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"Pedro y Juan" es la cuarta novela de Guy de Maupassant. La concibió en el verano de 1887, pero no fue publicada hasta enero de 1888. Es una novela breve en cuyo prólogo -titulado
La novela y que en su momento levantó ampollas- el autor trata el tema de la novela naturalista
"Pedro y Juan" es una pequeña delicia por el análisis psicológico al que Maupassant somete a sus personajes, dejando abiertos los resquicios pertinentes para que el lector decida sobre qué pensar con respecto a los mismos.
"Pedro y Juan" es una historia simple, no tiene grandes complicaciones argumentales. En ella se narra cómo las apacibles vidas de los miembros de la familia Roland se ven alteradas cuando Juan, uno de los hijos, recibe una cuantiosa herencia de Maréchal, un "viejo amigo de la familia". Su hermano Pedro, que se halla en una situación económica no muy desahogada, comienza a reflexionar sobre el por qué solamente Juan recibe la herencia, sin que ésta sea repartida entre los dos hermanos, pues Maréchal guardaba el mismo afecto hacia ambos... Y esa reflexión conducirá a Pedro hacia un descubrimiento que destrozará la aparente unidad familiar de los Roland. Aunque, eso sí, jamás se romperán las apariencias...
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Veröffentlichungsjahr: 2023
PEDRO Y JUAN
La novela
Pedro y Juan
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
No es, ciertamente, mi intención encarecer y recomendar aquí la pequeña novela que va a leerse. Por el contrario, las ideas que intento hacer comprender implicarían más bien la crítica del género de estudio psicológico que he emprendido en P EDROYJ UAN.
Voy a ocuparme de la novela en general.
No soy el único a quien se dirige la misma censura por los mismos críticos cada vez que aparece un nuevo libro.
En medio de frases de elogio encuentro regularmente esta otra.
«El mayor defecto de esta obra consiste en que no es una novela propiamente hablando».
A esto se podrá contestar con el mismo argumento:
«El mayor defecto del escritor que me dispensa la honra de juzgarme consiste en que no es un crítico».
¿Cuáles son, en puridad, los caracteres esenciales del crítico?
Es preciso que sin prevención, sin opiniones preconcebidas, sin ideas de escuela, sin conexiones con ninguna familia de artistas, comprenda, distinga y explique todas las tendencias más opuestas, los temperamentos más contrarios y admita las investigaciones de arte más diversas.
Luego, el crítico que después de Manon Lescaut, Pablo y Virginia. Don Quijote, Las uniones peligrosas, Werther, Las afinidades electivas, Clarisa Harlowe, Emilio, Cándido, Cinq-Mars, René, Los tres mosqueteros, La prima Bette, Colomba, El rojo y el negro, Mademoiselle de Maupin, Nuestra Señora de París, Solammbô, Madame Bovary, Adolfo, M. de Camors, L’Assommoir, Safo, etcétera, se atreve a escribir: «Ésta es una novela y aquélla no lo es», me parece dotado de una perspicacia que se asemeja mucho a la incompetencia.
Generalmente, el crítico de este linaje entiende por novela una aventura más o menos verosímil, arreglada a la manera de una comedia en tres actos, el primero de los cuales contiene la exposición, el segundo la acción y el tercero el desenlace.
Esta manera de componer es absolutamente admisible, pero a condición de que se acepten igualmente todas las demás.
¿Existen reglas fijas para hacer una novela, y prescindiendo de ellas deberá darse otro nombre a una historia escrita?
Si Don Quijote es una novela, ¿ El rojo y el negro no lo es también? Si Monte Cristo es una novela, L’Assommoir es otra. ¿Puede acaso establecerse una comparación entre Las afinidades electivas de Goethe, Los tres mosqueteros de Dumas, Madame Bovary de Flaubert, M. de Camors de Octavio Feuillet y Germinal de Zola? ¿Cuál de estas obras es una novela? ¿Cuáles son esas famosas reglas? ¿Cuál es su origen? ¿Quién las ha establecido o decretado? ¿En virtud de qué principio, de qué autoridad y de qué razones?
