ocurrido, crecía incluso rápidamente y tenía demasiado apetito, un insaciable y escandaloso apetito, a menudo sentía hambre e iba a rastrear en los platos amontonados en la cocina y sentía un particular deleite en comer esos restos de comida fría, los pingajos de carne deshecha, de grasa, de nervios y huesos que se amontonaban, precisamente, para los perros. Se los echaba al bolsillo, se iba a la pieza, se aislaba en un rincón y los miraba con curiosidad antes de echárselos a la boca y masticarlos y no sentía náuseas sino fruición, un verdadero gozo líquido al estar masticando largamente aquellas sobras, sentía un agradable escozor en la garganta y palpitaciones de angustia gozosa le ascendían por la garganta hacia los dientes y los labios que hormigueaban de calor, tenía deseos de reír, de salir corriendo, sentía que sus piernas se apartaban un poco de él mismo y se alzaban en su cintura, desprendiéndose para salir huyendo, pero no podía salir, le habían prohibido que se asomara a la puerta y el día en que, olvidado, jugaba con un trompo en la vereda, su padre, de dos bofetadas, lo echó rodando hacia el pasadizo. Decía que para acercarse más a mí, para que no hubiera dudas en su vida a mi lado, me contaría todo y por eso trató de explicarme, pero sin ser demasiado claro, que cuando su padre le pegaba, o azotaba a los perros, especialmente cuando mató al Guaina, sintió un hervor en el pecho, un estallido sollozante que pugnaba por salir pero que no salía, decía que tuvo presentes sus piernas, sus propias piernas, en la mesa y que sentía que su boca, su propia boca, se aguzaba, se henchía y alargaba su nariz husmeando alrededor, oliendo desde luego sus piernas que estaban ahí, alertas y erguidas un poco abajo, como escuchando, y que ese sollozo lo buscaba a él, o buscaba a sus piernas y se metía alargando su boca, su hocico dijo él pero yo no le corregí la expresión, y remeciendo su nariz que se azotaba furiosa en medio de las palabrotas de su padre y cuando lo veía alzarse sobre el Guaina y reventarlo a patadas, su hocico, su nariz, sus piernas, sentían, olían, palpaban eso, parecía que estaban contando los golpes y él adivinaba aterrorizado que un leve, un imperceptible sollozo, en forma de ladrido, de humillante e impúber ladrido, un abandonado despedazado ladrido se ahogaba en su garganta y tenía mucho miedo y quería echar a correr y no se atrevía a hablar y no quería decir papá, papito, mamá, mamita, por temor de que ahí, donde estaba él temblando, bajo sus pantalones, bajo su camisa que flotaba floja en el aire del verano, fuera a surgir el hocico, el verdadero hocico furioso, encadenado y hambriento al cual él mismo tenía mucho miedo y que en las noches sentía en sueños, transpirado y hambriento, que le hurgaba las caderas. Ese sentimiento, ese irreprimible deseo de ladrar y aullar, lo sintió muy pocas veces y sólo en fugaces momentos de desesperación y soledad. En general se comportaba tímido y atemorizado, temeroso de algo informe, desconfiado de los demás, de sus hermanos, de su madre, de su padre, de su tía Micaela y de su tía Rosalía, unos lo miraban con repulsión, otros con curiosidad, otros con creciente furia, como si él fuera un tramposo y estuviera tratando de abrirse camino por medios vedados y por procedimientos inmorales y canallescos. Por eso era callado, no hablaba si no le hablaban, no se movía de su rincón si no lo llamaban y no salía a la calle porque se lo tenían prohibido. Esto no era un sufrimiento para él, sino un alivio, me confesó que comenzaba a pensar mal de su familia, que especialmente de su padre se sentía distanciado, ajeno y ausente, lo conocía por los pasos al caminar sobre la vereda de la calle, sobre los ladrillos del pasadizo y sobre las tablas de las piezas, y cuando sabía que venía sudaba de miedo, les temía a sus golpes y también a sus sarcasmos y a sus intenciones, sabía que lo odiaba, que no le perdonaba haber nacido y, por eso, estaba seguro de que si hubiera sabido que la prohibición de salir no era para él un castigo sino una bendición, a empujones lo habría echado a la barriada para que, al momento, una manada de chiquillos estuviera rodeándolo, mirándole las piernas, hincándose en el suelo para cogerle los pies y mirarlos escandalosamente. Recordaba que, muy pequeño todavía, cuando alguna vez lo mandó su madre al almacén a comprar azúcar negra o un litro de parafina o a la