Parece, sin embargo, que estos críticos saben de una manera cierta, indudable, lo que constituye una novela y lo que la distingue de otra que no lo es. Esto significa sencillamente que sin ser productores están afiliados a una escuela, y rechazan a la manera de los novelistas mismos todas las obras concebidas y ejecutadas fuera de los moldes de su estética particular.
Un crítico inteligente debería, por el contrario, señalar todo lo que se parece menos a las novelas ya hechas, y estimular todo lo posible a los jóvenes a intentar abrir nuevos caminos.
Todos los escritores, Víctor Hugo como Zola, han reclamado constantemente el derecho absoluto, el derecho ineludible de componer, es decir, de imaginar o de observar, según su concepto personal del arte. El talento procede de la originalidad, que es una manera especial de pensar, de ver, de comprender y de juzgar. Luego el crítico que pretende definir la novela según la idea que él tiene de las novelas que prefiere, y fijar ciertas reglas invariables de composición, luchará siempre contra todo temperamento de artista que produce una idea nueva. Un crítico, para merecer en absoluto este nombre, no debiera ser más que un analista, sin tendencias, sin preferencias, sin pasiones, y como un perito en cuadros, no apreciar más que el valor artístico del objeto de arte que se le presenta. Su inteligencia debe de absorber tan completamente su personalidad, que le permita descubrir y estimar los libros mismos que como hombre no le agradan y que debe comprender como juez.
Pero casi todos los críticos no son, en realidad, más que lectores, de lo que resulta que nos reconvienen casi siempre en vano, o que nos cumplimentan, elogian y elevan sin reserva y sin medida.
El lector, que desea únicamente satisfacer en la lectura del libro la tendencia natural de su espíritu, pide al escritor que responda a su gusto predominante, y califica invariablemente de notable o de bien escrito el libro, o el fragmento del libro que complace a su imaginación idealista, alegre, picaresca, triste, soñadora o positiva.
En suma, el público está compuesto de grupos numerosos que nos dicen:
—Consoladme.
—Entristecedme.
—Enternecedme.
—Hacedme soñar.
—Hacedme reír.
—Hacedme estremecer.
—Hacedme llorar.
—Hacedme pensar.
Solamente algunas inteligencias privilegiadas piden al artista:
—Mostradme algo nuevo y bello, en la forma que mejor os convenga, según vuestro temperamento.
El artista prueba a hacerlo, y triunfa o fracasa.
El crítico sólo debe de apreciar el resultado según la naturaleza del esfuerzo, y no tiene para qué preocuparse de las tendencias.
Esto se ha escrito ya mil veces, y es preciso, sin embargo, repetirlo.
Así, después de las escuelas literarias que han querido presentarnos una visión deforme, sobrehumana, poética, conmovedora, hermosa o soberbia de la vida, ha venido una escuela realista o naturalista que ha pretendido mostrarnos la verdad, nada más que la verdad y toda la verdad.
Preciso es admitir con igual interés estas teorías de arte tan diferentes, y juzgar las obras que producen únicamente bajo el punto de vista de su valor artístico, aceptando à priori las ideas generales que las han engendrado.
Negar el derecho de un escritor a hacer una obra poética o una obra realista es querer obligarle a modificar su temperamento, recusar su originalidad y no permitirle servirse de los ojos y de la inteligencia que le ha dado la naturaleza.
Culparle de ver las cosas bonitas o feas, pequeñas o épicas, vulgares o sublimes, graciosas o siniestras, es culparle de estar organizado de tal o cual manera, y de que no vea las cosas como las vemos nosotros.