botica a comprar una tira de aspirinas o alcohol alcanforado, eran tumultos los que se formaban en la puerta del negocio para mirarlo. Decía que en esas ocasiones, lo que él achacaba a su corta edad, no se había sentido asustado ni humillado por la curiosidad de la chiquillería del barrio y por el pasmo y extrañeza de los adultos, sino en cierta forma orgulloso y malvado. Recordaba perfectamente que en la botica, como ya estaba atardeciendo y era el invierno, las luces neón de la entrada lo iluminaron completamente y, a causa del grito de la muchacha que atendía el mostrador, surgió de detrás de la cortina, con una tufarada de ácidos y álcalis, la figura de Marmentini el boticario, quien se inclinó delicadamente, con sospecha y duda, hacia él y, doblado de cintura, lo cogía con holgura de la cabeza y lo daba vuelta ampliamente para mirarle todo el contorno de las piernas. ¡Un perfecto monstruo!, dijo Marmentini echando hacia afuera la lengua como si fuera a paladear una nueva bebida aromática y cogiéndolo con delicadeza y asco lo dejó instalado en el sillón de mimbre, junto a la vitrina con irrigadores, polvos de talco, guateros y alimentos para guagua, y le pidió a la señorita que trajera una coca-cola. Él se puso encarnado porque pensó que Marmentini se estaba compadeciendo demasiado pronto de él e iba a advertirle que no deseaba tomar nada porque a la hora de once había tomado té de yerbas con un poco de leche y tenía miedo a las diarreas, pero la coca-cola ya estaba lista, servida en un alto vaso, detrás de la caja registradora, y Marmentini diluía ya sus labios en ella y lo miraba con asquerosa simpatía y le preguntaba cómo se llamaba y que dónde vivía. Él dijo unas palabras temblorosas, en esos momentos ya tenía deseos de sollozar porque la gente oscurecía la entrada y todas las manos se tendían hacia sus piernas que estaban acurrucadas junto a él, no bajo él, porque el sillón era grande y él lo sentía enorme y Marmentini le hizo cariño en la cabeza y le dijo que era un hermoso desgraciado, un maravilloso monstruo, un magnífico escándalo de la Naturaleza y que eso que parecía una desgracia podía ser la suerte y la fortuna de una familia en la miseria. ¡Porque eres muy pobre, desgraciado, tú y los tuyos no valéis nada y tenéis este par de piernas pudriéndose de vergüenza en el fondo de la cocina o en el water, y no saben que esto es un negocio que está pidiendo a gritos una gira de exhibición! ¡Niño, vales una millonada o dos! ¿y dónde está el borracho de tu padre y dónde está la puta de tu madre que no te venden? Él se había puesto a llorar y se descolgó del sillón y abriéndose a brazadas paso por entre la gente echó a correr y corrió en la oscuridad y parecía que en la oscuridad sus piernas eran luminosas y como que iban echando chispas y calor y lo iluminaban y subían hacia él con urgencia, y él no sabía qué era lo que ellas pretendían que él hiciera, tenía miedo, mucho miedo, y cuando llegó a la casa su madre le pegó porque se había demorado tanto y no había traído las aspirinas y el alcohol. En la noche su padre trajo dos botellas de vino, el compadre Ansaldo estaba con él y lo llamaron hacia la luz, el compadre Ansaldo cogió la lámpara de la mesa y la acercó hacia él y el padre le gritó que se estuviera quieto y él podía ver el pelo duro, como carbón, del compadre Ansaldo cuando éste lo cogió por los brazos y lo alzó hacia su padre y su padre tenía ahora la lámpara en la mano y estaban silenciosos su hermano Augusto y su hermano Chepo y afuera, en la oscuridad, se veían ojos, se ondulaban respiraciones y él sentía vaciar las botellas, sentía los vasos que sonaban y las risas sonaban adentro del vino, las risas sonaban afuera entre los ojos que se iban por el vino, caminando despacio por el patio, por arriba, entre las ramas y los alambres, iba la luna, parpadeando su luz enferma, echando humo, echando nubes para que a él lo cogieran por los brazos y lo sentaran en el tejado de la escuela y las nubes se iluminaban y su padre estaba ajado y sonriente, echando una lumbre amarillosa y rojiza y el compadre Ansaldo estaba sentado ahora, completamente sentado y hasta había abierto las piernas y ahí, en el vientre delgado, se bamboleaba la cadena y él estaba ahora en el suelo, callado y mustio, todavía no asustado pero en espera de su susto, y ellos vaciaban vasos para llenar el silencio y la madre se movió para que él supiera