Dejémosle, pues, libre de comprender, de observar como le plazca, siempre que sea un artista. Exaltémonos poéticamente para juzgar a un idealista y probémosle que su sueño es vulgar, mediocre, banal y no bastante extravagante o magnifico. Pero si juzgamos a un naturalista, mostrémosle en qué difiere la verdad en la vida de la verdad en su libro.
Es evidente que escuelas tan diferentes han debido de emplear procedimientos de composición absolutamente opuestos.
El novelista que transforma la verdad constante, brutal y desagradable para presentar una aventura excepcional y seductora, debe, sin preocupación exagerada de la verosimilitud, disponer los acontecimientos a su antojo, prepararlos y colocarlos de suerte que agraden al lector, le conmuevan o le enternezcan. El plan de su novela no es más que una serie de ingeniosas combinaciones que hábilmente llevan al lector al desenlace. Los incidentes están dispuestos y graduados para llegar al punto culminante y al efecto del fin, que es un suceso capital y decisivo propio para satisfacer todas las curiosidades excitadas desde el principio, para poner límite al interés y terminar tan completamente la historia narrada que el lector ya no debe saber lo que será el día siguiente de los personajes más interesantes.
Por el contrario, el novelista que pretende presentarnos una imagen exacta de la vida, ha de evitar con cuidado todo encadenamiento de sucesos que pueda parecer excepcional.
Su objeto no es contarnos una historia, divertirnos o entristecernos, sino obligarnos a pensar, a comprender el sentido profundo y oculto de los sucesos. A fuerza de haber visto y meditado, contempla el universo, las cosas, los hechos y los hombres de cierta manera que le es propia, y que resulta del conjunto de sus observaciones y sus reflexiones. Esta visión personal del mundo es la que procura comunicarnos reproduciéndola en su libro. Para conmovernos, como él se ha conmovido en el espectáculo de la vida, debe reproducirla ante nuestros ojos con una escrupulosa exactitud. Deberá, pues, componer su obra de una manera tan hábil, tan disimulada y tan sencilla en la apariencia que sea imposible sorprender y señalar el plan y descubrir sus intenciones.
En vez de imaginar una aventura y desarrollarla de manera que sea interesante hasta el fin, tomará su personaje o sus personajes en cierto período de su existencia, y los llevará por transiciones naturales hasta el período siguiente. Mostrará de esta suerte cómo los caracteres se modifican bajo la influencia de las circunstancias que les rodean, cómo se desarrollan los sentimientos y las pasiones, cómo se ama, cómo se odia, cómo se combate en todos los medios sociales, cómo luchan los intereses en todas las clases, los intereses de dinero, los intereses de familia, los intereses políticos.
La habilidad de su plan no consistirá, pues, en la emoción o en el encanto, en una exposición interesante o en una catástrofe conmovedora, sino en el agrupamiento concertado de los hechos constantes de que se deriva el sentido definitivo de la obra. Si encierra en trescientas páginas diez años de una vida para mostrar cuál ha sido, en medio de todos los seres que le han rodeado, su significación particular y bien característica, deberá saber eliminar entre los infinitos sucesos cotidianos todos aquellos que le sean útiles, poniendo de relieve de una manera especial todos los que habrían pasado desapercibidos para observadores poco perspicaces, y que dan al libro su mayor importancia, su valor de conjunto.
Se comprende que semejante manera de componer, tan diferente del antiguo procedimiento, tan visible para todos los ojos, desconcierte frecuentemente a los críticos, y que no descubran todos los hilos tan sutiles, tan secretos, casi invisibles, empleados por ciertos artistas modernos en vez de aquella trama única que se llamaba la intriga.
En resumen, si el novelista de ayer elegía y narraba las crisis de la vida, los estados agudos del alma y del corazón, el novelista de hoy escribe la historia del corazón, del alma y de la inteligencia en el estado normal. Para producir el efecto que persigue, es decir, la emoción de la simple realidad, y para obtener la enseñanza artística que quiera presentar, es decir, la revelación de lo que es verdaderamente el hombre contemporáneo ante sus ojos, deberá no emplear más que hechos de una verdad irrecusable y constante.