que todos estaban ahí, en la oscuridad, sólo por él y que él no debía moverse, porque es una desgracia que es una felicidad, sólo que hay que manejarla bien, hay que cuidarlo bien al niño, dijo el compadre Ansaldo dulcificando la voz, adelgazándola hacia él, buscándolo en la oscuridad, y ahí donde estaban un par de piernas peludas, abandonadas y solas, ahí estaba él, y entonces trajeron la gran sopera y a él lo alzaron hasta la altura de sus hermanos y de su tía Micaela y de su tía Rosalía y él estaba en medio de todos, pero sus piernas estaban ahí abajo, en la penumbra, y él les tenía un poco de envidia, al mismo tiempo que les tenía desconfianza y desdén y su madre empezó a sacar de la sopera grandes cucharones de humo y a él le sirvió una gran humareda y él miraba al compadre Ansaldo y el compadre Ansaldo lo miraba con verdadero desapego y cierta distancia, como si recién lo viniera conociendo, y él quería decirle que era el mismo, que ahí abajo, en su cintura, estaban esas piernas amarradas a su cuerpo, sin quererse separar de él, y cuando le sirvieron un vasito de vino se lo fue bebiendo a pequeños sorbos y cuando nadie lo miraba entonces se atrevió. Apartó el tenedor y la cuchara, puso el trozo de pan junto al plato de su hermano Ramón y, bajando la cabeza, echó la lengua en el plato y sabiendo que no lo miraban y que si lo miraban ya no importaba, comenzó a beberse el caldo y sentía que sus piernas se regocijaban de ello y que en cierto modo estaban orgullosas de él y él lo sabía y también lo sabía su garganta y lo reconocía y se alargaba en agradecimiento y felicidad y conociendo que deberían venir días tristes, estando seguro de que vendrían fatalmente, estaba formando un clima imperceptible, pero que él ya conocía, para plantarse ahí, en medio de la pieza, abriendo las patas muy abiertas, abriendo el hocico ávidamente para aullar hacia la luminosa noche del verano que empezaba a refrescar. Se quedó dormido en la misma mesa y se sonreía mientras dormía de bruces sobre sus dos brazos cruzados y sobre él planeaba la tranquila y fría voz del compadre Ansaldo y la voz de su padre era más sombría, lenta y temerosa, y él, para enojarlo porque ya no le tenía miedo, comenzaba a aullar despacio, aullaba en dirección de sus tías Micaela y Rosalía, que habían empezado a sollozar primero y a rezar después en voz alta, y su madre se quejaba allá adentro del dolor de vientre y gritaban las mujeres en el barrio, en el gran patio de la cité San José y en las calles que desembocaban en la Gran Avenida, gritaban porque no venían la ambulancia ni la matrona y la matrona estaba en el bar bebiendo con su padre y su padre estaba calmado mirándolo a él dormir y aullar suavemente en el comedor y al final del pasadizo estaba el bar y la matrona se había puesto a sollozar porque su padre se había desliado la correa y no era para pegarle a él sino para pegarle a la matrona, que no quería ir a atender a su madre, cuyos gritos desgarradores echaban a volar, en medio de un gran silencio, las hojas de los árboles. Debió dormirse así toda la noche porque hacia la madrugada despertó tiritando y me explicaba que ya se había acostumbrado a dormir en el suelo, echado junto al fogón de la cocina o en unos sacos, detrás de la puerta de calle.Ahora, en el comedor, sobre la silla, se sentía enfermo y enfriado. En los días siguientes comió también en la mesa del comedor y, aunque su padre no lo hablaba mucho, comprendía él que deseaba hacerlo, que en cierto modo quería acercarse a él, a su amistad. No quería él a su padre, casi lo odiaba, pero, al mismo tiempo, le tenía un poco de lástima, se le caía el pelo, el bigote se le llenaba de canas, los años lo estaban destruyendo y él, seguramente, había contribuido a ello. Siempre los avergoncé, siempre pesé mucho sobre sus vidas, ahora habrán comenzado a dormir tranquilos y a mirar de frente a todo el mundo, me explicaba.