Pero colocándose en el punto de vista de estos artistas realistas, se debe discutir su teoría, que parece poder resumirse en estas palabras: «Nada más que la verdad y toda la verdad».
Siendo su intención desenvolver la filosofía de ciertos hechos constantes y corrientes, deberán frecuentemente rectificar los hechos en provecho de la verosimilitud y en detrimento de la verdad, porque
Lo verdadero puede algunas veces no ser verosímil.
El realista, si es un artista, procurará no mostrarnos la fotografía banal de la vida, sino darnos la visión más completa, más exacta, más patente que la realidad misma.
Referirlo todo sería imposible, porque se necesitaría un volumen a lo menos por día para enumerar las multitudes de incidentes insignificantes que llenan nuestra existencia.
Se impone, pues, la elección, lo que es un primer golpe dado a la teoría de toda la verdad.
La vida, por lo demás, está compuesta de casos los más diferentes, los más imprevistos, los más contrarios, los más desiguales: es brutal, sin sucesión, sin engranaje, llena de catástrofes inexplicables, ilógicas y contradictorias que deben de ser clasificadas en el capítulo de hechos diversos.
He aquí por qué el artista, después de elegir su tema, no recogerá en esta vida preñada de azares y futilidades más que los detalles característicos útiles a su asunto, y prescindirá de todo lo demás.
Un ejemplo entre mil:
El número de personas que mueren cada día por accidente es muy considerable en este mundo. Pero ¿podemos hacer caer una teja sobre la cabeza de un personaje principal, o arrojarle bajo las ruedas de un carruaje, en medio de la narración, a pretexto de que es preciso conceder la parte correspondiente a lo accidental, a lo imprevisto?
La vida deja todo en el mismo estado, precipita los hechos o los prolonga indefinidamente. El arte, por el contrario, consiste en usar de precauciones y preparaciones, en presentar transiciones hábiles y disimuladas, en colocar en plena luz, por efecto del acierto en la composición, los sucesos esenciales y en dar a todos los demás el grado de relieve que les conviene, según su importancia, para producir la sensación profunda de la verdad especial que se quiere demostrar.
Escribir la verdad consiste, pues, en presentar la ilusión completa de lo verdadero, siguiendo la lógica ordinaria de los hechos, y no en relatarlos servilmente en la confusión de su sucesión.
De todo esto deduzco que los realistas de talento deben llamarse más propiamente ilusionistas.
¡Qué puerilidad, por lo demás, creer en la realidad porque cada uno llevamos la nuestra en nuestro pensamiento y en nuestros órganos! Nuestros ojos, nuestros oídos, nuestro olfato, nuestro gusto diferente, crean tantas verdades como hombres existen sobre la tierra. Y nuestra inteligencia que recibe las instrucciones de estos órganos diversamente impresionados, comprende, analiza y juzga como si cada uno de nosotros perteneciera a una raza diferente.
Cada uno de nosotros se hace, pues, sencillamente una ilusión del mundo, ilusión práctica, sentimental, regocijada, melancólica, fea o lúgubre, según su naturaleza. Y el escritor no tiene otra misión que reproducir fielmente esta ilusión con todos los procedimientos de arte que ha aprendido y de que puede disponer.
¡Ilusión de lo bello, que es una convención humana! ¡Ilusión de lo feo, que es una opinión mudable! ¡Ilusión de lo verdadero, siempre inmutable! ¡Ilusión de lo innoble, que atrae a tantos seres! Los grandes artistas son aquellos que imponen a la humanidad su ilusión particular.
No nos enojemos, pues, contra ninguna teoría, puesto que cada una de ellas es sencillamente la expresión generalizada de un temperamento que se analiza.