Su padre tuvo dificultades en la fábrica, hubo una huelga, un desfile de manifestantes en la avenida, tropa de carabineros, balas, el viejo se derrumbó ensangrentado, pero no eran heridas de bala sino puñaladas, lo hospitalizaron y él iba con su madre a verlo dos veces a la semana. En el hospital su padre lo miraba primero con odio, con vergüenza después y al final con angustia, los otros enfermos lo acogían con simpatía, lo llamaban a su lado, le regalaban frutas, dulces, cigarrillos, alguna moneda, muchas monedas, el dinero se lo pasaba a hurtadillas a su padre y guardaba las monedas nuevas para su madre, se acordaba del boticario y comprendía vagamente que su cuerpo podría servirle para hacerse rico, deseaba decírselo a su padre para que, teniendo esa seguridad, recuperara más pronto la salud, pero no se atrevía, además tenía miedo, comprendía vagamente que eso podría ser también la maldición de su vida, especialmente si su padre, siempre ávido de dinero, descubría que de las piernas fantásticas de su hijo podría hacer una mina de oro; deseaba hablarle, pero no se atrevía. Cuando salían del hospital, un día apretó la mano de su madre y le hizo la pregunta que tantas veces me repetiría a mí después: Madre, ¿qué soy yo? ¿Por qué nací así, qué hemos hecho, qué hemos hecho, además de ser pobres? Su madre no contestó y caminó ensimismada, pero él comprendía que si no la había herido, le había mostrado su propia herida y presentía de un modo vago que no debía haber hablado, que era una desgracia para él, incluso enfrentado a su madre, mostrar su debilidad, sabrían que tenía miedo y si lo sabían pronto sería deshecho por una gente o por otra. Por lo demás, él jamás estuvo seguro de que su madre lo amaba. Le tenía compasión, desde luego, se consideraba humillada por su nacimiento, pero sabía que él también se sentía avergonzado, como si hubiera puesto un poco de voluntad, y quizás de arrogancia, en nacer de aquella manera y él estaba seguro de que en cierto modo esa voluntad y esa arrogancia existían, pues a veces se sentía orgulloso y feliz de tener esas piernas y no otras. Desde luego, no era un muchacho deforme, no, su cuerpo era firme y esbelto, delgado y duro, casi atlético, a pesar de lo mal que se alimentaba, sus piernas eran un par de soberbias piernas de perro, robustas y orgullosas, enhiestas y casi fieras y en la cintura se juntaban de un modo tan natural que parecía que él había nacido de una generación muy antigua y refinada, de una maravillosa familia de seres humanos con patas de perro. Cuando su padre salió del hospital, los médicos estuvieron conversando con él la tarde en que lo dieron de alta y él, alto y espigado, flexible y seguro de sí, lo estuvo esperando en el hall, hasta que fue llamado por los doctores. Lo pasaron a la sala de primeros auxilios y tendido en la camilla, desnudo totalmente, se prestó con evidente complacencia a ser examinado por esos médicos rubios y sonrientes, de manos suaves y ágiles, cortantes y cínicas como cuchillo, médicos sin nervios, casi sin oídos, sólo con ojos, con montones de ojos y muchísimas manos. Le hicieron preguntas, lo que no dejaba de extrañarle, pues pensaba que más debían preguntarle a su padre que a él, lo expusieron a los rayos X y él desde la oscuridad los atisbaba y sentía un arrastrado, un lejano deseo de aullar, tuvo miedo y terminó por reírse, lo hicieron callar, lo miraron con delectación en la cintura, echaron sus dedos en el comienzo de las piernas como si buscaran algún anillo, alguna llave que se les hubiera caído mientras examinaban a la chica de grandes pechos de la cama 2, ahí estuvieron, donde comenzaba la pelambre, donde comenzaba el perro, donde comenzaba yo, decía ahora sonriéndose, y él los miraba ansioso, como expectante, como deseoso de que encontraran algo, algo que le hubiera servido, no para justificarse ante su padre, ante el mundo y la vida, sino para contestarse esa angustiosa pregunta que tenía siempre a flor de labios cuando se sentía desesperado o solitario. Su padre cojeaba visiblemente y le temblaban las manos, se veía mustio, indefenso y lleno de amargura, con repulsión se dejó coger del brazo por su hijo y así caminaron, él muy orgulloso sobre sus dos firmes e insolentes patas de perro y el antiguo obrero, lleno de odio, de pesadumbre y de temor, cogido humillantemente de ese ser que él había engendrado. Hacía calor y la avenida estaba llena de gente, gente que los conocía, gente que se había detenido en la calle a mirarlo alborozada cuando era pequeño, gente que lo había visto en la botica cuando su madre lo envió a comprar aspirinas y alcohol alcanforado, gente que conocía a la matrona o había bebido semana a semana con su padre en el bar y restaurant La Paloma. Repentinamente, con premura, antes de que oscureciera, mientras él miraba los afiches de una película de Gary Cooper, su padre estiró la mano en una actitud que parecía en él una larga costumbre y él, lleno de estupor y avergonzado, veía cómo las monedas caían en el viejo sombrero. Su padre se quejaba no con fingida voz de fingido pordiosero sino con una verdadera voz de dolor y aflicción y se cogía cada vez más fuerte de su brazo, de manera que la gente que pasaba, la que se bajaba de los autobuses y la que venía de la cárcel, la policlínica o el regimiento, tenía, instintivamente, que dirigir la mirada a ese muchacho mitad perro que sustentaba a un viejo que olía a podredumbre y a desinfectante. Eso fue una noche y otra noche, una mañana y otra mañana. Recorrieron todo el barrio San Miguel, llegaron hasta San Bernardo y Nos, estuvieron en Lo Espejo y se subieron al tren que bajaba de Rancagua, tomaron después un victoria y se hicieron llevar al cerro San Cristóbal, en la subida, junto a la caseta del funicular, pululaba la gente ávida de atracciones y de novedad. Él se dejaba llevar, se dejaba exhibir, casi deseaba que su padre estuviera verdaderamente enfermo y que fueran reales y auténticos los quejidos que echaba cuando pedía dinero, lo pedía de un modo especial, dirigiendo las voces, las quejas, los estremecedores gritos y lamentos hacia las piernas de su hijo; como no le bastaran o lo fatigaran demasiado sus lamentos y gritos, optó por no lamentarse tanto y sólo estiraba una mano y señalaba con la otra las piernas del chiquillo, él se aburría con tanta bajeza, no sentía vergüenza ya, ni deseos de llorar, sólo parecía extrañado, estupefacto, comprendía todo eso, veía mejor las caras de los curiosos y los ojos ávidos o despavoridos que se abrían hacia él, no chilles, papá, no grites tanto, no te quejes, yo soy tu lamento, yo soy tu queja, optó por decir en voz baja, pero el viejo le había oído y desde entonces no se quejaba, odiaba a su padre, pero lo despreciaba más, comprendía que no podría librarse ahora de él, antes lo tenía cogido por los golpes y como abrumado, ahora lo tenía anestesiado con su enfermedad y sus dolores, porque, por lo demás, el viejo estaba realmente enfermo, tosía a menudo y la herida del vientre jamás le había cicatrizado, lo había dejado un poco doblado sobre sí mismo y le provocaba vómitos, vahídos y momentos de estupor y delirios. En el bar, cuando tosía, echaba unas pintas leves de sangre en el pañuelo, miraba a su hijo y le daba las gracias, unas gracias particulares que, en la intención y en el tono, estaban impregnadas de inseguridad, de odio y de rencor. Cuando llegaba el invierno no concurrían a los paseos públicos, abandonaban la Quinta Normal, el Parque Forestal, el cerro Santa Lucía y se metían en los bares de las calles San Pablo o San Diego. Como no era negocio sentarse a jugar una partida de póquer o escalerilla, se instalaban cerca del mesón, junto a la mampara o en los pasillos que daban al toilet, y ahí el viejo estiraba una mano y con la otra señalaba descaradamente, con maldad y miedo, las piernas de su hijo. Ese fue el año en que yo lo conocí. El muchacho estaba estirado y flaco, tenía, sin embargo, un hermoso delicado aspecto de adolescente soñador y sus piernas, sus auténticas piernas de perro fino, mostraban también la alzada y el pedigree de una buena raza. Se había acostumbrado a su cuerpo, no se humillaba con él, no se avergonzaba de tener que vivir toda la vida, toda mi vida, decía, junto a ese extraño ser que Dios Creador, la Naturaleza y la naturaleza de su familia y de sus padres, le habían otorgado. No se consideraba un monstruo, no era jorobado, no era enano ni albino, no era sordo, ciego ni mudo, no sufría de gigantismo ni del mal comicial, no, tenía una arrogante estampa, una doble bella estampa, la mitad de hombre, la mitad de perro, dos mitades que se habían juntado caprichosamente y que al comienzo habían amenazado ahogarlo entre sus distintos valores, pero que ahora, ya crecido, ya seguro de sí y de la vida, podían salvarlo, a pesar de su padre, a pesar de los golpes sufridos en el barrio y en la escuela. Él me contó lentamente la historia de su vida, pero no me la contó de un solo trazo, sino a trechos, según como iban sucediendo los días de su existencia a mi lado, según las cosas que le sucedían o las que a mí me sucedían y que yo le relataba sin adornarlas, pero de manera que él sacara una buena o mala consecuencia, no para maldecir de la vida, sino para amansarla y moldearla bajo los brazos y con los dedos.