Hay especialmente dos que con frecuencia han sido discutidas, oponiéndolas una a otra en vez de admitir las dos, la de la novela de puro análisis y la de la novela objetiva. Los partidarios del análisis quieren que el escritor se dedique a indicar las menores evoluciones de un carácter y todos los móviles más secretos que determinan nuestras acciones, no concediendo al hecho mismo más que una importancia muy secundaria. Es el punto de llegada, un simple límite, el pretexto de la novela. Sería necesario, pues, según ellos, escribir estas obras precisas o soñadas en que la imaginación se confunde con la observación a la manera de un filósofo componiendo un libro de filosofía, exponer las causas desde los orígenes más lejanos, decir todos los por qué de todas las voluntades y discernir todas las reacciones del alma obrando bajo la impulsión de los intereses, de las pasiones o de los instintos.
Los partidarios de la objetividad (¡qué palabreja!) pretenden, por el contrario, darnos la representación exacta de lo que sucede en la vida; evitan cuidadosamente toda explicación complicada, toda disertación sobre los motivos, y se limitan a hacer pasar delante de nuestros ojos los personajes y los sucesos.
Para ellos la psicología debe estar oculta en el libro, como lo está en realidad bajo los hechos de la existencia.
La novela concebida de esta manera gana en interés, en movimiento en la narración, en color y en animación y vida.
Así pues, en vez de explicar largamente el estado del ánimo de un personaje, los escritores objetivos se fijan en la acción o el gesto que este estado del alma debe producir fatalmente en ese hombre en una situación determinada, y le hacen conducirse de tal manera del principio al fin de la obra que todos sus actos, todos sus movimientos sean el reflejo de su naturaleza íntima, de todos sus pensamientos, de todas sus voluntades o de todas sus vacilaciones. Ocultan, pues, la psicología en vez de presentarla; hacen el armazón de la obra, como la osamenta invisible es la armazón del cuerpo humano. El pintor que hace nuestro retrato no pinta nuestro esqueleto.
Me parece también que la novela ejecutada de esta manera gana en sinceridad. Es desde luego más verosímil, porque las gentes que vemos moverse en torno nuestro no nos cuentan los móviles a que obedecen.
Conviene después considerar que, si a fuerza de observar los hombres, podemos determinar su naturaleza bastante exactamente para prever su manera de ser en casi todas las circunstancias, si podemos decir con precisión: «Tal hombre, de tal temperamento, en tal caso hará esto» no debe entenderse que podamos determinar una a una todas las secretas evoluciones de su pensamiento que no es el nuestro, todos los misteriosos impulsos de sus instintos que no son semejantes a los nuestros, todas las tendencias confusas de su naturaleza cuyos órganos, cuyos nervios, cuya sangre son diferentes de los nuestros.
Por mucho que sea el genio de un hombre débil, afable, sin pasiones, amante únicamente de la ciencia y del trabajo, jamás puede apoderarse bastante completamente del alma y el cuerpo de un mozo exuberante, sensual, violento, agitado por todos los deseos y aun por todos los vicios, para poder comprender o indicar los impulsos y las sensaciones más íntimas de este ser tan diferente, aunque puede presumir y contar todos los actos de su vida.
En suma, el que hace psicología pura no puede hacer más que sustituirse a todos sus personajes en las diferentes situaciones en que los coloca, porque le es imposible cambiar sus órganos, que son los únicos intermediarios entre la vida exterior y nosotros, que nos imponen sus percepciones, determinan nuestra sensibilidad, crean en nosotros un alma esencialmente distinta de todas las que nos rodean. Nuestra visión, nuestro conocimiento del mundo adquirido por el auxilio de nuestros sentidos, nuestras ideas sobre la vida, no podemos más que llevarlos en parte a todos los personajes cuyo ser íntimo y desconocido pretendemos descubrir y revelar. Siempre somos nosotros los que nos mostramos en el cuerpo de un rey, de un asesino, de un ladrón o de un hombre honrado; de una cortesana, de una religiosa, de una joven pudorosa o de una verdulera, porque nos vemos obligados o proponernos así el problema: «Si yo fuera rey, asesino, ladrón, cortesana, religiosa, joven púdica o verdulera ¿qué es lo que yo pensaría?, ¿qué es lo que yo haría?, ¿cómo obraría yo?». No diferenciamos, pues, nuestros personajes más que cambiando la edad, el sexo, la situación social y todas las circunstancias de la vida de nuestro yo, que la naturaleza ha rodeado de una barrera de órganos infranqueable.
La habilidad consiste en no dejar reconocer este yo por el lector bajo todas las diversas máscaras que nos sirven para ocultarlo.
Pero si bajo el punto de vista de la completa exactitud el puro análisis psicológico es discutible, puede, sin embargo, producir obras de arte tan bellas como todos los demás métodos de trabajo.
Véase hoy el simbolismo y los simbolistas. ¿Por qué no? Su ideal de artista es respetable, y tienen una particularidad muy interesante, que saben y proclaman la extrema dificultad del arte.
¡Es preciso, en efecto, ser muy loco, muy osado, muy presuntuoso o muy tonto para escribir hoy! Después de tantos maestros de tan varia naturaleza, de genio tan múltiple, ¿qué resta ya que hacer que no se haya hecho y qué decir que no se haya dicho? ¿Quién puede vanagloriarse entre nosotros de haber escrito una página, una frase, que no se encuentre ya más o menos semejante en alguna parte? Cuando leemos, tan saturados como estamos de escritura francesa, que nuestro cuerpo entero nos produce la impresión de ser una parte hecha con palabras, ¿encontramos alguna vez una línea, un pensamiento que no nos sea familiar, y de que a lo menos no hayamos tenido antes un vago, confuso presentimiento?
El hombre que se propone únicamente divertir a su público por medios ya conocidos escribe con entera confianza, en el candor de su mediocridad, obras destinadas a la multitud ignorante y desocupada. Pero aquellos sobre quienes pesan todos los siglos de la literatura pasada, a quienes nada satisface, a quienes todo disgusta porque sueñan algo mejor, a quienes todo parece ya desflorado, y a quienes, en fin, su obra produce la impresión de un trabajo inútil y común, llegan a juzgar el arte literario como una cosa misteriosa, impalpable, que apenas nos revelan algunas páginas de los más grandes maestros.
Veinte versos, veinte frases nos conmueven en lo más hondo del corazón como una revelación sorprendente; pero los versos siguientes se parecen a todos los versos, la prosa que sigue a aquellas frases se parece a todas las prosas.
Los hombres de genio no sufren, sin duda, esas angustias y esos tormentos, porque tienen en sí mismos una fuerza creadora, irresistible. No se juzgan ellos mismos. Los demás, nosotros, que somos sencillamente trabajadores conscientes, no podemos luchar contra el invencible desaliento sino por medio de la continuidad del esfuerzo.
Dos hombres con sus consejos sencillos y luminosos me han dado esta fuerza para intentar siempre: Luis Bouilhet y Gustavo Flaubert.
Si hablo aquí de ellos y de mí es porque sus consejos, reunidos en pocas líneas, serán útiles quizás a algunos jóvenes menos confiados en sí mismos de lo que se suele ser ordinariamente cuando se comienza la carrera literaria.
Bouilhet, el primero a quien traté íntimamente dos años antes de obtener la amistad de Flaubert, a fuerza de repetirme que cien versos, quizá menos de cien, bastan para hacer la reputación de un artista, si son irreprochables y si contienen la esencia del talento y de la originalidad de un hombre, aun de segundo orden, me hizo comprender que el trabajo continuo y el conocimiento profundo del oficio, pueden un día de lucidez, de inspiración y de potencia creadora, encontrando un asunto feliz perfectamente acorde con todas las tendencias de nuestro espíritu, producir esa manifestación en la obra corta, única y la más perfecta que de nosotros puede nacer.